Por: Elkin Villegas
Querer el bien está a mi alcance,
pero no el cumplirlo, puesto que no hago el bien que quiero y cometo el mal que
no quiero. Al mismo tiempo y por contraste, lo que no quiero hacer y, sin
embargo, algo se alza ante mí como una parte alienada de mí mismo.
Paul Ricoeur
Generalidades
En el curso del presente capítulo
nos basaremos en algunas ideas suscitadas por el Dr José A. García Cuadrado en
el contexto del curso “Las virtudes públicas. El humanismo en Santo Tomás”,
realizado durante el segundo semestre del año 2009 en la UPB, dentro de las
actividades de la Maestría en Filosofía, en torno a la dialéctica entre fe y
razón del autor medieval, en las reflexiones del profesor medievalista Gonzalo
Soto Posada y en las alusiones de Jacques Lacan en el seminario 23 titulado: Le
Sinthome (un símbolo que, a la luz de la lógica hermenéutica de Paul Ricoeur,
da que pensar sobre nuestra pesquisa de investigación).
Llegados a este punto, comentamos
que la razón principal por la que hemos elegido a Santo Tomás y a la santidad,
como el ideal de la vida medieval, se debe a que en este período de la historia
las exigencias morales han adquirido una fuerza tal que su influjo antes que
lograr el efecto de sublimación esperado, generó en muchos casos reacciones tan
contrarias que no hemos de asociar sus consecuencias, desde la postura de
Ricoeur con Freud, a ningún ideal de bondad o generosidad. Alguien podría
preguntarse: ¿por qué no San Agustín, o los místicos o la sociología de la
investigación religiosa occidental? A lo que podríamos responder que la
importancia de Santo Tomás obedece a un criterio selectivo práctico en el que
su Teología es una sinopsis singular que, al parecer, influyó mucho en la
lógica y la configuración del “Santo Oficio” y porque tanto su nombre como su
obra fueron motivo de reflexión de un psicoanalista, dando lugar a la creación
del concepto lacaniano de Sinthome.
De todas maneras es necesario
aclarar que, en el presente trabajo, el autor medieval es más un símbolo de una
época a interpretar que un teórico de la Teología y la Filosofía. De ahí que el
lector en ocasiones llegue en algunos tramos de la elaboración a preguntarse:
¿y qué dice Santo Tomás de Aquino, al final? De todas maneras consideramos, en
lo tocante al problema de la culpabilidad, que la fe y la religiosidad pueden
potenciar (o encauzar sanamente) el hecho y la experiencia de la culpabilidad,
pues una cosa es nuestra imaginaria agresividad y culpa no resueltas y otra muy
distinta la representación simbólica de Dios, ligada a la pulsión de un Eros
creador
El imperativo categórico (base de
la moral), que caracterizó los distintos momentos del período medieval (sobre
todo la fase inquisitorial: beligerante, dramática y tediosa, aún en la psique
individual) hizo que muchos sujetos como Fray Tomás de Torquemada, en lo que se
conoce como la Inquisición, llevaran al
extremo sus expectativas de fe y realizaran actos tan reprochables que hoy día,
a la luz de las distintas teorías sobre el delito, no podríamos menos que
considerarlas como “crímenes de fe” o como “guerras santas” a las mismas
Cruzadas. Las cuales, según el profesor
Gonzalo Soto Posada, retrasaron el progreso cultural, y no precisamente la
iglesia como se ha dicho. La razón es bastante clara, pues sabido es que las
guerras, en general, han impedido el progreso de la humanidad, así en ocasiones
hayan dado lugar a procesos importantes. Según el ex magistrado de la Corte
Constitucional, Rodrigo Uprimny (en la conferencia titulada: “Estado laico y
democracia en Colombia”, realizada en la Biblioteca Pública Piloto el 29 de
marzo de 2012), la intolerancia religiosa de las posturas confesionales es algo
que atenta contra el principio de laicidad, la democracia y la paz. Muchos
países en la actualidad son laicos (como Francia, Inglaterra y Turquía), entre
ellos está Colombia, el cual es considerado un Estado laico (caracterizado por
la heterogeneidad cultural y religiosa)
desde la Constitución de 1991. La Sentencia 350 de 1994, así lo
corrobora.
En su artículo “Santo Tomás de
Aquino: la pena de muerte. Implicaciones éticas”, nos dice Hernán R. Mora Calvo que: “El delito
es la acción culpable (con ciencia y conciencia) que ofende la regular
convivencia según el orden fijado por la leyes. Por tanto, esto implica que
todo delito, según Aquino, es en sí un acto de conciencia, por ello un acto
culpable, -y también y siempre-, una violación a la norma ética y religiosa'.
[…] El delito es rechazo a la virtud, al orden normativo de la ley (natural o positiva),
por tanto, siendo un acto desordenado, el que delinque también puede estar
pecando y por el hecho de actuar en contra del orden establecido delinque, y
encuentra en este su depresión, que es la pena”.
Dos formas del oxímoron en las
que se observan tanto el “mal radical” kantiano como la “simbólica del mal”
ricoeriana y la “pulsión de muerte” freudiana, reforzadas por un proyecto ideal
llevado al extremo. Casos en los que se puede verificar como los ideales
desmesurados pueden conducir a resultados catastróficos para la humanidad. Algo
en lo que, por la lectura de Freud, el filósofo Paul Ricoeur pudo identificar
sus efectos y seguir sus rastros, a partir de los casos de neurosis obsesivas o
en las melancolías, patologías en las que la fuente de la culpa, el malestar y
la tristeza es sin duda una moral
acosadora y punitiva, la cual puede presionar a muchos a cometer delitos.
Nuestra conclusión anticipada es que el ideal de la santidad, en la época de la
caída de los ideales, no es ya un paradigma que proteja a los individuos y a la
sociedad de los embates de la maldad humana. De acuerdo con el profesor Gonzalo
Soto (2007: 178-179), fundamentado en Jacques Le Goff, el ideal cortés y
caballeresco de la vida medieval está puesto en el valor de lo sagrado, el cual
está al servicio de Cristo y de la Iglesia. Dice: “si el santo del alto Medievo
era el atleta de Dios, el santo del
siglo XIII es el caballero de Dios”.
Según el pensador francés, en el aparte intitulado “La simbólica del mal interpretada”, que hace parte de El conflicto de las interpretaciones, en el capítulo 5, v. 20-21 de la Epístola a los Romanos se presenta en Pablo lo que se podría denominar una “lógica absurda” o una “locura de la cruz”, pues como así que ¿“La ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”? Una argumentación paradójica, como la del epígrafe con el que abrimos la disquisición, en la que se expresan tanto la pulsión de muerte como lo inconsciente, poniendo de paso en evidencia una falla en el razonamiento de la pena. Comenta Ricoeur (2003a: 337-339): “Por esta lógica ‘absurda’, el concepto de ley se destruye a sí mismo y, junto al concepto de ley, todo el ciclo de nociones relativas a él: juicio, condena, pena. Esta economía se sitúa ahora en bloque bajo el signo de la muerte”. Y más adelante agrega que mientras “La lógica de la pena era una lógica de equivalencia (el pago del pecado es la muerte); la lógica de la gracia es una lógica del excedente y del exceso”. Racionalidad que la Edad Media va a heredar, y que aquí anudamos con el concepto de malestar en Freud o de goce en Lacan.
Probablemente Ricoeur estaría de
acuerdo con nosotros en que la Edad Media (período que va del año 476, con la
caída del imperio romano de Occidente, hasta el año 1453, con la caída del
imperio bizantino) está íntimamente relacionada con la disociación mencionada
(otra forma de la finitud y del ser en falta) y con la culpabilidad. Según Marx el sistema de producción de la Edad Media es el feudalismo, el cual se
regía por las relaciones entre un señor
(amo) y un esclavo en torno al trabajo de la tierra. Entre las características
principales del feudalismo están: El intercambio de productos naturales; la
dotación de los productores (campesinos) con algunos medios de producción
mediante el vínculo de aquellos con la tierra, que representa el principal
medio de producción; la dependencia personal del productor con respecto al
propietario del medio de producción principal (latifundista) y un nivel en la
técnica de producción (fuerzas productivas) agrícola e industrial. (Marxismo y
democracia, 1975: 138).
Adicionalmente, conjeturamos que
un medievalista en nuestro medio, como Gonzalo Soto Posada, también podría
estar de acuerdo con nosotros en decir que tanto la noción de finitud (corpórea
y terrena) ligada a la de infinitud (del alma, después de la muerte) como la de
culpabilidad, en particular, están correlacionadas con las vivencias y los
modos de operar imaginarios de la mentalidad individual y colectiva en la Edad
Media. A partir de la interpretación del pensamiento de dos de los
historiadores de las mentalidades del Medioevo, como son Georges Duby y Jacques
Le Goff, consideramos que el santo es el
héroe ideal del mundo medieval. Entendiendo por santidad, desde la óptica del
cristianismo, el impulso de amar a Dios y a los otros.
Entre los griegos existía una
idea similar, tanto así que Sócrates (1985: 291) en el diálogo sobre la virtud
(Menón) recordando a Píndaro y a otros poetas comentaba lo siguiente: “Dicen
que el alma humana es inmortal; que tan pronto desaparece, que es lo que llaman
morir, como reaparece, pero que no perece jamás; por esta razón es preciso
vivir lo más santamente posible, porque Persefona, al cabo de nueve años,
vuelve a esta vida el alma de aquellos que ya han pagado la deuda de sus
antiguas faltas. De estas almas se forman los reyes ilustres y célebres por su
poder y los hombres más famosos por su sabiduría, y en los siglos siguientes,
ellos son considerados por los mortales como santos héroes”. De acuerdo con
George Duby (2007: 170), en la perspectiva del profesor Gonzalo Soto, el
Medioevo es:
una sociedad en la que las
especies monetaria circulan poco y donde el sector de la comercialización
permanecía marginal; de ahí que el ritual, la costumbre, las relaciones
personales deben ser interpretadas como un factor clave para entender los
mecanismos económicos. Son estos factores extraeconómicos los que hay que
estudiar para entender, por ejemplo, la servidumbre; en ésta influyen un conjunto de relaciones
personales que son vividas, pensadas y significadas por una multitud de
prácticas rituales. De ahí la importancia en dicho momento histórico de
relaciones como el parentesco, la familia, las clases de edades dentro del
feudalismo, las representaciones que dicha sociedad se forma de sí misma.
