El espíritu de exactitud nos desnuda
los peligros ínsitos a la conciencia escrupulosa; al riesgo del afán
juridicista se añade el de la turbación ritualista. Cuando la letra del
precepto nos hace olvidar su finalidad, entonces corre peligro la conciencia
escrupulosa de ahogar su propio ánimo de obedecer en la meticulosidad
formalista de su acatamiento: ese riesgo, dice Ricoeur, es el precio de su
grandiosidad y la conciencia escrupulosa no ve transgresión en ello.
La conciencia escrupulosa es una
conciencia cada vez más acoplada y más meticulosa, que adiciona continuamente
nuevas obligatoriedades, sin olvidar ninguna de las anteriores. Es una
conciencia múltiple, de aluvión, que sólo encuentra su redención en el
movimiento continuo; detrás de sí va aglomerando un paso inmenso convertido en
tradición; sólo tiene existencia en su punta de perforación, donde termina la
tradición y comienza su propia “interpretación” en circunstancias recientes,
ambiguas o incompatibles. No es una conciencia que empieza o que vuelve a
arrancar; es una conciencia que sigue y sigue sumando. Ahora, en cuanto se
frena en ese trabajo de innovación minuciosa y muchas veces microscópica, la
conciencia se hallará cogida en la trampa de su propia tradición, que termina
por trocarse en su lastre y en su yugo. Además, el sujeto escrupuloso, dice
Ricoeur, es un hombre separado, “aislado”. ¿Recordamos la metáfora de la
salamandra?
El término fariseo quiere decir
“separado”, su emancipación refleja en el plano de las relaciones con los demás
aquella otra disociación entre puro e impuro, inherente a la ritualización de
la vida moral. Mientras el fariseo se emparenta con la actitud del hereje y
ambas posiciones se relacionan con el efecto de separación, tal y como sucede
al final del análisis, el ritual une a la comunidad suministrándole símbolos
que son como su banderín de enganche y la insignia con la que se reconocen
mutuamente. Pero ese lazo interno, precisa Ricoeur, que une a los
correligionarios no suspende que ellos, como grupo, se conciban separados de
los no comunicantes, igual que lo puro está en el polo de lo impuro. En una
lógica que no es de ruptura sino de continuidad moebiana, Ricoeur comenta que,
dado que no hay hechos sino interpretaciones, no es posible separar el relato
ficticio del histórico, ya que entre ambos hay dialéctica.
El hombre escrupuloso es incapaz
de proteger su cortesía si no es a fuerza de un celo voraz y proselitista con
el que pretende reducir las distancias entre los observantes y los no
obedientes, hasta hacer, al menos de su gente, un dominio de santos y un pueblo
sacerdotal. El escrupuloso se encuentra, entonces, entre la espada y la pared
ante la disyuntiva de hacerse un fanático o de atrofiarse y enquistarse.
Declina universalizar el imperativo de su propia singularidad, y se convierte
en piedra de choque para los demás y en un solitario en su tejado. Pero esto
tampoco es apreciado por el escrupuloso como culpa suya, pues considera que
ello es sencillamente el fruto amargo de su propia sumisión, gajes de su
destino, de su oficio.
El escrupuloso, sin duda, es la
punta del iceberg de la experiencia culpable, la recapitulación de la mácula,
de la falta y de la culpabilidad en la conciencia sensible; pero es
precisamente en este punto de enclavamiento donde amenaza naufragar toda esta
experiencia. En este rumbo, según Ricoeur, podemos ver la contraprueba del
análisis que acabamos de hacer en la descripción del fracaso específico de la
conciencia escrupulosa. Este revés es la hipocresía, fingimiento que es como la
mueca de escrúpulo. El escrúpulo gira hacia la hipocresía desde el momento en
que la conciencia delicada deja de mantenerse en movimiento.
El proceso jurídico de la
conciencia escrupulosa deja de existir cuando la casuística desiste de
conquistar nuevos terrenos; su ritualización termina en cuanto se agrieta la
meticulosidad, y su apaciguamiento, al cesar la interpretación o la metáfora
viva. Su disociación se hace insoportable en la medida en que languidece su
celo misionero. Dado que la conciencia discreta vive del pasado, está sentenciada
al movimiento continuo; en el momento en que se priva de practicar, de añadir y
de conquistar, empiezan a desnudar uno a uno todos los estigmas de la
hipocresía. En esa situación, puntualiza Ricoeur, precisamente por su
revelación está concluida y cerrada; exactamente su heteronomía es de pura
fachada; en ella sólo queda la altisonancia de las palabras sin la solidez de
los hechos: “Porque hablan y no hacen”. Así, cuando se deja de interpretar la
ley, ella cesa de constituir las delicias de su estudio para mudarse en yugo
pesado. Por lo tanto, las minucias de la observancia oscurecen los grandes
valores de la vida, la justicia, la benevolencia y la lealtad. Se sacrifica la
finalidad de la ley, que es el bien del prójimo, su libertad y su dicha, en
aras de las nimiedades de la observancia. Entonces, la exterioridad se desliga
de la interioridad y el celo de la praxis encubre la muerte del corazón. De
este modo la heteronomía consecuente y consentida se convierte en alienación.
Ahora bien, el hombre, considera
Ricoeur, es impotente para cumplir satisfactoriamente con la totalidad de las
exigencias de la ley; por eso hablaba san Pablo
de “la maldición de la ley” . En este sentido la ley no sirve para nada,
pues la perfección es cosa interminable y los mandamientos no tienen número.
¿Dónde comienza el abismo de la culpabilidad? Digamos que la ley transforma
cada paso hacia la cumbre en nueva distancia. Al respecto consideramos que
agujerea al sujeto, lo pone en falta. El gran descubrimiento de san Pablo fue
el de que la misma ley es un manantial de faltas, fue como un codicilo que se
añadió con miras a la trasgresión; lejos de comunicarnos la vida lo único que
puede hacer es darnos la conciencia del pecado. Más aún, la ley llega a
engendrarlo.
A propósito de la sujeción a la
ley, en Moisés encontramos (al final de su vacilante travesía por el desierto)
cómo se transparentan sus sentimientos de culpa acumulados, los cuales inciden
para que, en últimas, no realice su deseo; algo similar acontece en la lógica
freudiana de quienes fracasan al triunfar y alcanza aún al practicante del
psicoanálisis, quien por los imperativos superyoicos, la cobardía moral y la
indecisión culpable, termina obstaculizando su propio camino hacia el final del
análisis, la tierra prometida del pase y la posterior nominación de AE
(analista de la escuela). El problema es que cuando se niega el pase a un
candidato (con justificación o no), y por lo tanto la condición de AE, a su vez
puede convertirse en alguien que les obstaculiza el paso a los demás.
Sin embargo, lo anterior no
quiere decir que en los carteles del pase no existan múltiples avatares
políticos y transferenciales, los cuales se necesita revisar para intentar
comprender mejor. En este punto coincidimos en la reflexión con el filósofo
francés cuando dice: “Al igual que el de Aristóteles, nuestro análisis no hace
ningún corte entre deseo y razón, sino que extrae del deseo mismo, cuando
accede a la esfera del lenguaje, las condiciones mismas de ejercicio de la
razón deliberante”.
Ricoeur señala que san Pablo,
mucho antes que Nietzsche, desmontó el resorte de la máquina infernal de la
ley, pues éste presumía haber asestado un golpe mortal al primer teólogo.
