Por: Elkin Villegas
Nuestra filosofía es griega de
nacimiento. Su intención y su
pretensión de universalidad están localizadas;
el filósofo no habla desde ninguna
parte, sino desde el fondo de su
memoria griega, a partir de la
cual se alza la pregunta: ti tó ón; ¿qué
es el ser? Esta pregunta, que primero suena a griego, abarca todas las
cuestiones posteriores incluidas las de la existencia y de la razón, incluidas por consiguiente las de la finitud
y la culpa.
Paul
Ricoeur
Cuestiones preliminares
En el presente apartado
intentamos mostrar, con perspicacia, cómo la culpabilidad (en tanto hecho
estructural del lenguaje que no solo tiene que ver con el judeocristianismo) es
un efecto de la moral (superyó) griega y una idea reguladora que permite
preservar y reparar los daños que se le ocasionan al otro, como consecuencia
del dinamismo de la vida en sociedad. Así pues, la culpabilidad, entendida por
Freud como el fundamento de la vida en sociedad, de la responsabilidad y de la
ética, toma aquí la forma de las
virtudes griegas. Sin esa idea reguladora que es la vivencia de la
culpabilidad, reflexión que establecemos a partir del diálogo de Ricoeur con
Freud, pensamos que tales virtudes, así como otros tantos esfuerzos y producciones
culturales que han tenido lugar posteriormente, no habrían sido posibles. Sin
culpabilidad, así suene a reduccionismo exagerado, tal y como Freud la entiende
a partir de Edipo, probablemente no habría existido la cultura griega.
Si se admite la interpretación de
que las virtudes griegas son una manera de sublimar las pasiones del ser
(pulsiones), es lícito entonces representar a aquellas como una labor cultural
fruto de la renuncia a la satisfacción pulsional, cuya finalidad es la
preservación del lazo social, que a su vez estimula el sentimiento de
culpabilidad, el cual se ha reproducido desde épocas primordiales inmemorables,
después de la realización de los dos grandes crímenes de la especie humana: el
incesto y el parricidio, ambos consumados por el hombre, que es representado
por Sófocles en el personaje de Edipo. Delitos que han configurado los inicios
de la evolución cultural. Relación estrecha entre la noción de culpabilidad y
las virtudes griegas, que constituye la razón principal por la que en este
contexto hemos decidido reflexionar en torno a esas creaciones culturales, o
sea las virtudes, desde la perspectiva de filósofos como Sócrates, Platón y
Aristóteles; para finalmente hacer un contrapunto entre ellos y la concepción
cínica de Diógenes, cinismo que de pasada procuramos diferenciar de la postura
cínica o canalla del sujeto actual, para quien el otro es como si no existiera,
ya que al parecer no siente en su interior
un llamado ético que lo mueva a velar por el cuidado de los otros y de
las cosas.
Las nociones de finitud y
culpabilidad en Paul Ricoeur están ligadas a la construcción que el autor hace
del concepto y el método de hermenéutica, el cual opera en el sujeto (como la
mayéutica de Sócrates, en tanto se caracteriza por ser un sistema simbólico y
lingüístico) una división subjetiva que lo limita, o pone en falta su ser.
Ambas nociones también se asocian con la reflexión griega sobre los problemas
de la virtud y la ética, tal y como el autor francés lo indica en su texto Finitud
y culpabilidad y no se trata, como muchos podrían suponer, de dos nociones
religiosas o teológicas que nada tendrían que ver con los griegos. El mérito
del trabajo de Ricoeur (2004a: 197) consiste en articular, en una lógica de
continuidad, conceptos básicos de la filosofía clásica con nociones también
esenciales del discurso teológico tales como pecado y culpabilidad. Sin
embargo, pese a esa articulación, precisa el filósofo: “se podría argumentar,
en efecto, que el hombre griego nunca alcanzó el sentimiento del pecado, en su
calidad de tal, y con la intensidad de la que únicamente da ejemplo el pueblo
de Israel”.
En cuanto a lo anterior dice el
filósofo: “Ahora bien, las literaturas hebrea y helénica atestiguan una
invención lingüística que marca las erupciones existenciales de esa conciencia
de culpa; al volver a encontrarnos con las motivaciones de esas invenciones
lingüísticas, repetimos el paso de la mancilla al pecado y a la culpabilidad”
(Ricoeur, 2004a:174). Simbolismos hebreos que se articulan en la presente
reflexión, el uno con el otro, en un raciocinio de encadenamiento y no de
discordia, con la simbología helénica de las virtudes y con la teoría freudiana relativa a las pulsiones.
“Por eso -dice Ricoeur (2004a: 185)- la historia de la conciencia de culpa en
Grecia y en Israel será constantemente nuestra referencia central”. Así pues,
bajo los mitos del mal de Adán y Edipo (el cual es puesto por Freud en los
orígenes de la humanidad como un conflicto real, el parricidio, con cuya
cicatriz el hombre cargará en su inconsciente durante toda su historia
posterior), desembocamos de nuevo en un lenguaje que, aunque olvidado,
pretendemos rememorar sus huellas simbólicas (mancilla) por medio de la
hermenéutica. Ahora, no hemos de olvidar, siguiendo a Ricoeur, que la mancilla
entra en el universo del lenguaje no solo por medio de la prohibición, sino a
través de la confesión. Algo que Freud advirtió con bastante lucidez cuando
implementó el famoso método de la asociación libre.
Es necesario establecer un boceto
que nos indique la relación existente entre los conceptos de culpabilidad y
crimen con el lenguaje empleado por los griegos. Procedimiento que,
válidamente, podría dar algunas pinceladas o asomos en cada uno de los tramos
del presente trabajo, para responder la pregunta de investigación. Es
importante decir, además, que el orden diacrónico que hemos dispuesto entre
ambos conceptos es necesario para entender la lógica del delito desde la
perspectiva de Paul Ricoeur (2004a: 174), quien además observa: “Es más, la
comprensión totalmente semántica que podemos adquirir del vocabulario de la
culpa es un ejercicio preparatorio para la hermenéutica de los mitos”. En
cuanto a estos, el filósofo, en el mismo texto de Finitud y culpabilidad,
agrega lo siguiente:
La filosofía griega se elaboró en
contacto con mitos que son, a su vez, interpretaciones, exégesis descriptivas y
explicativas de creencias y de ritos referentes a la mancilla; a través de esos mitos –mito trágico y mito órfico-
que la filosofía griega discute o rechaza, nuestra filosofía entabla un debate
no sólo con la culpabilidad, no sólo con el pecado, sino también con la
mancilla.
A diferencia de Ricoeur, quien le
da al mito toda la importancia simbólica debida en el campo de la investigación
antropológica, Michel Onfray critica a Freud por pretender hacer de esa
construcción autobiográfica e imaginaria el soporte de su concepción
científica.
