Por: Elkin Villegas
La demanda de pase es ciertamente
paradójica porque se sustenta en la falta, en la inexistencia del Otro. Podría
ser una trampa, “pido verificar que no estoy pidiendo nada”, y el otro podría
responder no, usted no llegó al punto de no pedir, porque está pidiendo”. Esto
quiere decir que la demanda de pase y todo lo que se refiere al final del análisis
tiene algo de paradójico. Aquéllos que mejor concluyeran sus análisis nunca
demandarían el pase.
Jacques-Alain Miller
Ya hemos definido lo que entendemos por cura del sentimiento de culpabilidad. En este capítulo nos vamos a referir a la noción de “pase” y de “control” y a unirlas con la cura del sentimiento de culpa como criterio para la definición del final del análisis de un psicoanalista. Ambas nociones, lo mismo que la respuesta al interrogante que dio lugar a la presente meditación, si nos es permitido decirlo así, hacen parte de las cosas de finura en psicoanálisis. La cura del sentimiento de culpa, como indicador del final de análisis, permite simultáneamente inferir la emergencia del deseo del analista, su responsabilidad ética y también el surgimiento de una serie de señales tales como el atravesamiento del fantasma, el bien-decir, la identificación al síntoma, la superación del padre, la caída de los ideales, la supresión de la cobardía moral, la destitución del sujeto supuesto al saber, el cese de la demanda, la aceptación de que no hay relación sexual y la inexistencia del Otro, etc. . Sobre este punto Jacques-Alain Miller precisa: “La castración es una falta, y lo que evidencia la experiencia analítica es que el sujeto se aferra a ella. De aquí que el fin de análisis sea formulado como asunción de la castración, o sea pérdida de una falta, y que sin duda entrañe un sacrificio”.
Todos estos criterios coinciden
en algunos puntos y leves variaciones con los indicadores de la terminación del
análisis en otras instituciones. Ricardo Horacio Etchegoyen, por ejemplo, en
tanto representante de la IPA y del kleinismo anglosajón, considera los
siguientes criterios: “La morfología de los sueños, el tipo de comunicación y
las modalidades estilísticas, el comportamiento con la pareja, la familia y la
sociedad, el manejo de la angustia y la culpa y, desde luego, el alivio de los síntomas.
El amor y el trabajo, siempre se ha dicho, son las dos grandes áreas donde se
puede medir el grado de salud mental de los mortales”. Ahora, es claro que la
dirección de la cura no es conducir la conciencia ni la conducta del paciente.
Etchegoyen piensa en relación con
la pareja, a diferencia de todos los que consideran que los analistas de la IPA
promulgan la primacía genital como un ideal a conquistar en el análisis, lo
siguiente: “La idea de primacía genital operaba para nosotros candidatos como
una exigencia superyoica, que realmente poco o nada tenía que ver con el
ejercicio de la sexualidad”. La contradicción para el psicoanálisis lacaniano
no está en la IPA, con quien se tienen contradicciones de coyuntura, sino con
toda práctica que no reconozca que el síntoma tiene un sentido y un goce.
Ahora, ¿en la actualidad el lacaniano promedio observa este hecho, al igual que
el de que la práctica psicoanalítica no es tal sin principios?
Entonces, ¿cómo entender las
nociones de pase y de control desde la perspectiva lacaniana? ¿Es el pase un
dispositivo en la escuela, o institución analítica, encargado de verificar si
el candidato sí ha pasado de la condición de analizante a la posición de
analista, y el control o la supervisión parte del análisis didáctico, según la
IPA, cuyo propósito sería comprobar si el analista realiza su labor acorde a
los principios de la dirección de la cura? Según Perrier para que un
psicoanálisis sea didáctico se requieren cuatro personas: “El analista, el que
controla, el alumno y el paciente de dicho alumno. Más uno que hacen cinco: la
inspiración. Más una sexta persona que es Dios. Pero como él no existe, es
equivalente al objeto a”.
El pase determina si hay
analista, no el saber académico o universitario como sería la pretensión hoy,
mientras que el control, no a la manera del superyó o del Estado, sería el
mecanismo para garantizar un modus operandi ajustado a los principios. Sin
embargo, no es una fantasía pensar que el Estado determine verificar quiénes
son los analistas, cómo operan y cuál es el efecto de sus prácticas. El momento
del pase está antecedido por el final del análisis, final que es necesario para
la aprehensión objetiva de lo que sucedió en la cura; en esta dirección el pase
no es el medio por el que el sujeto lleva a cabo tal aprendizaje, lo es sí pero
para otros, los pasadores y el mismo cartel del pase, quienes son los que
quieren saber sobre lo que pasó.
El dispositivo del pase
De manera puntual, el pase es un
procedimiento con el que se busca saber si el análisis ha tenido un fin y si se
verifica el tránsito de analizante a psicoanalista. El pase procura, en último
término, verificar si la experiencia de la cura ha producido un analista.
Ahora, el pase implica a otros, lo que se conoce como “el cartel del pase”,
conformado por varios analistas experimentados a quienes se les transmite la
vivencia de lo que ha implicado la experiencia personal del análisis. El pase,
en la escuela o en la institución analítica, tiene por función obstruir que “el
analista sólo se autorice por sí mismo”, tenga que contar con otros y no se
autorice cuando quiera y como quiera. Es el mecanismo con el que se intenta
impedir que los trabajadores decididos o expertos en la teoría, en el saber
psicoanalítico, pero sin análisis, sin saber en lo más mínimo en qué consiste
una cura, practiquen el psicoanálisis. En palabras de Miller el goce es
justamente el reverso del sentido gozado, el cual sirve, por su nexo con el saber
teórico, para olvidar el ser del goce.
