Por: Elkin Villegas
Para toda conciencia que se despierte a la
toma de responsabilidad, el mal ya está allí. Al localizar
el origen del mal en un antepasado lejano, el mito revela la situación de todo hombre: eso
ya ha tenido lugar. No inauguro el mal; lo continúo; estoy implicado en el mal;
el mal tiene un pasado; es su pasado; es su propia tradición.
Paul Ricoeur
Según el profesor Gonzalo Soto Posada la
elucidación sobre la simbólica del mal fue escrita por Ricoeur, con motivo de
la elaboración de su duelo por el suicidio de su hijo. Pasaje al acto que con
Freud podríamos incluir dentro de lo que hemos dado en llamar los “crímenes del
superyó”. Ahora, en cuanto al concepto del mal, del que prácticamente surge la
idea de la simbólica del mal, Jérôme Porée dice que “La cuestión del mal no
dejó de preocupar a Paul Ricoeur. Es, seguramente, la mejor vía de entrada a su
pensamiento. Y unas líneas más adelante agrega que para Ricoeur “el mal no es
eso que se critica: es eso contra lo que se lucha”. (Porée, J. (2006). Paul
Ricoeur y la cuestión del mal. En: ÁGORA, 25 (2), 45-46). Ahora bien, en la
vertiente que hemos incursionado son fundamentales los conceptos de
culpabilidad y simbólica del mal para comprender la lógica del crimen y otras
inquietudes que se desprenden del presente desenlace teórico.
Dichos conceptos, como se comprenderá más
adelante, están íntimamente relacionados con la teoría del lenguaje, de los
símbolos y de la interpretación en la obra de Paul Ricoeur, razón por la que es
importante considerar la articulación de tales elementos, de primer orden, para
comprender la teoría que esbozamos en el
capítulo siguiente. Digamos que los conceptos de lenguaje, subjetividad,
simbólica del mal y culpabilidad son, en la lógica simbólica y hermenéutica del
autor francés, factores imprescindibles para configurar en la vida anímica el
acto criminal. Es lo que justifica el título sugestivo del texto de Freud,
sobre “Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad”, elaboración en la que
su autor esboza las motivaciones subjetivas del crimen en relación con el
deseo, la fantasía y la pulsión de muerte que el sujeto no puede refrenar,
regular o encauzar y por ello pasa al acto delictivo.
Con la presente elucidación nos unimos también a los tantos homenajes que hasta el
día de hoy se han realizado, en distintas partes de mundo, a la memoria del
filósofo francés (fallecido en París, el 20 de mayo de 2005), con una reflexión
sobre las relaciones entre hermenéutica y psicoanálisis, una de las líneas de
investigación definidas para el congreso de Paul Ricoeur en Brasil a finales
del mes de noviembre de 2011. Su obra en general constituye una forma lúcida de
abordar muchos de los problemas contemporáneos, en especial el del crimen,
desde su extraordinaria elaboración del concepto de culpabilidad relacionado
con las nociones de mancilla, símbolo, discurso, análisis hermenéutico, teoría
del texto y de la ética. En general, se
puede decir que el símbolo es paidético, o sea que tiene un rol educativo y
cultural, razón por la que se puede afirmar que la cultura es el conjunto de
las medicaciones simbólicas, las cuales cuando fallan el lazo social se tiende
a romper.
En este sentido, consideramos, lo mismo que
muchos de sus lectores, que la obra de Ricoeur no solo se inscribe en los
amplios perfiles del pensamiento filosófico de la actualidad como la
fenomenología, el existencialismo, el estructuralismo y el psicoanálisis, sino
que además comprende con rigor, desde su propuesta ética amarrada a la
hermenéutica y a la potencia significativa del símbolo, la metáfora y el texto,
los grandes enigmas de la subjetividad y del ser. El símbolo, nos dice Ricoeur
(2003b: 68), “sólo da origen al pensamiento si primero da origen al habla. La
metáfora es el reactivo apropiado para sacar a luz este aspecto de los símbolos
que tiene afinidad con el lenguaje”. La
metáfora, lo mismo que el símbolo (que incita, convoca y llama a ser desvelado), es un logos que revela y
oculta. En esta dirección, Ricoeur nos recuerda (2003a: 262-263): “En efecto,
no hay lenguaje directo, no simbólico, del mal padecido, sufrido o cometido”.
El simbolismo, puntualiza Ricoeur (2003b:
75), “solo funciona cuando su estructura es interpretada. En este sentido, se
requiere una hermenéutica mínima para que funcione cualquier simbolismo”. Con
lo cual el positivismo y la supuesta objetividad de la criminología como
ciencia quedan un poco cuestionados. Dos factores que, a pesar de ser
sobrevalorados en distintos ámbitos del saber, en el presente trabajo no son
óbice para cuestionar la cientificidad y la objetividad de la ciencia
criminológica. Sin embargo, como dice el mismo Ricoeur (2003b: 80), “tanto el
lenguaje poético como el científico, apuntan hacia una realidad más real que la
apariencia”.
De principio a fin, considera Raúl
Villarroel, editor de las ponencias de los profesores mencionados, la obra de
Ricoeur se caracteriza por una reflexión abierta a múltiples experiencias que
recogen lo más fecundo del pensamiento de los autores clásicos, medievales,
modernos y contemporáneos. Otra razón más que justifica el recorrido histórico
del presente trabajo. Desde sus primeras obras como Filosofía de la voluntad,
El conflicto de las interpretaciones, La metáfora viva y Tiempo y narración, hasta sus últimas
elucubraciones, se observa en él a un meticuloso filósofo del lenguaje
preocupado por los efectos del sentido en las distintas actividades del hombre
en el curso de la historia. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 50): “Si el doble
movimiento del símbolo hacia la reflexión y de la reflexión hacia el símbolo
vale, el pensamiento que interpreta está bien fundado”. En esta línea Finitud y
culpabilidad, obra suya a la que ya nos hemos referido en varias ocasiones, es
una bella manera de pensar la responsabilidad subjetiva como el motor principal
de la mayoría de los actos humanos. La noción de culpabilidad integra, en una
lógica de continuidad, el diálogo entre fe y razón, dado que tal noción no
pertenece sólo a la reflexión teológica, sino también a la de la Filosofía y el
Derecho. En este punto conviene precisar que lo que solemos denominar
subjetividad no es algo que se construya sin la injerencia del lenguaje.
Lenguaje y
subjetividad
La hermenéutica en Paul Ricoeur es un método,
como en la dinámica de Sócrates, encaminado a la comprensión de sí, del
conócete a ti mismo o gnothi seauton; una continuidad moebiana que va de la
comprensión desde la parte (lo más singular de la culpa del sujeto) al todo
(propio de la culpabilidad social) y desde este a aquella. La interpretación se
justifica en la medida en que la conciencia de algo, como el crimen desde la
perspectiva tradicional, es más primitiva que la consciencia de sí. De manera
que el sujeto, en la era de la técnica, tiende a desaparecer entre los entes
preocupados sólo por su dominación y la obtención de utilidad de él. Así que,
para Ricoeur, la única manera que tenemos para recuperar al sujeto es
descifrando sus propias huellas dejadas a lo largo de la historia. En este
sentido el lenguaje sería una especie de elaboración o de sublimación
antiquísima.
Las huellas que el filósofo francés ofrece a
la labor hermenéutica son las teorías del símbolo, de la metáfora y del texto,
el cual nunca está interpretado en su totalidad y puede tener cuatro distintos
sentidos: literal (como hecho histórico), alegórico (en sentido espiritual),
moral (lo que significa para mi vida) y anagógico (en sentido superior o
sublime). Según Ricoeur (2003a: 263): “El símbolo es un signo en la medida en
que, como todo signo, apunta más allá de algo y vale por ese algo”. Se podría
decir que el sentido primario al que apunta la simbólica del mal “es
precisamente el ser mancillado, pecador, culpable”. De acuerdo con J
Baudrillard (2009: 17), “vivimos en un mundo en el que la más elevada función
del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa
desaparición”. Algo que con Lacan bien podríamos llamar forclusión del
Significante-Nombre-del-Padre. Supresión de una parte esencial de la realidad
psíquica que impele al sujeto a mudarse en criminal. Siguiendo a Ricoeur
(2009b: 209): “La enfermedad, al menos en su aspecto de lenguaje, consiste en
una descomposición de la función simbólica y toda la tarea del análisis reside
en resimbolizar, es decir en reintroducir al paciente en la comunidad
lingüística”.
Ante la realidad del mal el pacifista queda
perplejo o desecho y se pregunta: ¿por qué el crimen y no la alegría o la paz?