Cada una de las partes que
componen este primer capítulo, tal y como mostraremos a continuación, están
tocadas por el concepto de culpabilidad, el cual articulamos aquí con otras
nociones griegas como la de virtud, cuya función esencial era la de operar como
regulación de la hamartía -error fatal- y de la hýbris –desmesura- como
expresión de las pasiones. La
tranquilidad del alma depende, en buena medida, de si somos capaces de regular
las pasiones, los excesos y lo innecesario. Dicha tranquilidad, acompañada de
fronesis, hacen del hombre común un ser sabio y virtuoso, es por lo que los
griegos consideraban que unos padres prudentes son un buen ejemplo para los
hijos. Ideas como estas retomamos en el apartado 2.4, por cuanto consideramos
en el presente trabajo que es la falta del cultivo de las virtudes, tanto en el
hombre moderno como en el contemporáneo, lo que
hace de él un ser sujeto al malestar en la cultura y, por consiguiente,
un potencial peligro para sí mismo y para los demás.
En este sentido consideramos, es
una inferencia lógica del diálogo de Ricoeur con Freud, que las virtudes
griegas, lo mismo que la idea de culpabilidad, operan como ley y como mecanismo
de preservación de la vida individual y colectiva. “Entre los griegos,
puntualiza Ricoeur (2004a: 197), los poetas trágicos y los oradores áticos son
los testigos de una reviviscencia de las representaciones y de las prácticas
catárticas relacionadas con la mancilla”. Noción esta que bien podríamos
articular con la idea freudiana de “huella mnémica”, la cual está en conexión
íntima con los desarrollos posteriores de Lacan en torno a la teoría de la
letra, el significante y el discurso de lo inconsciente. Asuntos todos ellos de
los que nos ocupamos con mayor detalle al inicio de la tercera parte del
presente estudio.
Ya que el filósofo francés en
muchos pasajes de su obra asocia la noción de culpabilidad, que algunos
moralistas podrían considerar sólo de origen judeocristiano, a los modos de
pensar y actuar entre los griegos, partamos entonces del diálogo en el que
Menón (o de la virtud) le pregunta a Sócrates (1985: 280): “¿Podrás, Sócrates,
decirme si la virtud puede enseñarse, o si no pudiendo enseñarse, se adquiere
solo con la práctica; o, en fin, si no dependiendo de la práctica ni de la enseñanza,
se encuentra en el hombre naturalmente de cualquiera otra manera?”. Desde la
perspectiva del diálogo entre Ricoeur y Freud se podría decir que las virtudes,
así como otras tantas nociones que con ellas guardan relación, se aprehenden de
modo inconsciente mediante procesos de identificación y sublimaciones (de la
pulsión, sobre todo agresiva) en la relación con un otro que, en calidad de modelo, transmite
varias formas simbólicas (eróticas y constructivas) del cuidado de sí. En
consonancia con estas ideas, dice Sócrates (1985: 307) “Nunca el hijo de
un padre virtuoso se haría malo, si
escuchaba sus sabios consejos”.
En esta perspectiva, invocamos
las palabras de Norbert Bilbeny (1998: 35-36), citado en el libro del profesor
Carmona, quien nos dice: “la verdad no es lo que esta detrás del velo, es el
hecho mismo del develamiento […] La verdad surge en y por el diálogo, pero no
necesariamente con la coincidencia entre las partes dialogantes”. Ese
interrogante aún tiene validez, sobre todo en una época en la que los ideales y
la función paterna han caído, donde reflexionar sobre múltiples problemas
éticos en los que se pretende regular, por ejemplo, la reproducción asistida,
la clonación, la emergencia de nuevos derechos, la política, los procesos de globalización
económica y cultural, los derechos humanos fundamentales, el medio ambiente,
las conductas delictivas y la guerra, etcétera, es una cuestión necesaria. En la antigüedad clásica, por ejemplo, fue la
guerra del Peloponeso la que puso en crisis la paideia griega.
Ahora, ¿necesaria para quién?
¿Piensa acaso el hombre contemporáneo en cuestiones como las que ocupaban la
mente del filósofo griego, para quien los asuntos relacionados con el bienestar
del hombre poseían la mayor prioridad? Para la filosofía en general y para
Freud en particular es claro que las virtudes, entendidas como esfuerzos
culturales fruto de la sublimación de las pulsiones, se pueden aprehender en la
relación con el otro. Si no fuera así, nada de lo que hacemos con la educación,
en pro de la evolución humana y cultural, tendría sentido. De hecho
consideramos que es el sentimiento de culpa el responsable del trabajo cultural
por preservar los bienes morales, la vida y las relaciones sociales a lo largo
de la historia humana. Desde la perspectiva hermenéutica se podría decir que
otro de los nombres de la virtud es la consciencia moral, o más precisamente,
que la virtud es un efecto del imperativo moral, ideal griego que al parecer se
caracterizaba más por la primacía simbólica y por una razón conciliadora, que
por un impulso imaginario destructivo y mortificador. Algo que se advierte en
el espíritu ético de la controversia en la Apología de Sócrates, donde se
aprecia que el problema central de las reflexiones de Sócrates (1985: 23), es
sin duda el de la virtud o excelencia (Areté). Por ello dice:
Toda mi ocupación es trabajar para
persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las
riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el alma y su perfeccionamiento;
porque no me canso de deciros que la virtud no viene de la riqueza, sino, por
el contrario, que las riquezas vienen de la virtud y que es de aquí de donde
nacen todos los demás bienes públicos y particulares.
La ética en Paul Ricoeur,
concepto ampliamente utilizado hoy con fines utilitaristas, guarda estrecha
relación con la denominación de culpabilidad y con las ideas clásicas asociadas
con la virtud, la cual constituye, si somos puntuales, algo así como la esencia
de lo humano. Una esencia que permite, tanto en el pasado como hoy, atrapar las
nociones fundamentales que nos permiten comprender el concepto de cultura y los
factores necesarios asociados a él para la preservación y cualificación de la
vida y los vínculos sociales. Con Independencia de que estemos plenamente de
acuerdo con Ricoeur (2009a: 214), este dice: “El concepto de cultura, en Freud,
por una parte representa lo mismo que el concepto del superyó, por otra algo
diferente y más amplio. La cultura sólo es otro nombre del superyó si le
asignamos como tarea primordial la prohibición de deseos sexuales o agresivos
incompatibles con el orden social”. En esta lógica, la virtud griega es otro de
los nombres de la cultura y, por tanto, otro de los nombres del superyó.
La virtud en Sócrates
Virtud, concepto quizás
remplazado posteriormente en la filosofía por el de ética, ha pasado en el
habla común a designar múltiples actos en los que se pretende destacar, por
ejemplo, no ya las competencias internas sumamente apreciadas por la filosofía
clásica, sino una actividad deportiva, la interpretación de algún instrumento
musical o cualquier ejecutoria en la que su autor posee una habilidad
destacada. En el mencionado diálogo (1985: 281)
Menón arriesga una primera definición sobre la virtud. Dice: “Nada más
sencillo: consiste en estar en posición de administrar los negocios de su
patria; y administrando, hacer bien a sus amigos y mal a sus enemigos,
procurando, por su parte, evitar todo sufrimiento”. Lo cual es imposible, según
el diálogo de los dos autores que hemos propuesto. Ahora bien, mientras las
ideas o los pensamientos de los griegos
se exteriorizaban en la polis, en la actualidad lo que es considerado
algo interno se ha desplazado a la exterioridad del sujeto, a sus actos, los
cuales son vistos como si no fueran efectos del ser. A menos de que hoy, asunto que habría que
poner en duda, pensemos que nosotros ponemos en acto lo que los filósofos
griegos solo podían reflexionar. En este
sentido, ¿somos más cínicos (hedonistas) que socráticos? ¿Más inclinados a
mostrar lo real del ser que lo ideal de este? Estas y otras más son las
preguntas en las que nos ocuparemos en esta inicial reflexión.