El pase es un dispositivo que
evalúa la experiencia analítica (de ahí que se hable de resistencia al pase,
como metonimia que da indicios de la resistencia al análisis) y se opone a la
proposición inventada por la IPA, en la que antes de la cura se delibera, se
juzga y se decide si un sujeto es apto o no para ser psicoanalista. Ahora, es
conveniente advertir que intentar realizar dicha evaluación en una universidad,
un instituto, una escuela o en una asociación, donde se diga que hay analistas,
no es sin resistencias ni sin consecuencias. La formación del analista pasa,
fundamentalmente, por el análisis personal, el control y el pase. En páginas
atrás decíamos que la esencia en dicha formación no es la teoría, el saber
teórico, sino la verdad del análisis, de la experiencia genuina y sufrida de la
cura. Experiencia que en este trabajo hemos simplificado en la “cura del
sentimiento de culpa...”.
Con el pase el analista es
autorizado por sí mismo y por otros, lo que quiere decir que está dispuesto a
someterse al examen que chequea cómo es que un analizante ha decidido ponerse a
operar desde el lugar del analista. Al respecto es necesario insistir en que
una cosa es el pase desde la perspectiva del saber, en tanto que elucubración
teórica sobre la verdad y, otra muy distinta, como efecto de la experiencia de
lo real en la cura, justamente allí donde el inconsciente deja de ser sólo real
y pasa a ser simbólico. El pase en la institución analítica presenta, tal y como
dice Miller en “Política lacaniana”, tres dimensiones íntimamente ligadas: la
dimensión clínica, la dimensión epistémica o científica y la dimensión política.
En la AMP se considera la
formación de los analistas como algo que fue siempre una preocupación de Lacan,
pero también lo fue la de suministrarle a la comunidad los testimonios válidos
sobre esta formación. Para Freud lo esencial de la formación de los analistas
consistía en un cierto efecto obtenido sobre el sujeto gracias a la cura
analítica en la que estaba comprometido con fines didácticos. Lacan también
quiso que los psicoanalistas se recluten a partir del examen de su relación al
inconsciente y al psicoanálisis, tomando como punto de partida su experiencia
como analizantes. Esta relación se resume en una palabra que está en el corazón
de la práctica: el deseo del analista. Deseo que puede surgir cuando el
analizante descubre cómo está estructurado el deseo del analista. Deseo que si
bien encierra al analista en un vínculo estrecho con sus analizantes, no lo
separa del lazo social con la comunidad analítica.
Entonces, Lacan propuso que el
analizante, devenido así analista al final de su análisis, pueda testimoniar
frente a sus colegas sobre este deseo, singular en cada caso, en una
experiencia original que él llamó “el pase”. En “La proposición del 9 de
octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela” plantea el procedimiento
del pase, el cual no implica necesariamente haberse analizado con un lacaniano,
tal y como lo ilustra Miller cuando presenta el caso de Bernardino Horne:
Su formación como analizante, como
analista, se desarrolló en Buenos Aires, Londres y París. En Buenos Aires, en
la Asociación Psicoanalítica Argentina, sociedad componente de la IPA, donde se
analizó con un notorio analista, del cual se publicaron algunos libros en
Francia, Angel Garma, y controló con algunas luminarias de la época. Luego
siguió con controles en Londres, en particular con Donald Meltzer, y finalmente
continuó su formación en París, desde donde demandó, como se dice, hacer el
pase.
Al ser el pase un dispositivo
inherente al concepto mismo de escuela e inventado por Lacan para investigar
qué es el fin de análisis en correlación con el deseo del analista. Esta
investigación se realiza a partir de los testimonios de cada sujeto analizado
decidido a transmitir lo pertinente sobre estos dos temas de interés para la
comunidad psicoanalítica. El pase es, pues, para el analizado una nueva forma
de lazo transferencial concluido su análisis, esta vez con la escuela y la
causa analítica, por eso se dice que la teoría del pase se edifica sobre la
noción de que hay un despertar al final del análisis. La demanda de pase es
algo que en la escuela los miembros han de considerar, sin confundirla con la
negativa a responder a la demanda (fruto de la prudencia relativa del analista
en la dirección de la cura) para preservar su posición cínica de amos.
Este libro representa para su
autor una especie de precipitación hacia el pase que se condensa, luego de un
vasto tiempo para comprender, en la certeza de un “Yo soy eso”. Antes de
experimentar esto, recomienda Jacques-Alain Miller, en su seminario sobre Cosas
de finura en psicoanálisis que no es
conveniente intentar hacer el pase. Sin duda alguna del único final de análisis
del que uno puede hablar, no sólo en el pase, es del propio. Desde la
perspectiva de las exigencias lógicas y de verificación actuales, por parte de
distintos organismos de control, el analista tiene que dar testimonio de su
inconsciente posterior al análisis y luego de ser investido en tanto tal. Es
así como se le impone al sujeto, al final del análisis, la responsabilidad de
decir lo que sabe. No obstante, la idealización del pase en algunas escuelas
indica, de manera inversamente proporcional, una forma de desconocimiento de lo
real del uso de tal significante. Con el pase, en tanto ciencia e historia, el
analista libra una respuesta que no es ni ideal ni cínica: el deseo del
analista, el cual evidencia la tachadura en el Otro de la escuela.
En la AMP el procedimiento del pase se pone en marcha
cuando el sujeto dirige su demanda de testimoniar en la instancia del
secretariado del pase, que evalúa su pertinencia. El segundo paso consiste en
el sorteo de dos “pasadores”, quienes por separado escuchan el testimonio dado
por el “pasante”. El pasador está en condiciones de escuchar al pasante en
tanto él mismo está en la etapa previa al final de su propio análisis. A partir
de las enseñanzas de los carteles del pase, la AMP tuvo una escisión y el
escenario fue en Buenos Aires. Ello se denominó “La guerra de los carteles”.
