Por: Elkin Villegas
Nuestra conciencia moral no es ese
juez insobornable que dicen los maestros de la ética: En su origen no es otra
cosa que “angustia social”. Toda vez que la comunidad suprime el reproche cesa
también la sofocación de los malos apetitos y los hombres cometen actos de
crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído
incompatibles con su nivel cultural.
SIGMUND
FREUD
Las reflexiones en torno al
enlace de la moral, la culpa y la responsabilidad ética han estado siempre a la
base de las meditaciones de los grandes filósofos y pensadores. Desde el poeta
Homero, los presocráticos, Sócrates, Platón, Aristóteles, pasando por los
cultores del judeocristianismo, por Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Baruch
Spinoza, Wilhelm Leibniz, Immanuel Kant, David Hume, Friedrich Hegel, Karl
Jaspers, Carlos Castilla del Pino, hasta la filosofía contemporánea de Paul
Ricoeur y otros.
Responsabilidad moral y sentimiento de culpa
Parafraseando al filósofo francés
Paul Ricoeur, podría decirse que mientras el sentimiento de culpa es un efecto
imaginario en el yo (proveniente, en buena medida, de las costumbres y del
influjo social culpabilizante judeocristiano), los conceptos de ética (ethos) y
de responsabilidad son restos o vestigios simbólicos del pensamiento y el obrar
griegos en la antigüedad. Por lo tanto, no sufrir por cuenta de esa pesantez
internalizada implica, al mismo tiempo, una reducción fenomenológica de dicho
sentimiento, previa transformación estructural de su influjo (que tiende a
contraer y a atormentar el espíritu) en epimeleia heautou o cuidado de sí, por
medio del gnothi seauton o conócete a ti mismo, tal y como eran concebidas
ambas nociones por los griegos. Ello coincide, muy seguramente, con la
conversión ética radical postulada por Lacan para el caso del psicoanalista, y
aún para todo aquel que realiza su análisis hasta el final o efectúa, en casos
excepcionales, una elaboración interna similar a la que muchos filósofos
denominan tratamiento psíquico o tratamiento del alma. Estos factores hacen
resonar las tres preguntas griegas: ¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué
puedo esperar?, que dejaron huella en Kant y que Jacques Lacan retoma en
Televisión. Iniciemos este recorrido con una reflexión desde los griegos.
El poeta Homero
La tradición le atribuye a Homero
(siglos IX-VIII a. C.) los dos primeros testimonios escritos que conservamos
sobre la cultura griega: la Ilíada y la Odisea. Al parecer estos dos escritos
fueron compuestos en las costas jonias del Asia Menor, y del autor no se
conocen datos precisos sobre su identidad ni sobre su vida. Las dos
realizaciones constituyen el pasaporte que ha posibilitado saber la mayor parte
de lo que hoy conocemos sobre la vida y la cultura de la Grecia más antigua. La
Ilíada y la Odisea tratan sobre una clase específica: la aristocracia. La
primera alude, en general, a la guerra contra Troya; mientras que la segunda se
refiere a un estado de paz en medio de la aventura y los desafíos que
caracterizaban el retorno de la lid. Casi un siglo después surgió, con Hesíodo,
una epopeya sobre la vida de la gente humilde, del pueblo y sus trabajos.
Según Dodds, existe una clara
diferenciación entre culturas de vergüenza y culturas de culpabilidad. Sin
embargo, bien nos podríamos preguntar, con la ayuda de la banda de Moebius, si
la vergüenza es o no una consecuencia de la culpabilidad. A las obras de Homero
se las aprecia representativas de una cultura de vergüenza, en la que los
desasosiegos esenciales del hombre se eslabonan con el honor y la estimación
pública, y en la que el sentimiento de culpa parece estar ausente o difuso, lo
mismo que las concepciones sobre la responsabilidad moral, pues basculan entre
una imputación de ésta a los dioses y otra a los hombres. El tránsito desde
Hesíodo hasta los órficos señala cómo
estos personajes y sucesos corresponden a las épocas arcaica y clásica de
Grecia, durante las cuales se inicia y consolida la cultura de culpabilidad, en
la que los conceptos de culpa y responsabilidad conquistan apariencias más
claras y una mayor presencia en la vida de los individuos. Al respecto cabe
preguntarse: ¿Es la cultura griega una representación social más determinada
por sentimientos de culpa, que por aspectos lógico-simbólicos provenientes de
la ética y la responsabilidad? Sobre este aspecto volveremos más adelante.
En general, todos los aspectos de
la vida son para los griegos una formación de los designios de los dioses
olímpicos. Así, la existencia y las acciones de los hombres, esto es, su
conformación física, moral e intelectual, las dichas y desdichas, e incluso la
marcha de la naturaleza y todo tipo de eventos naturales eran otorgadas por un
dios, resultado de su designio o realizadas por él. Existía, además, el
reproche clamoroso de que los dioses decretaban para el hombre todo tipo de
padecimientos, en tanto que para ellos había sido reservada la dicha y el
placer. Desde esta perspectiva, no hay opción para considerar una participación
responsable del hombre con respecto al porvenir, aunque en algunos apartes de
las obras surgen factores que permiten reconsiderar esta idea, ya que asoman
brotes de culpa, acusación y autorreproche, engendrados en un mal proceder, en
el que cada cual sufre u obtiene su parte de acuerdo con la falta cometida.
Se observa un elemento entre los
impulsos de las acciones de los hombres: el de Ate, el cual es descifrado como
error, como fatal ceguera, según Charles Moeller, o como ofuscación. Es una
especie de enceguecimiento momentáneo que apresa al hombre y lo anima a actuar
de una forma errónea. Según Dodds, Ate también induce a Ulises (Odiseo, el
héroe de muchas vueltas) a dormirse en un momento en el que debería velar,
dando lugar a que sus compañeros de viaje sacrifiquen las vacas de Helios,
ocasionando su desgracia, pues la nave naufraga y todos mueren a excepción de
Ulises, quien no es precisamente un guerrero como Aquiles, según el profesor
Carlos García Gual, sino más bien un aventurero, un astuto narrador que posee
el don de la diosa Atenea y un explorador de la palabra.
En ambas obras, la Ilíada y la
Odisea, se advierte lo que bien podríamos denominar la estructura general, esto
es, las derivaciones que acarrean las acciones indebidas. Según Werner Jaeguer,
se expresa el íntimo conflicto entre las pasiones griegas y la más clara
intelección (conciencia del hombre); aunque piense, de todos modos, que esta
oposición no se puede relacionar en modo alguno con el moderno concepto de
decisión libre ni con la idea de la culpabilidad. Sin embargo, considera que en
la Ilíada quien “no escucha ruegos, argumentos ni enseñanzas”, es decir, “quien
las rechaza y obstinadamente las resiste, cae en manos de Ate y expía su culpa
con los males que le inflige”, y ostenta, por lo tanto, participación o
responsabilidad en las consecuencias que se deriven. Para los griegos, según
Dodds, “la injusticia griega no se cuidaba para nada de la intención; era el
acto lo que importaba”. Esta aseveración deja totalmente al margen la cuestión
de la responsabilidad y aun la de la moral, pues el mismo Dodds dice que la
actuación generada por Ate no involucra culpa moral diferenciable. Así, dice,
el razonamiento de Agamenón, además de no ser pensado como una evasión de la
responsabilidad, tampoco puede ser considerado una justificación moral, porque
es la víctima de su acción, y Aquiles adopta respecto a ésta el mismo punto de
vista.
Un fragmento en el que se aprecia
un esbozo de culpa es la infinita cólera de Aquiles contra Agamenón, o en la
ira que despliega contra sí mismo por la muerte de Patroclo, lo cual sugiere
cierta colaboración del hombre en tales acciones. Este boceto de culpa
evidencia una especie de ambigua responsabilidad en la que no se alcanza a
definir, a ciencia cierta, si es originada antes de Ate o más tarde, con el
crecimiento progresivo del sentimiento de culpabilidad por las acciones
realizadas.
La circunstancia que se observa
en los poemas homéricos en relación con la responsabilidad es oscura, tal como
lo plantea Jaeguer: “Mantiene la epopeya una duplicidad particular. Toda acción
debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista humano y divino”.
Ahora, la creencia que atribuía la causa de todos los actos a los dioses, que
hacía al hombre no responsable, es anterior a Homero y constituye una
particularidad de toda psicología prehistórica y popular. Freud da indicios de
esto en su obra Tótem y Tabú. En la época homérica esta noción aparece
relativizada; muestra de eso es la palabra amartía, que primitivamente designaba
una torpeza involuntaria realizada por el hombre en estado de demencia o
posesión demoníaca, y que integra la idea de impureza o culpa.
En un pasaje de la Ilíada se lee
que Zeus desata violentas tempestades cuando se encoleriza con los hombres que
en la asamblea ordenan, mediante la fuerza, sentencias injustas, desobedeciendo
la justicia, sin preocuparse en lo más mínimo del ojo acusador de los dioses.
Según Rodolfo Mondolfo, “los hombres son causas y actores de su propio
porvenir; los dioses serían jueces que distribuyen premios y castigos según la
culpa y el mérito”. Así, la acción es inmoral por ir contra el destino o
“contra el hado de Zeus”. Según este autor, el concepto de hado simboliza lo
que concierne a cada uno, e implica, lo mismo que el concepto de némesis, el
discernimiento de los méritos y de la culpabilidad. Entonces, las expresiones
“contra el hado” o “no conforme con el hado” significan “acto contrario a la
ley sagrada o a la justicia”. En el pasaje al acto, decimos en psicoanálisis, se
transparenta la biografía del sujeto, por eso al psicoanalista le interesa,
según Héctor Gallo, “descifrar la función simbólica de la pulsión puesta en
acto”.