En aras a la precisión de lo que
pretendemos, nos ocupamos esencialmente de Sócrates, su discípulo Platón y
Aristóteles, en lo tocante al concepto
de virtud, otro de los nombres de la finitud y la culpabilidad desde la
interpretación que hacemos de la perspectiva de Paul Ricoeur (2004a: 273). Al respecto nos dice el filósofo francés que
gracias a un cierto rodeo, “el pensamiento penal de los griegos elaboró
conceptos semejantes a los de la culpabilidad judía; el carácter sagrado de la
ciudad es lo que mantiene al pensamiento penal griego en el terreno de la
semejanza con las nociones que la piedad judía elaboró después del exilio”.
Dada la conciencia del filósofo griego sobre la finitud, esto es, la falta en
ser y el límite de su existencia, desarrolló una serie de saberes y actitudes
sensibles en torno al mito, la poética, la ética, la política y la ciencia,
como expresión de sus preocupaciones sobre la virtud.
Para Norbert Bilbeny (1998: 56)
“la virtud es conocimiento del bien para cada uno, consistente en una vida
justa y moral, por lo que se deduce la necesidad del conocimiento de uno
mismo”. En cuanto al conocimiento del bien, nos lo recuerda el profesor
Carmona, Crombie (1998: 285) dice: “El bien es o depende de conocer cómo llevar
a cabo una vía satisfactoria, o si se ignora, de seguir los consejos de quienes
sí lo conocen; y que esto es el bien, porque el fin de la moralidad es
capacitar a los hombres para que vivan vidas satisfactorias”. Si tal propósito
no se da es probable que se sientan culpables por ello. Y unas cuantas páginas
más adelante el mismo autor agrega: “El conocimiento del bien y del mal es el
conocimiento del cómo vivir y de la parte de este último que es llamada
autocontrol es el conocimiento de que la razón, que está capacitada para darse
cuenta de las cosas imparcialmente, debe gobernar” (Crombie, 1998: 288). A tal
estado del alma se le conoce como felicidad.
El mito es otra forma de
expresión de las virtudes entre los griegos, algo que se observa con facilidad
en las obras del poeta Homero. Ahora bien, ¿qué hemos de entender por mito
desde la óptica de Ricoeur? Al respecto dice el filósofo:
Por mito, se entenderá aquí eso que
la historia de las religiones distingue hoy en él: no una falsa explicación por
medio de imágenes y de fabulas, sino un relato tradicional referido a
acontecimientos ocurridos en el origen de los tiempos y destinado a fundar la
acción ritual de los hombres de hoy y, de modo general, a instaurar todas las
formas de acción y de pensamiento mediante las cuales el hombre se comprende a
sí mismo dentro de su mundo” (2004a: 170-171).
Más precisamente es el caso del
mito trágico del rey Edipo, el cual sigue alumbrando (lo mismo que Hamlet), con
su profunda sabiduría simbólica, tanto nuestra enigmática naturaleza pasional,
así como las inquietudes sobre la dialéctica entre las inclinaciones al mal y
los esfuerzos por cultivar la dignidad y la virtud, pues como dice el autor
francés, “Edipo es, precisamente, el símbolo del crimen monstruoso y de la
falta excusable, del vértigo divino (áte) y de la mala suerte humana
(symphorá), como dirá el corifeo” (Ricoeur, 2004a: 271). En cuanto a Hamlet,
Ricoeur (2009b: 141) describe: “si el ‘histérico Hamlet’ duda en matar al
amante de su madre es que dormita en él ‘el vago recuerdo de haber deseado, por
pasión hacia su madre, perpetrar el mismo crimen con su padre’. Asociación
fulgurante y decisiva: porque si Edipo revela el aspecto de destino, Hamlet
revela el aspecto de culpabilidad vinculada al complejo […] El complejo de
Edipo es el incesto soñado; pero ‘el incesto es un hecho antisocial al cual,
para existir, la cultura ha debido poco
a poco renunciar’. Así la represión, que pertenece a la historia del deseo en
cada uno, coincide con una de las más formidables instituciones culturales, la
prohibición del incesto”.
Para Sócrates, nos dice Carmona
(2005), el saber es pensado como ethos, entendido como comportamiento, actitud
del hombre manifestada en el vivir cotidiano, que constituye el misterio y el
enigma por excelencia del quehacer del filósofo. En este sentido el hallazgo
socrático, para la filosofía de su tiempo, es esencial, pues centra la atención
en la responsabilidad del hombre y aparta su mirada del cosmos, no porque sea
un asunto trivial, sino porque considera que el objeto de la filosofía es el
hombre y la esencia de este es la virtud. La cual según la opinión de Menón
(1985: 287): “Me parece, Sócrates, que la virtud consiste, como dice el poeta,
en complacerse con las cosas bellas y poder adquirirlas. Así, yo llamo virtud
la disposición de un hombre que desea las cosas bellas y puede procurarse su
goce”. Aunque es claro, como lo afirma el mismo Menón, que existen sujetos que
desean lo malo.
Así propone definir al hombre
desde un examen de sí mismo, un examen que apunta a interrogar la cuestión
concreta de la virtud y como esta puede dar lugar a una mirada más profunda del
hombre y de la sociedad y de paso brindar opciones mejores para la vida. Es por
lo que Ricoeur (2004a: 115) dice sobre las virtudes: “La doctrina griega de la
‘virtud’ no tiene otra intensión que restablecer la amplitud originaria de lo
agradable, mediante la ‘suspensión’ del placer, e igualar de esa manera lo
agradable, o placer- adjetivo, con la felicidad misma”. Se podría decir que la
virtud, lo mismo que la culpabilidad simbólica (no traumática o dolorosa, sino
enlazada con la responsabilidad y con la ética) es una expresión del eros
creador y una exigencia moral al servicio del vínculo social.