Finalizado ese paso, el
secretariado sortea o elige a uno de los carteles del pase ante cuyos
integrantes los pasadores, a su vez, “pasan”, retransmiten el testimonio
escuchado del pasante. El cartel del pase es un jurado cuyo juicio sobre lo
escuchado tiene la particularidad de emitirse desde una posición que, por ser
la de no saber todo sobre la experiencia del fin del análisis y el deseo del
analista, consiste en haberse dejado enseñar por lo singular de cada
transmisión sobre estos dos puntos cruciales. Entonces, si el cartel del pase
considera que el testimonio corresponde a un fin de análisis, le otorga al
pasante la nominación de AE (analista de la escuela). Los AE tienden a ser especialistas
de la clínica del fin de análisis.
Los miembros de las escuelas que ejercen el psicoanálisis lo pueden hacer:
1. En cuanto miembros de la escuela, admitidos como tales bajo la responsabilidad del Consejo y habiendo declarado ejercer la función de analistas. Son inscriptos en el anuario con la mención AP (analistas practicantes). El AP se autoriza a sí mismo y por ello no entra en el gradus. La autorización no se da por la parte de saber profesional que se haya adquirido, sino por lo que se obtuvo en el propio análisis. El psicoanalista practicante, se dice en ocasiones, es un analista contra el análisis.
2. En tanto una comisión ad hoc, llamada comisión de garantía, los avala como surgidos de la formación que la escuela dispensa, otorgándoles el título de AME (analistas miembros de la escuela), bajo el cual son inscriptos. Lacan comenta que es un título irónico, pues nunca se pudo precisar qué es un AME.
De otro lado, el título de AE
(analista de la escuela) es otorgado por tres años a aquellos que, al término
del procedimiento que se lleva a cabo en el dispositivo del pase, son juzgados
susceptibles, por la instancia responsable llamada cartel del pase, de
testimoniar sobre los problemas cruciales del psicoanálisis frente a la
comunidad analítica. En el pase el sujeto es capaz de testimoniar sobre un
saber extraído de su fantasma, es decir, da cuenta de una palabra plena que
constituye la esencia de su goce, del que ha podido tomar distancia. Posición
que coincide, al final del análisis, con una posición depresiva brillante al
haber sido analizada. La formación del psicoanalista coincide con la enseñanza
de Lacan, en el sentido de que inicia con una posición maníaca y concluye con
una depresión elaborada. En lo tocante a los miembros asociados o adherentes,
ellos están solamente inscriptos con el título de su formación anterior y de
sus funciones en la vida socio-laboral.
A este respecto hay que decir que
de los AE, que han transmitido su testimonio del pase en los últimos años,
ninguno hace referencia a la “cura del sentimiento de culpa”. A propósito de la
NEL Medellín, con respecto a la “demanda del pase” Juan Fernando Pérez dijo que
en Medellín no había condiciones aún, que había que hacerlo en Argentina por
medio de la EOL o en España. Para ello –dijo– debe viajar, pero antes hay que
realizar una serie de trámites y dificultades… contactarse con la AMP por medio
de internet, etc. A su vez el AE es quien recibe las demandas de pase, quien
verifica, como pasador, el tiempo de análisis del candidato, si efectivamente
estuvo en análisis con un psicoanalista y si ha llegado a su final dicha
empresa.
El testimonio del pase,
consideran muchos hoy, coincide con la soledad y con el aval del analista, aval
que no es explícito sino como una seña. Aspecto que da indicios del
psicoanálisis puro, aquel que fuera llamado en el pasado psicoanálisis
didáctico. De todas maneras, quien es nombrado AE no está exento de dificultades,
pues ha habido casos en los cuales una vez nombrados los AE se desató una
crisis y tuvieron que retomar sus análisis. ¿Acaso esto se relaciona con “los
que fracasan al triunfar”? El pase fallido, no obstante, presenta la
alternativa de la espera, de un reinicio como analizante. Ahora bien, aunque
existen destacados exponentes del discurso psicoanalítico (que se sienten muy
orgullosos por llevar treinta o más años de la mano del saber teórico en tal
campo) es necesario precisar que esa cantidad de años poco importa, cuando de
lo que se trata es de verificar la formación del psicoanalista, formación que
(como sabemos, aunque en ocasiones la verdad se tienda a disimular) se
relaciona más con el tiempo y la elaboración real de las vivencias y los conflictos
inconscientes, en el propio análisis. Si la cuestión no fuera así, entonces los
AME, en cada una de las escuelas lacanianas, también podrían ser nominados con
el reconocimiento de los AE.
Bernardino Horne, nominado AE por
la Escuela Europea de Psicoanálisis en 1995, en una conferencia en la
Biblioteca Pública Piloto, a propósito de su reciente estadía en la NEL
Medellín para trabajar, con los miembros y asociados, en torno a cuestiones de
clínica, formación, finales de análisis y pase, dijo que en la orientación
lacaniana la escuela, esto es sus miembros, es la instancia que estudia los
pases de los analistas, con el fin de hacer avanzar la teoría de la clínica del
final de análisis, articulándose de paso, en un punto, la extensión y la
intensión del psicoanálisis.
Ahora, es preciso decir que el
análisis llevado hasta el final permite –en ocasiones, como en el caso de
Lacan– hacerse al lado aún de la escuela (otra forma del hospital psiquiátrico)
o de la comunidad analítica, para no quedar atrapado en un goce quieto y
mortífero, como el que describe el mismo autor en el seminario once,
refiriéndose a san Agustín, quien nos pinta la imagen armónica, uniforme y
completa de un niño pegado al seno de su madre. Siguiendo tal representación,
se podría decir que el analista enganchado a la escuela, puede creer que está
completo y es justamente aquí donde, momentánea y parcialmente, se requiere
instaurar una ruptura, o una separación para que la falta cause el deseo y se
opere una nueva movilidad, sin que necesariamente se tenga que crear otro
movimiento. Sin embargo, es claro que no hay psicoanálisis sin escuela ni
psicoanalista sólo, quien por su aislamiento tiende a delirar.