En conformidad con el mismo
profesor Soto (2007: 176), la principal característica de la historia de las
mentalidades es: “poner en relación las estructuras mentales y las estructuras
concretas, las palabras con la realidad, la relación del vocabulario con el
mundo mental de sus usuarios” (p.176). A nuestra manera de ver, el núcleo de
tal mentalidad religiosa lo constituye el sentimiento de culpa, asunto que,
como muestra la historia de las mentalidades, no contribuyó en mayor cosa a
realizar el ideal clásico de la tranquilidad del alma, pues, como nos lo indica
Freud en De guerra y muerte, ¿Por qué la guerra? y aún en El malestar en la
cultura, existe una relación íntima entre el odio, la agresividad y el crimen,
el cual podría ser pensado, desde la hermenéutica del diálogo entre Ricoeur y
Freud, como consecuencia de la represión del amor y del placer sexual que se
culpabilizan. Ahora, ¿si no fue este tipo de culpa, el núcleo de tal
mentalidad, cuál fue entonces? En cuanto a la historia de las mentalidades, nos
dice el profesor Soto (2007: 171-172):
En su tarea de pensar la historia,
el historiador no puede prescindir de la reconstrucción del universo mental de
los hombres del pasado. Este universo mental es ‘el contenido impersonal del
pensamiento, los mecanismos del espíritu que operan en los diversos niveles de
un mismo conjunto mental’. Para acercarse a este universo mental Duby propone
tres pilares. El primero remite a tres formas de expresión, al conjunto de de
signos por los que las comunicaciones se establecen, a las imágenes, emblemas,
ritos de ceremonias, organización simbólica del espacio. Es el sistema
significante. El segundo es el estudio de la manera que hace posible la
transmisión de los modelos culturales: son los procesos educativos, con sus
ideas, imágenes, mitos, cambios de representaciones de una generación a otra.
El tercero es la construcción de los sistemas de valores, no sólo de los
explícitos, sino y ante todo, de los implícitos en los explícitos y seguir su
evolución. Para ello, todas las fuentes históricas son útiles: un monumento,
una crónica, un contrato de matrimonio, un canto funerario, las estadísticas,
el contexto.
A partir de lo anterior es claro
inferir que en la obra de Paul Ricoeur existen, si lo consideramos como un
posible pensador de las mentalidades, recursos filosóficos suficientes para
reflexionar, tanto desde el psicoanálisis como desde la fenomenología de los
símbolos (particularmente la simbólica del mal) la dinámica de la religión y de la fe en el curso de la Edad Media; sin
embargo, en el presente apartado sólo nos proponemos considerar algunas
relaciones entre tal período, Santo Tomás y la noción ideal de santidad
(fundada en la pobreza, la castidad y la obediencia) del hombre medieval, para
indicar de paso que el factor común a los tres es la negación de la mencionada
simbólica, la cual aquí interpretamos con Freud como pulsión de muerte o
destrucción. Es necesario decir que la noción de santidad también es pensada,
en el presente apartado, a partir del diálogo de Sócrates llamado Eutifrón o de
la santidad, diálogo en el que Eutifrón, quien practicaba el oficio de adivino
y al parecer se creía santo, acusa de cometer crimen a su padre y se plantea el
interrogante de si el que ha dado muerte a otro, independientemente de que sea
pariente o extraño, lo ha hecho con justicia o no.
En relación con la mencionada
noción ideal, nos dice el profesor Soto (2007: 173): “Allí opera también el
individuo con sus pensamientos y pasiones, sus vivencias y su vida exterior e
interior. Este más acá del orden feudal en tanto pathos, espíritu, piel de la
gente, sentimiento”. En cuanto a las pasiones y su relación con la tristeza en
“Del mal de culpa y de pena”, se dice: “Por otro lado, aunque las pasiones en
sí consideradas (sin tener en cuenta su relación con la recta razón) son
moralmente neutras, pueden todas ellas formar parte de actos virtuosos, también
la tristeza; sin embargo, podría ser que ésta, en su propio nivel, fuera un
cierto mal (físico, no moral). Esto puede deducirse de los múltiples males que,
según santo Tomás, son efecto de la tristeza: quita la facultad de aprender;
oprime al alma; debilita la operación; daña el cuerpo (Summa Theologiae, I-II,
q. 37). Además, la tristeza contraría el gozo y se opone al movimiento vital
expansivo del cuerpo animal. Por otro lado, la tristeza es la qué más responde
a la razón de pasión entre las pasiones animales”.
En cuanto al simbolismo del mal,
Ricoeur nos dice que se puede postular que “es siempre el reverso de un
simbolismo de la salvación, o que un simbolismo de la salvación es la
contrapartida de un simbolismo del mal. A lo impuro corresponde lo impuro; al
pecado, el perdón; a la culpabilidad y a la esclavitud, la liberación”. Figuras
que el filósofo “puede y debe reflexionar sobre el significado de estos símbolos
en la medida en que representan el Fin del Mal” (Ricoeur, 2003a:288). En lo
tocante al perdón, Santo Tomás de Aquino dice (2001: 948): “Más para que una
ofensa se perdone es necesario que el ánimo del ofendido se apacigüe con
respecto al culpable. Y así decimos que nuestros pecados son perdonados cuando Dios se apacigua hacia nosotros”. Algo
similar a lo que planteamos más adelante en el capítulo titulado “Lo jurídico,
la culpa y el psicoanálisis”, cuando hablamos del conflicto entre el superyó y
el yo. Es necesario precisar que el trato suave y conciliador por parte del
superyó (conciencia moral) hace que el yo experimente perdón, algo así como
tranquilidad en su alma. El simbolismo de lo sagrado o religioso es, para el
filósofo francés, el reverso de la simbólica del mal, la cual se tiende a
manifestar por medio de múltiples formaciones reactivas y de síntomas en el
lazo social, que pueden desembocar en compulsiones delictivas.
Entonces, mientras en la sociedad
grecorromana advertimos, desde la perspectiva ética, una alusión permanente y
serena a la regulación de las pasiones, en la mentalidad medieval, sobre todo
en la fase inquisitorial, observamos una moral punitiva e intranquila que
contribuye a disparar el sentimiento de culpa, pretendiendo con ello realizar
un control excesivo de las pasiones y, en la modernidad, sobre todo en la
contemporaneidad, a la luz del capitalismo salvaje, percibimos que lo
característico es la tendencia a la evaporación de tales mecanismos de
regulación y de control (algo que un psicoanalista como Jacques Lacan bien
podría llamar “goce”), dando lugar a un superyó mercantil, que ha creado las
condiciones para una cierta “perversión generalizada”; cuestión que se tiende a
olvidar hoy pero que, sin embargo, favorece, como se puede inferir, los delitos
o el crimen en varios momentos y escenarios de la vida social. Este
planteamiento es importante por que permite entender el acto criminal, en sus
distintas formas de expresión, como consecuencia de mecanismos de regulación que
le permitan al sujeto ejercer control de sus impulsos agresivos. Tanto la
reducción como el incremento de sentimientos de culpabilidad, presionan al
sujeto para que pase al acto criminal.
Un ejemplo de ello es el caso de
Gilles de Rais, un noble y criminal en serie de niños francés de la primera
mitad del siglo xv (también llamado “barba azul” y considerado el paradigma de
la perversión), quien lograra, por su exaltación religiosa, ser nombrado
canónigo de Sain-Hilaire-de-Poitiers y luchara, en los últimos tiempos de la
guerra de los Cien Años, al lado de Juana de Arco, a la que siempre acompañó
con devoción en las guerras de la cristiandad.
La perversión muchas veces es encubierta por un manto de sublimación. Según Paul Strathern (1999:
61-68), aludiendo al conflicto de Tomás de Aquino con el maniqueísmo:
El mal no existe como entidad
positiva, es meramente la falta de bien correctamente entendido. Incluso cuando
cometemos los actos más malvados, tenemos en nuestra mente el bien (aunque sólo
sea el nuestro). La psicología encerrada en esto parece irrefutable; el
criminal ve la muerte de su víctima como un bien; hasta el torturador se cree
obligado porque considera que es mejor actuar así. El hecho de que nuestra
visión del bien está equivocada es lo que lo convierte en mal […] La felicidad,
decía Tomás de Aquino, se logra siguiendo la ‘ley natural’, que la razón es
capaz de descubrir; si se rechaza la ley natural, la conducta inmoral será
irracional y contra natura. Como ya hemos visto, la conducta no racional se
adopta por motivos egoístas, cuando se tiene una idea equivocada, o miope, de
la felicidad (ejemplos son el crimen, la codicia o la pereza).
En otra orientación, pero
conservando el hilo de la reflexión sobre el fenómeno del crimen y siguiendo en
la línea de las elucubraciones del profesor Gonzalo Soto Posada (2007: 52-53),
con relación al pensamiento de la cristiandad, en el contexto de la concepción
del Medioevo que tenía Nietzsche es necesario considerar los siguientes
aspectos:
el nacimiento del cristianismo es
la emergencia del resentimiento, la gran rebelión contra los valores nobles, la
aparición de la conciencia como instinto de crueldad, la irrupción del ideal
ascético, del ideal sacerdotal; es la aurora de los ideales nocivos y decadentes;
es la acuñación de las nefastas ideas de culpa y pecado y de perdón y
redención. La primera pareja es el error supremo; la segunda, el gran crimen;
ambas le quitan grandeza a la vida humana como afirmación directa, expresa,
plena e incondicional de su plenitud en el
mundo. […] Con el Cristianismo aparece, por lo tanto, el ideal ascético
y con éste se proporciona un sentido al padecer; éste es la vía a la felicidad
del más allá gracias a la tríada deuda, culpa, reparación; esta tríada une el
arriba y el abajo, el ser y el devenir y da respuesta al para qué sufrir y
padecer, anulando el amor a la tierra y a la naturaleza, al no asumir el dolor
como Dionisos, sin fundamentos ni redentores.
Es importante señalar que la
ausencia de los mencionados mecanismos (de regulación y de control) es
consecuencia de lo que en psicoanálisis se conoce como la “destitución del
padre” o la “caída de los ideales”, dos asuntos necesarios, tal y como
indicamos en varios apartes del presente trabajo, para el cuidado de sí, de los
otros y de las cosas. Tres formas de regulación que se logran particularmente
en la familia y que no conviene confundir con las exigencias de un padre cruel
(como fue la lógica en el período final de la fe), o con la falta de eficacia
en la “función paterna”, propia de la dinámica familiar y social de la
racionalidad moderna y contemporánea, en la que el padre (sea real, simbólico o
imaginario) no regula ya como en la antigüedad greco-romana, ni se conduce de
manera punitiva como en la Edad Media, sino que, por su destitución subjetiva,
mueve al exceso, al goce y, por tanto, a la autodestrucción y al caos. Según
Freud en Moisés y la religión monoteísta el crimen innombrable habría sido
reemplazado por el supuesto de un pecado, cuyos orígenes serían una verdad
fantasmal. Fenómeno que se repite de manera inconsciente y que sería necesario
conocer sus resortes internos para poderlo contener.