La simbólica del pecado, agrega el filósofo, se organiza alrededor de
representaciones sobre la impureza. En términos generales, se podría decir que
el uso de las formas simbólicas, en el trato con sus semejantes, le permite al
hombre remplazar el empleo de instrumentos bélicos: rocas, palos, flechas,
lanzas, etcétera, por el uso insultante del lenguaje. Ahora, las tres teorías,
tal y como veremos más adelante, están conectadas con la noción de culpabilidad
y de inconsciente, el cual es entendido desde Freud como la memoria simbólica
de la tradición y la cultura que, como voluntad, se rehúsa a ser reprimida.
En primer lugar, la proposición sobre el
símbolo hace parte constitutiva del lenguaje y está impregnado de una
significación dinámica y compleja. Un sentido inaugural (literal) se articula
con otro, el cual, al mismo tiempo, se exhibe y se camufla en aquel. Algo
similar a la teoría del encadenamiento significante, S1 S2, de Jacques Lacan, aspecto que reviste una gran validez por cuanto dicha teoría se articula con la
concepción simbólica que el psicoanalista francés desarrollara, en especial en
el seminario 22 R.S.I, lo real, lo simbólico y lo imaginario, y porque de dicha
concepción se nutrió Ricoeur en sus seminarios. De todas maneras es importante
esbozar las relaciones entre Lacan y el signo (Pierce), entre Lacan y el
significante (Saussure, JaKobson) y Lacan contrario a la teoría del símbolo en
Ernest Jones. La noción de subjetividad que en Freud y Lacan se conoce con el
nombre de inconsciente, puede ser designada con Ricoeur (2009b: 205, 207) como
“la identidad narrativa que nos constituye […] hay entonces una equivalencia
entre lo que soy y la historia de mi vida”.
En cuanto a las relaciones del filósofo con
Lacan, Ricoeur (2009b: 211) escribe: “Me parece muy útil la oposición que hace
Lacan entre lo imaginario y lo simbólico. En este contexto, lo imaginario es
considerado como engañoso, y lo simbólico nos lleva al orden mismo que es
constitutivo del orden humano: el orden fundamental del lenguaje […] Freud ha
aportado ahí algo absolutamente fundamental, el carácter ilusorio de lo
imaginario”. El símbolo, en este sentido, nos invita a enamorarnos de lo oculto
por el mismo y representa una doble función: mostrar ocultando y ocultar mostrando.
Siguiendo a Ricoeur (2009a: 434):
Los verdaderos símbolos se sitúan en la
encrucijada de dos funciones que sucesivamente hemos contrapuesto y fundido
entre sí. A la vez que encubren, descubren; a la vez que ocultan los objetos de
nuestras pulsiones, revelan el proceso de la conciencia de sí: encubrir y
descubrir; ocultar y mostrar; estas dos funciones no son totalmente exteriores
la una a la otra, sino que expresan dos caras de una única función
simbólica.
El símbolo, parafraseando a Ricoeur, es la
suficiencia insuficiente, es la capacidad divina del hombre que une lo que no
se puede unir. Por ejemplo, lo sensible y lo inteligible. Es también el medio
de revelación de la grandeza del hombre y a la vez la de su miseria. Algo en lo que, como dice Aristóteles, el ser se dice de muchas maneras o “tiene
varias significaciones” (Ricoeur, 2001b:181) y que podríamos representar así:
Mostrar - Ocultar
________________
Ocultar – Mostrar
Es la lógica de la continuidad moebiana
presente en la dialéctica de La simbólica del mal entre el mal y la mancha,
donde aquel se expresa como una mancha, sin que lo sea de manera explícita. Una
forma de expresión del mal, como lo real del alma humana, por medio del
símbolo. Sin el cual no podemos observar absolutamente nada. En cuanto a esto
Ricoeur señala que en la experiencia más profunda e interiorizada de la
culpabilidad, la simbólica del mal se constituye a partir de un significante de
primer orden. Forma de representación que, como decíamos, da a conocer el mal
y, al tiempo, lo esconde, como en la dialéctica freudiana entre la consciencia
y los procesos inconscientes, los cuales según Lacan están constituidos por el
lenguaje. Lo anterior nos suscita la pregunta: ¿es el simbolismo de lo
inconsciente, relacionado con proverbios, dichos, folklore y mitos, un fenómeno
lingüístico o algo más cercano a la retórica? Ricoeur (2009a: 349) nos aclara:
Según este punto de vista, la comparación
debe establecerse al nivel de la retórica más bien que al nivel de la
lingüística. Pues bien, la retórica, con sus metáforas, sus metonimias, sus
sinécdoques, sus eufemismos, sus alusiones, sus antífrasis y sus lítotes, no
tiene que ver con los fenómenos lingüísticos sino con los procedimientos de la
subjetividad manifestados en el discurso.
De acuerdo con Ricoeur, la profesora Ana
Escríbar Wicks en Homenaje a Paul Ricoeur, comenta que el símbolo posee tres
campos en los que se expresa: el cosmos, el deseo inhibido y lo que hay que
decir. En el primero se producen las hierofanías en las que lo sagrado se
muestra, generando los mitos y los rituales como campo de ocupación de la
fenomenología religiosa; en el segundo, dice, se generan los fantasmas que
integran la parte esencial de los sueños estudiados con más detenimiento por
Freud en el psicoanálisis y lo tercero como esfuerzo de expresión de toda
poiésis. Es el campo de ocupación de la poética. Entonces, el símbolo, en tanto
palabra o significante, surge en el intersticio que se da entre el lenguaje y
lo que no es exactamente logos. Es la razón por la que el símbolo no puede ser
dicho en su totalidad. Algo similar al concepto de “cosa en sí” en Kant o de
“real” en Lacan. El símbolo, para Ricoeur, es pues una expresión lingüística
que requiere interpretación y esta un trabajo de comprensión para descifrar los
símbolos, los cuales operan con la lógica que Freud le ha asignado a la
dialéctica (de lo manifiesto y lo latente) en los sueños, ligados, a su vez, al
pasado y al mito. El cual conlleva un
logos latente, el cual demanda, como las formaciones del inconsciente en Freud,
ser mostrado por medio de la interpretación. Lógica en la que el mito se podría
decir que es una metáfora viva.
En esta perspectiva el símbolo, así como el
indicio, dan siempre que pensar, al disponer de una racionalidad implícita que
demanda una interpretación renovada de aquello que por esencia es indecible o
no simbolizable en su totalidad. Es el caso del mal estructural y de nuestra
motivación inconsciente hacia el crimen; mal esencial del que, nos dice Ricoeur
(2003a: 254), también habla San Agustín, asociado con una culpabilidad
heredada, con “una falta que merece castigo, anterior a cualquier falta
personal y ligada al hecho mismo del nacimiento”. Así pues, la finitud, otra
forma del ser en falta determinada por el lenguaje, está en estrecha relación
con las ideas agustinianas de “pecado original” y “culpabilidad de nacimiento”.
Dos formas simbólicas, metafóricas y culturales que, a la luz del inconsciente
freudiano, admiten (como mediaciones simbólicas) una interpretación. En
términos de Ricoeur (2003b: 27). “El sentido mental no puede encontrarse en
ningún otro lado más que en el discurso mismo”.
Según la profesora Escríbar, tanto el
psicoanálisis como la fenomenología de la religión han intentado aportar una
justa interpretación del sentido del símbolo, dando lugar a dos maneras de
entenderlo. Es la noción ricoeuriana del “conflicto de las interpretaciones.”
Mientras en el psicoanálisis el símbolo apunta en una dirección
histórico-antropológica, dirigida hacia la infancia y el pasado del sujeto y de
la colectividad, en la fenomenología de la religión se le atribuye apuntar en
la vía escatológica (entendida por el autor francés como el conjunto de
pensamientos que expresan las esperanzas religiosas acerca del advenimiento de
un mundo considerado como ideal) hacia nuevas formas posibles de ser en el
mundo. Una doble función del símbolo: una manifiesta (o sensible) y otra latente
(o inteligible). Aquí ya no se trata de un sentido producto del pasado, de
deseos inhibidos, de temores o conflictos no tramitados, sino de la creencia en
haber descubierto en el símbolo algo que apunta a lo sagrado y prohibido. Su
función aquí no es tanto, como en la represión que expone el psicoanálisis,
impedir su aparición en la consciencia mediante la distorsión para ocultar,
sino en una manifestación para revelar, tal y como sucede con las formaciones
del inconsciente. En esta perspectiva, dice Ricoeur (2009b: 179):
“Transposición, deformación, distorsión –todos efectos que el idioma alemán
expresa con la locución Traumentstellung (en inglés, distortion)- descansan
sobre esta capacidad del signo para remplazar otra cosa, y principalmente otros
signos”.