Según Carmona, Sócrates da un
nuevo giro a la filosofía al mostrar la paradoja de que el hombre, desde la
perspectiva del ser o de lo que hoy conocemos como la subjetividad, es un
espécimen más lejano para sí que el mismo cosmos, un ser desconocido e
inabarcable. Este nuevo ideal, encarnado en la actitud filosófica, consiste en
hallar en los actos cotidianos del hombre la virtud, es decir, aquella cualidad
que permite la excelencia humana. La virtud, según nuestra memoria de las
virtudes griegas conforme al pensamiento de Paul Ricoeur en su diálogo con
Freud, es consecuencia de la consciencia racional de la finitud o falta
estructural y de la culpabilidad, entendida como responsabilidad ética. La
consciencia de que nos vamos a morir, del “ser para la muerte” dice Heidegger,
hace que los seres humanos reaccionemos con los otros a partir de actitudes
justas y generosas favorables a la sana convivencia de los sujetos en la
sociedad. Según Sócrates: “la virtud en este concepto no parece ser otra cosa
que el poder de procurarse el bien” (1985:288).
En esta misma onda de pensamiento
nos dice Ricoeur (2004a: 115): “La extraordinaria página del Gorgias -en la que Platón elabora
progresivamente las nociones de ‘bueno’, de ‘excelencia’, de ‘orden’, y
recupera, por medio de la de ‘conveniente’,
la concatenación de las ‘virtudes’ clásicas de la paideía griega
(templanza, sabiduría, justicia y piedad, valentía)- inicia toda la serie de
‘tratados sobre las virtudes’ hasta hoy”. Según Sócrates (1985: 292) en el
Menón: “Todo lo que se llama buscar y aprender no es otra cosa que recordar”.
El conocimiento de sí mismo, tal y como lo propone también Freud, es la puerta
del conocimiento de la virtud y para conquistarlo requiere de la pregunta
filosófica, la cual predispone para un combate dialógico entre pensamientos en
oposición. Otra versión del conflicto de las interpretaciones en Ricoeur. Es
pues de este modo como el ethos se ubica por encima de cualquier otro interés.
Carmona considera que la virtud, de acuerdo con
Sócrates, es una praxis que implica autonomía moral y el método del filósofo
crea las condiciones para su búsqueda, ubicando al hombre en el sendero de la
verdad (existencia finita) y teniendo que renunciar a sus creencias. En esta lógica nos dice el pensador francés:
“Tomada en su sentido primero de excelencia, la ‘virtud’ es el concepto crítico
que mantiene el enfoque intencional de la actividad en su conjunto; al designar
y distinguir las excelencias múltiples y comunitarias de la acción” (2004b:
115). Es por lo que se dice en el Gorgias “que el malvado, al obrar mal, es
miserable”. Entonces, como decía Aristóteles, mientras “la dicha es una
actividad conforme a la virtud”, la maldad es ausencia de esta, en el ámbito de
lo sagrado. Donde la virtud y lo sagrado coinciden en un punto, como era de
esperarse en el curso de la Edad Media, a partir de la noción de santidad.
Volveremos sobre este punto más adelante.
El creador del método mayéutico
consideraba que la filosofía pone en evidencia la contradicción y la
perplejidad del ser y, de este modo lógico y crítico, da a conocer las
paradojas del saber del hombre, el cual no es nunca completo o terminado. Es
así como la dialéctica no posibilita el dogma, en un andar cuasi a tientas por
un sendero agreste y escarpado donde se está las más de las veces sin sueño,
intranquilo y en una actitud desestabilizadora de la aparente armonía de los
otros. La reflexión filosófica por
esencia escinde, divide al sujeto. Una postura así, de desconfianza ante
cualquier pretensión de verdad, es obvio que desintegra, pone a vacilar y obliga
al sujeto a embarcarse en una permanente búsqueda. He aquí los cimientos de
toda actitud investigativa. En esta perspectiva, nos dice Carmona, la filosofía no hace sabio al sujeto, sino
que hace de él un constante enamorado de la sabiduría, su objeto de amor, se
podría decir, es esta.
Al plantear una vida abierta al
diálogo, Sócrates propone una vida expuesta al examen, a la interrogación,
expuesta a la crítica y discutida de manera racional. Todo esto solo es posible
mediante el lenguaje, el logos, pues ningún elemento asociado a la virtud o a
la ética podría ser comprendido de manera clara sin él. Dice Carmona que aunque Sócrates desconfiaba
del lenguaje, este es el medio que conduce a la esencia de los entes, al
cuidado de sí, de los otros y de las cosas. Por ello es la vía que apunta a la
sabiduría práctica, una sabiduría que intenta responder al interrogante de cómo
vivir mejor. La actitud sabia consiste en actuar con medida y regulación, de
allí su relación con la phrónesis, con la prudencia. La postura sabia no es
siempre mesura, es también entendida en términos de belleza, rapidez y agilidad
atléticas. En último término la sabiduría consiste en hacer el bien. Un hombre
puede ser sabio, considera Sócrates, sin que lo sepa. Sin embargo, conocerse a
sí mismo constituye el problema esencial del hombre.
Según el profesor Carmona, en
Sócrates la virtud posee como fundamento el carácter práctico del bien, el cual
es una construcción y no algo natural al hombre. Se obtiene por vía divina, se
aloja en el alma humana como idea del bien y dormirá allí hasta que el hombre
la despierte en su consciencia como rememoración. Lo divino aquí bien podría
ser pensado como actividad simbólica del hombre, como sublimación, por ejemplo,
que permite al sujeto adentrarse en los secretos del ser, cuestión que no todo
el mundo alcanza. Asunto que puede ser razonado como conversar con Dios. Según
Ricoeur (2003b: 77), hablando de Dios como metáfora, “dentro de la tradición
hebrea, Dios es llamado Rey, Padre, Esposo, Señor, Pastor y Juez”. En este
sentido el hombre virtuoso es alguien que dialoga con Dios, con la esencia de
sí y de las cosas. Conquista que muchas veces lo hace sentir orgulloso y
mostrarse arrogante. Al respecto, Ricoeur (2004a: 232) nos dice: “Siempre que
los griegos se han orientado hacia una relación de carácter personal entre el
hombre y los dioses, se han acercado a este tema del orgullo y de la arrogancia
y han visto en él el mal humano”. La virtud, en tanto esencia o verdad del
sujeto, surge de golpe en la conversación, en esto se asemeja a la virtud. La
conversación crea las condiciones para que la verdad emerja, en esta lógica la
verdad no es posesión de nadie sino que está en el intelecto y desde aquí,
azuzada por preguntas, se crea o configura.
La virtud en Sócrates, dice
Carmona, es conocimiento y todo saber es conocimiento de algo. Ahora, la virtud
es, de manera precisa, conocimiento del bien para cada sujeto, o sea algo
singular y consiste en una vida justa y moral solo posible por medio del
conocimiento de sí mismo. Conocerse a sí mismo implica un doble movimiento, es
reconocer en sí la propia esencia y de paso reconocer al otro, al semejante,
pues al saber el sujeto de sí, de pasada se entera de lo que le es propio al
género o especie humana. En este punto la reflexión filosófica, al disponer del
logos, opera como la poética, el arte o el psicoanálisis, el cual hace, en
último término, que el sujeto que padece se reencuentre consigo mismo y con el
semejante. Razón por la que se puede decir con Spinoza que la ética, en tanto
cuidado de sí, es el proceso de la filosofía.