Asunto que para la construcción
de una teoría del crimen reviste gran interés. Razón por la que se hace necesario,
inspirados en Freud y de la mano de Ricoeur, intentar reconstruir, como si se
tratara de una excavación arqueológica,
nuestra historia singular y simbólica sobre el fenómeno criminal, pues
como lo dibuja Freud desde Tótem y tabú, en nuestro inconsciente yace, como
fantasía y motivación, el hombre primitivo a la espera de salir a realizar sus
más íntimos anhelos de destructividad. Interpretando a Freud, se podría decir
que lo más primitivo de Tánatos y el Eros de la civilización, viven juntos en el ser de lo humano. Impulsos salvajes que
la cultura, en sus distintos momentos y formas de expresión, ha procurado
controlar, regular y sublimar. En cuanto a esto nos dice el filósofo: “Es
preciso, pues, reconstruir con cierta verosimilitud el acontecimiento de un
asesinato que sea al monoteísmo lo que el asesinato del padre primitivo habría
sido al totemismo, y que represente frente a este último el papel de relevo, de
refuerzo y de amplificación” (Ricoeur, 2009a: 211). Según lo anterior, quiere
decir que desde el punto de vista de la lógica y la dinámica de lo
inconsciente, la pulsión, la transferencia y la repetición freudianas, todos estamos inclinados al mal y somos
potencialmente asesinos, es lo que finalmente demuestra el profesor Héctor
Gallo en su tesis doctoral sobre el sujeto criminal.
Hermenéutica de la Edad Media
Más adelante pensamos, apoyados
en algunos autores de la teoría psicoanalítica, las diferencias entre los
conceptos de sentimiento de culpa (imaginaria), culpabilidad inconsciente (simbólica)
y culpa muda (real). De lo que se trata es del tránsito de una culpabilidad
insana o negativa (imaginaria), a otra sana o fecunda (simbólica-real). Todo
ello en la lógica del nudo borromeo propuesto por Lacan. De acuerdo con Carmen
García “El reduccionismo del mensaje cristiano al tema de la culpabilidad
conlleva la infantilización y neurotización de las personas, afirma Domínguez
(1992). El mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, es como un murmullo
compulsivamente repetitivo que emerge del inconsciente y desfigura el mensaje
liberador de la fe cristiana. La culpa aparece como un dato fundamental en el
dinamismo religioso” (1995: 469).
Ahora, de las tres modalidades de
la culpa descritas allí, pensamos que la primera (imaginaria) es la que mejor
encuadra, por su modo de operar, con la mentalidad y los hechos acaecidos en la
Edad Media. No decimos que los otros tipos de culpa no se hayan presentado,
sino que el énfasis se pone en el sentimiento de culpabilidad. No es sino
examinar la historia del tribunal de la Santa Inquisición para advertir su
punto máximo y cómo la instancia que motiva dicho sentimiento dio lugar a una
serie de situaciones confusas y de crímenes. En cuanto a esto, Freud (1979:
Vol. XXII, 194) nos dice en ¿Por qué la guerra? lo siguiente:
Muchas veces, cuando nos enteramos
de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos
ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras
veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como
si los motivos ideales se hubieran esforzado hacia adelante, hasta la
conciencia, apartándoles los [motivos] destructivos un refuerzo
inconsciente.
En consonancia con estas ideas y
fundado en el creador del psicoanálisis, quien confiaba en los poderes
racionales del dios Logos, nos dice Ricoeur (2009a: 282): “siendo la religión una neurosis
universal de la humanidad, por una parte es responsable del retardo intelectual
de la humanidad; ella es tanto la expresión de poderosas fuerzas surgidas de
las profundidades como su educadora”. Ahora bien, la relación entre religión y
neurosis no es, a nuestra manera de ver, degradante o negativa para los fines
de la fe, pues cabe recordar que para Freud la neurosis implicaba, más que en
las otras estructuras psicopatológicas descritas por él (como las perversiones
y las psicosis), la marca o el influjo
regulador del padre. Es claro que sin tal influjo el sujeto está mucho más
expuesto a ser un delincuente o un criminal, hipótesis que concuerda, como algo
válido o efectivo para toda comunidad, con otros discursos como el teológico y
el jurídico.
Desde una explicación genética, Ricoeur (2003a: 393) piensa que “la religión, tal como la conocemos en la actualidad, es un resurgimiento, bajo la forma de la fantasía, de las imágenes olvidadas del pasado de la humanidad y del pasado del individuo”. Dicho resurgimiento opera, pues, como una “reminiscencia de lo sagrado, en el sentido de una ontología del símbolo” y de un “retorno de lo reprimido” (p. 393). Y unas cuantas líneas más adelante, a propósito de las ilusiones de la religión, Ricoeur (2003a: 294-295) escribe: “Las últimas obras de Freud, en particular, acentúan el tema del retorno de lo reprimido y la restauración sin fin del asesinato arcaico del padre: la interpretación de la religión constituye cada vez más una ocasión para subrayar la tendencia regresiva en la historia de la humanidad”. La clave de la comprensión de sí, en materia de nuestras motivaciones criminales, no la constituye la conciencia. De ahí la insistencia, por parte del autor francés, en la articulación entre psicoanálisis y fenomenología de los símbolos. De donde se podría inferir que tras los símbolos de la Edad Media, por ejemplo el de la santidad, se esconde toda una simbología de carácter inconsciente que el psicoanálisis, con su teoría, contribuye a interpretar para comprender mejor.
Adicionalmente, y en relación a
las crueldades de la fase inquisitorial, Paul Ricoeur (2004b: 611) alude a
Walter Schweidler, quien en un escrito sobre el perdón y la identidad histórica
evoca excusas públicas de hombres
políticos en América, en Australia, en Japón, así como la comisión ‘Verdad y
reconciliación’ de África del Sur, o también la solicitud de perdón formulada
por obispos católicos y el propio Papa por las Cruzadas o la Inquisición. De lo
que aquí se trata es de una forma de responsabilidad que implica la existencia
de una ‘memoria moral’ de dimensión comunitaria.
Otra fuente de la que manan
fuertes sentimientos de culpabilidad es la presencia en la psique de una
conciencia moral exigente o punitiva, como la que caracterizara la mentalidad
del hombre medieval asociada a la perfección moral, a la noción freudiana de yo
ideal y a la idea de santidad. Hombre
religioso que al sentirse amenazado y acosado desde adentro, no tuvo más
remedio que defenderse y atacar a los otros hasta destruirlos. Embates
hipercríticos que bien podríamos llamar con Freud y Lacan “crímenes del superyó”.
El superyó es la causa eficiente del “sujeto criminal”, cuestión que se asocia
con el trabajo teórico de Jacques Lacan. Tomás de Aquino, apoyado en
Aristóteles, afirma que “todo lo que se mueve es movido por otra cosa”
(Strathern, 1999:45). Lógica que nos permite decir, en el contexto del presente
trabajo, que los crímenes son motivados por el superyó. En esta lógica se
inscriben las preguntas de Sócrates en el Eutifrón o de la Santidad: “¿No
decimos que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y
que una cosa ve? ¿Qué una cosa es empujada y que una cosa empuja?
(Eutifrón,1985: 55-56).
Sin embargo, vale la pena
preguntarse si sobrevive aún su teoría de las causas, potencias y actos en
nuestra científica modernidad. En esta misma lógica nos dice Carmen García:
“Parece ser que el padre elaborado por la religión desde las oscuras fuerzas
del inconsciente tiene que ver más con un superyó que con una misericordia
gratuita y liberadora” (1995: 471). Algo que Umberto Eco ilustra bastante bien
en su profunda novela histórica El
nombre de la rosa; obra de la que el mismo Eco, en sus Apostillas a El nombre
de la Rosa (1985: 81-82), dice que: “el Medioevo es nuestra infancia a la que
se necesita siempre volver para hacer la anamnesis […] una novela histórica no
sólo debe localizar en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino
también delinear el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente
hacia la producción de sus efectos”. Razón por la que decimos que en ella se puede
observar, con bastante claridad, tanto el influjo de esa moral punitiva y
castigadora en los sujetos, como el efecto inhibidor en sus actos por
sentimiento de culpabilidad. Sobre la mencionada obra de Eco, el profesor
Gonzalo Soto (2007: 193) dice lo siguiente:
El Nombre de la Rosa como novela
histórica es una reflexión sobre el sentido de los signos y su interpretación.
Nos recuerda a Hermes, el mensajero de los dioses, a quien se atribuyó el
origen de la lengua y de la escritura. Como mensajero de los dioses se
relacionaba con el arte de intelección, interpretación y captación del sentido
de los oráculos divinos propuestos en enigmas. También nos recuerda a Dédalo y
la figura del laberinto, que tiene en la biblioteca de la abadía su
manifestación más simbólica. La hermenéutica es así descodificación de
textos.
No en vano se dice, así hallan
existido quienes destacaron la actividad creativa, productiva e investigativa
del mundo medieval, que tal época se ha caracterizado por un estancamiento en
las artes, la filosofía y la ciencia; al punto de tener que surgir, como
mecanismo de reacción ante una fe extrema y cultivadora de sufrimientos, el
Renacimiento como un período liberador. No obstante, es necesario destacar el
esfuerzo de muchos autores por regular la fe mediante los dispositivos de la
razón. Es el caso, por mencionar sólo uno, de Santo Tomás de Aquino, quien
consideraba como los griegos (Sócrates, Platón y Aristóteles) los romanos
(Séneca y Cicerón, fundamentalmente) y pensadores posteriores como San Agustín,
Pedro Abelardo e Isidoro de Sevilla, una relación íntima entre factores
espirituales y racionales. Es así como
Paul Strathern (1999: 36) nos dice: “Tomás de Aquino se esfuerza en
distinguir entre el reino de la razón y el de la fe. Las verdades que pueden
demostrarse con la razón nunca contradicen las verdades de la fe, de la misma
manera que las verdades de la fe, descubiertas por la revelación, están siempre
de acuerdo con las verdades alcanzadas con la razón”. A la luz de la
racionalidad científica actual, habría que pensar si realmente existe tal
coincidencia.