Así pues, cada símbolo ejecutaría un doble
rol, sólo que se ubicaría en cada situación particular en un extremo o en otro,
es decir, del lado de la función predominantemente enmascaradora o del lado de
una función específicamente reveladora. Entonces, mientras en los sueños los
símbolos tendrían una función eminentemente encubridora, en la creación
artística, en cambio, primaría la manifestación, gracias a un trabajo de
configuración ausente en aquellos. La labor del psicoanalista, en esta onda de
pensamiento, es también provocar la manifestación de un contenido latente en
uno manifiesto. Ahora bien, lo inconsciente (en cuyo seno habita la pulsión de
muerte) no es para el filósofo francés esencialmente lenguaje, como lo sugiere
Lacan, sino sólo impulso hacia el lenguaje.
Al respecto cabe decir que una cosa es la
culpabilidad inconsciente, inscrita en lo más profundo de la subjetividad por
medio del lenguaje y la simbolización, y otra su manifestación en la conciencia
tras la vivencia del mal. En esta lógica apunta Ricoeur (2009a: 376): “Nos dice
Freud que la pulsión es incognoscible en su ser biológico; por el contrario,
entra en el campo psíquico en virtud de su índice de presentación; gracias a
ese signo psíquico, el cuerpo se hace ‘presente en el alma’. Quiere decirse que
es posible usar del mismo lenguaje para lo inconsciente y para lo consciente
[…], a pesar de la barrera que los separa”. Al parecer existe, tras los
procesos psíquicos inconscientes, una relación recíproca entre la energía que
se transforma en significación y la significación misma o entre procesos
neurobiológicos y lingüísticos como soporte de lo inconsciente.
En segundo lugar existe una teoría de la
metáfora en las obras La metáfora viva y Hermenéutica y acción, escritos en los
que Ricoeur va a precisar, para efectos de la iniciación de una reflexión, que
la metáfora es, a diferencia del símbolo, un mejor punto de partida por dos
razones. De un lado, dice la profesora Escríbar, porque es objeto de estudio de
un sólo campo del saber, la retórica, en tanto que el símbolo es objeto de
estudio de varias disciplinas, entre ellas la mitología, la historia comparada
de las religiones, la poética y el psicoanálisis y, de otro lado, porque la
metáfora no se equilibra precariamente como el símbolo entre el nivel del
discurso y lo no simbolizable o indecible, sino que corresponde plenamente al
campo del lenguaje. Campo que le hace enunciar a Ricoeur (2004a: 10): “Hemos
visto entonces que los mitos sólo se podían entender como elaboraciones secundarias
que remitían a un lenguaje más fundamental que denomino el lenguaje de la
confesión. Este lenguaje de la confesión es el que habla el filósofo de la
culpa y del mal”. El mito, según el filósofo, es lo que le da consistencia a
una cultura en sus orígenes.
Según datos extraídos de la retórica antigua,
comenta en su ponencia la profesora Escríbar, las palabras tienen por sí mismas
un significado corriente aceptado por la comunidad de los hablantes y desde
ella se piensa a la metáfora como la transposición de un nombre a otro con la
ayuda de una analogía. La función de la metáfora, en este sentido, sería suplir
una carencia en la denominación; es el caso de las psicosis, las cuales se
producen, según Lacan, por la ausencia en la subjetividad de un nombre como es
el significante-nombre-del-padre, nombre que cuando no se inscribe en la vida
psíquica, se crean las condiciones de existencia del sujeto criminal. Sin
embargo, es necesario decir que la psicosis no es isomórfica del sujeto
criminal, de ahí que se diga que no todo sujeto psicótico (en vez de mesiánico)
sea por excelencia (en potencia o acto) un criminal. En cuanto a dicho
significante, decimos con el filósofo hermeneuta que es aquí donde la figura
paterna, condenada, superada y perdida como fantasía y como ídolo, resucita
como el ave fénix como símbolo. Por medio de la transposición, la palabra
corriente adquiere una significación figurada. Así pues, dentro del discurso la
metáfora no realiza ninguna información sobre la realidad, sino sólo una función
meramente emocional.
De acuerdo con Ricoeur: “el sentido o la
significación de un relato brota de la intersección del mundo del texto y del
mundo del lector” (2009b: 198). Piensa la profesora Escríbar que la semántica
moderna, a diferencia de la retórica antigua, considera que las palabras poseen
por sí mismas significados potenciales en los diccionarios y su sentido actual
depende del contexto de la frase. Paul Ricoeur (2009b: 199) considera que “para
la lingüística, el mundo real es extralingüístico. La realidad no está
contenida en el diccionario ni en la gramática”. Aquello, o sea el significado
potencial, es similar a lo que sucede con la metáfora, la cual sólo adquiere
sentido pero dentro de un enunciado, al producirse una contradicción entre los
términos que lo constituyen.
La metáfora hace del enunciado una nueva
interpretación creadora de sentido y pone de manifiesto semejanzas entre
sectores de la realidad que antes no se habían percibido. El poeta es quien en
último análisis mejor nos habla de la función reveladora de la metáfora.
Entonces, si el símbolo hunde sus raíces en campos pre lingüísticos
(reales-imaginarios) y hay en él algo que no pasa por la lengua, por la
simbolización; la metáfora por su lado, comenta la profesora, es la parte lingüística
del símbolo. En la medida en que la actividad simbólica está ligada y carece de
autonomía, la metáfora, en cambio, es una creación libre del discurso. Todos
estos aspectos están en íntima relación con la lógica del nudo borromeo, la
metáfora y la metonimia en la versión de Lacan. Según Jean-Louis Schlegel,
“Paul Ricoeur insiste sobre la necesidad de añadir el campo de la imagen al
‘campo de la palabra y del lenguaje’ en psicoanálisis, que posee una dimensión
‘semiótica’ desconocida y no puede ser traída de vuelta sin algún residuo al
lenguaje. Más allá de una crítica de Lacan, habría sin duda que asociar esta
insistencia de Paul Ricoeur sobre el ‘círculo de las imágenes’ a la importancia
de la imaginación, al ‘espacio de la fantasía’ o al Phantasieren (imaginación
en Alemán) en el conjunto de su obra” (Ricoeur, 2009b:11).
Ahora, dado que en el símbolo hay un núcleo
no lingüístico, es viable pensar que en él exista una mayor libertad para
desencadenar la creación metafórica, en un intento vano y perdurable por darle
expresión a lo indecible. Lo innombrable para el psicoanálisis va a ser la
pulsión de muerte, la castración, el horror ante la muerte como tal. La
metáfora, al intentar traducir el símbolo, pareciera estar tan ligada como
este. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 433): “Es preciso dialectizar el símbolo a
fin de pensar conforme al símbolo; y sólo así resulta posible inscribir la
dialéctica dentro de la propia interpretación y regresar a la palabra viva”. El
discurso poético, en cambio, está desligado en otro sentido, en la narración al
mundo inmediato, al que usualmente permanecemos ligados por el discurso
habitual y positivo. La referencia poética permite mostrar otros mundos
posibles, los cuales permanecen ocultos a la visión ordinaria. Según la profesora
Escríbar, en Ricoeur la metáfora puede ser considerada un texto mínimo y la
liberación que se produce en ella se repetirá como uno de los rasgos propios
del texto, el cual podrá cumplir con su función de inicio al mundo por medio de
la interpretación.
Parafraseando a Ricoeur, ¿qué nos dice cuando
sugiere que el discurso religioso opera como discurso poético? Según él, de
acuerdo con la profesora chilena, el discurso religioso primario, es decir, el
que no ha sido elaborado por la teología y la filosofía, se conecta con el
discurso poético en el punto de la separación de la referencia ostensiva y su
relevo por la reseña metafórica. El discurso religioso representa al bien decir
del discurso poético en la medida en que despliega un nuevo mundo posible, lo
cual implica una función indicadora o esclarecedora. La metáfora va a cumplir
en el autor francés una función esencial en lo tocante a intentar nombrar a
Dios por medio de significantes como el de pastor, sacerdote, rey, esposo,
juez, salvador, padre, etcétera. Enunciar algo de algo es, en estricto sentido, hacer un trabajo hermenéutico. “El
ser, decía Aristóteles, se dice de varias maneras”. En este punto vale la pena
decir que el significante Dios es también metáfora allí donde la referencia al
padre y la ley hacen falta, como en el caso del sujeto que pasa al acto
criminal.