A tal proceso también se le suele
llamar en la perspectiva filosófica de Ricoeur en su diálogo con Freud “cura
analítica del alma”, una terapéutica o una sublimación (a la manera de la
Askesis o Ataraxia griega, tal y como Foucault lo indica en La hermenéutica del sujeto) que consiste, al
final, en conocerse a sí mismo, cuidar de sí, saber de los propios límites y
disfrutar de las opciones de la vida. Respecto a la sublimación (de las
pasiones o de la pulsión de muerte, en el arte y en el psicoanálisis), Ricoeur
nos dice (2009a: 289): “No hay aquí ninguna reconstrucción ficticia del padre
que nos haga regresar hacia la sumisión infantil. Jugamos más bien con las
resistencias y con las pulsiones, obteniendo así un alivio general de todos los
conflictos. Freud se encuentra aquí muy cerca de la tradición catártica de
Platón y Aristóteles”. La mesura, según Sócrates, es la medida que justifica el
ser.
Ahora bien, la ética,
parafraseando a Sócrates, es otro de los nombres del saber y este, dice Bilbeny
citado por el profesor Carmona, aunque es la cuestión más plausible, no
consiste en sentirse bien sino en ser justo. Sin embargo, existe el caso por
todos conocidos de quienes obran injustamente, como el sujeto perverso, llamado
también cínico, y no se siente mal. Sócrates (1985: 300) en el Menón expone que
los seres humanos no somos buenos por naturaleza y que si llegan a serlo es por
la educación. En cuanto a las motivaciones del alma concluye: “Luego el alma
sabia gobierna bien, y la imprudente gobierna mal”. Gobierno que aquí pensamos
en términos de cuidado de sí (ética), cuidado de los otros (política) y cuidado
de las cosas (ciencia). Ahora bien, en cuanto a las nociones de cinismo y
perversión es necesario decir que en realidad no son lo mismo, así coincidan en
algunos puntos. La perversión es una categoría moderna que en el griego clásico
no existía, y el cinismo griego es distinto del moderno o actual.
Sentirse mal (culpable y con
remordimiento), en circunstancias que ameritarían una sensación así, es
cuestión de vida moral, de experimentar la presión interna del logos que sirve
a la virtud y por tanto al cuidado del alma y su perfeccionamiento. La visión
ética del mundo, siguiendo a Ricoeur (2004a: 14), es “el esfuerzo por
comprender, cada vez mejor, la libertad por medio del mal y el mal por medio de
la libertad. La grandeza de la visión ética del mundo consiste en ir lo más
lejos posible en esta dirección”. Las riquezas, los bienes públicos y privados
provienen del alma virtuosa, no al contrario, como se suele creer.
Según Carmona, fundado en Norbert
Bilbeny, la phrónesis, en la enseñanza socrática, rememora que es lo mismo que
el conocimiento práctico, un saber en efecto humano que se elabora y transforma
lenta y exigentemente en sabiduría, pasando por un incipiente y continuo saber
ético, hasta lograr que el conocimiento y la virtud se fusionen en el bien. Al
parecer todas estas nociones, asociadas al concepto de virtud, están
íntimamente articuladas a la idea cristiana de culpabilidad, la cual contribuye
a que el sujeto se abstenga, en la relación con sus semejantes, de efectuarles
un daño. En este sentido la virtud entre los griegos opera como entidad
psíquica reguladora de las malas acciones, asemejándose en un punto al concepto
diversamente empleado por Ricoeur para referirse a la concepción jurídica de
falta. El sujeto criminal, desde este encadenamiento lógico, es alguien en
quien no funciona ni el concepto de virtud ni la noción cristiana y
socio-cultural de culpabilidad, siendo evidente en él la ausencia de controles
y factores reguladores para operar con prudencia y sabiduría en el vínculo
social.
El influjo de Sócrates en Platón y Aristóteles
Ahora bien, como es sabido la
filosofía de Sócrates está presente, en muchos sentidos, en pensadores
posteriores, a tal punto que, como en el caso de Platón, hay quienes aún se
preguntan cómo saber, a ciencia cierta, quién habla en los diálogos, el maestro
Sócrates o el discípulo Platón. Es probable que ambos, pero al respecto hay
consenso en admitir, por las pruebas documentales y otros indicios, que el
influjo de Sócrates en la filosofía posterior fue decisiva. Sin embargo, ello no quiere decir que no
podamos aludir a algunos aspectos sobre la virtud de ambos filósofos. La virtud en Platón, como veremos a
continuación, brota del fluir permanente de preguntas y respuestas. En el
diálogo hay una actitud filosófica que genera claridad, esta despeja la doxa u
opinión como obstáculo para acceder a la esencia o verdad del saber. El diálogo
efectúa una labor depurativa.
La virtud filosófica, si se puede
decir así con Sócrates, consiste en dudar y cuestionar críticamente los saberes
establecidos e inamovibles, las certezas, las cuales alojan en el sujeto vicios
y posturas irracionales peligrosas que nos permiten una construcción
genuina. En este punto es conveniente
diferenciar, para no confundir, el Ethos socrático de la Episteme aristotélica,
así en algunos puntos de todas maneras se crucen. Es formular preguntas
aceptando de paso que no se esté completo en el saber y que esta ausencia,
cojera o agujero en el saber es lo único que permite buscar más y más saber. El
conocimiento, así como la virtud, se obtienen a partir del reconocimiento de su
ausencia. Esta ausencia cuando es consentida por el sujeto permite, poco a poco,
crear las condiciones necesarias para conocer cómo realizar una vida
satisfactoria, la cual es, dice Carmona, el fin último de la moralidad. Bien y
vida satisfactoria coinciden, se corresponden y ambas se asocian al concepto de
virtud.
En general, al bien lo podemos
entender como virtud, idea que se deduce de los primeros diálogos de Platón y
que es extendida a la república, como ciudad perfecta, y al gobernante. En este
punto hay una lógica de continuidad, una banda de moebius, entre la ciudad y el
sujeto, donde la virtud no opera solo en el ámbito individual sino también en
el colectivo o social. Es por ello que Sócrates (1985: 307), apoyado en el
poeta Teognis, nos dice en el Menón: “Nunca el hijo de un padre virtuoso se
haría malo, si escuchaba sus sabios consejos. Pero no harás a fuerza de
lecciones hombre de bien a un malvado”. En cuanto al concepto de República,
Crombie (1998: 295), citado por Carmona (2005), dice que: “no es un conjunto de
principios morales, sino una condición espiritual que es llamada, en conjunto,
virtud y que aquí se divide en sabiduría, valentía, templanza y justicia”.
Se dice que Platón ha sido el
primero en mostrar el recorrido que va de las cosas elementales a las ideas y
dentro de esas la idea del bien, concatenada con los conceptos de justicia y
belleza. Tal idea requiere, dentro del conocimiento de cómo vivir, diferenciar
lo que es bueno de aquello que daña. El
conocimiento permite tener una idea clara del bien y contrastar los actos que
coincidan o no con dicha idea. Al aspirar al conocimiento el sujeto deriva
simultáneamente autocontrol y felicidad.