Parafraseando a Nietzsche, el cristianismo, desde la perspectiva de Pablo, es promoción
del sentimiento de culpa y no de la redención y del amor, como pretendiera
Jesús. Por eso avala más la psicología de éste que la de aquél, a quien
considera un “envenenador del cristianismo”. Dice Pablo: “La ley hizo su
aparición para multiplicar las culpas” . Por tal motivo la falta desarrolló
toda su potencia pecaminosa utilizando la palanca del precepto. La religión,
según Marx, es el opio de los pueblos, y con tal frase interroga: ¿que el
sujeto se alivia de la culpa, la tristeza y la depresión amando a Dios?
Respecto a Pablo, Marta Gerez
Ambertín comenta lo siguiente:
Saulo de Tarso advierte en la
culpa el padecimiento por la muerte de Dios-Padre y reconoce, también, que con
el sacrificio del hijo es posible la redención: ‘Cordero de Dios que quita los
pecados del mundo’. Singular trueque que retrotrae a la Ley del Talión de
Éxodo: ‘Alma por alma’. Una vida se ofrece para expiar el asesinato […]. Todos
somos tentados por el sacrificio; sin embargo, en 1964 [Lacan] afirmará que
sólo algunos se abisman en él ofreciendo su vida. Me parece crucial descifrar
esto, porque si todos estructuralmente somos presa potencial del sacrificio,
unos pueden decir que no y otros, en cambio, se ofrecen gozosamente a él.
San Pablo heredó la tesis hebrea
de que el pecado se sanciona con la muerte; en esta onda de pensamiento la
defunción es el salario que paga la ley a quien falta a ella, cuando en ella
busca precisamente la vida. En Pablo, entonces, la muerte simboliza el dualismo
nacido del espíritu y de la carne. Este dimorfismo está lejos de ser una
estructura ontológica originaria, es sencillamente un orden de existencia
derivado de la voluntad de vivir y justificarse por la ley y bajo la ley. Es un
querer bastante genial para reconocer la verdad y la bondad de la ley, pero
demasiado endeble para cumplirla. Por eso, dice Pablo: “Querer el bien está a
mi alcance, pero no el cumplirlo, puesto que no hago el bien que quiero y cometo
el mal que no quiero”. ¿Tenía Pablo una noción del sujeto dividido como la que
hoy pensamos en el psicoanálisis? En este sentido y en otro sector del texto
bíblico, en Eclesiastés 10, 8, se dice: “Quien cava la tumba de otro, él mismo
se entierra”.
Según Marta Gerez, las “torpezas
desembocan en suicidios solapados y reducidos a la condición de accidentes
fortuitos e inmotivados […]. La acción sacrificial ligada al parricidio, la
culpa y la necesidad de castigo […] se resume en el proverbio citado” . Escisión
por demás conocida por nosotros desde la perspectiva freudiana. Eso que yo no
quiero hacer y que, sin embargo, hago, a pesar mío, se erige contra mí como una
parte enajenada de mí mismo. Según Ricoeur, “el discernimiento de la falta
trágica se realiza por la cualidad emocional de la compasión, del temor y del
sentido de lo humano”.
Una dialéctica similar a la que
plantea el historiador y escritor argentino Ricardo Emilio Piglia, quien emplea
la narración más para ocultar que para mostrar, como el místico con la metáfora
y el oxímoron, una especie de ficción de lo real que algunos se la atribuyen a
la dictadura militar en su país. Sugiere que ninguna elaboración literaria está
bien estructurada si no posee dos historias opuestas: libro y contralibro, al
mismo tiempo; como el caso del tipo que va a un casino, se gana mil millones de
dólares y luego se va para su casa y se suicida. Una lógica binaria S1, S2 como
la que también Lacan emplea en muchos apartes de su obra.
Según Ricoeur, san Pablo supo expresar
muy bien a través de la misma fluctuación del lenguaje esa disociación del
pronombre personal: allí figura el yo que se reconoce y afirma; al mismo tiempo
que se afianza se desdice: “Ya no soy yo quien realiza la acción”. Y al
desdecirse se interioriza: Yo me regocijo en la ley de Dios en mis vivencias
como hombre interior; pero, si no quiero incurrir en mala fe, tengo que
apropiarme de mis dos yo: el yo de mi razón y el yo de mi carne: No cabe duda,
yo mismo soy quien por mi razón sirve a la ley de Dios y por mi carne a la ley
del pecado. Esta disociación del yo es la clave del concepto paulino de
“carne”. La carne es el yo alienado de sí mismo, en oposición al mismo yo
proyectado hacia el exterior. Es la carne cuyos deseos están en pugna con los deseos
del alma. Una lógica semejante plantea Hegel en Fenomenología del espíritu,
sobre todo en la conciencia duplicada, reflexión que ha dado lugar a pensar en
el complejo esquema del amo y el esclavo representado por los conceptos
freudianos del “superyó” y del “yo”, respectivamente. Sobre este punto
volveremos más adelante.
No es sino que desaparezca el sentido de la falta como ofensa cometida ante los ojos de Dios, comenta Ricoeur, para que la culpabilidad desarrolle sus estragos. Así, el límite se reduce exclusivamente a una acusación sin acusador, a un tribunal sin juez y a un veredicto sin autor. Paul Ricoeur considera que la alienación puede entenderse también en sentido hegeliano, marxista, nietzscheano, freudiano y sartreano; pero en el fondo está el manto paulino haciendo de soporte de todas esas estratificaciones de nuestra historia ética. En esta perspectiva se podría decir que las emociones (entre ellas la culpabilidad), como mediaciones simbólicas, poseen la fuerza para agitar el ser, mover el cuerpo y conmover la acción.
Es por el poder involuntario de
las emociones que el penitente fervoroso, obstinado en la tarea indefinida de
cumplir cabalmente todos los preceptos de la ley, fracasa en este empeño y,
como efecto, se desencadena el sentimiento de culpabilidad, el cual es también
un efecto del diálogo del sujeto entre fenomenología y hermenéutica. Los
profesores Germán Vargas y Luz Cárdenas, nos dicen que: “La emoción, según
Ricoeur, tiene un carácter de desorden, interrumpe el movimiento de inercia que
impone lo habitual, irrumpe, bien sea como sorpresa, como choque o como
complicación pasional”. Por eso la norma, tal y como Ricoeur observara para el
caso del signo, tiene una doble faz, razón por la que se sostiene que la ley es
cínica y tiene una estructura similar a la del sujeto dividido.
Ley, trasgresión y culpa
La culpabilidad sale a la luz a
lo largo de la historia de la humanidad como un sentimiento constante y
típicamente humano. Así, las religiones y las organizaciones sociales legislan
sobre los actos de los hombres, los penalizan e invitan a conseguir una actitud
de arrepentimiento y rectificación. La simbología judeocristiana se asocia,
históricamente, con la melancolía o la depresión severa, y todas ellas con la
noción de culpabilidad, la cual representa, bastante bien, la tristeza
kierkegaardiana de ambas nosologías psicopatológicas
Desde la antigua Sumer o baja
Mesopotamia los sabios sumerios creían y enseñaban que las desgracias del
hombre eran secuela de sus faltas y de sus perversas acciones, y que no había
hombre alguno que estuviera exento de culpabilidad. Los sumerios examinaban que
no existiera sufrimiento humano injusto o inmerecido, pues es siempre el hombre
a quien hay que imputar, nunca a los dioses o al destino. El registro de la
culpa brota por primera vez en las tablillas de los sumerios, lo mismo que el
arrepentimiento y el castigo por la infracción a la ley. En la cultura sumeria
estos factores son muy insistentes, dado que toda su organización religiosa,
social y administrativa estaba regulada por una abundante reglamentación
jurisprudencial.