El pase opera como control
¿Quién se somete a la prueba del
pase y al análisis de control?, ¿quien sólo se sostiene en la teoría y en un
análisis personal a medias o nunca realizado? Quien se ha curado del
sentimiento de culpa y, por lo tanto, ha conquistado la posición de la
responsabilidad ética, es muy probablemente el candidato al pase y al control,
pues quien no se ha analizado, o se ha analizado a medias, y sólo por cumplir
con un requisito en la formación, es el sujeto más reacio a todo posible
mecanismo de control que pretenda poner al desnudo la verdad de la formación
psicoanalítica. Tal el caso de este trabajo, el cual, ostentoso y sin virtud
desde la perspectiva aristotélica, ha operado simultáneamente como mecanismo
que ha pretendido verificar si los “análisis” finalizan por medio de la cura
del sentimiento de culpa, y si tal cura crea las condiciones para que se
inscriban los principios que garantizan una práctica acorde a los criterios
explicitados por Freud en sus escritos técnicos. En este sentido, esta
investigación ha funcionado en ambas direcciones, como pase, esto es, midiendo
la calidad de los análisis y como control, en el punto de chequear si los
principios se llevan a cabo o no. De todas maneras, es necesario decirlo, el
propósito del control no es la simple y vulgar vigilancia, pero sí contribuir a
la cualificación de la propia práctica.
Desde la perspectiva de
Jacques-Alain Miller, las escuelas como instituciones analíticas pueden tener,
en efecto, valor de resistencia. “Pero la universidad no se queda atrás, no al
menos cuando tiene un departamento de psicoanálisis que jamás debió haber
estado allí y que sólo debe su existencia a una aberración engendrada por un
movimiento que en su momento no recibió satisfacción” . En esta misma
orientación dice que los psicoanalistas forman grupos, queriendo compartir la
responsabilidad de las tonterías del vecino. Con tal de no hacer demasiado, se
confía en él para no lesionar la aparente buena reputación del conjunto. De
todas maneras, hay quienes consideran que, el movimiento psicoanalítico es
desde cierto punto de vista un fracaso del psicoanálisis como tal. Es así como
cada escuela se cree la institución por excelencia, tal y como sucede con las
diferentes denominaciones religiosas, lo cual nos permite plantear que, muy
probablemente, los tribunales del pase se asemejen a las formas de operar, en
la Edad Media, por parte del santo oficio.
Que la sesión cortísima de cinco
o seis minutos afecta en verdad, tal y como hemos supuesto, los demás
principios o fundamentos de la práctica analítica, hace perfectamente
entendible por qué, al menos en Medellín, hay tantos problemas en lo
concerniente al dispositivo del pase y a los análisis de control. ¿Qué quiere
decir esto? Que quien se ha psicoanalizado en un dispositivo así realmente no
se ha analizado, no ha finalizado la cura y no sabe qué es, en verdad, curarse
del sentimiento de culpa como núcleo de la formación del analista, y, por eso,
no sólo se abstiene de presentarse al cartel del pase para dar testimonio, sino que además no asiste al consultorio de
un analista experto con el ánimo de someter a control, de modo responsable y
ético, los casos que lleva. Moustapha Safouan nos dice:
A nadie se le ocurre que el
análisis de control no es un control del analista (y mucho menos del analista
del analista), sino del análisis mismo: lo que quiere decir que es un sitio que
le permite al analista en control registrar en qué medida sus intervenciones
son actos psicoanalíticos, que se dirigen a liberar una represión, y a través
de ello a que el analizante se recupere de una determinada ceguera; como
también, y sucede muy a menudo, puede ser el sitio donde el analista registre
la insuficiencia de su análisis .
El hecho de que no haya casi
testimonios del pase en las escuelas y que los analistas experimentados tengan
pocos “analistas” en control, así ello no se esclarezca aquí, pone en evidencia
la reticencia de muchos a querer demostrar cómo es que han pasado de la
condición de analizantes, si es que alguna vez lo fueron, a la calidad de
analistas, sirviéndoles de poco su saber teórico y su gran capacidad de
oratoria, lo mismo que el hecho de publicar mucho. Sin embargo, es necesario
tener en cuenta que el análisis como el control y el pase son demandables. No
son exigencias superyoicas ni requisitos legales. El dispositivo del pase pide
algo más, pide que ese saber que está del lado del analizante o del analizado
pase a la escuela; es la puesta en evidencia del tránsito del inconsciente real
al inconsciente simbólico. Si no fuera así, el pase no tendría razón de ser.
En tal perspectiva, la escuela es
la que no sabe qué es un analista, pregunta que le dirige al que hace el pase o
al que pasó, esperando ser enseñada por él en este aspecto. Ello quiere decir
que aun concluido el análisis, el analizante busca probar si el recorrido hecho
fue un verdadero análisis, si hubo analista y si su final de la cura fue un
tipo de fin de análisis. Sin el pase no hay garantía de que el fin del análisis
no sea una creencia, una impostura o una filosofía. El pase es un intento de
solución del impase freudiano de la angustia de castración, entendida como
abandono. Quien realmente finaliza su análisis, y opta por el pase, lo relata
Bernard Seynhaeve en el contexto del curso de Miller, es presa de un imperativo
que le impide dudar. Por eso el recién nominado AE dice: “Si hubiera
reflexionado, hubiera fallado y dejado pasar el tiempo del acto”.
El analista, tanto para Freud
como para Lacan, es el que ha sido analizado, ya que el teórico que no ha
vivenciado un análisis sólo es un trabajador decidido, decidido a no analizarse
y emplear la teoría, tal y como lo advirtiera Freud, como una defensa contra la
experiencia psicoanalítica. Es probable que el trabajador decidido, que no se
ha analizado o apenas pasó de las entrevistas preliminares, busque el análisis
de control o supervisado por el componente didáctico que se desprende de él,
con el propósito de aprehender los principios de la dirección de la cura,
evitando de este modo someterse al dispositivo. Quien así opera cree poder
interiorizar por este camino los fundamentos de la práctica psicoanalítica, sin
saber que la vía regia por medio de la cual tales principios se inscriben en la
subjetividad del analista es su propia experiencia en la cura. Lo contrario de
la experimentación y la posterior verificación es la simulación, la apariencia
o el semblante. Todo lo cual indica que el pase, tal y como se observa en la
práctica, pone a tambalear los semblantes de la práctica psicoanalítica.