Fue tal el nexo entre ambos
factores, que hasta podríamos decir que consideraba al magisterio
(parafraseando la especialización medieval del profesor Gonzalo Soto Posada en
Santo Tomas y luego en su tesis doctoral en la universidad Gregoriana sobre la
obra de Isidoro de Sevilla) como una
combinación hoy inextricable en las universidades entre el saber, el vivir y el
servir. Formas del cuidado de sí que, según Foucault, tienden a disociarse en
la modernidad. A ello han contribuido autores como Descartes, para quien el
maestro sólo debe saber, sin importarle la dimensión espiritual y menos aún el
servir a los demás. De ahí que Foucault critique en La hermenéutica del sujeto
la dinámica de la contemporaneidad, pues no sólo hemos olvidado el valor de la
amistad sino también la importancia del diálogo como formas de “resistencia
ético-estéticas” para refrenar el mal y sublimar la destructividad. Contexto en el que la ausencia de
culpabilidad y de sentido reparador, es evidente.
Entonces, dada la tradición
filosófica de la que fuera heredero y en la que Tomás de Aquino estaba inscrito
(como parte de una clase social privilegiada, ya que todo el mundo no podía
acceder a la educación), ser maestro en la Edad Media no era ser un simple
funcionario (al servicio de una élite utilitarista con fines burocráticos),
sino alguien que representaba una labor ministerial sumamente importante en la
que los tres elementos mencionados: el saber, el vivir (en términos
espirituales) y el servir a los otros, eran pensados como una virtud y un
ejercicio espiritual y ético, relacionados con el cuidado de sí. El maestro
para Santo Tomás de Aquino, también conocido como el “Doctor angélico” o “fiamma benedetta” (la llama de la sabiduría
sagrada), era quien se daba a los otros, alguien que entregaba a los demás la
cosecha o el fruto de lo que había contemplado. Razón por la que muy
seguramente el autor medieval desembocó en la mística, entendida esta como arte
del vivir que implica, adicionalmente, una transformación permanente. Según
Paul Strathern (1999: 69): “en el otoño de 1273, cuando trabajaba ya de
madrugada en su celda, tuvo una experiencia mística en la que se le reveló una
visión de la verdad y del gozo de la vida perdurable, tras la cual cesó de
escribir, se hizo más solitario y llegó a decir que todos sus razonamientos
intelectuales no eran sino “briznas al viento”. Experiencia mística que se
asemeja, en el final del análisis, a la construcción del Sinthome, el cual es
entendido como un efecto creativo (no exclusivo de la psicosis) a partir del
encuentro del sujeto con lo más singular, real e incognoscible de su ser.
En la presente reflexión
intentamos establecer algunas relaciones entre el patronímico Santo Tomás y la
noción lacaniana de Sinthome (o sea la palabra síntoma, escrita con la antigua
ortografía del francés, noción que remite a los términos del inglés sin, el
pecado, y home, la casa; o también al francés seint, forma antigua de “Saint”,
santo y de homme, hombre). El tránsito
del síntoma (ligado a la hybris, desmesura, al sufrimiento y, por tanto, a una
realización patológica de los deseos, por una vía en la que el sujeto no se
regula por la ley) al Sinthome, concepto que interpretamos es pensado por Lacan
como una conquista simbólica y una satisfacción sustitutiva indirecta o una
sublimación; también implica un acto de creación erótica en beneficio de la
cultura.
Entonces, mientras que el síntoma
es pensado como una satisfacción pulsional anómala, en la que el sujeto es
víctima de un malestar o de un sufrimiento, la sublimación en cambio,
representada por la noción de Sinthome, es una satisfacción sustitutiva al
servicio de la creación. Otro es el caso del sujeto criminal, quien al parecer
poco sufre por el daño al otro y carece de capacidad para la simbolización,
convirtiéndose de paso en un síntoma (fuente de sufrimiento) para los demás en
la vida social. La sublimación, según Ricoeur, posee dos caras: una ética y
otra estética. Algo similar se podría decir de la religión y del símbolo, los
cuales tendrían por finalidad contribuir con la regulación y la sublimación de
las exigencias pulsionales del sujeto. Cuando fallan los mecanismos de
regulación y de sublimación, fracasan también los controles internos del
impulso destructivo.
Sobre Santo Tomás y otros asuntos más
Para nadie es desconocido que la
obra de Santo Tomás (quien nace en 1225, en el Castillo de Rocaseca, cerca de
Nápoles y muere en 1274) es un intento de articulación o de reconciliación para
el mundo occidental entre la fe cristiana y el pensamiento filosófico de
Aristóteles, a pesar de que la filosofía de este era considerada pagana y
estaba influida por los árabes. Digamos
que la pregunta por la dialéctica entre la razón y la fe es lo que va a ocupar
su pensamiento. De acuerdo con Joaquín Llanos Entrepueblos (1986: 101-102):
Es la aventura del aristotelismo
en el siglo XIII. En primer lugar, hay que enfrentarlo al platonismo y
agustinismo reinantes. Segundo, en Occidente entran dos Aristóteles: el
auténtico, contenido en sus obras en griego, y el traducido, contenido en las
obras del filósofo árabe Averroes principalmente. En tercer lugar, hay que
compaginar aristotelismo con cristianismo […] En definitiva, es el de las
relaciones entre la fe cristiana y la razón. Cada uno aporta una solución
distinta. Una de ellas será la inventada por los averroistas: la doble verdad,
es decir, la verdad de la razón, de la filosofía, de Aristóteles y la verdad de
la fe, de la teología del cristianismo. Cuando exista contradicción entre esas
dos verdades, dicen los averroístas, por la razón acepto una y por la fe la
opuesta. ¡Cuántas luchas de los aristotélicos auténticos para convencer a los
otros de la unidad de la verdad, de la armonía entre la razón y la fe!
Parafraseando al teólogo, se
podría decir que atacar la razón es hacer mala teología, trabajo en el que se empeñó toda su vida y
que se anuda, a nuestra manera de ver, a la hermenéutica filosófica emprendida
por Ricoeur en Finitud y culpabilidad, con el propósito de establecer múltiples
nexos entre la Teología y el pensamiento grecorromano. Se podría decir que
Santo Tomás plantea lo teológico como opción para pensar la belleza, la cual es
concebida como una sublimación y un esplendor de la divinidad. Su obra cumbre,
la Suma teológica, constituye para el mundo medieval y teológico la cúspide o
la idealización máxima del pensamiento escolástico. Diálogo fe-razón que ha
sido creado primero por la patrística, desmentido luego por Descartes, Kant y
Heidegger, entre otros, para ser retomado de nuevo en la dialéctica entre
Ricoeur y Freud, por medio de conceptos tales como el de culpabilidad, crimen y
superyó.
Digamos que para el cristianismo
la mayoría de edad se alcanza con el diálogo fe-razón y con la reflexión
ilustrada. Ahora, más allá de las políticas pontificias de hoy, ¿en realidad
existe armonía y diálogo entre la fe y la razón? En esta perspectiva, se podría
decir además, con la profesora Carmen García, que: “El cristianismo alcanza una
especial altura porque en él la culpabilidad ancestral se potencia con los
asesinatos de Moisés y de Cristo: pero es altura religiosa, no racional o
psicológica […] Desde el psicoanálisis, en diálogo con el Evangelio, tendríamos
que purificar las imágenes de Dios, fruto del superyó, para acercarnos al Dios
de Jesús. Del Padre autoritario al misericordioso, tal como es descrito por
Jesús en la parábola del hijo pródigo. Un Dios que abraza la vida y la celebra
en una fiesta. Un Dios que no se relaciona con la culpabilidad, sino con el
hijo vivo, desde el amor y la acogida incondicional. Se nos ha revelado un Dios
de vida, al que nuestra culpa ha ido convirtiendo en un Dios de muerte” (1995:
480, 485). Sin embargo, lo anterior no
quiere decir que Freud esté de acuerdo con el diálogo entre la fe y la razón.
Algo que se conserva intacto, tal
y como se hacía mención en el curso mencionado, para el caso del mundo
religioso y católico de hoy. Guiados por Ricoeur (2009a: 209), apoyado en
Freud: “Podemos en adelante definir la religión como la serie de tentativas
para resolver el problema afectivo planteado por el asesinato y la culpabilidad
y para obtener la reconciliación con el padre ofendido”. En esta perspectiva, y
bajo la tutela del autor francés, es necesario advertir, desde el punto de
vista de la pena, el parentesco o la relación íntima entre la religión (lo
sagrado) y el discurso jurídico, particularmente el derecho penal, “pues son
las dos esferas culturales en las cuales se plantea el problema de la pena”
(Ricoeur, 2003a:323). Sin embargo, precisa Ricoeur (2003a: 332) que no podemos moralizar ni
divinizar la pena, “sin retornar a la ‘conciencia desdichada’, a ‘la religión
como terror’, esto es, a un mundo como el de El proceso de Kafka y, por tanto,
‘de la deuda impagada’”.
Cuestión de la pena y de la
culpa, como idea reguladora de las pulsiones, ante la que Santo Tomás, quien
invitaba a evitar los excesos, no fue indiferente en el curso de su extensa
obra. En: “Del mal de culpa y de pena” nos dice Martín Federico Echavarría lo
siguiente: “Parece claro que Santo Tomás, cuando divide el mal de la criatura
racional en culpa y pena, lo hace en atención a lo que es el mal que deriva de
su naturaleza intelectual dotada de voluntad y libertad. Y define la culpa como
el mal uso de la voluntad, y la pena como lo que, a consecuencia de ese mal
uso, le sobreviene y es contrario a la voluntad. Lo que es contrario a la
voluntad es un mal y por lo tanto produce tristeza. Pero no son lo mismo el mal
de pena que la tristeza sobreviniente. E incluso, la pena puede ser aceptada
como un bien para la propia purificación. La diferencia entre culpa y pena la
describe Santo Tomás en […] el final del Cuerpo de la misma Quaest Disp de
Malo, Q. 1 Art 4.” De acuerdo con Santo
Tomás (2001: Vol. II, 342) el ser humano “puede dolerse o entristecerse del mal
de culpa”.
En general, la Suma teológica
está dividida en tres partes: la primera trata de Dios creador, uno y
trinitario. Recordemos que “el primer motor o creador del universo es el
espíritu o mente. Aquí Tomás de Aquino toma la noción aristotélica de Dios como
mente o intelecto. Por esta razón, el fin final o propósito, del universo debe
ser el bien del intelecto” (Strathern, 1999: 79). La segunda se ocupa de la
vida moral del hombre (la felicidad, las pasiones, las virtudes, etcétera) y la
tercera se centra en Jesucristo, la gracia y los sacramentos. En cuanto a la
persona de Jesucristo y al papel revelador del asesinato primordial en las
religiones, nos dice René Girard (2010: 15):
Aceptando hacerse crucificar,
Cristo hizo salir a la luz lo que permanecía ‘oculto desde la fundación del
mundo’: dicho de otro modo, esa fundación en sí, el asesinato unánime que se
muestra a plena luz por primera vez en la cruz. Para funcionar, las religiones
arcaicas requieren el disimulo de su asesinato fundacional, que se repetía
indefinidamente en los sacrificios rituales y protegía así a las sociedades
humanas contra su propia violencia. Al revelar el asesinato fundacional, el
cristianismo destruye la ignorancia y las supersticiones indispensables para
esas religiones; permite pues el surgimiento de un saber anteriormente
inimaginable.