En esta perspectiva, se suele decir, idealizando un tanto, que el
filósofo es el único en conocer las inclinaciones humanas y quien ha logrado
dominarlas por medio del saber. Sin
embargo, podríamos decir con Carmona que el deber de todo hombre, y esto lo
reconoce la filosofía (pues cada autor, o al menos escuela, tiene su filosofía)
es ser él mismo, es decir, conquistar su propia singularidad. Una postura así es considerada racional y
constituye una opción ética.
En la perspectiva del profesor
Carmona, Platón piensa a la virtud como ideal de orden y considera que hay
fundamentalmente cuatro virtudes. Ellas
son: la sabiduría (sofía), como parte racional del alma; el coraje (andreia),
como algo opuesto a la cobardía moral; la templanza (sofrosine), relacionada
con las dos anteriores y definida como gobierno de la razón, y la justicia
(dikaiosine), concebida como la virtud por excelencia que hace que cada uno
lleve a cabo la función que le corresponde.
Entonces la sabiduría, que es para Platón al mismo tiempo prudencia,
engloba también a la virtud del conocimiento y del bien. Según Sócrates (1985:
310), y en consonancia con la virtud, “sólo dos cosas dirigen al bien: la opinión
verdadera y la ciencia”. La remembranza o recuerdo del alma es el medio que la
sabiduría emplea para acceder a la justicia, la cual, como hemos dicho ya,
concuerda con la belleza y con la idea del bien. En esta orientación Carmona
nos recuerda lo que Charles Taylor (1996: 138) dice: “El amor al eterno orden
bueno es la fuente última y la verdadera forma de nuestro amor a la acción
buena y la vida buena. La base más segura de la virtud es la percepción de ese
orden, que no es posible ver sin amor. Por eso, la filosofía es la mejor
protectora de la virtud”. La idealidad de la virtud es para Platón la
sabiduría, que es también considerada prudencia y justicia. La vida es posible
en tanto reflejo de la sabiduría y la mesura. Todos estos factores constituyen
el bien, bien que es puesto en la república en la escena social.
De acuerdo con Carmona, y
parafraseando a Cristopher Rowe, la educación ocupa en todo esto un lugar
preeminente, pues arranca desde la niñez y se perpetúa durante toda la vida con
el fin de conquistar la virtud por medio del ideal de llegar a ser un ciudadano
perfecto, que sabe cómo ser gobernado y como puede gobernar de modo justo. Lo
cual nos evoca la enseñanza bíblica cuando nos dice en uno de los Proverbios:
“Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él”
(Pr. 22. 6). La idea de Platón en la República consiste en crear ciudadanos que
compartan sus responsabilidades con el Estado, en una lógica de continuidad y
no de ruptura entre sujeto y sociedad a la luz del bien. La virtud, en este
sentido, es el fundamento de la vida individual y lo que justifica la vida en
comunidad, por ello es considerada la idea del bien supremo, un principio de
verdad que, según Platón, es el fundamento de todo.
Sin embargo, Paul Ricoeur (2001b:
296) en Ideología y utopía considera que “el platonismo es un modelo estático y
no una potencialidad de cambio. En cierto sentido, podemos decir que la
universidad procede de esta utopía porque se supone que podemos modificar la
realidad con mejores conocimientos, con una educación superior, etcétera. Esta
forma es utópica en la medida en que niega, y a veces muy ingenuamente, las
fuentes reales del poder, que están en la propiedad, en el dinero, en la
violencia y en todas las clases de fuerza no intelectuales”. En esta
perspectiva Platón considera que la virtud (areté) puede y debe ser enseñada y
precisa que solo el filósofo, no el sofista, está en capacidad de asimilarla
dado el conocimiento de la episteme que posee. Idealiza al filósofo y ubica al
resto de los mortales por fuera de tal posibilidad.
En fin, siguiendo al profesor
Carmona, Platón considera que al ser el filósofo el gran indagador de las
virtudes del hombre, el único capaz de auscultar y profundizar en el alma
humana y sus enigmas, es el más apto, dada la responsabilidad ética que ello
implica, para gobernar. Según Ricoeur (2001b: 168): “En Platón, por ejemplo, el
papel desempeñado por los sofistas demuestra que ningún amo gobierna por la
pura fuerza. El gobernante debe convencer, debe seducir; cierta deformación del
lenguaje acompaña siempre al empleo del poder”. En esta lógica, Sócrates (1985:
283) se pregunta: “¿Y es posible gobernar una ciudad, una casa, o cualquier
otra cosa, si no se administra conforme a las reglas de la sabiduría y de la
justicia?”. La filosofía opera como
protectora de la virtud y de la vida y esto no se da sin amor, por ello
filosofía es amor a la sabiduría, al saber y en este sentido va un poco en
contra de la postura narcisista de cada sujeto que se resiste a saber.
De conformidad con el profesor
Carmona, Platón considera que en formas del gobierno como la timocracia, la
oligarquía, la democracia y la tiranía no gobierna la razón, el bien, sino la
perversión y el vicio. En este punto Paul Ricoeur (2001b: 225) argumenta lo
siguiente: “Cuando leemos lo que Platón dice sobre el tirano, lo comprendemos
muy bien. En política cometemos siempre los mismos errores, y esto puede
deberse a que se trata de cuestiones que siempre se repiten: el empleo del poder,
el uso de mentiras por parte de quienes ejercen el poder, etc.” Aspectos que asociamos también a la postura
narcisista, la cual se caracteriza por una idea de completud imaginaria, y no
de falta o carencia como en el filósofo que le permite continuar haciéndose
preguntas y dudar, factor esencial de su postura ética. Dice Sócrates (1985:
291): “Porque si llevo la duda al espíritu de los demás, no es porque yo sepa
más que ellos, sino todo lo contrario, pues yo dudo más que nadie, y así es
como hago dudar a los demás”. En la postura narcisista el sujeto no duda de sí
sino que tiende a poseer certezas.
Por su parte, según Ricoeur
(2003a: 275), Aristóteles en la Ética a
Nicómaco “también se encamina hacia una formalización del bien y del mal: las
virtudes se definen simultáneamente por su objeto y por su carácter formal de
justo medio, el mal es ausencia de justo medio, descarrío, extremo en la
desviación”. Es así como Aristóteles, nos dice Carmona apoyado en Emilio Lledó,
va a organizar el discurso sobre la moral y las ideas adyacentes de bien,
felicidad, justicia y virtud, entre otras, bajo el concepto de ética. La ética
es solidaria con una filosofía que ubica al hombre en el núcleo de su
reflexión. Hace de su elaboración sobre el hombre una construcción científica,
al hacer de la ética un espacio para el saber y al darle identidad por medio de
un lenguaje concreto. Sin embargo, dice Paul Ricoeur (2001b: 208) que
Aristóteles consideraba “que en las cuestiones humanas no podemos esperar el
mismo tipo de exactitud que en las cuestiones científicas”. La creación de principios y la fundamentación de un
lenguaje que limita el decir, permiten a Aristóteles la conquista de un
territorio para la ética. Ahora bien, de
acuerdo con el diálogo entre Ricoeur y Freud, se infiere que la ética es
consecuencia del sentimiento inconsciente de culpabilidad, el cual es, a su
vez, un efecto de las exigencias de la instancia moral en la subjetividad.