El sentimiento de culpa que
emerge con dificultad en dos ocasiones en las obras de Homero. La primera
cuando Helena habla contra sí misma, acusándose de ser “maléfica y abominable”
y diciendo que habría sido mejor que hubiera muerto al nacer. La segunda, en la
afectación de Aquiles ante el fallecimiento de Patroclo: Aquiles no quiere ya
vivir: “Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando lo
mataron”. Es tal la mortificación de Aquiles, que hasta se teme su suicidio, y
por muchos días rehúsa recibir alimento, dedicado a las lamentaciones por la
pérdida de su amigo. Respecto a Aquiles advierte Michel Serres que tanto el
personaje legendario como Goya se dieron cuenta –a propósito de cómo en
matemática, base del positivismo, siempre hay un tercero excluido, mientras que
en ciencias sociales se le trata de incluir– de que aún en el combate limpio,
en arena movediza, la victoria del que sobrevive es pírrica.
Según Dodds, “cuando un hombre
actúa de modo contrario al sistema de disposiciones conscientes que se dice que
‘conoce’ [se considera que] su acción no es propiamente suya, sino que le ha
sido dictada. En otras palabras, los impulsos no racionales y los actos que
resultan de ellos, tienden a ser excluidos del yo y adscritos a un origen
divino”. Para este investigador, los griegos homéricos conciben el thymos
(palabra cuya significación aproximada es “órgano del sentimiento” o
“personalidad”) como una entidad autónoma, separada, con la que el hombre puede
incluso conversar, y surge corrientemente como una voz interior libre o
soberana.
De acuerdo con Werner Jaeguer, no
hay nada más ajeno a Homero que la creencia de que el hombre toma parte de algo
divino, por eso considera que “no hay nada tan poco homérico como la idea de
que el alma humana sea de origen divino”. La psique de la que habla Homero no
puede considerarse como otro yo que duerme mientras el hombre está despierto,
sino estrictamente como aliento, aire, a la manera de hálito de vida animal. A
esta representación de un aliento que mora en el hombre habría conducido la
indagación de las circunstancias en las que abandonaría al hombre, como son los
estados oníricos, el delirio y aún la misma muerte. En la Ilíada encontramos
rastros de esta idea en una enunciación como “el alma se le escapó volando por
la boca”.
Según Erwin Rohde, existe en el
hombre “una doble vida, que vive en él, escondido en la entraña del yo
diariamente visible, un ‘segundo yo’, con vida propia y susceptible de
desprenderse de aquel para afirmar su independencia”. Dicho autor considera que
esta psique al parecer no participa para nada en el desarrollo de la vida, pues
no es tenida en cuenta sino “en el momento en que se dispone a separarse o el
hombre vivo se ha separado ya” ; que es algo aéreo, etéreo, que reposa cuando
los miembros se encuentran en actividad, sin participar “para nada en las
actividades del hombre en vela y plenamente consciente” .
¿En qué consisten, según Dodds,
las diferencias entre “culturas de vergüenza” y “culturas de responsabilidad”?
Veamos: la sociedad descrita por Homero se localiza en el primer tipo de
cultura, mientras que durante los siglos VI y V (a. de n. e.) la Grecia arcaica
empezaría a abrirse camino hacia la segunda, la cual se consolidaría en la
Grecia clásica. Las culturas de vergüenza las caracteriza Dodds, validez de Homero,
del siguiente modo: “El sumo bien del hombre homérico no es disfrutar de una
conciencia tranquila, sino disfrutar de timé, de estimación pública […]. Y la
mayor fuerza moral que el hombre homérico conoce no es el temor de Dios, sino
el respeto por la opinión pública”.
Los dos poemas homéricos están
dedicados a mostrar y a cantar el hombre que posee o anda en busca de timé
(estimación pública) y areté (virtud por excelencia) . La areté en Homero
consiste en el heroísmo guerrero, es decir, la fuerza, la destreza y el valor
de los combatientes, y en el proceder cortesano y selecto. El contenido de la
areté (significativo en la Ilíada) se dirige en la Odisea principalmente hacia
el buen juicio, la prudencia y la astucia. En general, areté hace alusión “al hombre
de calidad, para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas
normas de conducta”. Entonces, nobleza y bravura militar se presentan
especialmente en la Ilíada, en tanto que en la Odisea son notorias la cortesía,
la hospitalidad, las buenas maneras, las conductas distinguidas o nobles y las
grandes hazañas. Además, en ambas obras se hace mención a la importancia del
manejo diestro de la palabra.
Para Dodds no es que la acción
sea benéfica o perjudicial para el agente, o justa o lícita a los ojos de una
divinidad, sino que aparece como “hermosa” o “fea” a los ojos de la opinión
pública. Así, “el hombre homérico adquiere exclusivamente conciencia de su
valor por el reconocimiento de la sociedad a que pertenece. Era producto de su
clase y medía su propia areté por la opinión que merece de sus semejantes”.
Según Jaeguer, hay una rotunda propaganda de la conciencia entre los griegos,
aunque se advierte en los poemas homéricos una posición ambigua respecto a la
cuestión de la responsabilidad, y una ausencia casi total de elementos que
permitan hablar de un sentimiento de culpa entre ellos.
El lírico Hesíodo
Las obras de Hesíodo se ubican a
finales del siglo VIII a. C., y las más conocidas son Teogonía y Los trabajos y
los días. Entre los avezados de su obra hay convenio en que se da un cambio
notable respecto de la postura de Homero. Así, pues, la noción de obras buenas
y malas, lo mismo que la de una justicia encargada de vigilar las acciones de
los hombres, se manifiesta en Hesíodo de manera clara. Con Hesíodo no se trata
ya de los grandes héroes, sino de la aristocracia, la cual focaliza su atención
en las batallas y en las aventuras, cuyo principio de areté es el honor y la
victoria. Al pertenecer a una clase gobernada y no gobernante, Hesíodo canta la
vida del campesino, siendo él mismo un pastor a quien las musas han otorgado el
don del aedo, del poeta.
Las reflexiones esenciales en Los
trabajos y los días son, pues, que Perses obra de modo incorrecto porque actúa
contra la justicia, y su proceder es inadecuado porque el que obra mal se atrae
males, ya que la senda recta es la del trabajo honrado. Para él lo fundamental
es enaltecer el valor del trabajo (ergon); tanto la virtud y la gloria como el
éxito van ligados al trabajo, es decir, se obtienen mediante éste. No es el
trabajo el que envilece sino la ociosidad. Por eso dice que más vale trabajar,
y no mirar con espíritu envidioso las riquezas de los demás. La vergüenza lleva
a la pobreza y la audacia a la riqueza, y determina que si alguien a causa de
la pereza de sus manos ha arrebatado grandes riquezas, o con el ejercicio de su
lengua ha despojado a otro –y estas cosas son frecuentes, porque el deseo de
provecho turba el espíritu y el cinismo ahuyenta el pudor–, los dioses arruinan
fácilmente a tal hombre; su raza decrece y no guarda él su riqueza sino por
poco tiempo.
Hesíodo sospecha todo el tiempo
de que es el hombre por sí solo quien toma la vía del trabajo o la del ocio y
la ganancia fácil, mediante el robo y el engaño. Y será el hombre mismo, por su
actitud, quien crea su desgracia; por eso considera que una acción inadecuada
atrae males: “Se hace daño a sí mismo el hombre que se lo hace a otros; un mal
designio es más dañoso para quien lo ha concebido”. En la primera parte de Los
trabajos y los días enseña la dimensión de la falta. La justicia es para
Hesíodo algo de importancia fundamental, es un rasgo que diferencia al hombre
del animal.
Entonces, el principio esencial
de todas las faltas que se cometen contra la ley suprema es, según Hesíodo, la
carencia de prudencia o el deseo de colocarse por encima del orden y la ley. El
hombre, en este sentido, ha de abstenerse de aprovechar su fuerza para
maltratar al débil. La metáfora del gavilán y el ruiseñor ilustra esto bastante
bien. Para Hesíodo todos los hombres, vasallos y reyes, han de actuar según una
“justicia recta”. En esta perspectiva, considera que es fácil sumergirse en la
maldad, porque la vía que conduce a ella es corta y está cerca de nosotros; en
cambio, para ejercer la virtud los mismos dioses han sudado, porque la vía es
larga, ardua y al principio está llena de dificultades; pero en cuanto se llega
a la cúspide, se hace fácil en adelante, después de haber sido difícil. No es
menos elocuente, lo dicho por Freud, siglos después: “En modo alguno es regla
que la virtud sea premiada y el mal encuentre su castigo, sino que hartas veces
el violento, taimado, despiadado rebaña para sí los ambicionados bienes de este
mundo y el hombre piadoso se queda sin nada”.
Hesíodo reconoce, lo mismo que
Freud, que para el justo el orden de las cosas no es el mejor; por eso
considera que “constituye una desdicha ser justo, y el más inicuo tiene más
derechos que el justo”. Según Mondolfo, haciendo alusión a los pasajes de la Ilíada
y la Odisea, “la responsabilidad que los hombres deben tener y el juicio y la
sanción divina de que deben ocuparse, atañen siempre a aquello de su propia
conducta, que resulta evidente y manifiesto para todos”.