En tercer lugar está el postulado sobre el
texto, para el cual es necesario abordar primero la diferenciación que hace
Ricoeur del discurso como algo opuesto a la lengua. Dice la profesora Escríbar que el discurso
tiene un carácter temporal, es un suceso de habla, posee sujeto, interlocutor y
referencia, es decir, se dirige hacia algo externo al discurso, hacia un mundo
cooperado por los hablantes. Podríamos decir con Lacan que el discurso se
inscribe en lo inconsciente y desde allí adquiere el carácter de atemporal. Por
ello solía expresar frases como: “El inconsciente es el discurso del otro”, o
“El inconsciente tiene la estructura radical del lenguaje” o “El inconsciente
es lenguaje” o “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”, entre
otras. Por su parte, dice Ricoeur (2009b: 88): “Freud, al parecer, no tuvo
conocimiento en absoluto de la idea del lenguaje concebido como un conjunto de
significantes definidos cada uno por su diferencia en el seno del todo que es
el lenguaje. Ni tampoco de la distinción entre significante y significado
característica del signo lingüístico y de los recursos de disociación,
deslizamiento y sustitución que ofrece esta constitución bifásica”.
Según la catedrática mencionada, para Ricoeur
el discurso adicionalmente tiene un significado, dice algo que perdura y, por
ello, se ofrece a la comprensión. El alcance del significado representa una
inicial objetivación que concluye con el apartamiento implicado en la fijación
que aporta la escritura. Dicho en términos de Ricoeur (2003b: 39) “el problema
de escribir es idéntico al de la fijación del discurso en algún portador
externo, ya sea piedra, papiro o papel, el cual es diferente a la voz humana”. Entonces,
siguiendo a Ricoeur (2009a: 346): “Tenemos, pues, por una parte acontecimientos
del habla, una locución, una interlocución y por otra parte, y a través de
aquéllas, la elucidación de ‘otro discurso’, constituido por relaciones de
sustitución y simbolización entre las motivaciones vinculadas con el
inconsciente”. Sin embargo, para Freud las cosas entre el lenguaje y lo
inconsciente eran un poco diferentes. Puntualiza Ricoeur (2009a: 347):
Por alguna razón Freud no toma en
consideración el lenguaje al tratar de lo inconsciente, sino que reserva su
papel al preconsciente y al consciente. El significante que encuentra en lo
inconsciente y que denomina ‘presentación pulsional’ (representativa o
afectiva) pertenece al orden de la ‘imagen’, tal como por otra parte se
atestigua en la regresión de los pensamientos del sueño a la fase
fantasmal.
Dice la conferenciante que el intercambio
entre locutor e interlocutor desaparece en el discurso escrito, ya que tanto el
escritor como el lector se ausentan el uno para el otro. Sin embargo, es más
preciso hablar de un intercambio unidireccional, pues el lector siempre puede
interactuar, así sea a la distancia, de manera simbólica con el pensamiento del
autor. Al respecto considera el filósofo francés que todas nuestras relaciones
con el mundo, tanto interno como externo, son estructuralmente intersubjetivas.
Y por este mismo hecho, si nos es
permitido decirlo así, nuestras relaciones con el mundo (biológico, psicológico
y social) son dialécticas y no tienen fin, pues en cada intercambio existen
múltiples interpretaciones. Adicionalmente, se podría decir que tanto al
interior del yo, como entre las instancias del aparato psíquico freudiano
(ello, yo, superyó) existe un conflicto y una continuidad entre
interpretaciones. Es por lo que hemos dicho en la introducción, basados en el
profesor Gonzalo Soto, en Ricoeur y en Freud, que somos “serpientes hermenéuticas”,
metáfora de la serpiente que simboliza a la pulsión de muerte, la cual está
atravesada por lo simbólico, que a su vez permite su representación e
interpretación. En consonancia con esto, el filósofo precisa: “En conclusión,
la interpretación lingüística tiene el mérito de elevar al rango del lenguaje
todos los fenómenos del proceso primario y de la represión. El hecho mismo de
que el tratamiento analítico sea también lenguaje atestigua esa ambigüedad del
cuasilenguaje del inconsciente y del lenguaje común” (Ricoeur, 2009a: 354).
El discurso, dice la autora chilena,
trasciende al pequeño auditorio inicial y queda accesible para quienes sepan
leer en el gran público por medio de la fijación de la escritura. Paul Ricoeur
(2003b: 10) “empieza por señalar cómo a través de la escritura el sentido del
lenguaje se separa del acontecimiento del habla, y luego explica por qué la
escritura constituye la plena manifestación del discurso”. Y más adelante,
hablando del ataque de Platón contra la escritura dice que el filósofo no es el
único en hacerlo en el curso de la evolución cultural: “Rousseau y Bergson, por
ejemplo, por razones diferentes, conectan los principales males que azotan a la
civilización con la escritura […] Con la escritura comenzó la separación, la tiranía,
la desigualdad […] Esta es la razón por la que los auténticos creadores como
Sócrates y Jesús no han dejado escritos y los místicos genuinos renuncian a las
declaraciones y al pensamiento articulado” (p. 52).
Al arrebatar el discurso escrito el lugar del
habla, se genera también una transformación de la relación referencial y
transferencial. Es así como en todo diálogo hacen figura no sólo los
interlocutores, sino también el mundo simbólico sobre el cual se habla, es
decir, un real ubicado alrededor de los
hablantes. Según Ricoeur, “Freud reserva el término ‘símbolo’ a las
representaciones dotadas de una cierta fijeza (‘como los estenogramas’ de la
taquigrafía’) y que pertenecen al legado más antiguo de la cultura. De ahí que
no sean particulares del sueño sino que se reencuentran en el folclore, en los
mitos populares, sagas y giros idiomáticos, en las ‘locuciones corrientes’, la
sabiduría del refranero y en los chistes comunes y corrientes” (2009b: 96). El
símbolo se inscribe en la imagen, la cual presenta, de acuerdo con el filósofo
francés, “una construcción simbólica, lo que Lacan ha llamado ‘la historización
primaria de la experiencia infantil’” (2009b: 102).
En esta orientación, el pensador francés pone
de presente el carácter polisémico del lenguaje. Dice: “La puesta en obra del
lenguaje mediante el habla de los sujetos parlantes hace aparecer, a su vez, la
ambigüedad de todos los signos; en el lenguaje ordinario, cada signo revela un
potencial indefinido de sentido” (2009: 336). De acuerdo con Ricoeur (2003b:
20), “el signo es definido por una oposición entre dos aspectos que caen dentro
del ámbito de una ciencia única, la de los signos. Estos dos aspectos son el
significante- por ejemplo, un sonido, una representación escrita, un gesto o cualquier
medio físico- y el significado –el valor diferencial en el sistema léxico”. La
alusión a un mundo compartido queda suspendida en el discurso escrito como en
el caso de la metáfora. Según la profesora Escríbar, la objetivación que se
anunciaba en la trascendencia del significado del discurso oral se hace
presente en el distanciamiento del texto (¿de lo imaginario?) por medio de las
siguientes cuatro liberaciones: la temporalidad, las intenciones del autor, el
destinatario original y el mundo circundante.
Dice, además, que el discurso escrito no
extingue el contenido del concepto de texto, el cual se hace extensivo a todo
aquello en lo que se fijan y conservan las huellas abandonadas por el hombre y
materializadas en obras perpetuas, tales como monumentos, esculturas, obras
literarias, pictóricas y musicales, etcétera. Lo inconsciente aquí es también
un texto en el que se fijan tales huellas, nos lo indica Freud a partir de los
símbolos oníricos, los cuales elaboran su saber a partir de fuentes tales como:
las farsas, los chistes, el folklore, las costumbres, los usos, los proverbios,
los cantos de diferentes pueblos, los cuentos, los mitos, el lenguaje poético y
el lenguaje común. De a cuerdo con Ricoeur (2009a: 438), siguiendo la
interpretación de Freud, todos los
símbolos son de origen sexual. Dice: “Más tarde el interés sexual se habría
desplazado al trabajo; pero no se habría resignado el hombre a tal
desplazamiento si el trabajo no se hubiese constituido en equivalente y
sustituto de la actividad sexual”.
El problema para una sociedad es cuando dicha
actividad es remplazada, de manera patológica, por múltiples formas de
expresión en la criminalidad. Acto delictivo que también se perfila como un
texto a descifrar, sobre todo cuando ha alcanzado una significación notoria
para el resto de la humanidad. Adicionalmente, Ricoeur (2009a: 439) comenta que el “auténtico simbolismo”, según Ernest Jones
basado en Rank y en Sachs, representa “siempre temas inconscientes reprimidos”,
en los que “el dominio simbólico se halla francamente limitado a figuras
sustitutivas derivadas de una transacción entre el inconsciente y la censura, y
gira forzosamente en torno a los temas del parentesco de sangre, del
nacimiento, del amor y de la muerte”. Y unas líneas más adelante precisa: “E.
Jones establece que el simbolismo tiene una sola función: encubrir los temas
prohibidos. ‘Únicamente se simboliza lo reprimido, y sólo lo reprimido tiene
necesidad de ser simbolizado’” (pp. 440-441). Clave hermenéutica importante
para pensar los símbolos manifiestos del período medieval.