Pensamiento y lenguaje aparecen
en Aristóteles íntimamente asociados, pues considera que la precisión
lingüística, como se sostiene hoy en el discurso de la ciencia, es esencial
para una comunicación racional efectiva. Por medio del lenguaje nos aproximamos
a la realidad. Con Aristóteles se inicia la distinción contemporánea entre las
palabras y las cosas; entre el signo y la realidad hay discontinuidad o
ruptura, el lenguaje no representa totalmente la realidad, cuestión que instala
el malentendido en la condición humana y destituye la ilusión de una
comunicación eficaz entre los hombres, amparada en la confusión entre signo y
realidad. El estagirita, nos lo sugiere
Carmona, parte de aporías (problemas), de enigmas, paradojas y encrucijadas; es
un especialista en lo tocante a producir saber a partir de la contradicción y
lo que hoy llamamos el pensamiento complejo. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 474),
la interpretación (hermeneia) es para Aristóteles “la obra misma del discurso
significante en general”. En él se articulan pensamiento, lenguaje y realidad.
Ahora bien, dice Carmona (2005),
que en el libro II de la Ética nicomaquea, alusivo a la virtud, comenta
Aristóteles que la virtud se adquiere por medio del ejercicio, es decir, por
las actuaciones particulares de los sujetos que van dando a conocer una idea
puntual sobre la virtud. Los actos
humanos reflejan el grado de virtud o no del ser. El proceso en la actuación de un agente es el
siguiente: consciencia del acto, elección del acto y actuaciones firmes e
inquebrantables. De acuerdo con Hans
George Gadamer (1996: 383-384), citado por Carmona en su libro, Aristóteles
hace de la ética una disciplina independiente de la metafísica y critica la
idea del bien de Platón. Por ello: “Erige frente a ella la cuestión de lo humanamente bueno, de lo
que es bueno para el ser humano, en la línea de esa crítica resulta exagerado
equiparar virtud y saber, areté y logos como ocurría en la teoría
socrático-platónica de las virtudes”. Según Gadamer, el fundamento del saber
ético de lo humano es el esfuerzo (orexis), el cual tendría el propósito de
transformarse en un talante de
firmeza. La orexis es también deseo,
disposición o apetito de saber. Solo una educación con una actitud de este tipo
hace posible la conquista de la virtud, la cual, según Aristóteles, se funda en
el término medio, en una posición regulada entre dos extremos. No opera como
una certeza inamovible sino que parte de la singularidad de cada agente.
Según Carmona, ser virtuoso
implica una actitud que conduce a una decisión justa y razonable. A esto se le
conoce también como prudencia y es una situación que privilegia no solo la
singularidad del sujeto sino además las circunstancias particulares del
contexto. No es una cuestión estandarizada. La función de la decisión ética
consiste en atinar con lo adecuado, con lo conveniente, en una situación
puntual. Determinar qué es correcto y hacerlo. Lo anterior implica no estar
enredado en las telarañas de la vacilación y la culpabilidad y disponer de un
deseo claro, decidido y ético. La culpabilidad, como se infiere por la lectura de Ricoeur y Freud, obstruye y facilita al
mismo tiempo la realización del buen propósito y hace en muchos casos que el
sujeto renuncie a lo que le conviene, todo por falencias internas en lo tocante
al cuidado de sí (epimeleia heautou). En la perspectiva de Ricoeur (2009b:
195): “La ética tal y como Aristóteles la concebía y tal y como se puede
todavía concebir […], habla en abstracto de la relación entre las virtudes y la
búsqueda de la felicidad. Bajo su forma narrativa y dramática […], aprendemos a
unir los aspectos éticos de la condición humana con la felicidad y la
desgracia, la fortuna y el infortunio”.
Es claro que la búsqueda de la
vida buena hace parte constitutiva del cuidado de sí, vida buena que sabemos
muchos sujetos no pueden alcanzar, dadas sus inclinaciones internas hacia el
mal, que hacen de ellos seres profundamente atormentados y empeñados en su
encuentro con la maldad, lo cual nos permite decir que la culpabilidad tiene en
este aspecto un lugar central. Aristóteles, dice el profesor Carmona, le da un
gran crédito a las actuaciones del hombre y considera que por la práctica de
cualquier virtud es que esta se fortalece en el caso por caso. Piensa que la
prudencia es una virtud del intelecto y que sin esta ninguna de las virtudes
del carácter pueden ejercerse. La teoría de la virtud “contemplada e inmóvil”,
considera Emilio Lledó, no se sostiene más con Aristóteles. La
intersubjetividad ha de tocar la realidad, de lo contrario se convierte en algo
abstracto, rígido e ideal.
Ahora bien, se podría decir que
la ética de Aristóteles se emparenta, según Pierre Aubenque, con la prudencia,
ese saber singular que supone la adquisición no solo de cualidades naturales,
sino además de virtudes morales como el
valor, el pudor y la templanza. A esta
última, la podemos considerar la salvación de la prudencia. La moral de
Aristóteles, más que ser una cuestión ideal, es por condición una moral del
hacer y en esto se asemeja en un punto a la virtud estoica, cínica y epicúrea.
De acuerdo con Aubenque (1999: 106), citado por Carmona: “La moral de
Aristóteles es, si no por vocación, al menos por condición, una moral del
hacer, antes de ser y para ser una moral del ser”. No es una ética ideal sino realista, pues
parte de lo que son las cosas y de lo que es el hombre y se apoya no en lo
mejor, en términos absolutos, sino en lo mejor posible, dadas unas
circunstancias concretas.
He aquí su conexión con la
ciencia, la cual hace todo lo posible por procurar la objetividad y reducir al
máximo los factores imaginarios presentes en toda postura ideal. Lo justo,
según Aristóteles, es la proporción, mientras que lo injusto apunta a los extremos;
por ello no es una virtud, es un exceso, una falta de moderación, un goce,
diría Lacan. En cuanto a la ética y su conexión con la virtud Ricoeur (2009a:
392) comenta: “Defraudaríamos, pues, a la especificidad de la interpretación
freudiana de la ética si pasáramos demasiado a prisa sobre los rasgos arcaicos
del superyó”. Por ello en el presente trabajo existe una relación íntima entre
los conceptos de superyó, culpabilidad y crimen
La justicia es para Aristóteles,
de acuerdo con el profesor Carmona, la virtud compleja, comprende a las demás y
no solo sirve a quien la posee sino también en relación con los semejantes, por
ello es considerada por su maestro el fundamento de la república. Quien obra de
modo justo actúa de manera equitativa, sabe ceder, evita riesgos innecesarios y
tiene la más de las veces la ley de su lado. Aristóteles, dice Carmona (2005:
65): “propone una imagen del hombre injusto como transgresor de la ley, y
deduce el obrar del justo como aquel que observa la ley; y de aquí propone como
elemento de comprensión lo equitativo, el justo medio, la moderación; lo cual
deberá conducir a la felicidad como fin último”. La justicia es sometimiento al
derecho de la igualdad, es un derecho fundamental consagrado en nuestra
constitución política.