Adicionalmente, cada artículo de la Suma teológica está
compuesto por cuatro partes: La primera, la Quastio (objeciones), se plantea el
problema de forma sucinta; la segunda, la Disputatio (contra esto), expone los
principales argumentos a favor o en contra; la tercera, Responsio (respondo),
presenta una solución razonada y justificada y la cuarta, Vera solutio (a las
objeciones), vuelve sobre los argumentos de la disputatio, con el fin de
eliminar las razones falsas. Desde la perspectiva cristiana es llamativo que
Santo Tomás, excitado por una vida bulímica de santa penuria, se halla dedicado
a estudiar y a profundizar en la obra de Aristóteles, cuestión que se suele
llamar como diálogo entre la fe y la
razón, dialéctica en la que el autor se propone fundamentar la teología
cristiana en los conceptos y la racionalidad del estagirita. Es necesario
recordar que Aristóteles se ocupa de la
Teología en la parte final de su Metafísica, que el símbolo es el fundamento de
la Teología y que el mencionado diálogo es también parte constitutiva de la
reflexión filosófica de hoy en varias universidades católicas, preocupadas por
la creciente racionalidad instrumental, la ausencia de principios éticos y la
caída de los ideales (entre ellos el de la culpabilidad, que en el pasado
tuviera tanta importancia según Ricoeur), la descomposición de los lazos
sociales y la criminalidad.
En esta perspectiva Ricoeur
(2009a: 466) nos dice lo siguiente, sobre los nexos entre la religión (edificada
sobre la nostalgia del padre) y el crimen: “La religión es, igualmente, el
resurgimiento específico de un recuerdo penoso, que la explicación etnológica
permite, por añadidura, ligar a un asesinato primitivo que sería respecto a la
humanidad anterior a lo que el complejo de Edipo es respecto a la infancia del
individuo”. Respecto a la repetición en la religión o en la iglesia católica,
Ricoeur (2004b: 625), fundado en Jean Delumeau, nos recuerda que:
‘Ninguna Iglesia cristiana ni
ninguna otra religión han dado tanta importancia como el catolicismo a la
confesión detallada y repetida de los pecados. Seguimos estando marcados por
esta incesante invitación y esta formidable contribución al conocimiento de
sí’. Se trata de saber si la concesión del perdón al precio de semejante
confesión ha sido más fuente de seguridad que de miedo y de
culpabilización.
Ya en otro contexto, “La
simbólica del mal interpretada”, Ricoeur (2003a: 257) nos comenta respecto a la
condición pecadora lo siguiente: “para los profetas, esta condición pecadora no
es reductible a una noción de culpabilidad individual, tal como la desarrolló
el espíritu jurídico grecorromano con el fin de dar una base de justicia a la
administración de las penas por los tribunales”. Entre los profetas el pecado
posee una dimensión comunitaria, de cuerpo social. Se trata de una
“legislación” que cobija a todo el género
humano. San Pablo, plantea Ricoeur (2003a: 257): “así hablaba de ‘la ley
del pecado que está en nuestros miembros’. Para él, el pecado es una fuerza
demoníaca, una grandeza mítica, como la Ley y la Muerte. ‘Habita’ en el hombre
más de lo que el hombre puede producirlo y plantearlo. ‘Entra’ en el mundo,
‘interviene’, ‘abunda’, ‘reina’. Algo que Freud interpreta, desde su propia
“mito-lógica”, como la pulsión de muerte.
Según Ricoeur (2003a: 259): “Lo que no hay que hacer es pasar del mito a
la mitología. Nunca será suficiente la insistencia sobre el mal que ha causado
a la cristiandad la interpretación literal, se podría decir ‘historicista’, del
mito adánico”. Interpretación
imaginaria, no simbólica, que acosa y mueve al sujeto, en la lógica de la
paranoia, a ubicar el mal en la realidad exterior y a convertirlo en asesino,
por efecto de dicha distorsión defensiva.
Entonces, el asesinato se repite
como retorno de lo reprimido y como resto pulsional no sublimado a lo largo de
la historia de la humanidad. Así pues, el filósofo francés nos recuerda, guiado
por la antorcha de Freud, que la religión repite, de manera monótona, sus
propios orígenes. Por ello agrega: “Si
para Freud la religión es, pues, arcaica y repetitiva, ello se debe en gran
parte a que la impulsa hacia atrás la reminiscencia de una muerte que pertenece
a su prehistoria y constituye eso que el Moisés… denomina “la verdad en la
religión. La verdad está en el recuerdo” (Ricoeur, 2009a, p.470). Recuerdo que
permite, según Freud, una elaboración, la cual crea al mismo tiempo las
condiciones de sublimación necesarias para frenar la destructividad.
De acuerdo con Ricoeur (2009a:
427): “El concepto de sublimación parece, en efecto, prestarse a dos enfoques.
Por una parte nos lleva hacia el conjunto de aspectos referentes a la
constitución de lo sublime, es decir, de lo superior o supremo del hombre; por
otra parte se refiere al instrumento simbólico de esa promoción de lo
sublime”. Aunque es claro que Ricoeur no
hace referencia directamente con la noción de sublimación a la Edad Media,
nuestra labor hermenéutica nos permite hacer unas cuantas conexiones
filosóficas entre una buena parte de la mentalidad culpógena del mundo medieval
y los conceptos del psicoanálisis que mejor se adecúan a ella. En esta
perspectiva consideramos que el ideal de santidad, propio de la Edad Media, se
apoya en la creencia sobre la capacidad humana de perdonar o de sublimar el
odio, el rencor y la agresividad. Facultad que al parecer en la modernidad, fruto
de la frialdad en la razón instrumental, tiende a desvanecerse y a desaparecer.
Respecto a la relación entre lo santo y la justicia, Sócrates le pregunta a su
interlocutor: “¿Todo lo que es justo te parece santo o todo lo que es santo te
parece justo? ¿O crees que lo que es
justo no es siempre santo, sino tan sólo que hay cosas justas que son santas y
otras que no lo son? (Eutifrón, 1985: 58).
Tomás de Aquino y el diálogo fe-razón
La filosofía de Santo Tomás se
centra, pues, en un doble movimiento simultáneo: distinguir y hacer coincidir
la fe con la razón. Diálogo que requiere
en la contemporaneidad reconocer y reencontrar el molesto hallazgo de las
pulsiones. Asunto que se comprende bien con la ayuda del concepto de superyó,
el cual es un contenedor de aquellas. Concepto cuya importancia es fundamental
para Paul Ricoeur en su texto Freud: Una interpretación de la cultura y que
aquí concatenamos con la noción de culpabilidad, concepción que retorna en la
presente elaboración y constituye la antesala del acto criminal y es una
característica fundamental de la mentalidad del mundo medieval. Parafraseando a
Ricoeur, la Edad Media es el período de la fe, no del saber absoluto.
Dice el filósofo: “La razón de
por qué es imposible un saber absoluto es, entre otras, el problema del mal, el
mismo problema que nos sirvió de punto de partida y que acaba de aparecérsenos
como simple ocasión para plantear el problema del símbolo y la hermenéutica”
(Ricoeur, 2009a: 461). El filósofo sospecha que la esencia del mal como el
símbolo (el cual se dice de muchas maneras y es al tiempo una entidad diseñada
para ocultar y desocultar al ser) opera como límite u obstáculo al saber
absoluto. Todo no lo podemos saber y en el caso del sujeto criminal es aún
mayor su dificultad para acceder al conocimiento, pues el mal primario que pone
en acto, entendido como efecto del imperio de la pulsión de muerte, funciona
como un cortocircuito para la simbolización. De ahí que el autor hable de la
“simbólica del mal” como el fundamento del sujeto criminal y de todas las
inclinaciones contrarias al cuidado de sí. Algo que en la experiencia analítica
se advierte con relativa facilidad y que Freud identificó como el impedimento
principal en el curso de la cura. Efecto cuya finalidad es la producción de un
sujeto con una gran capacidad simbólica y, por tanto, de sublimación. Factores
que inciden para que el sujeto logre encausar sus impulsos destructivos, no
pase al acto criminal y haga de la relación con el otro un medio erótico y
constructivo en pro del lazo social.
Con Ricoeur (2009a: 212), en el texto mencionado,
se podría decir además que:
La religión de San Pablo,
finalmente, redondearía este retorno de lo reprimido, conduciéndolo a su fuente
prehistórica y dándole el nombre de pecado original: se había cometido un
crimen contra Dios y sólo la muerte podía repararlo. Al mismo tiempo empalma
aquí su antigua hipótesis de la rebelión filial: el culpable principal debió
ser el Redentor, jefe de la horda fraternal, el mismo héroe rebelde de la
tragedia griega.
Recordemos que dicha religión no
emplea el mecanismo descrito por Freud como negación con tanta fuerza como lo
hace con la pulsión de muerte. La represión de tal impulso ha conducido a
negarla y a poner en su lugar una idealización como lo es la noción de
“santidad”. Idealización que se anuda a la utopía de un Reino de Dios o a la
noción agustiniana de una Ciudad de Dios, el cual no tiene culpa según Platón
en La república. De acuerdo con Santo Tomás nada nos separa de Dios (conciencia
moral) sino la culpa. El significante “santidad” opera, al mismo tiempo, como
otro de los nombres (o formas de ser llamado) de la virtud, del deber y de la
moral (superyó o sistema de prohibiciones) y como un esfuerzo cultural superior
en la vía de la sublimación.
Se podría decir que el período de
la fe (al caracterizarse por una serie de expectativas e ideales como el de la
santidad) como algunos historiadores también suelen llamar a la Edad Media, en
el fondo es una fase de negación defensiva de lo que con Ricoeur llamamos
simbólica del mal, noción ligada a la
idea agustiniana de pecado original, de la que, sin embargo, el filósofo dice
que: “Muchas filosofías clásicas y modernas toman como ‘dato’ religioso,
teológico, ese supuesto concepto y reducen el problema filosófico de la culpa a
una crítica de la idea de pecado original” (Ricoeur, 2004a: 170). La negación
es, pues, un mecanismo defensivo con el que se pretende mantener a distancia
ese fragmento de la cruda realidad del ser. Así pues, siguiendo a Ricoeur, la
cuestión no consiste en saber si lo percibido (que no siempre es comprendido),
puede ser prendido (acogido) en el yo, sino saber si lo que está presente en él
(como representación) puede ser reencontrado en la realidad.