Con Hesíodo, precisa el mismo
Mondolfo, ya no se trata sólo de lo que se ofrece a la vista de todos, sino que
aún aquellas acciones que acontecen en lo oculto tienen sanción; para ello
están los “treinta mil inmortales”, así que “lo que puede ocultarse a
espectadores y jueces visibles no escapa ni se esconde a la invisible
omnipresencia y omnividencia de los espectadores y jueces divinos. De esto se
sirve Hesíodo para intentar desbaratar las esperanzas de impunidad que abrigan
los malvados, haciendo sentir con todo su peso el dominio de la justicia y de
la responsabilidad”.
La vigilancia y el juicio de los
dioses ya no atañen solamente a las acciones cumplidas, sino también a las
actitudes preparatorias, reveladoras de las intenciones del hombre. La justicia
acusa a aquellos que movidos por un mal designio (intención o motivación
inconsciente) obran contra ella. Por eso, además del acto, importa también la
motivación. Entonces, si la justicia de los tiempos homéricos es virtud
aristocrática, virtud de los héroes, en Hesíodo, puntualiza Mondolfo, la
justicia y la responsabilidad es un problema no restringido a la clase
aristocrática de los poderosos, sino extendido a todos los hombres en general.
En este período (alusivo a
Hesíodo) existe lo que, según Dodds, faltaba en el mundo homérico, esto es, el
temor de dios, así que ya no importa en primera instancia el juicio de los
hombres, sino el de ese ojo acusador y omnividente al que nada se le escapa, ni
siquiera los pensamientos, pues castiga al malvado, responsable absoluto de sus
actos e incluso de sus intenciones. Luego, si se parte de que la
responsabilidad tiene que ver más con un juicio, y que el sentimiento de culpa,
aún no reflexionado en Hesíodo, está relacionado con el sentir del sujeto, es
lícito pensar que una idea más firme de responsabilidad conduzca a este
sentimiento. Así, el castigo del que realiza malas acciones no es
necesariamente la desgracia, sino también su malestar interno al vivir con el
corazón desgarrado.
Según Mondolfo, con Hesíodo
estamos, sin duda, en la fase de la heteronomía, donde el campo de la
responsabilidad se ha tornado ahora tan vasto cuanto es necesario, para que en
su universal extensión pueda desarrollarse el concepto de la conciencia moral,
como juez interior de todo acto o propósito (sea palpable o no para los demás),
que a todos aplica la propia sanción interior. El derecho penal, tal y como
veremos más adelante, hunde sus raíces en las ideas que aquí hemos venido
tratando. Es con Hesíodo que “se introduce por primera vez […] la idea de
Derecho. En torno a la lucha por el propio Derecho, contra las usurpaciones de
su hermano y la banalidad de los nobles, se despliega en el más personal de sus
poemas una fe apasionada en el Derecho”.
De este modo se pueden percibir
en Hesíodo distintos factores que aluden a una idea de responsabilidad más
clara y definida que la que se planteara en la fase homérica. Esta decidida
responsabilidad, caracterizada por una mayor vigilancia en el actuar, parece
conducir inevitablemente a la manifestación en el interior del hombre de una
instancia que siente el peso de las acciones. ¿Un sector de la vida psíquica
dotado de la capacidad para chequear las intenciones y los actos no éticos? Tal
posición subjetiva del hombre griego permite inferir la primacía de una especie
de tramitación y de función lógica fundada en la responsabilidad, la ética y el
lazo social, que al perecer lo liberaba del yugo imaginario de la culpabilidad.
Según Dodds, el paso de una
“cultura de vergüenza” a una de “culpabilidad” se da de un modo gradual y no
absoluto. Por eso en la “cultura de vergüenza” se encuentran rasgos de la
“cultura de culpabilidad”, y en ésta perviven factores de aquélla.
Envidia, culpa y autoridad
Un aspecto que llama la atención
en las obras homéricas, y que Dodds destaca, es la idea de phthonos o “envidia
de los dioses”, noción que se asimila al concepto freudiano, como veremos más
adelante, de superyó, el cual, como representante de la instancia parental,
parece molestarse cada vez que el sujeto osa ir más allá del padre o de quien
lo represente. En esta orientación, dice Dodds que tal envidia se expresa en
“la noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente
si uno se gloría de él”. La idea de phthonos, dice además, se convierte en una
amenaza opresiva a finales de la época arcaica y a principios de la clásica, en
una especie de fuente o expresión de angustia religiosa.
El phthonos es considerado
“némesis”, esto es, “justa indignación”, ya que el éxito ha producido en el
hombre koros, o sea “la complacencia del hombre a quien le ha ido demasiado
bien”. Algo semejante a lo que Freud va a nombrar como “mareo ante el éxito”.
El koros a su vez engendra hybris. Entonces, según Pedro Laín Entralgo, el
hombre está siempre bajo el hondo temor de incurrir en pecado de hybris o
desmesura. Para Dodds, la hybris se ha transformado en el mal primario, dado
que los hombres sabían que era arriesgado ser feliz y, a partir de ello, toda
manifestación de bienestar o triunfo suscita angustiosos sentimientos de culpabilidad.
El mismo Dodds argumenta que la
práctica de la justicia está recargada hacia un lado opresivo para el hombre,
pues es “predominantemente, si no exclusivamente” penal, donde el énfasis se
ubica siempre en las sanciones, que son un reflejo del momento jurídico de la
época, en el que se tienen en cuenta los hechos, pero no sus motivaciones
sintonizadas por la conciencia moral.
Ahora bien, el aspecto moral en
el que Laín Entralgo ubica la característica de que Ate, la cual sigue
representando el proceder irracional, “deja de ser un accidente psíquico
imprevisible y se convierte en castigo o calamidad” , es decir, se moraliza, es
vista en ocasiones como el castigo de la hybris. Como argumenta Dodds, Ate no
sólo designa el estado emocional del infractor, sino que pasa a designar los
hechos que resultan de la infracción y los mecanismos o personificaciones de la
cólera celestial. Así, “lo que se expresa […] es la conciencia de un nexo
misterioso, […] que liga juntos crimen y castigo”.
Simultáneamente se presentan dos
elementos más que son importantes: se estimula y extiende la credibilidad en el
carácter punitivo de la enfermedad, ya que ésta es percibida como el castigo de
una falta personal, de un delito colectivo o de un crimen de los antepasados;
castigo impuesto por un dios específico o por una deidad anónima. Esto se
acomodaba (según Pedro Laín Entralgo, basado posiblemente en Freud) a
trastornos como la epilepsia o la locura. Con respecto a la enfermedad,
considera el mismo Laín Entralgo que la palabra es utilizada, en el epos
homérico, con base en tres motivaciones diferentes: unas imperativas, otras
mágicas y otras psicológicas o naturales. De modo semejante se da el temor a la
contaminación (de pecados o manchas morales) y, como correlato, se presentan
una creciente extensión y la importancia de los ritos catárticos, de expiación
y purificaciones, tanto individuales como colectivas. En este rumbo Dodds se
pregunta: “¿Cómo puede un hombre estar seguro de que no ha contraído ese
horrible mal en un contacto casual o de que no lo ha heredado del delito olvidado
de algún antepasado remoto?”. No cabe duda de que este estado de cosas
expresaba un sentimiento de culpabilidad (lo mismo que el sentimiento de culpa
de un cristiano que puede hallar expresión en el temor obsesionante de caer en
pecado mortal).
En la sociedad griega homérica la
familia era considerada como una piedra angular. La importancia del apellido
paterno, por ejemplo, era significativa; de ahí la posición del padre análoga a
la de un rey, pues su autoridad no era cuestionada y su poder sobre los hijos
era ilimitado. Con respecto al padre, el hijo tenía deberes pero no derechos;
mientras viviera el padre el hijo era un perpetuo menor de edad y el deber de
honrarlo estaba inmediatamente después del de honrar a los dioses, asimilándose
esto a muchas situaciones de hoy en las que el sujeto ha de estar sometido,
sobre todo en el ámbito institucional, a alguna autoridad que opera como padre
o como deidad. Sin embargo, con la construcción de la polis y el progreso de la
democracia, en el que el individuo reclamaba cada vez más sus derechos, esta
unidad familiar se ve cuestionada y poco a poco se va resquebrajando.
La situación de la familia en la
Grecia antigua, lo mismo que en la actual, suscita conflictos infantiles cuyos
ecos subsisten en la mente inconsciente del adulto, pues sabe qué poderosa
fuente de sentimientos de culpa es la represión de deseos no conocidos; deseos
excluidos de la conciencia que producen un sentimiento profundo de desazón
moral. De modo que se llega a un momento en el que la autoridad del padre se
afirma no sobre un “tú harás esto porque yo te lo mando”, sino sobre un “tú
harás esto porque es lo que se debe hacer”. Según Dodds, esto explica por qué
en la época arcaica se da un giro contra la autoridad del padre que la desplaza
al padre celestial, Zeus, quien aparece, alternativamente, como la fuente de
dones tanto buenos como malos; como el dios envidioso que regatea a sus hijos
sus deseos, y, finalmente, como el juez de “dantesca” majestuosidad, justo pero
severo, que castiga inexorablemente el pecado de afirmación del yo, el pecado
de hybris. Llegados a este punto hay que decir que el psicoanálisis reconoce el
correlato de culpa presente en la rebelión contra toda autoridad.