Como efecto de la desaparición de la
referencia ostensiva, nos dice la profesora Escríbar, el texto abre el mundo al
hombre para que pueda alcanzar una nueva comprensión de sí mismo; lo cual
implica un doble movimiento, como en el caso del símbolo, donde por un lado hay
desapropiación (el sujeto queda un poco en suspenso) y, por otro, apropiación
de las variaciones imaginarias del mundo. La nueva comprensión de sí, tras la
puesta en suspenso del sujeto, implica una autocrítica de las ilusiones como
condición de posibilidad para una auténtica transformación social, mediada por
la autocomprensión frente al texto. Según Ricoeur (2009b: 77), “sólo se
comprende uno a sí mismo a través de una red de signos, de discursos, de
textos, que constituyen la mediación simbólica de la reflexión”. El texto (como
sistema lingüístico), en esta perspectiva, opera como una entidad simbólica de
control de lo imaginario, como lo es también la ley o el
significante-nombre-del-padre, los cuales son, en la subjetividad, otras formas
de la figura paterna que ha sido interiorizada.
Culpabilidad,
subjetividad y lenguaje
Ahora bien, de acuerdo con el profesor
Cristóbal Holzapfel, tanto la internalización del mal como la generación de la
culpabilidad se bosquejan y preparan por
medio de la tendencia trágica a sufrir para comprender. Según el filósofo
francés, tras la óptica del profesor Holzapfel, la culpabilidad propiamente
dicha se da con el judeo-cristianismo, a diferencia del psicoanálisis que la va
a concebir como algo estructural. En la perspectiva de la culpabilidad el mito
de Adán juega un papel fundamental y es, para el filósofo, el mito
antropológico por excelencia que fundamenta nuestra civilización. Sin embargo,
Freud diría que es probable que detrás de él palpite el mito de Sófocles, el
cual dio lugar a su actividad clínica. Desde el mito, Adán o el hombre es
entendido a partir de una caída, un pecado o una falta. Falla que Freud va a
considerar como algo constitutivo o estructural del hombre, dada por su
condición de ser hablante y por su naturaleza pulsional, a diferencia de la
perspectiva bíblica que pone en la realidad exterior la génesis del mal, tal y
como lo hacía el apóstol Pablo cuando consideraba que los tres enemigos del
cristiano eran: el mundo, el demonio y la carne. Así el mal tendría una
procedencia netamente humana, que se simboliza en la Biblia de varias maneras
por medio del adversario, la serpiente que posteriormente se transformará en el
diablo y Eva que representa a los anteriores.
El mal está en nosotros desde el principio y
se anuda con la noción de mancilla como una mancha simbólica. “Ahora bien,
precisa Ricoeur (2004a: 199), la mancilla entra en el universo humano con la
palabra; antes de ser comunicada, está determinada y definida por la palabra;
la oposición entre lo puro y lo impuro se dice; y la palabra que la dice
instaura la oposición misma. Una mancilla es una mancha porque está ahí, muda;
lo impuro se enseña en el habla institucional del tabú”. Al mal es necesario
intentar exorcizarlo (regularlo o reducirlo mediante el control simbólico) por
medio de la palabra. Por ello el pensador
es contundente cuando dice que “el lenguaje es la luz de la emoción; con
la confesión, la conciencia de culpa es llevada a la luz de la palabra; con la
confesión, el hombre sigue siendo palabra hasta en la experiencia de lo absurdo
de su existencia, de su sufrimiento y de su angustia” (Ricoeur, 2004a:173).
Palabra que cuando no encuentra una forma de expresión apropiada, se puede
transformar en agresividad y aún en acto criminal.
Según Holzapfel, en el Antiguo Testamento se
fermenta la internalización del mal y entre las figuras que más atraen a Paul
Ricoeur está la de Job, quien representa al “justo impregnado de paciencia”
sobre el que paradójicamente caen una multitud de males y desgracias, y eso que
es para Jahvé su predilecto y el mejor de todos los hombres, lo cual ha
implicado llevar al escándalo, por parte de saberes como el del psicoanálisis,
el mal como externalidad, al ser pensado como proyección. A diferencia del
discurso teológico, filosófico y psicoanalítico, el derecho positivo actual
tiende a disociar al sujeto cuando pretende, según el filósofo fundado en
Derrida, “perdonar al culpable sin dejar de condenar su acción, (lo cual) sería
perdonar a un sujeto totalmente distinto del que cometió el acto” (Ricoeur,
2004b: 628). Sobre el mecanismo psíquico de la proyección volveremos en el
capítulo siguiente, ya que en la subjetividad juega un rol imaginario sumamente
importante en la causación del acto criminal.
En otros mitos analizados por el filósofo
chileno, como el teogónico o el órfico, el mal también está allí desde el
comienzo, bien sea como un mal unido al bien y ligados ambos a las figuras del
caos originario y el abismo, de las que todo proviene, o bien como en el mito
órfico que el mal está puesto en el cuerpo y en la materia como fundamento del
mal. Una tesis similar a la que Freud plantea con su formulación de la pulsión
de muerte, asociada en muchas culturas con el fenómeno de la proyección, cuyos
principios se encuentran en la destrucción celular que se observa en el campo
de la biología, la histología y la genética. Aspecto que el mismo Freud comenzó
percibir desde su Proyecto de una psicología para neurólogos, y que se
propuso explicar y fundamentar de manera
rigurosa en el resto de su obra.
Piensa el profesor Holzapfel que la
concepción arcaica de la externalidad del mal, tiene tanta influencia que aún
en la actualidad el mal se multiplica por vías que nos parecerían normales en
una mentalidad primitiva. No es sino que a alguien le comience a ir mal en
diferentes áreas de su vida para que la externalidad del mal reaparezca, a
manera de estigma o lacra, con todos sus antiguos fueros. Muestra que se
relaciona, en la lógica de Freud, con la compulsión a la repetición, que se
rige por la pulsión de muerte y el superyó, el cual opera, siguiendo a Lacan,
como otro de los nombres del goce y del inconsciente, algo que está más allá
del principio del placer y de la sexualidad. Un mismo símbolo, nos dice el
filósofo, así como el significante en Lacan, unifica simultáneamente varios
niveles de experiencia o de representación. La externalidad se aloja incluso en
la sexualidad como algo inextirpable desde el inicio. Según Ricoeur aún aquí se
hace presente la mancha (que al parecer en un punto se asocia con la palabra
alemana Zwang, con la compulsión, o sea un tipo de conducta que el sujeto se ve
impelido a realizar por una coacción interna) y todo lo que se articula a nivel
asociativo con suciedad, impureza o mácula. Razón que lleva al filósofo a decir
sobre el sentimiento de culpa lo siguiente:
Culpabilidad, pecado, mancilla constituyen de
este modo una diversidad primitiva dentro de la experiencia: el sentimiento,
por consiguiente, no sólo es ciego en tanto que es emocional, es también
equívoco, está lleno de múltiples sentidos; por eso requiere una segunda vez el
lenguaje, con el fin de dilucidar las crisis subterráneas de la conciencia de
culpa (Ricoeur, 2004a:173).
Aspectos todos que en la subjetividad se
presentan por medio de la función imaginaria del lenguaje y la culpabilidad,
presionando al sujeto a realizar actos. En este orden de ideas pensamos que la
disposición diacrónica: mancilla, pecado y culpabilidad, opera como una entidad
subjetiva que preludia o configura la disposición al mal y, por tanto, los
actos del sujeto en términos delincuenciales y de criminalidad. Es por lo que
se puede sostener que el sujeto, desde la perspectiva de lo inconsciente y del
simbolismo interno que está contenido en él, es un ser criminal. Asunto que
Freud comprendió muy bien y por ello, según Ricoeur (2009b: 133): “El
sentimiento de culpabilidad es introducido en efecto como ‘medio’ del cual la
civilización se sirve para hacer fracasar la agresividad”. Es por lo que con
Ricoeur (2009b: 133), se podría avanzar la siguiente postura: “En efecto, desde
el punto de vista de la psicología individual, el sentimiento de culpabilidad
parece no ser más que el efecto de una agresividad interiorizada, introyectada,
que el superyó ha retomado por su cuenta a título de conciencia moral, que
devuelve en contra del yo”. Asunto que veremos con mayor claridad en el
capítulo siguiente.