En la Biblia judeocristiana, por
ejemplo, se ve aflorar aquello que emerge como insistencia en lo humano, esto
es, la culpabilidad. La ley mosaica descrita en el Antiguo Testamento
constituye el legado imperativo de un Dios que instaura la ley, pero a la que
el hombre se ve movido a transgredir permanentemente. Desde la perspectiva de
Ricoeur se desprende que una cosa es la acción motivada por la ética, la
prudencia y la responsabilidad (tal y como eran entendidas por los griegos), y
otra muy distinta el acto movido por la culpabilidad como efecto del pecado y
de las vivencias sobre la condenación. Por eso afirma: “Finalmente, las
emociones trágicas exigen que una ‘falta’ impida al héroe sobresalir en los
órdenes de la virtud y la justicia, sin que, sin embargo, el vacío o la maldad
lo hagan caer en la desdicha”.
En las religiones se pregona,
desde los sumerios hasta la actualidad, que el hombre llega a pacificar la
culpa representando la divinidad bajo sus distintos aspectos: un tótem, un
dios, el destino, la creación, un padre o un dios extraordinariamente
sobrevalorado por ser el único capaz, no sólo de comprender las necesidades del
hombre, sino también por tener conmiseración ante los ruegos humanos y poder
ser calmado en su ira por medio de las expresiones de arrepentimiento y
autorreproche. Mientras la responsabilidad y la actitud ética implican
autonomía por parte del sujeto, la culpa conlleva sujeción a un otro imaginario;
factor constitutivo de toda posición ideológica. Al respecto nos dice Ricoeur:
“En este sentido, la ideología es el discurso mismo de la constitución
imaginaria de la sociedad”.
Sin excepción, todas las
culturas, desde las orientales hasta las occidentales de hoy, han legislado
sobre la religión y la moral. Por eso decimos que existe una relación entre la
ley, su trasgresión y la culpa resultante. Además, todos los factores que
aparecen relacionados con la religión y la moral encuentran su origen en lo
divino o en un fundamento filosófico-jurídico. Freud conjeturaba un proceso en
las religiones que iría desde la representación del padre de la horda primitiva
(infancia social), como un tótem sagrado, hasta la de un dios sagrado en el
monoteísmo. Este tránsito simboliza un progreso cultural, evolución que
concierne al principio de la relación de la palabra con la ley; norma que
constituye la fundación del deseo del hombre.
¿Cuál es el origen social de la
culpabilidad? Freud, en Tótem y tabú, bajo el recurso del mito, relata la
historia de un padre violento y celoso que guarda para sí todas las mujeres y
expulsa de la horda a sus hijos, a medida que van creciendo. La horda
primitiva, al estar constituida por un grupo de hermanos, los cuales son
sometidos a una tiranía sexual forzada y excluyente, termina estableciendo una
resistencia que se opone al despotismo del padre, le dan muerte y lo consumen
luego en un banquete totémico. Las motivaciones de dicho acto son el deseo de
acceder a las mujeres de la tribu y realizar el odio hacia el padre, único que
podía gozar de ellas. En este punto conviene tener en cuenta el sentir del
antropólogo Claude Lévi-Strauss:
Pasa con el totemismo lo mismo que
con la histeria. Cuando se ha empezado a dudar de que fuera posible aislar
arbitrariamente algunos fenómenos, y agruparlos entre sí para hacer de ellos
los signos diagnósticos de una enfermedad o de una institución objetiva, los
síntomas mismos han desaparecido, o han demostrado ser rebeldes a las
interpretaciones unificadoras […]. Las bogas de la histeria y del totemismo son
contemporáneas, es decir, han nacido en el medio de una misma civilización; y
sus semejantes y paralelas desventuras se explican, en primer lugar, por la
común tendencia mostrada por diversas ramas de la ciencia, hacia finales del
siglo XX, a construir por separado —y dan ganas de decir que en forma de una
“naturaleza”— fenómenos humanos que los hombres de ciencia prefirieron
considerar como exteriores a su universo moral, con el objeto de proteger la buena
conciencia que no querían perder frente a este último […]. La crítica que Freud
hizo de la concepción de la histeria de Charcot fue la de convencernos de que
no existe una diferencia esencial entre los estados de salud y los de
enfermedad mental […]. Al hacer del histérico o del pintor innovador seres
anormales, se daba uno el lujo de creer que no nos incumbían y que por el
simple hecho de su existencia no ponían en tela de juicio, no exigían la
revisión de un orden social, moral o intelectual aceptado.
En general, Lévi-Strauss denomina
al totemismo “ilusión totémica” y define el sistema totémico, apoyado en A. P.
Elkin, eminente especialista de Australia, a partir de tres criterios:
La forma, o manera en que los
tótem están distribuidos entre los individuos y los grupos (en función del
sexo, o de la pertenencia a un clan, a una mitad, etc.); la significación,
según el papel desempeñado por el tótem en lo tocante al individuo (como
asistente, guardián, compañero o símbolo del grupo social o del grupo cultural),
y por último la función, que corresponde al papel desempeñado por el sistema
totémico en el grupo (reglamentación de los matrimonios, sanciones sociales y
morales, filosofía, etc.).
Dado que los hermanos albergaban
hacia el padre sentimientos contradictorios, los cuales, según Freud, forman
parte del contenido ambivalente del complejo paterno en todos los niños y aun
en nosotros, al satisfacer su odio matando al padre y al identificarse con
éste, debieron abandonarse a manifestaciones afectivas de exagerada ternura. Lo
hicieron en forma de arrepentimiento, sintieron un sentimiento de culpabilidad
que se confunde con el remordimiento comúnmente experimentado. Posteriormente,
el muerto fue adquiriendo, poco a poco, un “poder mucho mayor del que había
poseído en vida”. Identificados con el desaparecido, repudiaron su acto y
prohibieron el asesinato del tótem (sustituto del padre) y renunciaron a
recoger los frutos de estos actos negándose a tener encuentros sexuales con las
mujeres que habían liberado.
Freud parte de las aventuras
tormentosas de Edipo y considera que esta historia no cuenta un hecho dramático
y excepcional, sino que se trata, por el contrario, de un modelo de pensamiento
común a todos los hombres. En este sentido, Edipo Rey constituye un espejo para
mirarse, pues todo el mundo se ha sentido, en algún momento, amante de su madre
y asesino potencial de su padre, aunque, en la realidad, las cosas no vayan más
allá de la intención. Según Ricoeur, la catharsis griega es “parte integrante
del proceso de metaforización que une cognición, imaginación y sentimiento”.
La tragedia de Sófocles, Edipo
Rey, describe lo siguiente: Layo, rey de Atenas, fue a consultar el Oráculo de
Delfos porque su esposa Yocasta no conseguía tener hijos. Al responderle el
Oráculo que el hijo de su mujer lo mataría, decidió abandonar en la montaña al
recién nacido concebido justo después de esta predicción. Unos pastores
salvaron a Edipo, que fue adoptado por Pólibo, rey de Corinto, a quien
consideraría su padre. Edipo, que sentía el deseo de saber por sus orígenes y
su destino, también fue a consultar al Oráculo, que le reveló que mataría a su
padre y se casaría con su madre. Cuando se cruzó fortuitamente con Layo en la
encrucijada de dos caminos, Edipo se negó a cederle el paso y lo mató. Después
de vencer a la Esfinge fue proclamado rey de Tebas y se casó con Yocasta, con
quien tuvo cuatro hijos. Ésta, informada por el adivino Tiresias de la
identidad de Edipo, se ahorcó, mientras que su hijo se sacó los ojos. Edipo, perseguido
por las Erinias, diosas vengadoras, acaba sus días en Colono, donde Teseo
asiste sus últimos momentos.