Entonces, mientras la parte
teológica de Santo Tomás se ocupa de la fe en la revelación divina, en la
religión la parte filosófica se aplica a la razón. Aspecto que en principio
sugiere una disociación entre ambas posiciones subjetivas o discursivas, pero
que en un segundo momento se integra en un pensamiento complejo y simultáneo.
Sin embargo, es claro que la dinámica de la fe (lo mismo que la del
inconsciente, en el cual la muerte propia no está representada) tiende a negar
o a excluir la muerte del proceso de la vida. De acuerdo con Ricoeur (2009a:
285), fe y religión plantean una ambigüedad de lo sagrado. Asunto que lleva al
filósofo a decir: “Sólo al reconocer la muerte como terminación de la vida
recobra su relieve la vida finita”. Y unas líneas más adelante agrega que “el
miedo a la muerte viene de otra parte: es un subproducto de culpabilidad”.
En cuanto al miedo, Sócrates
preguntaba: “¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al
mismo tiempo, la mala reputación que es el resultado? […] El miedo es siempre
compañero de la vergüenza […] Parece que lo santo no se encuentra siempre con
lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo” (Eutifrón, 1985: 58).De
donde se colige que en la medida en que el sujeto se asume como un “ser para la
muerte”, como un proceso natural y no como consecuencia del castigo y la
condenación morales, se atenúa la culpabilidad y por tanto la compulsión
inconsciente a buscar la muerte (tanto propia como ajena) y a infligirse otras
tantas formas de autocastigo.
Según Santo Tomás, la creencia
religiosa, que estaría ligada a un trasfondo de lo sagrado y de lo ético, es un
acto del entendimiento que asiente de manera libre a la verdad divina y
considera que la certeza que brinda la luz divina es mayor que la que aporta la
razón. En este punto pone el acento en la fe, la cual se perfila como idea
reguladora de las pasiones criminales del sujeto, en un proceso mental superior
a la razón. De acuerdo con René Girard, con tan sólo una interpretación religiosa
se puede alcanzar lo esencial.
Nuestra propuesta, sin embargo,
consiste en pensar los dos factores en una lógica de continuidad y no desde el
punto de vista de la exclusión o de la consideración de que hay un componente
mejor que el otro. La fe y la razón nunca están sueltas o separadas, un sector
de la fe es racional y una parte de la razón conserva delegados de aquella,
algo que de varias maneras Kant muestra en su Crítica de la razón pura y en
otros textos. En esta lógica se puede
decir que ningún teólogo es un ser puro en la fe, como tampoco ningún filósofo
es una absoluta actividad en la razón. Prueba de ello es la vida de Agustín de
Hipona o San Agustín o el mismo Tomás de Aquino o cualquier gran investigador
científico o racionalista. Es la conclusión que se desprende de la reflexión
del nudo borromeo y del cuarto redondel (o sea el Sinthome) que amarra la
estructura tripartita de la memoria: en términos de lo real, lo simbólico y lo
imaginario (RSI). Tres características que integran el modo de operar, según
Lacan, de la psique humana, donde lo imaginario se asocia con la fe, lo
simbólico con la razón y lo real con el noúmeno, o sea lo no simbolizable.
Ahora bien, una de las razones
por las cuales le hemos dado tanta importancia a Santo Tomás en este trabajo,
obedece a que su Teología (como la de San Agustín, apoyada en San Pablo)
contribuye a reforzar, tanto en la mentalidad individual como colectiva, la
vivencia de la culpabilidad, mecanismo este que es fundamental, cuando no es
excesivo, para que el sujeto pueda contener sus inclinaciones o impulsos
destructivos. Se podría decir que una culpabilidad operando en la psique
humana, es equivalente al control de una función paterna real, simbólica o
imaginaria que, de todas maneras, contribuye al sustento del lazo social.
Cuestión que en la época del capitalismo salvaje, tal y como enfatizamos en las dos últimas partes
del presente trabajo, está más ausente que presente y, probablemente, a ello se
deba buena parte del cinismo y de la falta de sensibilidad ética del sujeto de
la contemporaneidad. El discurso del capitalismo no sólo suprime al sujeto,
sino que además tiende a moverlo con su imperativo de goce a todo tipo de
excesos, los cuales terminan por borrar la conciencia moral responsable de la
culpabilidad, afecto necesario en la preservación del lazo social.
Por influjo de Aristóteles, Santo
Tomás consideraba que es inherente a la fe el deseo del sujeto de conocer mejor
al objeto de su creencia, sin embargo es sabido, y no solo por la experiencia
psicoanalítica, que el sujeto se rehúsa al conocimiento de sí y de la verdad,
cuestión que se imbrica con los conceptos fundamentales del psicoanálisis y con
las nociones freudianas de resistencia y de represión. Si la cuestión no fuera
así, la labor filosófica y el desvelamiento de aspectos claves en la
subjetividad sería una tarea simple. De todos modos, pensaba de manera
justificada o no que a mayor conocimiento (comprensión racional) mayor sería la
creencia de fe. Con Ricoeur diríamos que es necesario comprender para creer,
pero también que se requiere creer para comprender. Sin embargo, hoy sabemos
que la cuestión es mucho más compleja, pues como nos lo recuerda el filósofo
francés: “si todo desamparo es nostalgia del padre, toda consolación es
reiteración del padre. Frente a la naturaleza, el hombre-niño se forja dioses a
imagen del padre” (Ricoeur, 2009a: 216), el cual da lugar a la configuración de
la conciencia moral, instancia que regula o no las pasiones o impulsos
primarios del sujeto.
En lo tocante a la dialéctica
entre la creencia que prohíbe y la comprensión, precisa Ricoeur (2009a: 282):
“Freud mismo se objeta que la prohibición jamás ha estado basada en la razón,
sino en poderosas fuerzas emocionales, como por ejemplo los remordimientos por
el asesinato primitivo”; lo cual se anuda con la radical inclinación al mal, de
la que habla Kant, mientras que originaria es, según Ricoeur, la “disposición”
para el bien, como el proyecto de la filosofía de la religión en la que,
simultáneamente, se oculta y se revela el tema de la liberación de la bondad
del hombre. La teoría del «mal radical en la naturaleza humana», es expuesta
por Kant en su libro La religión dentro de los límites de la mera razón, lo
cual permite inferir en este punto que tanto Ricoeur (con su noción sobre la “simbólica
del mal”) como Freud (con su teoría sobre la “pulsión de muerte”) son
kantianos. Esa disposición que le
implica al sujeto una renuncia a la satisfacción pulsional y un gran esfuerzo
en su evolución cultural, mecanismos secundarios y racionales que coinciden con
los esfuerzos del hombre santo en la dinámica de la fe, dinámica que también
requiere, como el trabajo de la razón, de una buena dosis de sublimación.
Asunto que se aprecia en la historia de la religión y de la fe, ante el cual
Freud como heredero de la tradición judía no fue indiferente. Los problemas
relacionados con la fe y la creencia religiosa son desarrollados por Freud en
concordancia con los conceptos de complejo de Edipo, instancia parental,
culpabilidad, crimen y castigo, en textos como Tótem y tabú, Psicología de las
masas y análisis del yo, El porvenir de una ilusión y Moisés y la religión
monoteísta, entre otros. Siguiéndole el rastro a Ricoeur (2001b: 254) se podría
decir que:
La religión tiene todavía un papel
ideológico, sólo que esta función principal fue reemplazada por el papel
ideológico del mercado y de la técnica. Podríamos pues colocar la religión en
una posición dialéctica entre ideología y utopía. La religión funciona como una
ideología cuando justifica el sistema de poder existente, pero también funciona
como una utopía en cuanto representa una motivación que nutre a la crítica. La
religión puede ayudar a desenmascarar el ídolo del mercado.
Las relaciones entre fe y razón
coinciden, en Santo Tomás, en varios puntos subjetivos y del lenguaje. Es claro
que tanto la fe como la razón están atravesadas por factores reales, simbólicos
e imaginarios. La diferencia entre ambos campos la determina la distribución o
el énfasis en cada caso de tales elementos. En este sentido, es factible
encontrar elementos imaginarios en la razón y aspectos simbólicos y racionales
en la fe. Lo real es también otro de los puntos de articulación entre ambos
campos. Así que tanto la fe como la razón se cruzan por dichos registros y no
parece válido, a la luz de la racionalidad contemporánea, seguir intentando
sostener la idea según la cual lo propio de la fe es la mezcla de aspectos
simbólico-imaginarios, mientras que la característica principal de la
racionalidad filosófico-científica sería la implicación de elementos
simbólico-reales.
Lo real en el psicoanálisis,
según Lacan, es la pulsión de muerte, real que se asemeja a la noción kantiana
de noúmeno o de cosa en sí no simbolizable, semejante también a la idea
teológica de Dios como innombrable. Lo que sí es claro es que tanto para la fe
como para la razón el componente imaginario es una pieza constitutiva e
infaltable. Lo anterior no quiere decir que consideremos innecesario darle
crédito a ninguno de los filósofos y teólogos que ha abierto este campo de
discusión, pues consideramos que el filósofo Paul Ricoeur es un buen
representante de ellos.
Dos creadores: Santo Tomás y el hereje Joyce
El mismo Jacques Lacan, de quien
se podría pensar que sus elaboraciones teóricas serían distantes del corpus
teológico de Santo Tomas, consideraba que el autor medieval no sólo era un
pensador agudo y genial en las cuestiones de fe, sino que además su teoría
sobre los afectos es una de las grandes contribuciones en el mundo occidental
para elaborar una postura ética. Reflexión que constituye un aporte invaluable
para la filosofía y el mismo psicoanálisis. Tanto así que le sirvió de
inspiración para crear, a partir de la lectura rigurosa de Freud y de la noción
de síntoma, el concepto de Sinthome (hombre santo, ser escrupuloso en extremo,
o de “súper-hombre”, según Nietzsche), otra versión interiorizada del nombre
del padre en la estructura del superyó que sirve, tal y como nos lo enseña en
el Seminario 23, como entidad reguladora en la subjetividad (y como punto de
amarre para contener el desencadenamiento de la estructura psíquica) del autor
de Finnegans Wake. Siguiendo a Ricoeur con Freud, cada símbolo de lo sagrado
es, al mismo tiempo, la reaparición de una simbología de lo infantil y lo
arcaico. La concepción psicoanalítica que va del síntoma freudiano al sinthome
lacaniano es un acto de creación que le permite al sujeto superar la dimensión
del sufrimiento y las rupturas patológicas del vínculo social. Tránsito que
constituye la superación del sentimiento de culpa (como el síntoma principal
del malestar del sujeto en la cultura) para hacer de la culpabilidad una
entidad reguladora al servicio de la evolución de la cultura, la preservación
de la vida y el cuidado de la sociedad.