Además, ¿qué sentido tiene
aplicar un modo de proceder, aprehendido por medio de una didáctica como es el
control, si no se posee el convencimiento y la efectividad que se derivan de la
propia experiencia del análisis? En este sentido, quien no llega a experimentar
una cura en sí mismo, difícilmente puede convencerse de la eficacia del
dispositivo analítico. Y por más análisis de control que asuma, que entre otras
cosas puede funcionar como una racionalización, como una defensa a la cura por
necesidad inconsciente de castigo, reacción terapéutica negativa o beneficio
secundario de la enfermedad, jamás podrá experimentar la esencia, los efectos y
las consecuencias de un análisis. La verdad en todo esto es que resulta siendo
tan ideológico y fantasioso pensar que el analista no es un efecto de la
experiencia en el diván, como creer que la vida humana brota por generación
espontánea, por partenogénesis y sin un proceso de germinación celular. El
deseo del analista no surge por frotar la lámpara de Aladino.
Una cosa es la cura y otra el
análisis de control que tiene visos didácticos. Lo que no se aprecia, en
ocasiones, es que la cura posee simultáneamente dos vertientes: una terapéutica
y otra didáctica que se da sin que el analizante se percate de ello y hace que
los principios de la práctica sean asimilados. Según Lacan el control es
“controlar a un sujeto desbordado por su acto” y su finalidad es la protección
de los pacientes. Para Eric Laurent, “el problema del control no es rectificar
la posición del sujeto al que su acto sobrepasa. El problema, es el analista de
experiencia, el que deja de darse cuenta que él surge del acto analítico, el
que quiere escapar a la necesidad del ‘deseo del analista’. El problema
comienza cuando hay que intervenir sobre la incapacidad del analista de hacerse
causa del deseo. Esta incapacidad está en el origen de todas las tentaciones de
ceder frente al deseo del analista…” , el cual se prueba cuando, a pesar de los
obstáculos, no desiste, no duda de la posición de pasante y, por lo mismo, no
cesa de ser visto como herético, algo similar al paganismo heterónimo de
Fernando Pessoa.
Tanto el análisis como el control
y el pase están atravesados por lo epistémico, por el saber, por lo didáctico;
sólo que el análisis, y más aún cuando se lo realiza hasta el final, es la
verdadera fuente del análisis didáctico, ya que la cura es un aprendizaje que
se obtiene en medio del dolor y el sufrimiento y no como algo contado o vivido
por otro. En esta orientación el saber psicoanalítico es producto del
atravesamiento de ese desierto que es el sentimiento de culpabilidad, travesía
que no sólo surte un efecto terapéutico sino que, además, aporta un aprendizaje
imprescindible a la hora de practicar el psicoanálisis. Todo lo anterior se
articula con la noción, ampliamente criticada por Lacan, de la
contratransferencia planteada por Freud y enfatizada por los posfreudianos,
quienes en los congresos de la IPA centraban la atención en los problemas de la
cura, derivados de la participación de los analistas y no tanto, como en el
campo lacaniano en los pacientes. Asunto que Miller en los últimos tiempos
viene destacando, al observar que los analistas de la orientación lacaniana se
han convertido más en analizadores que en analizantes, olvidando de paso un
hecho esencial y es que el analista es, ante todo, un analizante y un hereje,
esto es, alguien que persevera.
Así pues, para Freud y sus
seguidores la contratransferencia se convirtió en un asunto capital, al ligarse
de manera lógica con el control y la supervisión permanentes, por parte del
analista. Sin embargo, ello plantea una cuestión adicional y es que antes de la
reflexión sobre la contratransferencia es necesario examinar por qué un sujeto
se ha puesto en el lugar del psicoanalista y es precisamente allí donde Lacan
habla del deseo del analista, el cual, según la lógica del presente libro, es
un efecto de la cura del sentimiento de culpa. Antes de esto se corre el riesgo
de que el analista practicante (AP) se ponga en el lugar del redentor, o que
los analistas conformen cofradías o fraternidades en torno a la supresión de
los principios de la práctica. Recordemos que la práctica psicoanalítica le
apunta no a las categorías filosóficas de lo universal o lo particular, sino a
lo singular como conquista, al final del análisis, asociado con hacer un uso
lógico del sinthome.
Lo verdaderamente preocupante
hoy, dado el influjo del psicoanálisis en las universidades, es que cada vez
más haya “analistas” apoyados sólo en la teoría, que prescinden tanto del
análisis como del control y el pase. Según Miller, tras su estadía en Nueva
York en el año 1999, el análisis está pagando el precio de una crisis, pues
parece que “la gente se analiza cada vez menos”. Según Juan David Nasio, “la
genialidad de Freud es haber comprendido que, para captar las causas secretas
que animan a un ser […], en primer lugar, y sobre todo, hay que descubrir esas
causas en uno mismo, rehacer en sí […] el camino que va de nuestros propios
actos a sus causas”.
En este punto alguien podría
decir que la razón por la que tanto el pase como el control poco se utilizan,
se debe a que la mayoría habría realizado un análisis hasta sus últimas
consecuencias. A lo que diríamos que la experiencia prueba todo lo contrario,
pues nada es más repudiado por el sujeto que la experiencia del análisis, dada
la pasión por la ignorancia y el gusto por el malestar, el padecimiento y el
dolor presentes en los síntomas, los cuales operan como un acompañante o un
amigo fiel del cual el sujeto no se quiere desprender. El síntoma, decimos, es
el partenaire del sujeto.