Como secuela de la internalización del mal,
el sujeto enfrenta a este por medio de los dictados morales que le han sido
instalados, moviendo a la sanción y el castigo que también han sido
introyectados por medio del lenguaje. Es a partir de aquí que se instaura en la
subjetividad una noción de regulación penal. El sello de la penalidad es lo
que, siguiendo a Ricoeur, marca o determina la caída del hombre en el mito,
fluyendo de este una antropología de la ambigüedad en la que se mezclan de
manera indisoluble la grandeza del hombre y su culpabilidad. He aquí lo que el
autor francés denomina, apoyado en Pablo, como “maldición de la ley”, cuestión
que se asocia a la idea del límite y a la invitación inconsciente a
transgredirlo. Al respecto Ricoeur plantea en Finitud y culpabilidad una lógica
de continuidad entre el lenguaje, la ley y el pecado, situación que enfrenta al
sujeto con la paradoja de observar unos mandamientos que supuestamente se
hicieron para darle vida y terminan acarreándole la muerte.
Según el profesor Holzapfel, Paul Ricoeur
plantea con la concepción de la “maldición de la ley” un problema para el
Derecho penal de máxima relevancia, mostrando cómo la pretensión de enfrentar
el mal para acabarlo por medio de la prohibición de la ley, la sanción y el
castigo se logra, como algo paradójico, aumentar y sobredimensionar el mal y la
criminalidad. Es lo que destacaban Alexander y Staub, del lado del
psicoanálisis, en los comienzos. El mal, en este sentido, es creado por el
interdicto, por la ley. Razón por la que el filósofo destaca el papel de la
actitud cristiana, desde la perspectiva del mito, como la manera más
convincente y apropiada para enfrentar el mal disponiéndose a poner la otra
mejilla. Ahora, ¿cómo no ser dócil o humilde ante el superyó (conciencia moral)
cuando el propósito inconsciente de esta instancia es llevar al sujeto a
experimentar lo peor y aún la muerte, sin que voluntaria y prácticamente pueda
hacer algo para evitarlo? Es la transformación de la instancia moral del
sujeto, lo que el psicoanalista procura con
su actitud en la dirección de la cura, al no realizar un papel vengativo y acusador.
Simbólica del mal
y culpabilidad
Estos son dos conceptos que tanto en la obra
Simbólica del mal y reflexión como en Finitud y culpabilidad aparecen
íntimamente asociados, al punto que no se podría pensar la culpabilidad sin la
simbólica del mal, ni esta sin aquella. Siguiendo al filósofo: “Todos los
símbolos nos hacen pensar, pero los símbolos del mal nos hacen ver en forma
ejemplar que en los mitos y en los símbolos hay siempre más que en toda nuestra
filosofía, y que una interpretación filosófica de los símbolos jamás se
convertirá en conocimiento absoluto” (Ricoeur, 2009a: 461). Ambas nociones
aparecen articuladas con otras, en especial con la de la labilidad del hombre,
postura que se asemeja, a nuestra manera de ver, con el efecto que produce la
experiencia analítica en un sujeto que, finalmente, asume su fragilidad o falta
en ser como algo real y deja de creer y conducirse como una consistencia
imaginaria. Este punto, tal y como veremos más adelante, es crucial para
comprender la lógica del sujeto criminal, quien puede atravesar por momentos de
confusión y delirio que le impiden asumir y aceptar su propia inermidad. El
hecho de que en muchas ocasiones coincida con el diagnóstico de psicosis paranoica
y con la puesta en el exterior de su culpabilidad, permiten comprender parte de
su horror ante su labilidad.
De acuerdo con la reflexión del autor chileno
que venimos comentando, en Finitud y culpabilidad no se trata más de sostener
la figura de un “hombre fuerte”, bien sea por que se haya intentado afirmarlo y
exista en la filosofía con Sócrates, Platón y Aristóteles por medio de la
determinación del logos, o porque se lo afirme y exista en función de la noción
griega de ephithymia o deseo. De lo que se trata es de afirmarlo por medio del
thymos u orden anímico y afectivo, teniendo en cuenta para ello la perspectiva
platónica en una doble dirección: el alma y el mito, sobre todo desde las almas
aladas en el Fedro. En dicha orientación se advierte un carácter de verdad y de
honestidad en el autor francés que no se observa en la dinámica del sujeto ni
en la sociedad actual. La asunción de la falta es la aceptación de la finitud,
los límites y la labilidad humana, como opción sensata y pacificadora de vida a
diferencia del proyecto perverso de aparentar una imagen de hombre fuerte,
dominador y prestigioso; lo cual es para nuestro autor un desvío o, según el
psicoanálisis, una distorsión imaginaria que genera múltiples conflictos.
Para el pensador francés, nos recuerda el
profesor Holzapfel, existen dos modalidades del mal: el mal como externalidad y
el mal como internalización. Dos estadios del mal que coinciden con la
perspectiva de Freud, quien no sólo advirtió el mal propio sino también el
proveniente de los demás. En el primero se pueden distinguir dos niveles, uno
de ajenidad de la culpa en el sujeto y otro de culpa en la colectividad. Dos
posturas que caracterizan la falta de responsabilidad en el hombre moderno y
que se observan con mayor nitidez en el sujeto criminal, el cual presenta una
falla estructural, como la de cualquier ser humano, que al parecer el filósofo
ha advertido bastante bien, no para que consideremos que ese es el diagnóstico
sin más, sino para que reflexionemos sobre los grados de responsabilidad
individual y colectiva que nos conciernen. ¿En qué consiste, de manera
esencial, esa falla? Por lo pronto digamos que es una cuestión que el autor
sospecha del lado de una carencia simbólica o de ley, que no alcanza a ser
suficiente para que el sujeto pueda regular sus impulsos y sus actos,
insuficiencia que puede dar lugar a un exceso de libertad que le impida al
sujeto, simultáneamente, experimentar una división interna o subjetiva y no ver
al Otro como a un enemigo que atentaría contra su supuesta unidad. De acuerdo
con Ricoeur, la libertad del hombre supone el mal, una libertad que es capaz de
descarriarlo, de desviarlo y de subvertirlo.
Algo que se observa en la errancia de los sujetos “al margen de la ley”.
Según el catedrático, en el primer caso el
mal, en sus distintas modalidades que van desde las catástrofes naturales hasta
las enfermedades y la relación con el otro en la vida social, se ha entendido
como externalidad; es la noción que durante milenios han tenido las sociedades
primitivas ante las cosechas y otros eventos asociados, desde una perspectiva
imaginaria, al destino, los dioses, los espíritus, los demonios o los
antepasados y que aún persiste en la mentalidad de muchos sujetos bajo la forma
de ausencia de la ley. Es lo que Freud enseña en su texto Tótem y tabú. La
cuestión de la externalidad opera también para el caso del bien, como si nada
dependiera de la participación y la responsabilidad del sujeto, una modalidad
arcaica en la que este se ve impelido a efectuar una serie de rituales de
expiación.
El profesor Holzapfel piensa que la
externalidad del mal se enlaza a una problemática mayor, la de la ausencia de
culpabilidad en quien ha cometido un crimen en una sociedad salvaje. De acuerdo
con Paul Ricoeur (2009b: 154-155): “el psicoanálisis Freudiano de la religión
está mucho más cerca de la genealogía de la moral en el sentido nietzscheano o
incluso de la teoría de las ideologías en el sentido marxista, que de la
crítica de la teología y de la metafísica de Augusto Comte”. Es lo que
parafraseando a Nietzsche se evidencia en la Genealogía de la moral, donde el
sujeto que perpetra un crimen sigue deambulando como si no hubiera pasado nada,
y para refrenar o castigar el daño se toman medidas absurdas como, por ejemplo,
sacrificar al más valiente de los guerreros o incluso a uno de los hijos del
jefe de la tribu para, supuestamente, aplacar la furia de los dioses o los
espíritus que amenazan con destruir a la colectividad. Es lo que también
Sófocles nos enseña en la tragedia de Edipo rey. Algo que en nuestro medio ha
pasado al habla común, a propósito de la ley de justicia y paz, que tiende a
favorecer a múltiples delincuentes, con la consigna popular de que “la ley es
sólo para los de ruana”.
Según el filósofo francés, respecto al mito
trágico de Edipo: “Freud rompe con toda visión de la historia que
eliminaría lo que Hegel llamaba “el
trabajo de lo negativo”; la historia ética de la humanidad no consiste en
racionalizar lo útil sino en racionalizar un crimen ambivalente, un crimen
liberador que sigue siendo al mismo tiempo una herida original” (Ricoeur,
2009a:181). En esta perspectiva, se podría decir que la culpabilidad, en tanto
que monumento recordatorio de nuestra natural inclinación al mal, es como lo
que impide a la humanidad cerrar del todo esa herida original, recordándonos a
cada paso que damos en nuestra existencia finita, que no sólo somos
responsables de nuestra vida y de la cualificación de ella, sino también de la
de los demás.