Así, pues, con Sófocles se
deduce, desde la óptica de Fernando Savater, que lo que hace responsable al
sujeto no es lo que proyecta hacer ni lo que hace efectivamente, sino lo que
piensa o reflexiona sobre lo que ha realizado. Tanto Sófocles como Shakespeare
hablan de una responsabilidad culpable atribuible al agente o sujeto principal
de una acción, el cual nunca es desligado totalmente del acto o de sus
consecuencias. Sin embargo, para los griegos parece que en la vida social todos
somos responsables de todo, en algún grado; así tendamos a repartir la
culpabilidad en la genética, en nuestros padres, en la educación recibida o en
la situación histórica, social o económica del momento, que no podamos
controlar.
Tal asesinato mítico se
constituye como necesario para dar cuenta del origen social de la religión y la
moral, lo mismo que del sentimiento de culpabilidad. Las dos prohibiciones que
de aquí se derivan –incesto y parricidio– se instauran como ley que da origen a
los primeros sistemas de regulación de las conductas humanas. Según Lacan, la
genuina función del padre consiste en la articulación del deseo con la ley; dos
significantes que, enlazados en una lógica de continuidad moebiana por la
noción de culpa, constituyen una condensación singular de las relaciones
múltiples y complejas entre el discurso del psicoanálisis y el jurídico. He
aquí una buena razón para repensar la génesis del derecho y de todo nuestro
aparato jurídico-penal.
Imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad
En términos generales, los
conceptos de imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad se plantean hoy en
el Derecho Penal de manera similar a como se hacía en el pasado. ¿Cómo se
conciben hoy tales conceptos? Para responder a este interrogante nos basaremos,
sobre todo, en los textos de Juan Fernández Carrasquilla.
¿Qué entender por imputabilidad?
El concepto imputabilidad se
deriva del verbo latino imputare, que quiere decir “atribuir algo a alguien”,
“hacer cargo de algo a alguien”, en el sentido de atribuir un mal o daño. La
noción “imputabilidad” se emplea en dos sentidos: imputabilidad de la acción o
del hecho e imputabilidad del agente. Ambas posibilidades se articulan, si nos
es lícito decirlo así, a los conceptos de justicia y de responsabilidad, tal y
como éstos son pensados por el juez español Baltasar Garzón. Los doctrinantes
modernos toman el concepto imputabilidad como expresión, como estado o modo de
ser del agente en el momento de realizar el delito, no en sentido de
atribuibilidad.
¿Quién es imputable? El que posee
al momento de la acción, del acto criminoso, las condiciones psíquicas
requeridas por la ley para poder desarrollar su conducta socialmente, por esto
se le puede considerar responsable de sus actos. Este aspecto constituye la
capacidad del sujeto para entender y querer en el ámbito del Derecho Penal.
Ahora, la diferenciación entre sujetos que poseen la capacidad psíquica para
comprender la ilegalidad de su conducta y aquéllos en estado de incapacidad
psicológica para los mismos propósitos no es actual. Según los “romanistas”, en
el derecho romano se encuentra la presencia de “medidas asegurativas” para los
locos furiosos que habían cometido algún delito cuando se hallaban en un “sano
juicio”, tales medidas consistían en confinarlos en casa de sus familiares o en
el encierro vigilado por guardas. Algo semejante sucedía con los menores que
eran excusados de pena no por anormalidad mental, sino por inocencia.
En las siete partidas españolas,
recopiladas por orden de Alfonso X, también llamado “El Sabio”, en el año 1265,
se eliminaba la responsabilidad de los locos, de los furiosos, los
desmemoriados y los menores de diez años y medio. Al aumentar las
codificaciones penales, en el siglo XVIII, la distinción se enfatiza hasta
arribar al moderno derecho penal que impone “penas” a los imputables que han
realizado un acto injusto y reprochable con fundamento en la culpabilidad, y
“medidas de seguridad” a los inimputables que han realizado un acto injusto con
fundamento en su peligrosidad. Los conceptos de culpabilidad y responsabilidad
aparecen asociados al de imputabilidad.
Para Juan Fernández
Carrasquilla a diferencia de la vieja
doctrina clásica, existen diferencias en cuanto al concepto de culpabilidad. Es
así como distingue entre culpabilidad plena (de los imputables) y culpabilidad
incompleta (de los inimputables), considerando la inimputabilidad como
capacidad reducida de culpabilidad (algo así como una aptitud de culpa
incompleta) que sólo da lugar a la imposición de “medidas de seguridad”, luego
de cometido el delito o el hecho criminoso.
El inimputable no es un sujeto
irracional; lo que sucede es que el derecho actual considera que no posee la
racionalidad suficiente que la ley toma en cuenta para la atribución de las
penas. El sujeto inimputable, dice Fernández, piensa de un modo distinto al
común, pero piensa, siente, valora y actúa. La estructura de su acción es la
misma que la del imputable, aunque los contenidos de valor son diferentes, y
por eso sus finalidades dan lugar a un sentido muchas veces “incomprensible”
para el hombre común (que se rige por los patrones de cultura dominante,
oficial o hegemónica), pero de ninguna manera a un “sin sentido”.
El concepto jurídico de
imputabilidad está íntimamente ligado a las reflexiones de los discursos
psicoanalítico, psiquiátrico, psicológico, sociológico y antropológico, ajenas,
en muchos casos en nuestro contexto, a los paradigmas de los estudiosos de las
ciencias penales. De ahí que la imputabilidad haya estado sumida en el plano de
la culpabilidad tal y como se aprecia en el Código Penal colombiano de 1938.
Aquí la imputabilidad pasó a ser presupuesto de la culpabilidad. Significante que,
en el ámbito de la subjetividad, nombra de manera eficaz no sólo la realidad
mental contemporánea de muchos sujetos, sino también la representación psíquica
de una serie de agrupaciones y conglomerados sociales, los cuales (tanto por
sus dinamismos estructurales, como por sus incursiones bélicas y los excesos
del poder) asimilamos con la Tebas de Edipo. Una comarca donde sus moradores,
identificados con un criminal oculto, vivenciaban una especie de culpa
persecutoria asociada a los primeros brotes de una tragedia anunciada.
¿Cómo se concibe el concepto culpabilidad
Ante todo la culpa es un criterio
ordenador y constitutivo del funcionamiento mental humano y hace parte de
cualquier sistema jurídico, por primitivo que sea, tal y como lo observara B.
Malinowski en las islas Trobriand. En la doctrina del derecho penal es, según
Arturo Villarreal Palos, el fundamento y el límite de la pena. También es el
conjunto de presupuestos o caracteres que debe presentar la conducta para que
le sea reprochada jurídicamente a su autor. Representa el componente subjetivo
del acto ilícito penal. Una determinada conducta se puede establecer como
culposa y dolosa siempre que el agente pueda ser entendido como causa moral del
hecho mismo, es decir, siempre que la acción incriminatoria se le pueda
atribuir como suya o como algo que le pertenece en el plano mental.
Subjetivamente se atribuye al hombre aquello que él ha querido, deseado; en
tanto que desde el punto de vista objetivo se le imputa solamente aquello que
él ha causado. En materia de culpabilidad se suele hablar de una causalidad psíquica
para diferenciarla de la causa física. La culpabilidad puede designarse como
elemento psicológico del delito.