Escuelas y asociaciones: espacios para la formación y la deformación
Por lo anterior es que hemos de
ver con cierto escepticismo la dinámica de los distintos grupos, escuelas y
asociaciones hoy, en los que un seminario convoca multitudes, asemejándose más
a una masa religiosa que a una institución analítica. El hecho de que tantos y
tantos sujetos, en calidad de “analistas”, conformen escuelas permite dudar de
la genuina orientación analítica que en tales instituciones se promueve, ya que
la experiencia analítica enseña que donde hay multitud generalmente la verdad
repulsiva del descubrimiento freudiano puede estar más ausente que presente. En
torno a la dinámica de las instituciones analíticas, Miller nos dice: “Pero una
comunidad que dedique su tiempo a bajar los humos de quienes creen hacer
hallazgos aunque se equivoquen estaría perdida para lo que está en juego, que
es hacer avanzar el psicoanálisis. Se necesita más bien una comunidad que
reconozca y admita los hallazgos de unos y otros y les dé un valor propio”.
No decimos que no esté, que no
sea tenida en cuenta, pero sí es posible que la actividad en tales
instituciones gire más en torno al saber teórico, cercano al discurso
científico y al amo capitalista, que a la verdad derivada de la experiencia
psicoanalítica en la cura. Ya en otra parte hemos mostrado la oposición entre
saber y verdad, siendo el saber algo que encanta, que atrae, que convoca;
mientras que la verdad es una posición que no gusta, que va en contra del
principio del placer, que angustia, que recuerda a cada quien la falla, el
vacío, la hiancia y, por eso, antes que reunir, conglomerar e integrar… divide
y fractura. El saber en este sentido actúa del lado del semblante, de las
apariencias, de todo aquello que gusta, que es placentero y contribuye a nutrir
las posturas narcisistas e imaginarias.
Según Miller, en la décima sesión
de su curso en París sobre Cosas de finura en psicoanálisis, al semblante del
analista se le concede un valor de real, similar al que se le otorga, en el
derecho canónico, a los sacerdotes o a los obispos, quienes una vez han sido
consagrados como tales, alcanzan un estatuto sacramental que no se puede
disolver. Una nominación que parte de factores simbólicos e imaginarios y tiene
efectos reales. Lo anterior significa, para el caso de los analistas, que el
significante crea la realidad y no se puede impedir, a los que no han sido
probados en el dispositivo del pase, que dejen de serlo. Para solucionar tal
situación, se requiere que la práctica analítica sea un efecto de la
experiencia de lo real y no, simplemente, un valor de real. El pase demuestra
que la formación del analista no es una creencia, una identificación con un
significante o un sacramento, sino algo real. Una primacía de lo real sobre lo
simbólico y lo imaginario que se articula, al final del análisis, con la cura
en términos lógicos. La “formación” de los psicoanalistas, de la que tanto se
habla en las “escuelas”, con sólo
cursos y sin análisis o con sesiones
cortas quincenales o mensuales, en las que la transferencia con el analista no
se alcanza a instalar, no constituye una cura. La transferencia freudiana es
con el analista y no con el saber teórico, el cual termina por operar en el sujeto
una resistencia a saber de sí.
En esta onda de pensamiento se
llevó a cabo en Buenos Aires, en agosto de 2005, un foro en el contexto del xiv
Encuentro Internacional del Campo Freudiano. Segundo Encuentro Americano,
titulado: Los resultados terapéuticos del psicoanálisis. Nuevas formas de la
transferencia, al cual asistió el autor y en el que se planteó la pregunta:
¿Qué será del psicoanálisis si se centra en lo universitario, al ser tragado
por el Estado? El discurso analítico descompleta a la universidad cuando hace
la pregunta por el sujeto del inconsciente. En este sentido: ¿dónde ubicar la
formación del psicoanalista, dado el mercado de posgrados en las universidades
que poseen departamentos de psicoanálisis? ¿En los fundamentos de la práctica,
o sea el análisis personal, o en la legitimidad de la misma, tomando como punto
de apoyo los títulos universitarios? Si ubicamos la formación del psicoanalista
en los principios queda por fuera de la universidad y si la centramos en la
legitimidad se suprimen los fundamentos. Entonces, si bien es cierta la
afirmación de que la formación de los psicoanalistas no pasa por la
universidad, también es válida la reflexión teórica desde ésta sobre aquélla.
El saber es amigo de los ideales
y las identificaciones, lo mismo que el saber del perverso, los cuales hacen
parte de lo imaginario, en tanto que la verdad no, pues opera del lado del
agujero, de la falta en ser, de la incompletitud, de lo real, del hecho
insoportable para la mayoría de que no hay relación sexual, que lo que en
realidad existe es la pura y absoluta disimetría, por eso la tendencia al
conflicto, un conflicto que no puede cesar, una falta estructural que nada la
puede obturar. Por esto el final del análisis debe coincidir con la aceptación
de la falta en ser, de la caída de los ideales y del sujeto supuesto al saber.
Quien funciona del lado de la verdad, de la verdad de lo inconsciente, no se
arrodilla ante ningún semblante de saber, pues sabe que si hay un sitio del que
la verdad emana, produciendo un saber distinto, es lo inconsciente. Sin
embargo, la consigna del curado del sentimiento de culpa, no es la del “todos
irreverentes”. Lo inconsciente es el lugar de la verdad y a este sitio, desde
un punto de vista tópico, nadie quiere acceder. Es como una gran caverna que
nadie quiere conocer, que nadie habita, dados los enigmas y los peligros que
implica. En esta orientación el psicoanalista, por su insistencia, es siempre
el perturbador del equilibrio, hace el papel del enemigo del síntoma.
Todo el que haya practicado el
psicoanálisis durante años, o se haya analizado hasta sus últimas
consecuencias, sabe muy bien que el amor a la verdad del inconsciente es algo
que sólo en muy contados casos se produce. Quien conquista el amor por el saber
sobre la verdad del inconsciente es el analista, quien privilegia lo real y lo
simbólico antes que lo imaginario, aquel que no se deja atrapar en la celada
del saber y por eso prefiere dispositivos como el analítico, el control y el
pase, destinados todos ellos a obligar al sujeto a reconocer su vacío o
fractura estructural, antes que intentar obturarla con saber, que es lo propio
en la actualidad en las universidades como efecto del pasado. A la escuela,
según se observa, no le convienen los legos ni otros, siendo esa la escuela
propuesta por Lacan en 1964 y 1967.