Como se puede apreciar, la cuestión no es tan primitiva y si bien se tiende a reprochar solo al sujeto criminal sus carencias de regulación interna, también es pertinente denunciar un déficit similar en el hombre contemporáneo, sobre todo en aquellos que están llamados a presentar una conducta incólume y sin grietas, como es el caso de los “guardianes de la moral”, los funcionarios públicos y los empleados judiciales, quienes, supuestamente, son los más cumplidores de los deberes al estar al servicio de la ley. Recordemos que el lenguaje, así como el símbolo, posee una función doble que les sirve tanto al moralista como al administrador de justicia para develar inconsistencias en sus semejantes, pero también para ocultar sus propios excesos y delitos. Siguiendo a Freud en El Malestar en la cultura, la verdad es que la presencia de lo pulsional en el hombre es un obstáculo real que le impide ser un modelo ideal.
Pensamientos similares expone Michel Foucault
en Vigilar y castigar. Factores todos que indican, tal y como se mostrará en
detalle más adelante, una general caída de los ideales y un inevitable declive
de la función paterna. Función que constituye la hipótesis fundamental en este
trabajo, para explicar la conformación del superyó (conciencia moral),
instancia que, a su vez, es la responsable de que el yo sienta o no el
sentimiento de culpabilidad, el cual como representación punitiva y castigadora
excesiva puede mover al delito, tal y como Freud lo pensaba. Su ausencia o
disminución también puede dar lugar a pasajes al acto criminal y su presencia
moderada puede llegar a surtir un efecto de preservación del lazo social, similar al que los griegos pensaban en la
política para el caso de la polis.
La idea de la externalidad del mal se expresa
también por medio de la noción ricoeuriana de “mancha,” representada en pestes
e invasiones de otras tribus o, como en nuestro caso, marcados por el fenómeno
multicolor de la criminalidad, el cual da cuenta (así no se le acepte de manera
abierta) de nuestras particularidades psicológicas y las concepciones sobre el
mal y la culpabilidad, tras las falencias en la instauración de la ley. De
acuerdo con el autor francés (2004a: 257):
la culpabilidad, considerada aisladamente,
estalla en varias direcciones: en la dirección de una reflexión ético jurídica
(al estilo griego) sobre la relación entre la penalidad y la responsabilidad;
en la dirección de una reflexión ético-religiosa (al estilo judaico) sobre la
conciencia sutil y escrupulosa; por último, en la dirección de una reflexión
psico-teológica (al estilo paulino) sobre el infierno de la conciencia acusada
y condenada.
De modo que nuestra religiosidad no solo se
ha quedado corta hoy, tras los inconvenientes de los funcionarios eclesiásticos
que denuncia Eugen Drewerman en Alemania (sobre todo en su libro: Clérigos.
Psicograma de un ideal) y que son hoy objeto de reproches por parte del mundo
piadoso en todas partes, sino que también es estructuralmente incapaz, lo mismo
que la instancia judicial, de constreñir al hombre por medio de prohibiciones y
normas, las cuales parecen no operar en él porque es como si no tuviera
represiones; tal y como se evidencia en muchos de ellos, tras las denuncias por
falencias en sus responsabilidades y en la asunción de la ley. En este punto es
necesario recordar con Freud que el vínculo del sujeto con la ley tiende a ser
más débil que el que establece con sus pulsiones, lo que significa que al
hombre le resulta fácil obedecer al llamado de sus pasiones, mientras que
cumplir con la ley moral y los deberes es algo para lo que el ser humano parece
no estar bien equipado o en condiciones para llevarlo a cabo. Sin embargo, es
necesario decir que las dificultades de la iglesia, una masa artificial de alto
grado de organización, según Freud, así como las de otras instituciones como el
ejército, están determinadas, en buena medida, por el violento influjo de la
dinámica del capitalismo. Dinámica que, por su afán de disociar todo lo que
encuentra a su paso, termina por afectar la estructuración edípica del sujeto
en la familia, uno de los soportes de integración más importantes en la
sociedad.
Parafraseando al profesor Cristóbal Holzapfel
la responsabilidad y la ética en Paul Ricoeur son dos factores que combinan la
mancha, la impureza y la mácula con los elementos contrarios, como algo propio
de nuestras vivencias más originarias. Así que el bien y el mal aparecen
asociados con lo puro y lo impuro. La mancha, como huella simbólico-imaginaria
del lenguaje en la subjetividad, infunde un sentimiento de temor que puede
alcanzar los niveles del terror o del pánico. Lo cual no sólo mueve al sujeto,
por la primacía imaginaria tomada como algo real, a la realización de múltiples
rituales de expiación, sino también a cometer delitos. El catedrático considera
que el hombre primitivo enfrenta el mal por medio de la siguiente disposición
diacrónica, la cual pensamos en continuidad: mal-mancha-temor-ritos de
expiación, por medio del sacrificio de animales y humanos en distintas
modalidades. Lo cual puede llegar a transformarse en crimen, al defenderse el
sujeto de aquellos elementos que operan en su interioridad. “El mal es, según
el pensador francés, una situación ‘en la que’ la humanidad es entendida como
un colectivo singular; según el esquema de la culpabilidad, el mal es un acto
que cada individuo comienza” (Ricoeur, 2004a: 263). Recordemos que en lo
inconsciente nada del proceso primario se olvida, nada pasa, nada termina, lo
cual hace que el hombre sea un eterno esclavo de su pasado arcaico o
primordial.
Un superyó exigente y punitivo puede hacer de cualquier sujeto alguien que se autocastiga de manera excesiva (en la depresión y en la melancolía) o un delincuente y un criminal. En consonancia con la instancia critica de la subjetividad, Ricoeur (2003a: 306-307) dice:
A mi entender, el beneficio fundamental del
psicoanálisis es haber inaugurado algo que podría parecer imposible, a saber,
una genealogía del llamado principio de moralidad. Ahí donde el método kantiano
discierne una estructura primitiva, irreductible, otro método discierne una
instancia derivada, adquirida […] Ahora bien, este otro método, que también se
llama análisis, ya no es una reflexión sobre las condiciones de posibilidad,
sino una interpretación, una hermenéutica de las figuras en las cuales se
inviste la instancia de la conciencia que juzga.
Sin embargo, es necesario precisar lo dicho
por Ricoeur, porque en realidad, así exista la posibilidad de un diálogo entre
la hermenéutica del filósofo y la interpretación de Freud, el beneficio
aportado por el psicoanálisis es haber inventado un dispositivo para realizar
“la dirección de la cura”, entendida esta como tratamiento de lo real del goce.
Además, hablando con rigor epistemológico y con claridad, el psicoanálisis no
es propiamente una filosofía (como lo intenta hacer ver Michel Onfray en Freud.
El crepúsculo de un ídolo), ni tampoco una hermenéutica al estilo de Ricoeur,
sino ante todo una experiencia con lo real del goce (del sufrimiento o el malestar,
según Freud) y una praxis fundada en tal experiencia.
En el segundo caso el mal se desmaterializa,
es decir, la mancha se disuelve y se transforma en culpabilidad, la cual, según
el pensador chileno, es la condición que antecede o predispone al sujeto a
contraer culpas en el plano de lo particular. Un movimiento que va de la
culpabilidad social a la culpa del sujeto y todo ello por la vía del
significante. Distinción que aparece con antelación en Heidegger y sobre todo
en Jaspers en su Psicología de las concepciones del mundo, del año 1919, y en
sintonía con las elaboraciones de Freud de 1916 en Los que delinquen por
conciencia de culpa y Psicología de las masas y análisis del yo. La
culpabilidad, en tanto virus subjetivo o simbólica del mal proveniente del
pasado, opera como antecedente que predispone y programa al sujeto para la
criminalidad.
Según el filósofo, el mal no posee
naturaleza, no es una cosa, al estilo positivista; no es sustancia ni tampoco mundo. ¿Qué es
entonces? A lo que podríamos decir, siguiendo el diálogo de Ricoeur con Freud,
que probablemente sea un efecto de la mancilla de la finitud y de la falta
estructural del hombre, o una huella mnémica del mal esencial (radical) que
presiona o impulsa al ser a lo peor. En sí es algo que proviene de nosotros
mismos. Aunque el autor dice que el mal es una “nada”, hemos de decir que sí es
algo, o sea, significante y fantasía. Dos entidades que en la ontología de las
substancias, sí son objetos. La pulsión de muerte es nada físico, sin embargo
es una entidad simbólica que tiene efectos en la realidad material del hombre.
Es en este sentido que decimos, desde el punto de vista de la estructura del
lenguaje y los procesos fantasmáticos, que el sujeto es criminal.