Todo esto representa un paso
decisivo para que Hesíodo pregone la magnitud del derecho, y su confianza en la
justicia es guardada por los dioses, pues, como lo explicita Jaeguer, desde los
tiempos de Homero la palabra empleada para el derecho era themis , dada por
Zeus. En esta fase los gobernantes “decían el Derecho de acuerdo con la ley
proveniente de Zeus, cuyas normas creaban libremente según la tradición del
derecho consuetudinario y su propio entender y saber”. Es así como la
legislación hace parte ahora de dike, que significa de manera aproximada “dar a
cada cual lo debido”. De este modo themis venía a ser más bien una ley
autoritaria, en tanto que dike daba más cabida a un reclamo de los derechos,
así como a una exigencia de que el Derecho fuera efectivamente aplicado, lo
cual limitaba, hasta cierto punto, la arbitrariedad de la nobleza. El derecho
escrito equivalía al derecho igual para todos, y la justicia constituía una
preocupación de todos los hombres, inscrita en una nueva areté que genera, a su
vez, un nuevo tipo de hombre inmerso en un nuevo estado legal y jurídico: la
polis, la cual vino a imponer nuevas exigencias de índole diversa, pero también
de índole moral al individuo, quien debía entonces estar más atento al
cumplimiento de esta ley escrita.
Una actitud como la que se
describe en este apartado, desprovista de idealizaciones sobre la mentalidad y
la responsabilidad entre los griegos, es la que se espera obtenga el sujeto una
vez reducido su sentimiento de culpabilidad al final del análisis. Este asunto
nos indica, desde sus fases preliminares, el tipo singular de esfuerzo o de
trabajo que implica la empresa analítica, lo cual coincide en muchos puntos con
el progreso cultural de aquellos.
A continuación se hace referencia
a la cita de Freud que aparece en el epígrafe de este capítulo, pues en ella se
encuentra una condensación de lo que en él se desarrolla. Menciona que no hemos
de asombrarnos ante el “aflojamiento de las relaciones éticas entre los
individuos”, y lo dice desde su posición de psicoanalista, no desde la postura
de quien opera en el ámbito social a partir de las ilusiones y los ideales, los
cuales no son negativos totalmente. Freud cuenta con lo pulsional como algo
real, propio y estructural al hombre, y desde aquí sabe que por más
representaciones ideales que nos hagamos lo pulsional va a estar ahí, para
recordarnos la hiancia o la fisura que hay entre los ideales y lo real del
hombre. Sin embargo, estos dos factores se pueden pensar en una lógica de
continuidad moebiana.
Ideal
________
Real
Tal fisura, digámoslo así, no
asombra ni aflige al analista, pero ello no quiere decir que tenga que tolerar
los excesos de sus semejantes en la vida social e institucional, ya que todos,
querámoslo o no, estamos atravesados por la Ley, y esto nos obliga a tener que
considerar los derechos de nuestros semejantes, pues, ¿qué tal una sociedad en
estado de naturaleza, de salvajismo y de barbarie como la que describen Thomas
Hobbes en Leviatán y Juan Jacobo Rosseau en El contrato social? En esta misma
línea de pensamiento se inscribe el texto de Freud El malestar en la cultura,
donde realiza elaboraciones importantes en torno al sentimiento de culpabilidad,
tanto en el sujeto como en el ámbito de los vínculos socioculturales. Dice:
“Nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable del que hablan los
grandes maestros de la ética” en el curso de la historia. ¿Y aquí tiene en
cuenta también lo pulsional? La conciencia moral, en tanto entidad abstracta o
subjetiva que hace parte de nuestro aparato mental, no es una unidad sellada y
perfecta, como en ocasiones nos la hemos representado, sino una entidad, como
el sujeto, atravesada por lo pulsional, como causa estructural de la división
subjetiva. Así como nuestra conciencia moral, que está al servicio del superyó
(el cual no tiene nada de bondadoso en sus relaciones con el yo), está
impregnada de maldad, y de ello no hemos de asombrarnos, de modo análogo es la conducta
del hombre, la cual, como decimos en otra parte, no es, sin fisuras,
consistente y perfecta.
Con lo anterior no estamos
justificando los actos de crueldad, perfidia, traición y rudeza del hombre, los
cuales, sabemos muy bien, son sancionados por todos los aparatos
constitucionales y legales del mundo, sino que desde la perspectiva de Freud
mostramos cómo nuestra vida en la convivencia cotidiana puede contar más con
los ideales que con lo real, pues una cosa es el orden legal y constitucional
desde el punto de vista de los ideales, de una moral supuestamente
incorruptible, y otra bien distinta desde una “responsabilidad ética” que
cuenta con lo más real del sujeto que es lo pulsional.
Ahora bien, es cierto que
fragmentos del superyó mueven al sujeto a cometer actos de crueldad, y hacen
que el yo derive de éstos culpa, sufrimiento, castigo y hasta la muerte, pero
hay otro sector que hace que el sujeto y la comunidad no supriman los
reproches, pues cuando cesan culmina también la sofocación de las inclinaciones,
y es ahí donde los hombres podemos pasar al acto agresivo y operar, como decía
el autor de Leviatán, como lobos con nuestros semejantes.
Así el saber opere como un
semblante, como una apariencia que encubre lo real, lo cual no es precisamente
moral o ético sino pulsional en términos destructivos, nuestro esmero en todo
tiempo y lugar es mostrar los excesos de ese saber, pues éste, tal y como lo
apreciamos hoy en nuestras sociedades, cada vez más convulsionadas y
determinadas por múltiples intereses, está al servicio de una pluralidad de
dominios, particularmente del poder del amo capitalista.
El concepto de “culpabilidad” a la luz de la filosofía contemporánea
Otro autor que ha pensado el
concepto de culpabilidad en el ámbito filosófico es Paul Ricoeur, considerado
como uno de los que mejor tratan los aspectos concernientes a la culpa en
relación con la “responsabilidad ética” y el derecho. Ricoeur consideraba a
Marx, Freud y a Nietzsche los maestros de la sospecha, participó de los
seminarios de Lacan en Francia y se dedicó luego a la filosofía que se orienta
en la dirección fenomenológica, en algunos puntos paralela a la de
Merleau-Ponty, pero también bajo la influencia de Jaspers y Marcel, de quienes
fue un fuerte crítico. De formación protestante, Ricoeur se mueve en una línea
en la que el lenguaje sobre Dios es simbólico, metafórico: trabajó en especial
sobre la filosofía de la voluntad, la preocupación antropológica y
ético-fenomenológica por el carácter y la felicidad, la finitud, la miseria, la
fragilidad, la culpabilidad, la falibilidad y el mal. El asunto del mal
asociado a la culpabilidad no ha interesado sólo a teólogos sino también a
filósofos, y probablemente por eso a Ricoeur se le ha tildado de ser más
teólogo que filósofo.
En términos generales, mientras
con Ricoeur hablamos de un sujeto que irremediablemente opera en el ámbito de
la cultura y en la vida social desde los condicionamientos que nos impone la
culpabilidad, en la práctica clínica psicoanalítica nos referimos a alguien sin
remordimientos por cobardía moral. Ello va a posibilitar en los pacientes -a
partir del silencio discrecional del analista, en posición de semblante de
objeto- la emergencia de un sujeto deseante, articulado a la ley. Así, pues, de
la mano del autor francés reforzamos la noción de culpabilidad como motor del
lazo social, y precisamos que, en varios sentidos, tal noción armoniza con la
actitud responsable y ética del sujeto, luego de la conversión ética radical
del sentimiento de culpa en responsabilidad. Ricoeur nos recuerda entonces un
real de la existencia humana cuando nos dice que somos finitos, es decir,
limitados, en falta, y, para hacer más complejo el cuadro, nos evoca que somos,
estructuralmente hablando, culpables, esto es, como diría Sartre, responsables
directos del cuidado de sí y de la condición humana de los demás.
A continuación reseñamos algunas de sus ideas sobre la poética (fáctica) del mito, presentes en su texto Finitud y culpabilidad, y aunque haremos énfasis en el concepto de culpabilidad, lo matizaremos con otras ideas extraídas de su extensa obra. A partir de tal concepto consideramos que el lector podrá afinar aún más la reflexión sobre los orígenes de tan singular vivencia humana, sobre todo en los capítulos posteriores. Pero ello no quiere decir, es importante precisarlo, que la mera cavilación filosófica en torno al concepto de culpabilidad, como puede ser el caso de la cogitación que aquí planteamos con Ricoeur, surta efectos terapéuticos (caracterizados por la reducción de lo imaginario del sentimiento de culpa), ya que estos sólo son posibles a partir del análisis clínico, dirigido hasta el final, en condiciones absolutamente singulares. Mientras la producción de saber exige incrementar el sentido y reforzar de paso la culpa imaginaria, característica de las neurosis obsesivas, la cura analítica procura su reducción sin reforzar los imperativos de la instancia cruel.