En este campo dos posturas
teóricas se disputan la reflexión: 1) la teoría tradicional o psicológica, que
considera que para que haya culpabilidad basta el simple nexo de naturaleza
psicológica entre el agente y el hecho (sin que a ese nexo se agregue nada
más); probado o establecido este nexo queda constatada la culpabilidad. 2) La
concepción normativa de la culpabilidad. Sus representantes argumentan que la
culpabilidad implica una evaluación, un juicio de valor y no únicamente una
constatación o verificación. En tal perspectiva podríamos agregar, guiados por
el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que cuando en la mentalidad colectiva no
opera la culpabilidad, en cuanto mecanismo de reparación (como al parecer
sucede en la posmodernidad), se genera un modo de vida y una dinámica social
líquidas, caracterizados ambos movimientos por el fracaso de la razón,
entendida ésta como solidez en la responsabilidad ética, lo que da lugar a una
vivencia colectiva de desprecio, tristeza y frustración.
¿Cuáles son los factores que
determinan si una conducta puede calificarse como hecho punible? Según
Fernández, son básicamente tres: 1) que coincida con los elementos descritos en
la ley (tipicidad); 2) que no ocurra ninguna circunstancia de justificación
(antijuridicidad), y 3) que el agente sea culpable. De acuerdo con Héctor
Gallo, “no hay sociedad sin culpa, porque ésta es solidaria de una legislación
y responde a una deuda que se encuentra en el corazón de la constitución del
vínculo social. La falta de culpa en una sociedad provocaría un tipo de vínculo
perverso basado en el goce por el goce […] Sin culpa no hay funcionamiento
social, no hay comunidad posible, ni proyectos comunitarios inscritos en la ley
de la ciudad”. La culpabilidad es un efecto de la ley simbólica del padre, la
cual, a su vez, establece un dominio o una regulación sobre el deseo imaginario
de la posición subjetiva materna.
De igual manera para Fernández,
la culpabilidad es uno de los factores esenciales del delito. Una vez
demostrado que la conducta es atípica y que se ha realizado en circunstancias
que no la justifican, es preciso averiguar si el autor de ese comportamiento es
culpable, es decir, si actuó con dolo, culpa o preterintención, las cuales son,
en el derecho penal contemporáneo, las tres formas de la culpabilidad. ¿Qué
sentido tiene cada uno de estos conceptos?
Dolo. Una conducta es dolosa
cuando el agente conoce el hecho punible y quiere su realización, lo mismo
cuando lo acepta previéndolo, al menos como posible.
Culpa. Ocasión en la que el
agente realiza el hecho punible por suposición del resultado previsible, o
cuando habiendo advertido su ejecución confió en poder evitarlo.
Preterintención. Cuando el
resultado, siendo previsible, excede la intención del agente.
¿Qué decir en torno al concepto de responsabilidad
Como veíamos con Paul Ricoeur, la
responsabilidad es la capacidad u obligación de responder por los actos propios.
En el campo del derecho la responsabilidad penal es el principio por medio del
cual se impone una pena a quien ha cometido un delito. Por eso se dice que el
derecho es un “orden coactivo”. Para el profesor Gallo: “La culpa, desde el
punto de vista del psicoanálisis, es ante todo un principio de responsabilidad
que induce a la confesión y al castigo. Este principio es el que debería
organizar los vínculos sociales y ordenar el funcionamiento del derecho en una
comunidad”. El sujeto es responsable por el hecho de vivir en sociedad.
Históricamente se han planteado básicamente dos formas de responsabilidad
penal:
a. La responsabilidad objetiva.
Se le conoce también como “responsabilidad por el hecho”. Este tipo de
responsabilidad se contempla cuando para someter al sujeto a una sanción se
satisface con la comprobación de un nexo de causalidad física entre el autor y
el hecho que se considera dañoso, independientemente de que en ese suceso
ocurran fenómenos subjetivos. Aquí el sujeto es responsable con la sola
realización material del acontecimiento que se supone nocivo, no se indaga por
la motivación ni si el resultado fue o no previsto o si fue previsible. Dicho
concepto de responsabilidad se ha tenido en cuenta sobre todo en sociedades mal
llamadas primitivas o salvajes, y su finalidad es la de proteger al grupo,
atendiendo a la previsibilidad del daño.
b. La responsabilidad subjetiva.
Se fundamenta en la culpabilidad y quiere decir que no basta con la comisión
material del hecho para la existencia de la sanción, siendo necesaria además la
existencia de un elemento subjetivo. A este factor se le conoce en la
actualidad como culpabilidad. Entonces, según el principio de responsabilidad
subjetiva, para poder imputarse una acción es indispensable que el sujeto tenga
conciencia y voluntad, es decir, algún vínculo psicológico, tal como: dolo,
culpa o preterintención. En esta lógica, dice Lacan, en el Seminario Libro X
sobre La angustia (2006), que la interdicción es tentación.
A la luz de la doctrina clásica y positivista-naturalista
Las nociones esenciales sobre estos tres conceptos –imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad– pueden madurarse en dos sistemas de pensamiento: los positivistas naturalistas italianos y los clásicos y neoclásicos, es decir, desde Carrara hasta Hans Welzel.
En el pensamiento clásico se
quiere, a partir de una consideración dogmática del delito (como ente
jurídico), fundamentar la responsabilidad en el ámbito de la libertad humana o
libre albedrío. Entonces, ¿cuál es el fundamento de la responsabilidad en la
intención de los clásicos? La infracción penal, desde este punto de vista, se
entiende en dos sentidos: uno objetivo, dirigido al hecho criminoso en sí, esto
es, a la conducta típica y antijurídica; y otro subjetivo, relativo al sujeto,
conocido como culpabilidad. He aquí
nuevamente la relación entre culpa moral o subjetiva y culpa jurídica1, pensada
en Avatares políticos y transferenciales (Villegas, 2007), con la ayuda de la
banda de Moebius.
Una afirmación que condensa prácticamente
todo el planteamiento clásico en torno al fundamento de la responsabilidad
penal es el siguiente: “Si no existe libertad, no existe responsabilidad”. Este
planteamiento fue desarrollado desde el inicio por la Escuela Clásica Italiana,
formada en el ambiente político y cultural del Iluminismo. Se basó en el
postulado del libre albedrío, y pone el binomio responsabilidad moral-pena
retributiva como fundamento del derecho penal, al que se fijó como centro de
los tres principios de “la voluntad culpable”, “de la imputabilidad” y de “la
pena proporcional” al mal o daño cometido.
Según Carrara (representante
destacado de la Escuela Clásica Italiana), el delito o el hecho criminoso son
el resultado de dos fuerzas, una física y otra moral. Ambas deben ser
consideradas en sus aspectos subjetivos y objetivos: la fuerza física subjetiva
está conformada por la acción corporal mediante la que se realiza el designio
criminoso, en tanto que la fuerza física objetiva está constituida por el
resultado o daño material. De otro lado, la fuerza moral subjetiva es la
voluntad inteligente, y la fuerza moral objetiva es el daño moral, es decir, la
intimidación y el ejemplo inadecuado que el delito produce en los ciudadanos.
Así, la afirmación de la
responsabilidad penal en el sistema carrariano constituye el resultado de un
proceso de imputación gradual que va desde la verificación de la ensambladura
de la acción en la ley, la configuración del sujeto como causa física, hasta
llegar al campo de la indagación de la imputación moral, la cual posee dos
peldaños o fases: la comprobación del nexo psicológico (conciencia y voluntad)
y la evidencia de la libertad. Este último factor constituye el fundamento de
la imputación moral.