Es necesario comentar un poco de
donde surge la reflexión de Lacan en torno a Joyce y al concepto de Sinthome.
Durante más de veinticinco años se ocupó de figuras topológicas (o nudos
trenzados) y de una serie de ejercicios en los que se anudaban al infinito los
extremos de cuerdas delgadas, se inflaban salvavidas de niños, se trenzaban y
recortaban cuerdas. Todo ello con el propósito de construir, para el
psicoanálisis, una teoría fundada en figuras topológicas. Es el caso de la
banda de Moebius, sin revés ni derecho,
que le permitió pensar el sujeto del inconsciente desde la perspectiva
dialéctica de lo interno y lo externo. Recordemos que por ello se habla de lo
inconsciente, pero también de las formaciones del inconsciente, es decir, de
sus modos de expresión. Pues bien, se podría decir, interpretando a Lacan en su
seminario 23, El sinthome, que mientras el síntoma es una formación, una
expresión patológica de lo inconsciente, el Sinthome es la manifestación de
este por la vía de la creación y la sublimación. Según Ricoeur (2009b: 184), la
idea de la creación “conserva una resonancia religiosa hasta en los espíritus
más racionalistas. ¿Acaso, incluso entre ellos, esta ideología teológica no
encuentra ahí su último refugio y el creador no es el padre de sus obras, por
ende una figura del padre? […] solamente en una concepción teológica del arte
puede ser esgrimido ‘un sujeto consciente libre, padre de sus obras como Dios
lo es de su creación’ […] romper el ídolo del artista, figura disimulada del
padre, es, en última instancia ‘cometer un asesinato, el del artista como
genio, como gran hombre’. Asimismo la aplicación del psicoanálisis al arte debe
encontrar la más fuerte de las resistencias”.
Asunto que al parecer el
psicoanalista francés captó bastante bien en el caso de Joyce, para situar un
rasgo de su estructura psíquica y de su singularidad. Al parecer el sinthome es
una composición entre síntoma y fantasma, en la que el fantasma es una especie
de sublimación, en la que se intenta incluir la satisfacción del síntoma y
donde la obra (filosófica, científica, artística o literaria) puede plasmar un
oficio de sustitución simbólica. Además, recordemos con Ricoeur que el símbolo
es, como en la dialéctica freudiana de lo manifiesto y lo latente, una
estructura compuesta por un doble sentido, el cual consiste, simultáneamente,
en ocultar y manifestar la verdad.
Otras figuras empleadas por Lacan
son el Toro o la Cámara de aire para designar un agujero o hiancia como aquello
que el hombre, ante el horror a la castración (otro de los nombres de la
finitud, según Ricoeur) ha intentado siempre encubrir o taponar. En este orden
de cosas, brota de nuevo la lógica del
“nudo borromeo”, la cual remite a la
historia de la ilustre familia Borromea, representada por un escudo de armas
constituido por tres anillos en forma de trébol, que simbolizaban una triple
alianza. La particularidad de dicho nudo es que si se corta y se retira uno de
los tres anillos o redondeles, los otros dos quedan libres. Los anillos
remitían a cada una de las ramas del poder de la dinastía milanesa. Noción que Lacan emplea por primera vez a partir del
9 de febrero de 1972, para llevar a cabo
una serie de ejercicios topológicos
basados en el trenzado de nudos, donde cada uno representaba un elemento de la
trilogía psíquica: real, simbólico e imaginario. Tres registros, como los
denomina el psicoanalista francés, que le sirven para pensar el funcionamiento
psíquico en simultaneidad. En este punto parece ser que Lacan intuyó en la obra
de Santo Tomás la presencia y la articulación
de los tres registros. Fue así como en 1975, tras una serie de
elaboraciones, añade al tríptico (RSI) un cuarto redondel y para designarlo
empleó la noción de “Sinthome”, como enaltecimiento a James Joyce y a su
capacidad creativa.
Con tal concepto intentaba
señalar al escritor irlandés por su “síntoma”, es decir, por lo más singular de
tal sujeto, de su creación literaria y de su “epifanía” o éxtasis místico.
Lacan comenta que su abordaje es inspirado por Santo Tomás, un “santo hombre”
(Saint Home), expresión parónima de Sinthome, con la que, si es lícito decirlo
así, se intenta también negar o suprimir de lo humano la presencia del mal,
como si en realidad pudiéramos desconocer que los seres humanos somos, al mismo
tiempo, “ángeles y demonios”. La construcción del Sinthome, o mejor, el
tránsito del síntoma al Sinthome implica, a nuestra manera de entender lo dicho
por Lacan, una reducción imaginaria y un acto de creación o, más exactamente,
una sublimación. Siguiendo a Ricoeur, es necesario mostrar cómo la problemática
de la fe se liga al concepto de culpabilidad, el cual requiere, de modo
necesario, una interpretación que contribuya con su desmitificación.
Es la razón por la que a
continuación presentamos, con fines pedagógicos y de aclaración conceptual, el
trébol (o nudo borromeo) de la culpa, modelo que permite diferenciar en la obra
de Freud tres tipos o formas de la culpabilidad: el sentimiento de culpa
(imaginario), la culpabilidad inconsciente (simbólica) y la culpa muda o de
sangre (real). Donde la culpabilidad inconsciente opera como una mediación
simbólica que le pone límites a las presiones imaginaria y real del superyó, el
cual como eco del padre realiza sus acciones con respecto al yo desde esos tres
registros (real, simbólico e imaginario) de la realidad subjetiva humana. Un
superyó incisivo, hipercrítico e imaginario puede presionar con sus voces al
sujeto al punto de convertirlo en un criminal, pero también la ausencia o la
disminución del influjo de dicha instancia, como consecuencia de las fallas en
la inscripción del Significante-Nombre-del-Padre en la subjetividad, impide una
regulación adecuada que permita al sujeto cuidar de si, de los otros y de las
cosas. Sin este superyó simbólico-regulador es prácticamente imposible que el ser
humano pueda contener sus impulsos destructivos y no pasar al acto criminal. Según
Lacan, los sentimientos operan en el registro de lo imaginario.
Así pues, se infiere que el
concepto de superyó en sus tres dimensiones: real, simbólica e imaginaria es la
conciencia absoluta que todo lo sabe y la fuente de la que mana la
culpabilidad; es pensado como el heredero de la historia sociocultural y como
efecto de la interiorización de las idealizaciones (desde la infancia) de los
padres o de quienes los han sustituido, los maestros y las figuras
representativas en el ámbito social. La instancia crítica es considerada
también como objeto causa de deseo y goce, entendido este último como
sufrimiento y malestar; además se conecta, al mismo tiempo, con las ideas de
síntoma, sinthome, hombre santo y con el
nombre de Santo Tomás, como una de las autoridades filosóficas y teológicas más
significativas del pensamiento occidental y de la iglesia.
El superyó es, pues, otro de los
nombres del ideal de santidad, que se incorpora en la psique con la finalidad de coartar la libertad de las pasiones;
también puede ser meditado como una entidad que metaforiza y aglutina tres
formas de regulación o exceso: el padre real, la ley simbólica de la ciudad y
Dios. La noción de superyó también permite pensar las estructuras
psicopatológicas: neurosis, psicosis y perversión (tal y como indicamos en el
trébol de la culpa), en las cuales se combinan y se diferencian a la luz de la
experiencia analítica (como en toda actividad artística, creativa, filosófica o
científica) los tres registros de lo real, lo simbólico y lo imaginario (RSI),
todos ellos cruzados y amarrados por una cuerda que simboliza al superyó, cuya
función esencial oscila entre la vigilancia y el control excesivos y la
regulación moderada de las pulsiones.
Sobre el concepto de “Sinthome”
Todo lo anterior sirve de soporte
para pensar como, en Santo Tomás, la fe no es solo una cuestión de naturaleza
sentimental o irracional, sino también algo que coopera con la racionalidad y
la filosofía. La fe no es sólo, como en ocasiones se ha creído, una cuestión
imaginaria aislada de los factores simbólicos y reales. Se trata, tal y como
Lacan ha mostrado en su nudo borromeo,
de una simultaneidad en la que se mezclan y confunden, aún para el caso
del científico más avezado, factores propios de la dialéctica entre la fe y la
razón. Dialéctica que, si somos claros, siempre ha pretendido, con variados
grados de conciencia, operar como instancia reguladora de las pasiones. Que en
ocasiones tal propósito no se haya conseguido, tal y como se constata por
algunos de los efectos fruto de una moralidad medieval punitiva, es algo que no
le quita a tales intenciones importancia.
Orientación en la que se inscribe
el pensamiento del teólogo y psicoterapeuta alemán Eugen Drewermann (quien ha
pensado las relaciones entre el psicoanálisis y la teología moral), en su obra
Clérigos. Psicograma de un ideal, en la cual ha plasmado sus observaciones en torno a la conducta del
superyó, y cómo este incide en el yo del clérigo para culpabilizarlo,
martirizarlo y precipitar sus actos por caminos indebidos, mostrando con una
variedad de casos como las exigencias de un superyó cruel (movido por las
pulsiones Eros y Tánatos) ponen a tambalear en muchos casos los ideales de la
fe y los estados de gracia de los religiosos. Elaboración que por su amplitud y
coherencia con nuestro tema de investigación, dicho sea de paso, también ha
sido una fuente de inspiración del presente capítulo.
Así pues, nos atrevemos a pensar
que la Suma teológica no solo está plasmada en la obra escrita, sino algo que
en el curso del tiempo, y como construcción cultural, se ha inscrito en la
subjetividad. Es tal su importancia que ha constituido una mentalidad, una
representación social en Occidente. En este punto es pertinente decir que
nuestra mentalidad sigue siendo medieval.