Ahora bien, no es el propósito de
este trabajo calibrar o censurar los grados de culpabilidad en quienes practican
el psicoanálisis, sino captar en qué medida las presiones morales internas
(asociadas al concepto de culpabilidad) inciden en la historia mental de los
sujetos en nuestro medio (cuando no han sido suficientemente elaboradas) y
pueden constituir una fuente de pasajes al acto, los cuales son motivo de la
reflexión jurídica en general, y del derecho penal y la criminología en
particular. En esta perspectiva considera Paul Ricoeur, desde las primeras
páginas del prólogo de Finitud y culpabilidad, que es inevitable el encuentro
de una consideración sobre la culpabilidad (noción que justifica los modos
simbólicos de expresión) con el psicoanálisis, el cual no sólo tiene algo para
enseñar, sino que le permite a la filosofía debatir con él acerca de su inteligibilidad
y los límites de validez sobre la mencionada noción.
En tal perspectiva, las ideas
éticas y políticas en Ricoeur
corresponden a una simbología reguladora de las pasiones, en la que se
exponen, de un modo lógico, las razones del poder y el poder de las razones.
Respecto a dicha simbología Ricoeur dice: “Comprender el mundo de los signos es
un modo de comprenderse, el universo simbólico es el medio de la
autoexplicación; en efecto, no habría más problemas de sentido si los signos no
fueran el medio, el entorno, el médium, gracias al cual un ser humano procura
situarse, proyectarse, comprenderse” .
Dichas ideas permiten considerar
la opción de una especie de descolonización del mundo positivista de la
ciencia, para conquistar el universo de la vida; un campo de esencias en el que
se entrelazan el mito, la poética, las mediaciones simbólicas y las narraciones
históricas (como algo vital), por medio de la conjunción del diálogo entre la
doxa y la episteme en la retórica, entendida no como en Platón sino como razón
situacional, circunstancial y móvil, semejante a la ética fronética de
Aristóteles y en oposición a la razón científica, que se caracteriza por ser
fija, permanente y estandarizada.
Nociones preliminares
Es necesario precisar que para Paul
Ricoeur, quien desarrolla una de las hermenéuticas más complejas de la
actualidad, distinta del proyecto hermenéutico de Hans-Georg Gadamer y de Karl
Popper, existe una clara distinción en toda su obra entre explicar y
comprender; este aspecto lo caracteriza por no inscribirse en el positivismo.
Mientras las ciencias naturales, las neurociencias, por ejemplo, pretenden
explicar procesos fisico-químicos mediante leyes y causalidades, las ciencias
humanas o del espíritu, según Dilthey, tienen como aspiración la comprensión,
por medio de encadenamientos lingüísticos significativos, la interpretación y
la simbología de los mitos, los cuales son considerados mediaciones simbólicas
y culturales –construcción de tramas (no fábulas o leyendas) en cuanto textos no
sólo escritos– que dan siempre que pensar. El metamitema en Ricoeur es la
apropiación de la intención del texto, como arte hermenéutico, sin que ello nos
mueva a considerar el texto, cualquiera sea él, como algo definitivamente
leído, pensado o interpretado. El sabio, según el profesor Gonzalo Soto Posada,
basado en Diógenes el estoico, es quien copula con los muertos, es decir, quien
trabaja los autores y realiza necrofilia hermenéutica.
Tales mediaciones no pueden ser
asumidas por el positivismo, ya que éste se centra en la observación de hechos
y aquéllas en la actividad intrapsíquica, con el objeto de conocer la intimidad
propia del sujeto y la del otro. En este sentido la ética, asociada a la noción
de culpabilidad tal y como veremos más adelante, no hace parte, según la
tradición del positivismo clásico, de lo comprobable empíricamente o lo
demostrable a nivel matemático. Sin embargo, hay en ello una relación
dialéctica que permite pensar la interpretación como la articulación entre
comprender y explicar, lo que mueve a Ricoeur a plantear la consigna de
“explicar para comprender mejor.” Interpretar es, al tiempo, comprender y
explicar, lo cual implica enlazar fenómenos culturales y naturales.
Parafraseando al filósofo, en
Freud: una interpretación de la cultura, podríamos decir que interpretar es
metaforizar los textos y metaforizar es hacer impertinente lo pertinente de un
texto. La metáfora es también la vida interpretando o el Eros buscando el
logos. No es metonimia, en la que se pierde su fuerza erótica, no es tropo, ni
es retórica tampoco. Mientras la metáfora establece semejanzas entre lo
desemejante, la metonimia introduce desemejanzas entre factores semejantes. A
aquélla también se le puede llamar creatividad cuando opera como semántica,
pues cuando funciona como mero signo se muere. La posmodernidad trabaja con
metonimias, por eso insiste en el individualismo y el capitalismo, el cual,
aunque metafórico, paradójicamente es también metonímico y nos hace cada vez
más individualistas.
En Sí mismo como otro, Paul
Ricoeur plantea tres formas de hermenéutica: la intrasubjetividad, la
intersubjetividad y la transubjetividad. El otro, desde esta perspectiva, no es
un extraño. Dicha triada se asocia en una lógica de continuidad moebiana con
las tres mímesis (creativas) del mismo autor, pero también con la triada
lacaniana de lo real, lo simbólico y lo imaginario, y con aquella otra (ello,
yo y superyó) que le permitiera a Freud formular su concepción sobre el aparato
psíquico. El intérprete es polisémico, por eso es alguien que ríe, como
Guillermo de Baskerville en la novela de Eco; no como Jorge de Burgos, quien se
empeña en ocultar un escrito, el segundo libro de la Poética de Aristóteles
(quien opera como un fantasma que persigue a Ricoeur en toda su obra, para
analizar la ética y la política) dedicado a la comedia, la risa y el humor como
transmisores efectivos de la verdad y la ética, la cual conmueve, a diferencia
de la retórica que busca persuadir. En la hermenéutica, al parecer, se dan las
dos.
Según Ricoeur sin mito no hay
poética y ésta es una metafísica de la acción, una pregunta por el ser de la
acción. El concepto de mito, en sentido griego, es conversar, hablar, generar
ideas; esa es su dimensión simbólica. En esta perspectiva Heidegger dice que
cuando Edipo se sacó los ojos, como efecto del sentimiento culpa, descubrió su
ser. A partir de ahí se podría decir, a propósito de la metáfora de la
salamandra (con la que en otro lugar pretendiéramos dar cuenta de la función
del analista), que ya no necesita más los ojos físicos, pues ha podido habitar
por fin la casa del ser, esto es, su propio inconsciente, como algo real. En
dicho estado, caracterizado por el desocultamiento, Edipo ve más ciego que
cuando tenía ojos, cuestión que Freud va a considerar, no sin ironías contra el
positivismo, en la ubicación del paciente en el diván.
En esa lógica, y apelando al
conflicto de las interpretaciones de Ricoeur, el derecho, por ejemplo, al
pretender emular la ciencia y el positivismo monosémico (de generalizaciones),
se torna gravoso al pretender forcluir tal conflicto. Por eso, cuando aspiramos
a ser objetivos, con definiciones únicas y universales, matamos la
singularidad. El filósofo piensa que lo humano es lo uno y lo otro. Según
Ricoeur, la interpretación del texto es, siguiendo a Freud, la manera como el
lector mata al padre de manera simbólica y en ello interfiere algo de la
culpabilidad. En esta perspectiva la justificación del pago simbólico que se
hace a un psicoanalista, obedece a un gesto de gratitud por adoptar una actitud
de silencio neutral, discreto y no punitivo.
Ahora, esas tres formas de la
interpretación dan lugar a la riqueza erótica y son válidas para el análisis de
la historia, la sociología, la filosofía y del mismo psicoanálisis, y posibilitan
el conflicto de las interpretaciones como el propósito final de la
hermenéutica. Dado que, según el profesor Gonzalo Soto, parafraseando a
Ricoeur, somos “serpientes hermenéuticas”, pues todos mentimos, el sentido
explota y la conciencia se vuelve fragmentada. Adicionalmente, las tres
hermenéuticas permiten descubrir la intencionalidad del texto, más no la del
autor. Se puede decir, entonces, que la exposición de Ricoeur sobre el concepto
de culpabilidad es un intento de explicar (para comprender mejor) el
funcionamiento de la subjetividad del hombre y las consecuencias de sus actos,
donde la culpabilidad opera como un signo o una idea reguladora.
El mito, el logos y la poética
están en la obra de Ricoeur en continuidad, así como los tres registros de
Lacan, en el nudo borromeo. La imagen poética, dice el filósofo francés, tiene
más cercanía con el verbo que con el retrato o la sustancia. Es la metáfora
viva ricoeuriana, que se articula, muy probablemente, con el significante
viviente y con el bien decir lacanianos. Desde la perspectiva de Lacan, en su
seminario RSI, conjeturamos que la noción de culpabilidad en Paul Ricoeur
transita entre los registros de lo real y lo simbólico, y su dimensión
imaginaria queda implícita o subsumida en ambos. Este aspecto se aprecia, con
mayor claridad, en la formulación que hacemos más adelante del trébol de la
culpa, el cual, parafraseando a Ricoeur, no es sólo una muestra retórica sino
una demostración lógica, apodíctica y científica.