Para deducirse responsabilidad al
sujeto se requieren tres juicios: uno físico, que consiste en que en lo
material el sujeto realizó el acto considerado como dañoso, es decir, desplegó
una actividad perjudicial; uno moral, que se funda en el hecho de que el sujeto
al realizar ese hecho ilícito lo efectuó libre y voluntariamente; y otro legal,
que consiste esencialmente en que el hecho voluntario llevado a cabo por el
sujeto estaba prohibido por el Estado, por la Constitución y la ley.
Hans Welzel es otro teórico de la
Escuela Clásica que lleva hasta sus últimas consecuencias el planteamiento
iniciado por la teoría normativa de la culpabilidad. Luego, al producir una
readecuación de los contenidos tradicionales de los dos grandes componentes de
la teoría del delito (es decir, lo injusto y la culpabilidad), esto es, al
traspasar al injusto todo lo relacionado con el hecho (como el dolo y la culpa,
en la medida en que constituyen aspectos subjetivos de la conducta), la
culpabilidad se desprende de los factores psicológicos tradicionales para
quedar reducida a los problemas referidos al sujeto, sobre todo desde el punto
de vista del reproche, entendido como manifestación de la vivencia de
culpabilidad por no obrar acorde a la ley, y que termina delatando al
delincuente en lo concerniente a la responsabilidad por su acto .
El mismo Welzel dice que la culpabilidad no se agota en la
relación de disconformidad sustancial entre acción y ordenamiento jurídico,
sino que también fundamenta el reproche personal contra el autor por no haber
omitido la acción antijurídica cuando pudo hacerlo. En este “poder en lugar de
ello” del autor respecto de la configuración de la voluntad antijurídica radica
la esencia de la culpabilidad. Allí se funda el reproche personal que se le
formula en el juicio de culpabilidad por su conducta disconforme al sistema
jurídico. La censura personal se basa en la libertad, ya no en abstracto como
en Carrara, sino en algo concreto. ¿Qué presupone el reproche de culpabilidad?
Que el actor se podría motivar de acuerdo a la norma, a la ley. Esto, como se
puede apreciar, no es un sentido abstracto, sino que concretamente este hombre,
o sea el actor, habría podido, en el aquí y ahora de esta situación,
estructurar una voluntad de acuerdo a lo establecido por la ley.
He aquí una clara vuelta a las
posiciones clásicas y, por lo tanto, una acentuación del libre albedrío como
fundamento de la culpabilidad. En este planteamiento, Welzel considera que el
“poder actuar de otro modo” constituye una estructura lógico-objetiva afincada
en la esencia del hombre como ser responsable, caracterizado por la capacidad
de autodeterminación final con arreglo al sentido. Tanto el libre albedrío como
la acción final son para Welzel categorías del derecho penal.
La culpabilidad es la falta de
autodeterminación conforme al sentido de una persona que era capaz para ello.
No es la decisión conforme al sentido a favor de lo malo, sino al quedar sujeto
y dependiente, al dejarse arrastrar por los impulsos contrarios al valor. En
Welzel se da un cierto distanciamiento de las tesis deterministas puras, ya que
no entiende la culpabilidad como un acto de “libre autodeterminación” o de
decisión “libre” a favor del mal, sino como la falta de determinación de
acuerdo al sentido en un sujeto responsable.
Al fundarse el reproche de
culpabilidad en la ausencia de autodeterminación conforme al sentido, surgen
dos proposiciones fundamentales:
1. Que el agente es capaz, según
sus fuerzas psicológicas, de motivarse acorde a la ley (imputabilidad).
2. Que el autor está en condición
de motivarse de acuerdo con la normatividad, en razón de que conoce la
antijuridicidad de la conducta a llevar a cabo. De este modo, el sujeto es
capaz de culpabilidad, es decir, resulta imputable, lo que quiere decir que
posee una capacidad de comprender y de obrar conforme al valor. Así se
demuestra que la imputabilidad está conformada por dos momentos: uno,
cognoscitivo o intelectual, caracterizado por la capacidad para comprender la
conducta típica y antijurídica; y otro, volitivo, consecuente con la
determinación del querer conforme al sentido. Entonces, la concepción clásica
establece la diferencia entre imputables e inimputables; los primeros son
capaces de autodeterminación por su categoría de ser libres, en tanto que los
segundos son los que no tienen la capacidad para autodeterminarse y, por lo
tanto, ser sujetos responsables.
La concepción positivista-naturalista
La orientación teórica del
positivismo naturalista (o criminológico italiano) difiere de la posición
clásica en lo tocante a la imputabilidad y a la responsabilidad penal. Según
esta dirección, las ciencias penales y el derecho penal en particular deben
tener como método el de las ciencias naturales, como las leyes que los rigen
(especialmente la causalidad). En el estudio del hombre delincuente se avanza
en cuanto entidad total antroposocial, y en el ámbito criminológico se centra
en la averiguación de las escuelas del delito, se presenta entonces un cambio
de objeto de la ciencia penal y se desplaza del delito como ente jurídico al
delincuente como realidad natural.
Las innovaciones del positivismo
fueron fundamentalmente tres:
1. El delito como ente jurídico
pierde su importancia, y se centra ahora en el sujeto delincuente. Así, la
conducta delictiva aparece como manifestación de una personalidad peligrosa e
inconveniente a los propósitos del vínculo social.
2. En cuanto a la responsabilidad
penal desaparece el concepto de culpabilidad y se genera el de responsabilidad
social. Al delincuente se le estigmatiza como un ser anormal y peligroso, ya
que el hombre normal es respetuoso de las leyes de convivencia social. La
reacción penal en lo sucesivo será proporcional a la peligrosidad del autor. La
intensidad de la defensa social no puede depender del daño causado con el
delito, ni del grado de culpabilidad del sujeto. Es como la “psicología de la
conciencia” y “la psiquiatría atormentadora” de la época inicial de los
trabajos psicoanalíticos.
3. En lo concerniente a la
sanción penal, es necesario considerar dos aspectos básicos: a) La defensa de
la sociedad frente al sujeto estimado peligroso puede ponerse en marcha antes
de la ejecución de los delitos, sin que sea necesario esperar la intervención
del Estado, de este modo desaparece el principio nulla poena sine delito. b) El
análisis de la personalidad del individuo y de los factores sociales,
imprescindibles para afrontar su peligrosidad, hacen más efectiva la defensa
social.
Lo anterior hizo que la escuela
positiva exigiera el cambio de pena por medida de seguridad, dado que la
diferencia entre ellas se excluye desde el momento mismo en que se afirma que
la sanción ha de orientarse a la readaptación del delincuente. Tales medidas se
aplican a quienes den pistas de peligrosidad, así no hayan llevado a cabo
delito alguno. Su fin esencial es prevenir los delitos que se puedan presentar
más adelante.
¿Cuál es el fundamento de la
responsabilidad en el pensamiento positivista? Según Fernández Carrasquilla, el
cimiento de la responsabilidad penal se indaga por fuera del ámbito del libre
actuar del sujeto. Los hechos están determinados causalmente; el delito, por
ejemplo, como hecho natural, es derivación de causas que determinan la voluntad
del autor de cometer un acto ilícito. Se dice también, como apoyo, que el
delincuente es un sujeto “anormal”, determinado o inclinado a delinquir. En
esta dirección Enrico Ferri considera
que los ciudadanos son responsables socialmente en cuanto participan de la vida
en comunidad. Así, dice, la persona no es responsable por ser libre sino porque
vive en sociedad. Digamos que este es uno de los ideales trazados por la
conciencia moral, que presiona la naturaleza del hombre a buscar la primacía
del vínculo social.