Entonces, lo decisivo, al parecer, se juega
aquí en este segundo estadio caracterizado por la introyección del mal y la
subsiguiente desmaterialización de la mácula, mancha significante o huella
mnémica que posteriormente el sujeto lleva dentro de sí como predisposición al
mal. Tránsito de un estadio a otro que Ricoeur, comenta el profesor Holzapfel,
ubica desde la perspectiva genealógica e histórica en el judeocristianismo. Los
procesos de internalización se observan también en el pensamiento griego y
constituyen una consecuencia del vínculo con el otro y del habla. En Freud tal
mancha, se podría decir, es efecto del otro como tesoro de los significantes y
bien se podría asemejar con el superyó y con el nudo imaginario, simbólico y
real que lo atraviesa. En términos aristotélicos, la internalización es el
medio por el que se crean las huellas mnémicas, la vida espiritual y la vida
ética del sujeto. Con lo cual se demuestra que la virtud sí se puede
aprehender, ya que es una inscripción significante que opera en continuidad
moebiana entre el otro social y el sujeto, a la manera de una constante
impresión, en la subjetividad.
Culpabilidad y
acto criminal
El filósofo plantea una distinción básica
entre culpabilidad y pecado, entendido este como acto, como cristalización del
mal. Si la culpa es la consecuencia de la sedimentación del mal en la
subjetividad por medio del lenguaje, el pecado es entonces el daño real
infligido al otro como efecto de la mencionada sedimentación. Según el autor,
“la culpabilidad designa el momento
subjetivo de la culpa, mientras que el pecado denota su momento ontológico”
(2004: 260) ¿Qué quiere decir con ello? Según el profesor Holzapfel, es
restarle el carácter ontológico a la culpabilidad para otorgárselo al pecado.
¿Cómo entender esto? Al parecer es más acertado decir que mientras el pecado es
de carácter óntico (siendo lo ontológico para Heidegger lo que determina que un
fenómeno tenga cierto comportamiento óntico) la culpabilidad, en cambio, es de
carácter ontológico, dada nuestra consustancial finitud, la cual hace que se
presenten aspectos irracionales en las acciones humanas. En cuanto a la acción,
Ricoeur (2009b: 201) precisa: “Antes de ser sometidos a la interpretación, los
símbolos son interpretantes internos de la acción. De esta manera, el
simbolismo confiere a la acción una primera legibilidad. Hace de la acción un
cuasitexto para el cual los símbolos proporcionan las reglas de significación
en función de las cuales tal conducta puede ser interpretada”.
Nuestra finitud impide que sepamos todas las
motivaciones y todas las consecuencias; razón por la que para este estudio
hemos preferido poner el acento en el factor de la culpabilidad (el cual
contiene a la noción de finitud) antes que pretender abarcar todo el saber, que
es imposible, para explicar el fenómeno de la criminalidad. Explicación que
requiere de un progreso en nuestra racionalidad, el cual consiste en pasar de
la inocencia imaginaria a la culpabilidad simbólica, a la responsabilidad. Para
ello sería necesario interpretar el fenómeno del crimen, desde una simbólica
del mal integrada por los siguientes elementos: pulsión de muerte, mancilla
(mancha), pecado (original) y culpabilidad (de nacimiento). Culpabilidad por
exceso o por defecto que, en la lógica de Freud, tendría un papel protagónico
en lo concerniente a la causación del crimen, como fenómeno anticultural.
Si bien la internalización del mal (aparejada
con la generación de la culpabilidad) es incitada, en un primer momento, por el
judeo-cristianismo, lo sostiene el profesor Holzapfel inspirado en Nietzsche,
la realidad es que tal introyección obedece a factores mucho más complejos, ya
que serían varios los elementos que ocasionarían dicho movimiento. Sin duda el
judeo-cristianismo ha contribuido a ello, aunque más preciso sea hablar de una
“metafísica platónico-cristiana”, según el autor de La genealogía de la moral,
pero también es cierto que el mal está alojado en el interior del hombre como
un impulso tan natural como el de la preservación de la vida. Sobre el
magnífico texto de Nietzsche, se podría decir que Freud realiza una explicación
bastante coherente a partir del concepto de superyó.
Entonces, dos concepciones sobre el mal, una
que considera que es algo que proviene de afuera (endosándole la
responsabilidad al judeo-cristianismo) y otra que, menos aceptada, parte del
mal como algo ínsito en el hombre y por tanto requiere ser regulado o contenido.
En esta onda de pensamiento, el autor francés hace la siguiente precisión:
“Contrariamente a un origen individual del mal, se trata de una continuación,
de una perpetuación, comparable con una tara hereditaria transmitida a todo el
género humano por un primer hombre, ancestro de todos los hombres” (Ricoeur,
2003a: 251). Reflexión cuasi teológica que concuerda con la hipótesis
antropológica de Freud, según la cual el hombre es portador en su inconsciente
de una maldad estructural proveniente de su herencia arcaica o primordial. He
aquí las bases de una psicología social que no riñe con los postulados de la
psicología individual.
Es necesario precisar, en sentido
aristotélico que lo propio del hombre es su capacidad para la internalización
de lo externo, como si fuera una especie de monstruo marino. Y ello es una
fuente de culpabilidad para el sujeto, porque es como si al incorporar los
objetos (sean ellos reales, simbólicos o imaginarios) el sujeto quedara con la
sensación de haberlos destruido, tal y como sucede con los procesos de la
alimentación. La internalización de la que hablamos es, desde todo punto de
vista, una simbología, una imagen o una representación sólo posible por el
lenguaje. Ahora, como el lenguaje no sólo representa a la realidad (material,
lógica o fantasmática singular) sino que también la traiciona, pensamos que
puede ser perfectamente válido contar con una distorsión, la cual puede
trabajar al servicio de la fantasía y de lo imaginario como fuente del mal. Sin
el lenguaje no existe posibilidad de internalización, siendo el sujeto una
especie de caníbal de los significantes que se encargan de traducir y
transmitir múltiples figuras del mal y hacen creer al hombre que está situado
por fuera de él. Recordemos que la interpretación es un movimiento simbólico
que va de lo manifiesto (apariencia) hacia lo latente (esencia).
El recorrido que va del primer estadio (o sea el de la externalidad o culpabilidad colectiva) al segundo (caracterizado por la internalización de la culpa) explica la generación de la culpa en el sujeto, por ejemplo, a través del incumplimiento de una observancia, una prohibición o un tabú, tal y como lo señalara Freud. Lo anterior indica también el paso de una moral de las costumbres a un estadio interno ético que orienta a cada sujeto en su obrar, es decir un movimiento que va de la culpabilidad general e imaginaria a una culpa particular y simbólica. Mientras en la primera la responsabilidad queda disuelta en el colectivo, dando a entender que la culpa es de todos y, al mismo tiempo, de ninguno, en la segunda fase se trata de una consecuencia lógica fruto de los actos del sujeto y por tanto la responsabilidad es suya y de nadie más. En este punto el filósofo y psicoanalista Jacques-Alain Miller (1991: 69-71), hablando de la responsabilidad del sujeto como efecto del sentimiento de culpa, dice: “Tener escrúpulos por su conducta es el principio mismo de la ética; preocuparse por lo que uno hace o no hace, y en qué condición”.
Mientras en una mentalidad primitiva e
imaginaria el mal es visto como externalidad, y por tanto como objeto de
expiación, en la mentalidad civilizada del hombre occidental se trata de
sanción, tal y como lo enseña el derecho penal hoy. De un recorrido que va de
la materialización del mal, es decir, del acto criminoso como tal, se genera el
temor a la retaliación (como consecuencia lógica del daño ocasionado) y brota
la culpabilidad individual, la cual es remitida a una ley que aplica una
sanción. Parafraseando a Dostoyevski (en Crimen y castigo) y a Foucault (en
Vigilar y castigar y otras obras) podríamos decir que todo crimen lleva impresa
la marca del castigo, al ser objeto de vigilancia y control por parte de la
interioridad misma del sujeto. Función que es llevada a cabo, según Freud, por
la instancia del superyó, el cual mueve al acto criminal cuando no se ha
instalado, como en el caso de las psicosis; pero también cuando es excesivo y
punitivo. Lo anterior permite inferir
que el efecto del superyó, o sea la culpabilidad, posee grados y extremos que
designan las dos figuras contrapuestas del “justo” y del “malvado”.
La existencia del mal, desde la perspectiva
del Derecho, significa que el culpable o responsable de él es individualizado y
sancionado. Es la vigilancia y el control de la ley, como efecto de la
internalización de la función paterna, la que promueve la justicia y la paz
entre los ciudadanos. Ahora, la injusticia, plantea Ricoeur, pude ser la figura
del mal radical. Sólo por la regulación y la paz, la sociedad y los individuos
pueden subsanar las faltas e impedir, aunque no se logre en muchos casos, que
el hombre sea un lobo para sus semejantes, al fallarles lo simbólico por no
haber sido asimilada la ley de manera adecuada. Asunto que procuramos exponer,
con mucha mayor claridad teórica, desde el capítulo siguiente.
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