Mancilla, falta y culpabilidad,
como símbolos primarios del sufrimiento sintomático del hombre por el mal
moral, se deslizan en la psique sin ruptura de continuidad. Esos tres
signos y momentos en las mímesis de la
culpa operan por medio de la palabra, la cual transporta las vivencias
imaginarias de lo puro y lo impuro presentes en las distintas prácticas
(mágicas, religiosas, filosóficas, artísticas, jurídicas y científicas) que
impulsan la prohibición y la confesión. En este sentido, en cuanto a la
consciencia de las distintas modalidades de la falta (real, simbólica o
imaginaria), no nos podemos sentir culpables en general, globalmente. Así, la
ley es, como construcción simbólica, metafórica y codificada, un “pedagogo”,
una función paterna, que ayuda a precisar la dimensión del sujeto de la falta,
es decir, el ser responsable.
Una cosa es la actitud moralista,
derivada de la concepción judeocristiana, y otra bien distinta la postura
ética, al estilo griego, fundada en la responsabilidad. Según Ricoeur, el
hombre griego no alcanzó nunca la intensidad del sentimiento de culpa (pecado)
que se observa en el pueblo de Israel. Siguiendo las huellas del filósofo, y
dado que el hombre es frágil, impotente y finito, es preciso decir que sus
interpretaciones, como consecuencia de su limitación estructural, tienden a ser
infinitas. Como el concepto de culpabilidad se asocia al de ley y es
considerado en las comunidades psicoanalíticas otro de los nombres del padre,
cuya función está en declinación en nuestras sociedades contemporáneas, nos
damos la licencia en esta parte para hacer un uso lógico de esa metáfora
paterna de la mano del filósofo; un poco a la manera del místico, quien se
refiere a cuestiones esenciales sin hablar de ellas de manera directa, mediante
los recursos de la metáfora oximorónica.
La ausencia de tal significante
en la mentalidad colectiva y en el sujeto actual nos da pistas para comprender
mejor las crisis del sujeto posmoderno, en lo tocante a su psicopatología y a
la tendencia a la criminalidad, asunto para el que Ricoeur va a ser totalmente
reaccionario, pues fue algo así como un anarquista pacífico, al insistir en la
no violencia. En la perspectiva de Freud con Lacan digamos que la falencia de
culpabilidad enunciada y denunciada por Ricoeur –esbozada desde los dos
significantes que intitulan la obra de la que aquí nos ocupamos como algo que
no hace parte del discurso del sujeto posmoderno– da cuenta de la imposibilidad
estructural para que el sujeto se asuma como un ser en falta, es decir, carente
y en deuda consigo mismo, con el otro y con la sociedad.
Generalidades sobre la culpabilidad
Con la hermenéutica de Ricoeur se
desarrolla una novedosa ontología, donde los textos intentan (como en el bien
decir lacaniano, al final del análisis) trasladar “al lenguaje una experiencia,
un modo de ser y de estar en el mundo” . Para el filósofo francés la
culpabilidad no es equivalente a la falta. Son varios los juicios que nos
llevan a desechar ese modo de condensar la culpa en la culpabilidad. La
culpabilidad (considerada aisladamente) se expresa en varias direcciones: en la
línea de una reflexión ético-jurídica sobre la relación entre penalidad y
responsabilidad, en el camino de una reflexión ético-religiosa acerca de la
conciencia delicada y escrupulosa, y en la orientación de una reflexión
psíquico-teológica en relación con el infierno de una conciencia acusada y
condenada. Luego la noción de culpabilidad entraña estas tres probabilidades
divergentes: una racionalización penal, al estilo griego; una interiorización y
refinamiento de la conciencia ética, al modo judío, y una sensación consciente
de la miseria del hombre bajo el régimen de la ley y de las obras legales, a la
manera de Pablo. Una noción en la que convergen, de manera moebiana, la doxa y
la episteme.
Para apreciar el movimiento
interno que antecede al concepto de culpabilidad es necesario fijarlo en el
marco de una dialéctica más amplia, es decir, la de los tres momentos de la
culpa: la mancha, el pecado y la culpabilidad. Donde ésta se enlaza a cada uno
de los dos momentos anteriores. Para comprender la culpabilidad, comenta
Ricoeur, hay que observarla a la luz del doble movimiento producido a partir de
otras dos fases de la falta: uno, que es el dinamismo de ruptura, y otro, que
es el ejercicio de reintegración. El primero provoca una fase nueva (la imagen del
hombre culpable), el segundo hace que esa experiencia naciente se cargue del
simbolismo anterior del pecado, e incluso de la mancha, para expresar la
paradoja hacia la cual apunta la idea de la culpa, a saber: hacia el concepto
de un hombre responsable y cautivo, o, mejor dicho, de un hombre responsable de
su estado de cautividad, de sus represiones. La culpabilidad, lo sabemos desde
Freud, contiene una posición de goce para el sujeto y por eso constituye, en la
clínica psicoanalítica, una oportunidad de transformarla (tal y como se
entiende en el judeocristianismo) en una posición responsable, como la del
sujeto griego que acabamos de describir.
En términos generales, dice
Ricoeur, la culpabilidad designa el tiempo subjetivo de la culpa, mientras que
el pecado denota su momento ontológico. Ahora, en el tema de la mancha, el
miedo específico producido por ésta es como el anuncio anticipado del castigo.
Este castigo proyecta su sombra sobre la conciencia presente, haciéndole
sentir, como en Edipo, el peso de esa amenaza. He aquí la importancia de la
mímesis (otro de los nombres de la tragedia en Ricoeur), la cual debe ser
comprendida, según los profesores Vargas y Cárdenas, “como imitación creadora y
no como corrientemente se la ha entendido, como simple copia”.
Entonces, lo esencial de la
culpabilidad está contenido en germen en esa conciencia de verse “cargado”,
abrumado por un “peso”. Eso fue y será siempre la culpa: el castigo anticipado,
interiorizado, y que oprime con su peso la conciencia, y como el miedo es desde
su origen el vehículo de la interiorización de la mancha, a pesar de la
exterioridad radical del mal, la culpabilidad es un momento contemporáneo de
aquélla.
La carga de la culpa que pesa
sobre el hombre se debe a su corrupción actual. Ser culpable significa,
entonces, estar dispuesto a consentir el castigo y a constituirse en sujeto de
punición. Por eso decimos que la culpabilidad está implicada en la mancha. La
culpabilidad, así pensada, constituye lógicamente responsabilidad, siempre que se
entienda que la responsabilidad es la capacidad de responder por las
consecuencias de un acto; pero esta conciencia de responsabilidad, dice
Ricoeur, no es más que una prolongación de la conciencia de verse agobiado
anticipadamente por el peso del castigo, es decir, que no procede de la
conciencia de haber sido autor del acto. Aquí la sociología de la
responsabilidad puede aportar claridad, pues el hombre tuvo conciencia de
prudencia antes de tener conciencia de ser causa, agente o autor.
La conciencia de culpabilidad
constituye una verdadera revolución en la experiencia delictiva, infractora de
la ley, pues no es ahora la realidad de la mancha, la violación objetiva de una
prohibición, ni la venganza consiguiente a esa transgresión, sino el mal uso de
la libertad, vivenciado en el fondo del alma como una disminución íntima del
valor del yo. A diferencia del hombre contemporáneo, que ha perdido a Dios y
los ideales y por eso se angustia, según Kierkegaard, el del pasado, sobre todo
el del Medioevo, tenía conciencia del pecado y, por lo tanto, de la
culpabilidad como anticipación del castigo. Había en él un lugar para la culpa
y el miedo. Aunque, según Foucault, el psicoanálisis es heredero del sacramento
de la confesión; se diferencia, sin embargo, de la práctica religiosa en el
hecho de que su dispositivo no está dirigido a juzgar o a censurar.
La culpabilidad no proviene del
castigo sentenciado por la vergüenza. Lo que realmente da origen al castigo y
lo exige como cura y enmienda es esa disminución del valor de la existencia.
Así, la culpabilidad concebida en un comienzo por la conciencia de castigo
revoluciona luego esa misma conciencia de punición, e invierte su sentido. La
culpabilidad exige que el mismo castigo se transforme de una expiación
reivindicativa en una purificación educativa o en enmienda, en rectificación.
Hacer bien lo que se practica, en cualquier oficio o profesión, es parte
constitutiva del deber y de la ética. En esta perspectiva Ricoeur delibera
sobre los fines y termina por considerar que en ello consiste la meta última de
la prudencia.
La culpabilidad es la realización
de la interioridad del pecado. La interiorización es para Ricoeur el resultado
de profundizar los imperativos que pesan sobre el hombre. Esta profundización
es doble: 1) al salir del plano permanente del ritual para ocupar el plano
ético, donde el sujeto adquiere el carácter de centro de decisión y 2) de autor
de actos. Pero eso no es todo, no sólo pasa la interdicción del plano ritual al
ético, sino que se desborda ilimitadamente en exigencias de perfección que
rebasan toda enunciación de deberes y virtudes. El hombre, dice Ricoeur, es el
autor tanto de sus múltiples actos como de sus motivos, de sus motivaciones. En
esta perspectiva la reflexión del autor francés es una filosofía de la acción,
de la praxis griega, entendida desde la motivación, los resultados o las
consecuencias. El problema de la acción está ligado a lo voluntario y lo
involuntario y a la lógica de la finitud, la fragilidad y la culpabilidad.
En cuanto se acentúa más el yo
que el “ante ti”, la conciencia de la falta deja de ser pecado para
transformarse en culpabilidad; desde ese momento la conciencia se erige en
medida del mal dentro de una vivencia de soledad total. Por lo tanto, enfatiza
Ricoeur, no es pura casualidad que en muchas lenguas se designe con el mismo
nombre la conciencia moral y la conciencia psicológica y reflexiva; la
culpabilidad representa la manifestación por excelencia de la promoción de la
conciencia a tribunal supremo. El autor francés se opone, de manera radical, al
criterio según el cual lo real es sólo el dato observable de manera empírica.