Cuando hablamos del saber
incluimos también el saber psicoanalítico que se deriva del estudio de las
teorías en este campo; no nos referimos al saber que se desprende de la
experiencia en la cura. Este saber es sui géneris y, por lo tanto, se
diferencia del saber teórico. Una cosa es el saber teórico del profesor
universitario que enseña las teorías psicoanalíticas, y otro bien distinto el
que el analista ha conquistado, en medio del sufrimiento y el malestar, en el
curso de su propia cura. Son dos saberes distintos que, sin embargo, pueden
converger en un punto según la lógica de la banda de Moebius.
Según el informe moral presentado
ante la Asamblea General de la AMP, los éxitos del psicoanálisis aplicado deben
ser remitidos a su justo lugar, esto es, al contexto del discurso del amo
universitario y asociados a las psicoterapias de inspiración analítica; sin que
se confundan con los efectos del psicoanálisis puro, articulados a la lógica de
los finales de análisis, el ámbito de la formación de los analistas y, por lo
tanto, el dispositivo del pase. El discurso psicoanalítico es diametralmente
opuesto al discurso del amo y, muy probablemente, se corre el riesgo en las
escuelas de desviar la atención de la formación analítica, por parte de los
miembros, cuando la energía se invierte en múltiples formas del psicoanálisis
aplicado, el cual tiende a mover, en muchas escuelas, no a la formación de
analistas sino de impostores, de sujetos que saben hacer muy bien (con el
saber) el semblante de analistas.
Entonces, si nuestras conjeturas
son correctas hay que decir que la falta de testimonios del pase y los pocos análisis de control que cada
analista experimentado podría contar en los dedos de una mano, son mecanismos
de evaluación que contribuyen a probar el reducido número de sujetos que
realmente finalizan un análisis , siendo la mayoría en las escuelas sujetos que
hacen semblante, que hacen creer a otros en el saber, en el discurso y en los
significantes y de este modo camuflado encubren una verdad que para nada les
convendría que otros conocieran. ¿Qué otras inferencias son posibles? Se dice
que los principios, como los psicoanalistas, son semblantes. Además, si los
finales de análisis son pocos, los testimonios del pase y los controles son aun menos.
Pase y control son dos lugares,
dos dispositivos que permiten deshacer la mónada imaginaria y de paso
atestiguan, a su manera, del modo de operar del vínculo social en
psicoanálisis. Uno de los fenómenos del pase es que son muchos los que no
pasan. En esta perspectiva nos topamos con una gran paradoja respecto a lo
dicho por Miller, ya que es fácil deducir que quien concluye una cura sí puede
demandar el pase, y quien no se analiza o se analiza a medias no lo demanda por
el temor quizá de poner en duda su formación. Lo cierto es que quien no
concluye su análisis se le nota, a pesar de que haga esfuerzos por ocultarlo
con malabarismos teóricos. El pase pone en evidencia, mediante las relaciones
entre la transferencia, la interpretación y el final del análisis, la caída del
sujeto supuesto saber, la extracción del objeto a y la separación del Otro, al
no considerárselo más como el lugar de la causa del deseo. El objeto a es la
parte obscena y cochina de sí mismo; en lengua francesa es el saloperie de cada
uno, aquello de lo que todo sujeto no quiere saber nada.
Así como los síntomas en la
neurosis o en cualquier patología son notorios a los ojos del clínico, del
mismo modo quien no se ha analizado lo da a conocer. Para quien ha realizado un
análisis hasta el final, este tipo de signos le son familiares y fácilmente
reconocibles. Cuando un sujeto franquea el dispositivo del pase y es nominado
AE, lo que transmite y enseña es la singularidad de su ser . Por eso el pase
es, puntualiza Miller, una combinación de dos proposiciones: el Otro no es real
y lo real es ese resto del goce llamado a; lo real es a semántico, en tanto que
la verdad incluye el sentido. La clínica del final de análisis coincide con la
posición del sujeto en falta, aquel que ha podido asumir su pasividad
(feminidad) y acepta (como una mujer) de sus pacientes –tal y como Freud lo
hiciera con una de ellas– flores y honorarios, sin experimentar mucha culpa por
esto. Cuando esto no se da, difícilmente un análisis con un sujeto en posición
activa (masculina), puede avanzar. La depresión del final es, pues, una
depresión sin depresión, en la que el sujeto finalmente acepta la falta. Un
saber fundado en una experiencia sensible, cuyo efecto es la sencillez, la
singularidad y la aceptación de lo real, algo similar a lo que Pessoa nos
muestra en los poemas de Alberto Caeiro, los cuales son, como la palabra en la
cura analítica, una especie de medicamento o de píldora contra el sentimiento
de culpa y la depresión.
Es de tanta importancia lo
anterior que se podría decir que hay grupos, asociaciones e incluso escuelas
que se caracterizan por su tendencia a ensayar nuevas formas clínicas fallidas
y enfatizar en el saber y las teorías, como instrumentos que taponan la falta
en ser; mientras que otras se ocupan más de su inscripción clínica (fundada en
los principios) y prefieren renunciar a la notoriedad y a la fama para
preservar la pureza del dispositivo psicoanalítico. Entonces, al saber que el
amo del analista es la clínica, evitan de manera prudente que el ruido invada
sus prácticas y su reputación. Es el analista que, por su experiencia en el
diván, ha desmontado la tiranía de su superyó, tornándolo más suave, pasivo y
femenino y por lo tanto más favorable a las lógicas y a las leyes de la
hospitalidad, al primar en él la cara subjetiva del amor y del lazo social
sobre el componente del superyó masculino, más ligado al odio y a la
segregación.