En el positivismo no existe una
responsabilidad moral sino social. Es así como desaparece la distinción entre
sujetos imputables e inimputables, ya que la base de la responsabilidad penal,
en el pensamiento positivista, no reposa en la libre voluntad del hombre sino
en la responsabilidad social de todo sujeto por el hecho de hacer parte de la
colectividad. Al suprimir el componente subjetivo la escuela positivista, y más
exactamente la antropología criminal, representada por César Lombroso,
consideran que el delincuente está determinado por causas orgánicas que lo
llevan a delinquir como algo fatal e inevitable.
Ferri niega la existencia del
libre albedrío como fundamento de la responsabilidad; considera que los hechos
psicológicos están sometidos a la ley de la causalidad universal, dado que en
el delito convergen elementos antropológicos, físicos y sociales. Considera,
además, que todo delincuente es peligroso y responsable por su acto sin que haya
lugar a ningún juicio de orden moral. La responsabilidad penal no contempla, de
ningún modo, el carácter moral. En otra de sus obras, Principios de derecho
criminal, Ferri afirma que el hombre es responsable de todo acto que realiza
por el hecho de vivir en sociedad. Si recibe las ventajas, beneficios y
prebendas de la vida en sociedad, también ha de sufrir las restricciones y
sanciones que aseguran el mínimo de disciplina social necesaria para el
“consorcio civil”. Según el positivismo no existe separación entre sujetos
imputables e inimputables, sino sujetos peligrosos o menos peligrosos. Así,
todo el que comete un delito es responsable, esto es, merecedor de una sanción,
que puede ser pena o medida de seguridad. Entonces, el juicio íntimo de todo
sujeto según el cual cada hombre es un ser peligroso se fundamenta en la
consideración de que si el Otro me odia, luego yo también. Por eso decíamos en
otro lugar que la paranoia es la base de
la condición humana. Así, el sujeto siente que es objeto del odio, la furia o
la peligrosidad del Otro.
La postura teórica de la escuela dogmática
La escuela dogmática asumió el
fundamento de la escuela clásica, que divide los sujetos entre imputables e
inimputables. Éstos no poseen capacidad de autodeterminación, mientras que
aquéllos sí la conservan por el hecho de ser libres. En otro contexto veíamos
con el profesor Amado Ramírez, sólo responden penalmente los imputables,
teniendo como base la teoría dualista.
Al superarse la etapa de la
responsabilidad objetiva aparece en la Modernidad, con una significativa
importancia, el factor subjetivo, que se venía fermentando desde la Edad Media.
Por eso la culpa moral se hacía radicar en la falta cometida con plena
advertencia y consentimiento, y la conciencia y la voluntad eran
imprescindibles para la existencia del pecado y de la pena con su finalidad
expiatoria. Fue así como se trasladó, poco a poco, la noción de culpa moral al
campo del derecho penal, y en este campo también se exigió, adicional al factor
material, el componente subjetivo.
En este ámbito se llegó a otro
extremo: a una especie de subjetivación completa del delito. Se ha llegado a
decir que el elemento moral es “necesario y suficiente” en materia de
antijuridicidad, al punto que ésta pudiese depender de cualidades especiales
del autor o de creencias suyas. Así, quien es considerado inimputable porque al
momento de cometer el hecho criminoso no tenía la capacidad para comprender la
ilicitud de su conducta, o no puede determinarse qué comprensión, no podría obrar
antijurídicamente; lo mismo que quien obrase considerando que lo hacía
jurídicamente o sin saber que obraba mal, no se conduciría de manera injusta e
ilegal.
Ahora, ¿cuál es el perfilamiento
de los esquemas dogmático, clásico, neoclásico y finalista del delito?
Esquema dogmático
Ihering, en su obra El momento de
culpabilidad en el derecho privado romano, ha dicho que los hechos podían ser
objetivamente lícitos o ilícitos, esto es, sin relación con las cualidades del
autor o con sus particulares vivencias y creencias, o sea, independientemente
de la relación moral del sujeto con ellos. Por su parte, Franz von Liszt y
Ernst von Beling trasladaron esta idea al campo del derecho penal y
distinguieron dos aspectos en el delito: la antijuridicidad y la culpabilidad.
Esta visión analítica y estratificada dio inicio a la moderna teoría del
delito. El proceso de la evolución teórica no culminó aquí, pues, de manera
progresiva aparecieron los esquemas clásico, neoclásico y finalista.
Ernst Von Beling (Teoría del
delito, 1906) habló de la tipicidad como otro de los elementos del delito para
concretar así la definición que hoy conocemos de éste. En el mismo año definió
el delito como la acción típica, antijurídica y culpable, sometida a una
sanción penal adecuada y conforme a las condiciones objetivas de punibilidad.
Los tres conceptos hacen parte de una misma estructura de la teoría del delito,
cuyos representantes más notorios en el sistema clásico son Liszt y Beling. Al
mismo esquema se le dan distintos contenidos, sobre todo a partir de las
diversas maneras como se conceptúa la acción. En el sistema neoclásico con
Mezger y también en el finalismo con Hanz Welzel.
Esquema clásico
Dicho esquema partió de la acción
como concepto fundamental de la estructura del delito y corresponde a la
dogmática penal de los primeros años del siglo XX. Para acarrear sanción penal
la acción debía encajar en una descripción legal, no estar amparada por una
causal de justificación y ser realizada por un sujeto imputable, esto es, con
capacidad de determinación, y que hubiera obrado con culpabilidad.
De todos los elementos
explicitados como necesarios para la existencia del delito, unos fueron
concebidos de manera objetiva y otros subjetivamente. ¿De qué tipo de
afirmación se partió? De una muy simple: en el delito existen dos partes, una
objetiva y otra subjetiva. La parte objetiva está constituida por la acción, la
tipicidad y la antijuridicidad; mientras que la parte subjetiva está
constituida por la culpabilidad.
Para Franz von Liszt la acción
consiste en la modificación voluntaria del mundo exterior perceptible por los
órganos de los sentidos. En este concepto de acción lo que importa es la
modificación del mundo exterior, realizada de manera voluntaria. Según Beling,
sólo al comportamiento humano voluntario se le puede llamar delito o acto
ilícito.
Los factores componentes de la
acción son la manifestación de voluntad, el resultado y la relación de
causalidad. Tal y como se aprecia, la acción es un fenómeno natural en el que el
proceso causal aparece como decisivo en la estructura de la acción. Por
consiguiente, se afirma, y con razón, que el esquema clásico del delito profesa
un concepto causal de acción que es, al tiempo, un concepto valorativo de la
antijuridicidad, apoyado en una óptica puramente objetiva que suprime o intenta
omitir los factores subjetivos. La antijuridicidad es, en último término, la
falta de permiso para actuar; para pasar al acto, decimos en el psicoanálisis.
Si se nos permite decirlo así, tanto la teoría del goce, en el campo
psicoanalítico, como las elucidaciones sobre el delito, en el campo penal,
constituyen la última ratio.
La culpabilidad constituye en
este sistema el aspecto subjetivo del delito. Es un nexo psicológico que existe
entre el sujeto, el autor y su acto, o, como dice Liszt, es la relación
subjetiva entre el acto y el autor. La culpabilidad es entonces una realidad
psíquica, algo que realmente existe en el sujeto; su existencia requiere un
acto de voluntad, que implica una representación a la cual tiende esa realidad.
Aquí el dolo y la culpa son las formas en que se puede manifestar la
culpabilidad. En este sentido, la culpabilidad se agota en el dolo o en la
culpa, que son la culpabilidad misma.