Parafraseando a Ricoeur, la ficción literaria, lo mismo que el mito y el
concepto parmenídeo de doxa, son también construcciones verdaderas sobre la
realidad humana.
Paul Ricoeur precisa que en la
literatura religiosa nunca se verifica la sustitución completa del pecado por
la culpabilidad, es decir, nunca se reemplaza la medida absoluta, simbolizada
por la mirada de Dios, que ve los pecados en lo que son, y la medida subjetiva
representada por el tribunal de la conciencia que aprecia la culpabilidad
aparente; pero con esto se inicia un proceso, al cabo del cual el “realismo”
del pecado, ilustrado por la confesión de los pecados olvidados u ocultos,
quedaría totalmente reemplazado por el “fenomenismo” de la culpabilidad, con su
aprovisionamiento de ilusiones y disfraces. Sólo se llega a este término a
costa de liquidar el sentido religioso e imaginario del pecado; luego, el
hombre es culpable en la medida en que se siente culpable. La posibilidad de
una escisión completa entre culpabilidad y pecado queda pronosticada en las
tres siguientes modalidades: la individualización del delito en sentido penal,
la conciencia meticulosa del escrupuloso y particularmente el infierno de la
condenación.
Entonces, el que aflore una nueva
medida de la culpa constituye un acontecimiento decisivo en la historia
ejemplar. La culpabilidad implica lo que pudiéramos nombrar un juicio de
imputación personal del mal, es el paso de la transformación del pecado
comunitario en culpabilidad individual. Así, desde el momento en que la
predilección del pecado comunitario dejó de significar la perspectiva abierta
de una elección, hubo que poner la esperanza en la predicación del pecado
individual y de la culpabilidad personal. Desde la perspectiva del arco
hermenéutico de Ricoeur, la noción de culpabilidad constituye una opción
invaluable para reflexionar, en nuestro medio, los problemas relacionados con
la criminología.
La tensión entre el “realismo”
del pecado y el “fenomenismo” de la culpabilidad tiene como primer corolario o
verdad la especificación de la imputación. Así surge en la conciencia de culpa
una oposición nueva: conforme al esquema del pecado el mal es una situación “en
la cual” queda cogida la humanidad como entidad singular colectiva. De acuerdo
con el bosquejo de la culpabilidad, el mal es un acto que inicia cada sujeto y
es, por lo tanto, algo por lo cual debe responder, bien sea porque se trate de
los efectos de un crimen monstruoso o bien por proceder con una actitud
excluyente, disimulada y sutil, pero dolosa (inspirada en una posición
narcisista, que promueve los imperativos del saber universitario y los
dogmatismos gremiales), a partir de la cual se castra el deseo y se le impide
avanzar a muchos coetáneos en algún estamento, o en cualquier escenario
intelectual. Ricoeur considera (fundado en Aristóteles) que tanto en la
dinámica de la argumentación retórica como en los modos de operar de la razón
el deseo humano debe estar incluido.
Paul Ricoeur considera que esa
forma de disolver el bloque de la culpa en la multitud de las culpabilidades
subjetivas, pone en riesgo el “nosotros” de la confesión de los pecados, al
tiempo que genera la emergencia de la conciencia solitaria de culpabilidad. Con
la individualización de la culpa se produjo, contemporáneamente, una nueva
adquisición: la noción de que la culpabilidad tiene grados. La conciencia
culpable reconoce que su culpa puede ser mayor o menor y que admite grados de
gravedad. Además, si la culpabilidad tiene sus grados es que tiene también sus
extremos, los cuales representan las dos figuras polares del villano y del
honesto. Algo que se engancha con la reflexión griega sobre la ética de
Aristóteles, la cual no opera como exactitud matemática ni como flexibilidad
extrema; sutileza que, al parecer, Ricoeur conserva en la lógica de la
argumentación retórica, cuando se refiere al uso público del discurso. Al
respecto dice: “El argumento propiamente retórico tiene en cuenta a la vez el
grado de verosimilitud de lo que se discute y el valor persuasivo que afecta al
locutor y al oyente”.
Toda imputación, tanto moral como
jurídico-penal, presupone esa afirmación de los grados de culpabilidad.
Mientras que el pecador es pecador total y radicalmente, el culpable es
culpable en mayor o menor grado; dada una escala de delitos es posible
establecer una escala de penas. La culpabilidad en tanto imputación penal, dice
Ricoeur, se desarrolla básicamente en la dirección de nuestra experiencia
ético-jurídica. Sin embargo, interpretando al pensador francés, la ética como
idea reguladora no responde a un fundamento ontológico que diga algo así como
“evita esto y haz aquello”; en ella no hay un criterio demostrativo, universal
y necesario. La metáfora del tribunal invade todos los registros de la
conciencia de la culpabilidad, sólo que el tribunal como institución real de la
ciudad es anterior al tribunal como metáfora de la conciencia moral. Esta
institución sirvió de cauce para rectificar la conciencia religiosa del pecado.
El concepto de culpabilidad entre griegos y judíos
Según Ricoeur, los griegos
descubrieron el poder de la palabra, por tal motivo se preocupaban tanto por no
confundir el uso con el abuso del lenguaje. En Aristóteles, por ejemplo, la
retórica aparece asociada con la persuasión y ésta, a su vez, enlazada con la
verdad. En esta perspectiva el conocimiento penal de los griegos nos da mucha
más luz sobre los comienzos de la conciencia que el derecho penal romano, por
no haber alcanzado nunca el orden y el rigor de sí. La misma elaboración del
vocabulario griego de la culpabilidad a través de la penalidad constituye un
acontecimiento cultural de gran trascendencia. Según Ricoeur, el mito de la
caída no se explica desde la noción del pecado original, sino desde la finitud
y la fragilidad del hombre.
Así mismo, la Biblia, comenta
Ricoeur, influyó en nuestra cultura a través de la versión griega de los
Setenta, y la elección de los términos griegos equivalentes al pecado bíblico y
a todos los conceptos ético-religiosos de origen hebreo representa una
interpretación del significado de nuestros símbolos. Por eso, en este terreno
somos consustancialmente griegos y judíos. Así, la elaboración de los conceptos
de culpabilidad, consumada a través de la experiencia jurídico-penal de los
griegos, inunda la historia escueta de las instituciones penales de la Grecia
clásica, para formar parte de esa historia ejemplar de la conciencia
ético-religiosa, la cual se asocia, en múltiples direcciones, con la prudencia,
una virtud aristotélica que implica tres momentos: deliberar, juzgar y decidir;
todo ello para conseguir el mejor efecto, el más conveniente y oportuno. Asunto
que bien podríamos llamar, con Tomás de Aquino, “recta comprensión de lo
contingente”.
La cuota de los griegos a la
concepción de la culpa se diferencia de la de los judíos por el papel que
desempeñó la reflexión aplicada directamente a la ciudad, a su legislación y a
la organización del derecho penal. Aquí no se halla la alianza del monoteísmo
ético ni la relación personal entre el hombre y Dios, sino la ética de la
ciudad de los humanos, la cual, precisa Ricoeur, es la que constituye el
manantial de la inculpación racional. Ahora bien, es probable que si sólo contásemos
con el testimonio de Grecia jamás podríamos llegar a formarnos una idea
coherente sobre la sucesión tipológica de la impureza del pecado y de la
culpabilidad. Aunque la hamartía (yerro trágico para los griegos) se diferencia
del pecatum (de la concepción judeocristiana), ambas nociones conducen al
desenlace de la desgracia.
El concepto de grado de
culpabilidad entre los griegos fue el continuo acompañante de la evolución de
la penalidad. De esta reflexión sobre el derecho penal derivaron los conceptos fundamentales
que, más tarde, desarrollarían con cierto rigor filosófico Platón en sus leyes
y Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Los conceptos son: a) la idea de lo
intencionado, puro y simple y de su contrario, lo involuntario, causado bien
sea por coacción o bien por ignorancia; b) el pensamiento de elección que se
refiere a la selección de los medios y el de deliberación, que constituye la
elección en deseo deliberativo, y c) el deseo que se refiere a los fines. La
idea de volitivo, antes que un trabajo de rectificación y puntuación, abarcaba
unas veces la premeditación y otras la simple voluntad. La noción de
involuntario englobaba la ausencia de culpa, la negligencia, la imprudencia, a
veces el arrebato y hasta el simple accidente.
Dilucidar los diversos casos
límites desempeñó un papel decisivo en la formación de lo que podríamos llamar
una psicología de la culpabilidad. Así, la responsabilidad incurrida en
ausencia de intencionalidad constituye, según Ricoeur, una zona que, en cierto
modo, se encuentra en el umbral de lo voluntario y se presta mucho a las
distinciones de la jurisprudencia, pues los golpes propinados al calor de la
discusión, las heridas infligidas en estado de embriaguez, la venganza
practicada en flagrante delito de adulterio… son infracciones de las que
cualquiera se arrepiente al volver en sí. Existe, pues, cierta culpa, aunque
sin ninguna premeditación y hasta con cierta connivencia o confabulación con
las leyes. Sin embargo, a diferencia de lo que se considera corrientemente, la
hamartía no es un mero error de juicio y, en tal sentido, éste no se puede
desprender de la noción de culpabilidad, entendida en términos de Aristóteles
como vicio o virtud. Así, la ambición no es un yerro trágico, sino un carácter
trágico asociado a la culpabilidad. Lo anterior no es retórica común; según
Ricoeur, fue Aristóteles quien dio lugar a una retórica del pensamiento al
edificar, a través de la verosimilitud, el nexo moebiano entre la noción de
retórica y el concepto de lógica.