El síntoma une de manera singular
la verdad y lo real. Entonces, según Miller, en Naturaleza de los semblantes,
la verdad como el saber, el ser, el analista, dios, el padre, la mujer, el
objeto a y el falo, son semblantes. Mientras el analista opera como semblante
de objeto (en el discurso analítico) y apunta en la dirección de causar el
deseo, en la melancolía el sujeto se identifica con el objeto, encarna el
desecho y propaga el goce, lo cual requiere del analista, en la dirección de la
cura, de una posición desprovista de goce. Entonces, ese espejismo que es el a,
donde se soporta la posición del analista, se asienta a la vez en la asunción
de la castración, la cual opera como el fundamento del deseo. Todo lo anterior
indica, a diferencia de lo que se insinúa en las universidades, que no hay
didáctica para la formación del psicoanalista.
Ahora bien, quien concluye su
análisis con la cura del sentimiento de culpa, está en condiciones de operar
como pasador, quien suele oponerse a la casta de los expertos (los AME en el
campo lacaniano o los didactas en la IPA). Un final de análisis así, hace poco
probable que se demande el pase y si por alguna contingencia se realiza, quien
opta por tal vía –que no es una obligación o un imperativo superyoico– lo
efectúa con la convicción de que tiene los argumentos lógicos más potentes para
demostrar cómo es que se ha dado el paso de la posición de analizante a
psicoanalista. En esta perspectiva es preciso decir que la presente elaboración
es una forma singular de testimonio del pase, el cual es un dispositivo para
unos pocos, dadas las dificultades estructurales, las lógicas del poder entre
las élites y los altos costos económicos. Sin lugar a dudas, el dispositivo del
pase es la manzana de la discordia entre las escuelas lacanianas. Según
Jacques-Alain Miller:
La concreción de la maniobra del
pase, si está bien conducida, “debe autenticar” la destitución subjetiva […].
Ganar el significante AE –un bello significante– supone, en efecto, no estar
representado más que como analista para los otros. Deberíamos considerar las
letras AE como letras de infamia, letras escarlatas (scarlet letters), que
indican que todo aquello que pudo ser para el sujeto aspiración, ambición de
ser representado por un significante desemboca en el afán de querer ser sólo un
analista para los otros lo que, reconozcámoslo, no es gran cosa.
En cuanto al control, nos enseña
la experiencia, quienes más lo tienden a frecuentar, sin mayores resistencias,
son quienes han realizado su análisis hasta el final y digamos que esto es una
expresión de la responsabilidad ética, de haberse curado del sentimiento de
culpabilidad. Aunque es obvio que existen otras posiciones como la de Alfredo
Sergio Eidelstein, doctor en psicología y especialista en topología y clínica
lacanianas, quien sostuvo, durante su travesía por el Departamento de
Psicoanálisis de la Universidad de Antioquia
(con motivo del seminario La topología en la clínica psicoanalítica) que
el análisis no era necesario para ser analista, argumentando, desde su
concepción lógica, que tal exigencia había sido impuesta por los discípulos de
Freud y que el mismo Lacan, a pesar de haber estado durante varios años en
sesiones con Loewenstein, había manifestado no haberse analizado con él. Tal
afirmación permite dilucidar, no obstante su gran capacidad teórica, por qué en
el plegable del evento los organizadores no lo presentaron como psicoanalista,
sino sólo como doctor.
Ahora, dada la tendencia humana a
lo impredecible, a las aporías y a hacer lo contrario de lo que se espera, su
afirmación, irónica por lo demás, admite otras posibilidades, como sugerir que
los análisis no son un requisito en la formación del analista, para
desencadenar una reacción y un enigma que permitan ahí sí que se les preste
atención, pues al parecer hasta ahora la insistencia en observar tal
formalidad, no ha generado los efectos ni las evidencias suficientes para
determinar los finales de análisis esperados. Lo demuestran, en todo caso, los
pocos testimonios del pase a nivel internacional, a menos que muchos de los
análisis lleguen al final (cuestión en la que se cifra nuestro escepticismo)
sin que el sujeto analizado recurra al dispositivo del pase.
Dispositivo en el que, como en la
novela de Diderot, Jacques el fatalista, el sujeto está impregnado de
imposibilidades, errores, engaños, accidentes, incertidumbres, oscuridad y
ausencia de sentido; un ámbito en el que todo es móvil e inseguro, donde el
recorrido está plagado de dudas y no se pisa nunca en tierra firme. Una
concepción del vacío, de la falta estructural y de lo real del goce (que se
opone a las ilusiones estandarizadoras del capitalismo contemporáneo) es la que
aparece en el testimonio del pase, el cual consiste, finalmente, en dar cuenta
de la satisfacción en una experiencia que se caracterizó, todo el tiempo, por
la cesión de malestar o de incomodidad tras la pérdida de goce y la consiguiente
conquista del deseo, el cual coincide, en el caso del posanalizado, en ser un
“siempre analizante”.
Sin embargo, ante la pregunta
sobre cómo se llega a ser psicoanalista, el doctor Eidelstein dijo, en la
conferencia pública, “que no tenía la menor idea”. Bueno, sobra decir que, muy probablemente,
estaba evadiendo una posible discusión a este respecto, la estaba sacando del
contexto de la universidad o, simplemente, intentaba ubicar, de manera
sarcástica, la formación psicoanalítica en el mercado del saber universitario,
pues ya en el curso del seminario explicitó que se había analizado, durante más
de veinte años, con tres analistas, uno kleiniano y dos lacanianos; lo que
permite inferir que la tendencia, en el mencionado departamento de psicoanálisis,
consiste en no avalar, no denominar y no habilitar como analista a quien da
indicios reales de haberse analizado. Al parecer, a diferencia de los demás
discursos propuestos por Lacan, sólo el discurso de la universidad aparece como
fuera de la clínica. Ahora, sólo si la reflexión contenida en este libro es
racional y sensata, en los términos dialécticos que pensaba Hegel, tiene
posibilidades para el porvenir.
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