Si la culpabilidad es un nexo
psicológico que se resuelve en dolo y culpa, a estos fenómenos se les puede
llamar grados de culpabilidad, en el sentido de que dolo y culpa presentan
distintos modos de vinculación entre el autor y el acto. Para que se hable de
culpabilidad se requiere constatar previamente la imputabilidad del sujeto,
entendida como capacidad de entender y de querer. El sujeto inimputable, por su
parte, no tiene, al menos en teoría, conciencia y voluntad de sus actos. Si
eventualmente se aceptara que entre su actuar y el hecho existiera algún
vínculo psicológico natural, a este aspecto sociológico de su conducta no se le
podría denominar culpabilidad. De aquí se derivan las sentencias o apotegmas:
“Sin imputabilidad no puede haber culpabilidad”, como también: “Sin
culpabilidad no puede haber imputabilidad”; son dos caras de una misma moneda,
donde una es la culpabilidad y la otra la imputabilidad.
Esquema neoclásico
El esquema neoclásico continuó
sosteniendo el carácter objetivo de la tipicidad y de la antijuridicidad, a las
cuales considera como los factores predominantemente objetivos, aunque admitió
que en ocasiones existen elementos subjetivos. Se comienza a elaborar un
concepto de culpabilidad que no se agota en el vínculo psicológico. La
culpabilidad no será sólo un fenómeno que exista en la mente del autor, sino el
resultado de una valoración del juez por medio de la cual quien infringe la ley
bien pudo no infringirla. Entonces, la culpabilidad existe cuando el sujeto
está frente a una situación normal de motivación que le hacía obedecer la
prescripción del derecho y no lo hizo. Se da lugar a la culpabilidad normativa,
en la que no basta con la constatación de un vínculo psicológico, pues es
necesario que exista reprochabilidad de la conducta perniciosa. Mientras en el
esquema clásico se constata, hablando de culpabilidad, que alguien obró con
dolo, esto es, con intención de violar la ley, en el esquema neoclásico se le
reprocha al sujeto que en ciertas circunstancias, pudiendo abstenerse de
actuar, de pasar al acto, se hubiera conducido así.
Más que el fenómeno psicológico
dolo, en la teoría normativa de la culpabilidad lo que cuenta es el porqué de
esa acción. No dice el juez: “Te condeno el hecho de que hubieses conocido que
violabas la ley”, sino que dice: “Te reprocho porque conocías el obrar ilícito
y lo quisiste a pesar de que hubieras podido haber obrado de otra forma”.
Nuestro código penal posee una tendencia hacia los postulados de este esquema y
comparte la postura adoptada por el esquema clásico. Según este esquema, el
inimputable no es culpable, traducido esto como no reprochable, porque él no
puede actuar con dolo o culpa, elementos que dan origen a las diferentes formas
de culpabilidad a que hemos aludido más arriba.
Esquema finalista
Esta posición teórica no asume la
separación clásica y neoclásica de lo objetivo en el tipo y lo subjetivo en la
culpabilidad. Rechaza la ubicación del dolo en la culpabilidad y lo ubica en el
tipo, siendo ésta una concepción compleja del tipo. El finalismo posee un
concepto ontológico de acción; así, en la estructura de la acción se destaca la
finalidad como su aspecto fundamental. Según Welzel: “La espina dorsal de la
acción final es la voluntad, consciente del fin, rectora del acontecer causal”.
La importancia o significación del fenómeno de la voluntad es tal que al
finalizar ésta no hay lugar a la acción. Sin la voluntad la acción se
disolvería en su estructura y quedaría rebajada a “un proceso causal ciego”;
por eso hay que tener en cuenta la articulación entre la finalidad (el acto) y
la voluntariedad (el componente psicológico).
Ante una acción voluntaria es
necesario preguntarse por el contenido de la voluntad del sujeto (o sujetos)
para saber frente a qué acción concreta nos encontramos. A la finalidad le es
esencial la referencia a determinadas consecuencias queridas o deseadas; sin
ella queda la voluntariedad sola, la cual es insuficiente para caracterizar la
acción de un contenido específico. La finalidad implica la voluntad y
viceversa; por eso para hablar de una “acción final” determinada no se puede
prescindir del fin al que tiende la voluntad. No es suficiente que el sujeto
haya querido algo, es preciso determinar o efectuar eso querido o deseado. He
aquí la diferencia respecto a los dos esquemas precedentes.
Los tipos penales, según
Fernández Carrasquilla, son las descripciones de las conductas relevantes para
el derecho punitivo; por lo tanto, si lo que los tipos describen son acciones y
éstas implican siempre un elemento subjetivo, el tipo contendrá siempre un aspecto
objetivo y otro subjetivo; no a veces, como sostenían los autores del esquema
neoclásico. La acción típica concreta no la podremos establecer sino a partir
de la consideración de su voluntad, es decir, del componente psicológico
presente en todo acto humano.
Ahora, según el profesor Héctor
Gallo, “el psicoanálisis se opone a la retórica del discurso penal que tiene
por finalidad persuadir sobre la responsabilidad o la inocencia del acusado
[…]. En esta perspectiva, Lacan propone consultar el “Gorgias” de Platón a
quienes quieran comprender en qué sentido se realiza su reflexión sobre el
lugar del diálogo analítico en lo criminal, cuál es la finalidad que lo asiste
y en qué se distingue de la investigación judicial”.
El sujeto responsable es el que
se rige por pactos, respeta la ley de la ciudad como Sócrates y contribuye con
ello a la preservación del vínculo social. Atenuar el sentimiento de culpa, tal
y como se esboza en el curso de los capítulos siguientes, aparte de generar una
tramitación significativa de las vivencias depresivas del sujeto, contribuye,
en la vida social, a la reducción de la criminalidad. Este esfuerzo constituye
un imperceptible aporte en la construcción teórica sobre la génesis del delito,
que de paso arroja una tenue luz para comprender el complejo fenómeno del
crimen. Manifestación que, dada la fuerza de los hechos clínicos, nos vemos
forzados a relacionar, desde el psicoanálisis, con las fallas posmodernas de lo
que hemos denominado como la forclusión del nombre del padre o de la metáfora
paterna.
Este hecho da lugar a una crisis
global contemporánea que, en términos del sociólogo francés Michel Maffesoli,
se caracteriza por una dinámica tribal (semejante a la descrita por Freud en
Tótem y tabú, sin respeto y sin ley) carente de identificaciones y de proyectos
futuros, dominada por el mercantilismo, en la que la noción del yo ideal
freudiano (el de Psicología de las masas y análisis del yo) se encuentra
prácticamente suprimida, al imprimirse un retorno a lo trágico. Una realidad
también conocida por nosotros como la caída de los ideales, los valores éticos
y los bienes jurídicos, que pone en crisis la civilización desde el plano
estructural.
Todo lo anterior indica, para
concluir esta parte, la imperiosa necesidad de establecer una distinción
básica, pues una cosa es suavizar el sentimiento de culpa (en el dispositivo
analítico) para dar lugar a un sujeto civilizado, responsable y ético, al
estilo griego, y otra muy distinta es la estructura mental, fruto de los modos
de operar (penales y psicopatológicos en muchos casos lamentables) de una
época, desprovista de la existencia del Otro y sin culpabilidad, tal y como se
presenta ante nuestros ojos. Dicha cuestión hemos dado en llamarla “declive de
la función paterna” y que Cicerón, en su época, la advirtiera con respecto a la
autoridad.
Así, toda circunstancia o acto
relacionado con el hecho que se investiga, y con lo que se infiere de su
existencia, es un indicio. Tal ha sido el modo de operar del investigador en
esta pesquisa, con un método que también se ha dado a conocer con el nombre de
“abducción” o “paradigma indiciario”. Entonces, ¿en qué consiste dicho método o
paradigma?
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