Los factores que más precisamente
estimularon y aguzaron la reflexión entre los griegos fueron los accidentes en
los juegos y las equivocaciones o torpezas en la guerra. En la tragedia de
Edipo en Colono, por ejemplo, se palpa la contradicción y la vacilación sobre
el sentido mismo de la aberración del crimen. Allí, dice Ricoeur, se siguen
denominando aberraciones los mismos actos a que se entrega, a pesar suyo,
Edipo, bajo el peso de su fatalidad, hasta llegar a decir: “En vano me
reprocharías a mí personalmente falta alguna por no haber cometido así esos
crímenes contra mí y contra los míos”. En Edipo tenemos la representación del
crimen monstruoso y de la falta excusable, del vértigo celestial y de la
desventura humana. Así, advertimos que Edipo no es un simple personaje, sino
una acción encarnada. La acción es para Ricoeur la protagonista de sus tres
mímesis, las cuales son formas de la poética, en términos de pactos. En esta
perspectiva, la poética convierte en poema el obrar.
En la misma Antígona de Sófocles
podemos ver ese conflicto entre la “desgracia procedente de otro” y la falta
personal. Lo éxtimo y lo íntimo en un punto se anudan. En este tramo conviene
preguntarse: ¿es el error de juicio el factor desencadenante de la tragedia y
no la culpabilidad? ¿Es simplemente un yerro o un error de juicio el que la
madre de Santiago Nasar (en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García
Márquez) cerrara la puerta de la casa, poniendo el pasador, en lugar de abrirla
para que su hijo entrara? El error de juicio más que fatalidad, es ceguera,
como en el caso de Edipo. Por esta razón decía Lacan que el error de buena fe
es imperdonable. Apropiarse de un texto trágico, tal y como lo hiciera Freud
con la narración de Sófocles, es para Ricoeur autocomprenderse, evitar el exceso
y de paso curarse de las enfermedades del alma. Ahora, dado que no es posible
desprenderse de la subjetividad, el sujeto se lee, se interpreta a sí mismo, en
el texto-espejo de su propia vida.
En tanto la aberración se
laicizaba para transformarse finalmente en falta disculpable, al escindirse la
paradoja del orgullo se liberaba el factor psicológico, el espíritu de
inmoralidad interpretado no teológicamente; en esencia, la raíz perversa de la
premeditación astuta, “algo así como la voluntad culpable en estado puro”,
según Gernet; o lo que podría denominarse, antes de Kant, la radicalidad del
mal. Este componente psicológico, argumenta Ricoeur, está presente desde los
inicios: en Homero se advierte una psicología del orgullo en germen que instiga
al atropello y al despojo; el orgullo de Hesíodo, que dispone con maña los
juicios torcidos; en Solón, el orgullo aliado a la insolencia, a la riqueza y
madre de la tiranía. El orgullo, señala Ricoeur, engendra la tiranía.
La hamartía no es meramente un
accidente, es también ananke (necesidad) e hybris, esto es exceso, falta de
moderación y de prudencia, es decir, un impulso arraigado en el deseo humano y,
por lo tanto, no atado al athé (pensado como destino o fatalidad) o a la tyché
(suerte, fortuna y azar) que implica connotaciones éticas y políticas. La
hybris es lo otro de la fronesis y por eso le da a la hamartía una connotación
no fronética. En esta perspectiva la caída remite a promesa, como cuando el
héroe Prometeo es interrogado por su hybris, por sus excesos, los cuales
constituyen (al ser reconocidos por él) un dato esperanzador respecto al
restablecimiento de la confianza con los dioses. Así, el saber, por el influjo
de la hybris, se ha vuelto contra nosotros, engendrando otra forma de
perversión. Siguiendo el hilo de Ricoeur, toda acción es, al mismo tiempo,
límite y ocasión.
Otra directriz que toma la
conciencia de culpabilidad en su proceso de crecimiento es la de la
meticulosidad de conciencia, la del escrúpulo. Los fariseos, en tanto
educadores del pueblo judío y responsables del cristianismo y el islamismo, son
el eje que simboliza la conciencia escrupulosa. ¿Cómo nos representamos la
conciencia escrupulosa? ¿Siguiendo, acaso, a pie juntillas una reglamentación
que impone preceptos generales organizados sistemáticamente? En general, el
edificio arquitectónico de la filosofía de Paul Ricoeur se caracteriza por la
articulación entre la dialéctica de la acción (en la que incluye el lenguaje) y
la ética del deber.
Los fariseos representan una de
las victorias más significativas de la inteligencia laica o profana sobre el
dogma insolente y mal informado de los sacerdotes. Por eso los podemos asimilar
a muchos sabios de Grecia, a los pitagóricos, e incluso a los insignificantes
socráticos, cínicos y otros. Ricoeur señala que a los fariseos se los ha
juzgado erróneamente cuando se dice que sacrifican el espíritu por librar la
letra, pues lo que intentaron edificar fue algo distinto a un culto de la letra
por la letra.
¿Qué contribución específica
aporta el escrúpulo a la conciencia de culpa? A ello responde Ricoeur
argumentando que toda la experiencia de la conciencia escrupulosa progresa
dentro del ámbito de la falta. El escrúpulo forma el ángulo de la culpabilidad
en el sentido de que lleva hasta el límite los rasgos de la atribución del mal,
así como la polaridad del justo y del malvado. Entre los griegos la noción de
athé es también ceguera, crueldad, cólera y venganza. Es el estado del
ocultamiento. La cólera de Aquiles, por ejemplo, es parte del athé, de la
ceguera que no le permite ver a Héctor desde la dialéctica del sí mismo, y no
como un otro.
La oposición entre lo justo y lo
perverso no fue inventada por los fariseos, sino que fue la secuela forzosa de
la idea de los grados de culpabilidad llevada hasta el final. Lo que hicieron
los fariseos fue marcar aún más el sentido de polaridad moral por el hecho de
convertir la observación de la ley en una meta extrema ideal, pero también en
un plan efectivo de vida práctica. La terminología de la culpabilidad preserva
las huellas de esta experiencia ético-religiosa en la noción de mérito.
Objetivamente, el pecado es una
trasgresión; subjetivamente, la culpabilidad es la pérdida de un grado de
valor: en realidad, constituye el mismo infortunio. Ideas en las que pulsan las
enseñanzas y el espíritu de Tomás de Aquino, en torno al “mal de culpa” y a su
remisión. El mérito es inyección de vida. Así se percibe palpitar, en el fondo
de esta visión ética del mundo, la idea de una libertad plenamente responsable
y dueña siempre de sus propios actos. En toda la obra literaria de los rabinos
está latente, dice Ricoeur, el tema de las dos inclinaciones: el hombre está
sujeto al dualismo de dos tendencias, de dos impulsos, de dos propensiones: una
buena y otra mala. Esta última la grabó el “Creador” en el hombre. Esto quiere
decir que la inclinación al mal no es un defecto radical que el hombre contrajo
por su cuenta y entendimiento, sino una tentación constante que nos permite
ejercitar la libre elección y un impedimento que debemos transformar en
posibilidades. En este sentido, la inclinación depravada no constituye
imprescindiblemente una falta insoslayable e irreparable. Ricoeur no pretende
anular el conflicto entre las tendencias contrapuestas, sino sólo regularlo.
Para Ricoeur el ritual y la
moralidad coinciden en el escrúpulo, que constituye una ritualización de la
vida moral o una moralización del rito, en la que éste infiltra pausadamente
todas las exigencias, las cuales han de cumplirse de una manera categórica y no
de otra, al paso que el ceremonial adquiere un carácter marcado de obligación
que le confiere la condición de un deber y de un imperativo.
Al contemplar el rito, la
conciencia patentiza su voluntad de acatar la ley. Se ve así que la
ritualización es un corolario de su heteronimia, donde la conciencia
escrupulosa quiere ser exactamente fiel en su dependencia aceptada; el rito es
el instrumento de esa exactitud, la cual es el equivalente ético de la
precisión científica. De ahí que la finalidad de la hermenéutica jurídica es
ser objetiva en el análisis de los hechos, sin que imperen los idealismos, los
cuales son considerados por Ricoeur un obstáculo para el ejercicio
hermenéutico.
Toda conciencia escrupulosa
experimenta sus rigores en la piedra de toque de las observancias. En este
sentido, ¿acaso no puede darse siquiera una vida ética digna, sin algún
ceremonial público, doméstico o privado, es decir, sin alguna práctica ritual?
El ritual se justifica porque somos seres del sentido, de la interpretación y
la hermenéutica. Al respecto es oportuno comentar que ninguna noción, a
diferencia de la noción de culpabilidad, le ofrece al psicoanálisis la opción
de caer en la tentación, como es el caso de la religión, de restaurar el
sentido. Finalidad que no constituye, a ciencia cierta, el fundamento de una
cura. Sin embargo, es claro que al hombre le gusta el goce del sentido.
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