Es lo que a nuestra manera de entender ha querido decir Lacan con el
concepto de “Sinthome”, es decir, una condensación de la vida y de la obra del
filósofo medieval en la subjetividad. Aunque el Sinthome se opone al superyó es
pues, desde la óptica que venimos planteando, un resto de él, u otro de sus
nombres y una fuente simultánea que apunta en varias direcciones: como ley,
como deseo y como goce. El Sinthome es también, por la vía del arte, la
filosofía, la ciencia, la mística o la experiencia analítica en el diván, la
máxima conquista en lo simbólico, en la creación y en la sublimación. Algo de
lo que el sujeto destructivo y criminal parece estar privado. Según Sergio Albano (2006: 159- 162):
La teoría freudiana introduce una
subversión en la noción médica del síntoma a partir de postular allí una significación
sexual. La significación “fenoménica” bajo la cual se presenta el síntoma, por
ejemplo: “parálisis”, remite a su vez a un plano ‘nouménico’ en el cual reside
su significación. La relación entre la manifestación sintomática y su
significación se ordena conforme a una legalidad psíquica, y no ya a una
legalidad biológica. En efecto, no es una afección orgánica lo que origina el
síntoma, sino la “represión” de un significado sexual que toma al cuerpo como
el lugar de una expresión desviada. […] Así, la “interpretación” consiste en la
“puesta en palabras” del núcleo reprimido, que por efecto del aislamiento del
que ha sido objeto interviene el camino que ha tomado éste en su expresión. […]
Freud postula que el síntoma se manifiesta bajo el doble carácter de “inclusión
del sentido” y de “satisfacción sustituta. […] Desde la perspectiva de la
satisfacción” comprometida en el síntoma, se trata pues de una satisfacción
paradójica, por cuanto implica un “sufrimiento”, es decir, un “goce” que se
desprende como un resto inasimilable de la operación significante expresada en
este caso por un contenido sexual reprimido e irrepresentable. […] Luego, la
introducción del “sinthome” en el seminario homónimo de 1976, a propósito de
Joyce, y de cuya escritura extrae el modelo, permite postularlo como el cuarto
nudo delimitado por la intersección entre lo real, lo simbólico y lo
imaginario, reinscribiendo el síntoma en la dimensión de la nominación y la
suplencia, como un tratamiento de lo real por medio de la escritura. Así, la
función de la escritura consistiría pues en un anudamiento posible entre lo
real del síntoma, manifestado por aquel goce inasimilable, y lo simbólico del
lenguaje, cuya intersección con lo real por medio de la letra delimita un nuevo
espacio topológico, al que Lacan llama: ‘cuarto redondel’”.
Desde la racionalidad medieval
Santo Tomás ha sido elevado a la categoría de Santo y es probable (es nuestra
conjetura) que desde su creación maestra: la Suma teológica, tanto su vida como
su obra hayan sido sobrevaloradas, puestas en el nivel más alto de la evolución
cultural, como ideal del yo (noción con la que se explica su elevación a santo), asunto que, como
sabemos, opera en la subjetividad como una entidad reguladora y culpabilizante.
El problema, según Freud, de la renuncia a la satisfacción pulsional es que en
la medida en que el sujeto aspira, como es el caso de quien anhela la
santidad, a que ella sea absoluta o
plena mayor es el sentimiento de culpabilidad. Sentimiento que (como se sabe a
partir de la metapsicología freudiana) constituye una fuente de motivaciones
inconscientes de actos de autocastigo y
de pasajes al acto delictivo y criminal. Es la tesis del maestro de Viena en
“Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad” de 1916 (Vol. XIV, 1979: 338-339).
¿En el ideal del yo actual (forma preliminar del superyó en Freud) está
subsumida la suma teológica de Santo Tomás? Lo cual podría significar que tal
instancia es vivenciada por el yo (desde el punto de vista simbólico-imaginario
y por la relación idealizada del infantil sujeto con sus padres) como algo
consistente y sin fisuras; ideas todas que se asocian con la noción religiosa
de “hombre santo”, la cual es, a la luz de la lógica lacaniana del nudo de
cuatro redondeles, una simultaneidad de factores reales, simbólicos e
imaginarios.
En tal lógica el “hombre santo”
(representación de Cristo, del hombre perfecto o escrupuloso que, según Ricoeur
(2004a: 291), tendría el propósito de “convertir, al menos a su pueblo, ‘en un
reino de santos y una nación santa’ ”,
ideal de la vida medieval, también está disociado y en falta, y en
consecuencia es un ser finito (falible) y, por tanto, culpable. Al parecer
desde la perspectiva de Freud, Lacan y Ricoeur todo ser finito o en falta es de por sí culpable. Según el
filósofo: “‘Soy efectivamente quien, con la razón, sirvo a una ley de Dios y,
con la carne, a una ley del pecado’ ” (Ricoeur, 2004a:296). Culpabilidad
olvidada (o inconsciente) que puede mover a cualquier sujeto a la realización
de actos delictivos, de los cuales, no obstante, el sujeto debe responder. La
fe y la santidad, sostenida esta última por la fantasía imaginaria de la
completud, no es excepción para no asumir las consecuencias de los actos
humanos.
Apoyados en Ricoeur, podríamos
decir además que la fuerza de un símbolo religioso o de fe, como lo es la
santidad, reside en que es una formación reactiva que habilita la reasunción de
una fantasía de escena primitiva, transformada en un símbolo encubridor de
nuestros orígenes. El concepto psicoanalítico de fantasía también se suele
traducir como “fantasma”. Según Ricoeur (2009b: 11) “apuntar al Otro pasa por
el fantasma; en el fondo, es el problema del psicoanálisis: ¿qué hace cada uno
de nosotros de sus propios fantasmas? El buen uso, el mal uso de los fantasmas
[…] Este hombre puede vivir con sus fantasmas, puede soportarlos, tolerarlos,
transformarlos en algo creador, o bien esos fantasmas le cierran el acceso a la
realidad, siendo en consecuencia fuentes de sufrimiento?” El símbolo es, al
mismo tiempo, un instrumento de exploración y un obstáculo para la misma.
La santidad es, como formación
reactiva unas veces o como sublimación en otras ocasiones, la contracara del
mundo pulsional del sujeto. Realidad humana que lleva a Ricoeur a preguntarse:
¿tienen los pueblos capacidad para perdonar? Ante lo cual responde, así sea
dudosa su afirmación para la psicología, que: “La colectividad carece de
conciencia moral; así enfrentados a la culpabilidad ‘en el exterior’, los
pueblos recaen en la repetición de los antiguos odios, de las antiguas
humillaciones” (2004b: 608-609). El problema de la falta de conciencia moral,
del que no se excluye a las instituciones, reaparecerá en la modernidad y,
particularmente, en los últimos capítulos del presente trabajo.
Ahora bien, ¿qué quiere decir
todo aquello? Que aún desde la óptica de Santo Tomás la santidad del hombre no
puede ser pensada desde el registro de lo imaginario, el cual, como en el caso
de la infancia, hace ver al semejante como un ser completo e ideal.
Parafraseando a Ricoeur, digamos que es necesario que el ídolo muera a fin de que la representación
simbólica viva. La santidad para Santo Tomás, fundados en la interpretación de
algunos indicios presentes en su obra, en los que aparecen mezcladas la fe y la
razón, no es otra cosa que sublimación, es decir, un acto creativo e innovador
que integra aspectos de la triada RSI. Para Santo Tomás la existencia de Dios no requiere ser
demostrada, puesto que hace parte de una verdad innata presente en la mente
humana; lo innato aquí puede ser pensado en términos estructurales y de la
misma tríada a la que nos acabamos de referir.
Mientras el acto creativo del
artista, del escritor o del filósofo es una consecuencia erótica, saludable y
posibilitadora de la liberación de las potencias inhibidoras del superyó, el
acto del sujeto criminal en cambio es una liberación tanática, perturbadora de la tranquilidad del
alma y con fines destructivos. Lo primero sucede por la sublimación, mientras
que lo último acontece por una falla simbólica estructural del superyó, que no
alcanza a contener los impulsos destructivos del yo. La salida creativa es el
efecto que se produce en el final de una cura psicoanalítica, mediante la
generación de un resultado como el que Lacan ha denominado para el caso de
Joyce con el concepto de Sinthome, entendido como una formación inédita de
saber hacer con el sufrimiento humano y con los síntomas, en beneficio de la
evolución cultural. Si ella no se da, el final del análisis queda muchas veces
puesto en duda. Por ello la alusión a la expresión “hombre santo”, la cual
transmite también la idea de aquel que aprendió, finalmente, a hacer con sus
pasiones en otro terreno distinto al de la satisfacción pulsional directa. Sin
embargo, es necesario aclarar que la expresión “sujeto de la fe” no es
equivalente a santidad. En este punto es necesario decir que existe una
semejanza lógica entre el sujeto a la fe (que ha conquistado la santidad) y la
actitud dubitativa del psicoanalista, pues ambos han conquistado un saber hacer
con la pulsión de muerte por la vía de la sublimación.
Entonces, para finalizar digamos
que el teólogo-filósofo coincide con el psicoanalista, pues ambos son sujetos
cuya capacidad de sublimación les ha permitido aparecer, en el escenario
social, como seres impregnados de un cierto hálito de santidad. De ahí la
posible relación lógica entre el concepto de Sinthome en Lacan y la idea de
Dios innombrable en la escolástica y en Santo Tomás, quien establece, de
acuerdo con Paul Strathern, “cuatro virtudes cardinales que nos ayudan a
alcanzar el bien moral, que son prudencia, justicia, fortaleza y templanza;
entre ellas, la virtud más importante es la prudencia. A los ojos modernos
puede parecer este concepto algo vago, o remilgado” (1999: 68). En esta perspectiva, la sublimación es, hasta
cierto punto, un intento de asemejarse a la divinidad o al artista, digamos que
es un logro cultural que diviniza al hombre. Según Ricoeur (2009b: 149-152):
“En la sublimación, en efecto, una pulsión trabaja en un nivel superior, aunque
se pueda decir que la energía invertida en los nuevos objetos resulta la misma
que la que antes había sido invertida en un objeto sexual […] ¿No ha definido
Freud a la cultura como el sacrificio pulsional?”.
Se podría decir que aunque el
psicoanalista no es un santo, por el análisis y por la capacidad de sublimación
conquistada en esa experiencia, termina
pareciéndose a él, sobre todo en su actitud pacifista en la relación con
sus semejantes (sobre cuestiones así Miller hace referencia en De la naturaleza
de los semblantes). A este progreso en la civilización bien podemos llamarlo
humanismo, el cual no hemos de entender solo, tal y como ya se ha dicho con
respecto a la santidad y al concepto de Dios, desde la perspectiva imaginaria.
El humanismo, en este sentido, es también una cuestión anclada en factores
reales, simbólicos e imaginarios y no es una simple idealización que desconoce
lo más real de lo humano y sus falencias, fisuras simbolizadas aquí en el
esquema presentado, mediante el a (objeto carente de sentido y semejante a Dios
por lo de innombrable, que opera como causa del deseo creador) del agujero
central, en el trébol de la culpa.
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