Según Agnes Heller (1990), la
vida buena se basa en rectitud (elemento supremo), desarrollo de las dotes en
talentos y la práctica de estos y la profundidad emocional en los vínculos
personales y sociales. Por su parte, el hombre malo (delincuente o criminal),
de acuerdo con Aristóteles (1982: 195) “no puede estar dispuesto amistosamente
ni siquiera consigo mismo, por no tener en sí nada amable. Y como estar así es
muy grande desventura, hemos de huir de la maldad con todas nuestras fuerzas y
afanarnos por ser justos, pues de este modo podrá uno estar amistosamente
consigo y ser amigo para otro”. De acuerdo al diálogo de Ricoeur con Freud, se
podría decir que el sujeto caracterizado por la maldad, esto es, por el
predominio de la pulsión de muerte, no sólo es incapaz de cuidar de sí y de sus
propias cosas, sino que además no puede velar por los demás.
Los amigos son los que marchan
juntos y para Aristóteles (1982: 165-166) es una cuestión esencial la amistad,
así considera que “lo semejante busca lo semejante”. Sobre la amistad, el mismo
Aristóteles dice lo siguiente: “cuando los hombres son amigos ninguna necesidad
hay de justicia, pero, aun siendo justos, si necesitan de la amistad, y parecen
que son los justos los que son más capaces de la amistad”. En este orden de
ideas la amistad aparece articulada a la noción de bien, de bueno y placentero.
“Los amigos son bienes” (Aristóteles, 1982:175), no a la manera contemporánea
del capitalismo. Asocia la amistad con la justicia y dice que “lo que es en potencia,
su obra lo revela en acto” (Aristóteles, 1982: 198). Para Aristóteles existe
una relación estrecha entre la vida, la mente y la felicidad. La esencia del
hombre, parafraseando al estagirita, es su mente, la subjetividad y dentro de
esta, siguiendo el diálogo de Ricoeur con Freud y aún con Lacan, estaría el
superyó y dentro de él estaría inscrito el Significante-Nombre-del-Padre como
el principal motor de las virtudes, los deberes y la responsabilidad ética.
Diógenes y la virtud
Se podría decir que aunque en
Paul Ricoeur no se encuentran desarrollos o alusiones significativas sobre
Diógenes, ya que probablemente la postura filosófica del cínico reñía con sus
modales, estilo y carácter, aquí nos
referiremos a él, tras la óptica de Michel Onfray, con el propósito de
vislumbrar algunas diferencias entre una postura virtuosa y escrupulosa (como
la que Ricoeur plasma en el talante del hombre culpable) y otra actitud como la
del sujeto cínico, que por el contrario es punzante y desprovista de la cortesía
que imprime la presencia de tal afecto. Sin embargo, quien es irónico no
necesariamente es alguien desprovisto de culpabilidad, ejemplos de ello son
Jenofonte, entre los griegos, y los irlandeses Jonathan Swift y Oscar Wilde,
entre muchos otros.
Partimos pues de Diógenes como
representante del estoicismo, el cinismo y el epicureismo, en lo tocante a la
oposición a los filósofos considerados idealistas, los cuales, según él, solían
quedarse en especulaciones abstractas sin poder dar cuenta de la realidad, de
una filosofía práctica. El acento en esta ocasión se pone en los actos,
cuestión que coincide con la postura del cínico y del sujeto perverso, como
sugerimos más adelante, quien en parte se burla de la actitud neurótica y
soñadora del que soporta su existencia en los ideales de prudencia. Los
cínicos, nos dice Cicerón en Los deberes, hacían todas las cosas públicamente
como los perros, de donde tomaron el nombre. Dice Cicerón (1984: 41): “Más
tocante al sistema de los cínicos, es necesario proscribirle enteramente como
enemigos declarados del pudor, sin el cual nada puede haber recto, nada
honesto”. El cínico, y Diógenes lo es aunque no como en la actualidad lo
entendemos, al parecer tiene dificultades propias del carácter (estructurales)
para ser alguien prudente y moderado; estas dos virtudes, según se observa, no
hacen parte de su modo de operar. Ya
veremos por qué.
En este apartado relacionamos a
“Sócrates con Diógenes” (aunque de modo implícito también a “Ricoeur con
Onfray”), en un intento de asemejar, guardadas las proporciones, a esa pareja
de pensadores con el texto de Lacan titulado “Kant con Sade”, en el cual el
psicoanalista francés muestra, con una lógica implacable, cómo en Sade aparece
con toda nitidez, como en una fotografía, lo que en Kant difícilmente se puede
deducir como en un negativo. El mencionado símil es importante porque a través
de él se indica que la naturaleza pulsional en el primer caso, considerado por
la mayoría tradicionalmente como una perversión, aparece con toda claridad. Lo
horrendo del ser es desocultado, emerge, brota y escandaliza al observador
desprevenido; mientras que en el segundo las pasiones, por la acción de la
represión, la cual guarda estrecha relación con la noción de virtud que hemos
venido considerando, solo se insinúan.
Mientras Diógenes, en este caso,
es pues símbolo y metáfora de Sade, y este de aquel, por su parte Sócrates es
una representación de Kant, aunque más
preciso sea quizás decir, así se trate de pensadores de épocas distintas, que los
primeros son una alegoría de los segundos. En Sócrates, y es la idea que
intentamos establecer, opera el ocultamiento dada la eficacia de su instancia
moral, de los componentes pasionales de su ser. El filósofo en esta orientación
es el que hace todo lo posible por ser prudente y ello requiere, como se puede
deducir, efectuar una administración prudente de los usos del lenguaje y de los
actos del sujeto. Quien no padece este influjo moral, probablemente se
encuentre en condiciones de hablar y actuar con mayor soltura, actitud que en
Diógenes y en todo el que posee una disposición psíquica similar es motivo de
orgullo el vivir mostrando lo que otros de manera afanosa ocultarían. Es
también la oposición que hay, según la clínica psicoanalítica, entre la perversión
y la neurosis obsesiva.
Diógenes, según Michel Onfray en
su libro Cinismo. Retrato de los filósofos llamados perros, aparece como un
sujeto que ha dejado de esperar, es un desesperanzado, alguien sin ilusiones y
sin mitos. Un ser que prefiere la realidad misma antes que la idea sobre la
realidad, aunque habría que pensar con detenimiento si esta relación del sujeto
con la realidad es pura y simple, pues la experiencia enseña que los
componentes simbólicos e imaginarios siempre están articulados con lo real y
este registro no aparece puro nunca, ni siquiera en la noción de perversión que posee el
psicoanálisis y tampoco en la nomenclatura psiquiátrica de las psicopatías. La
cuestión es más un deseo que una realidad. Sin embargo, hay acuerdo en que el
sujeto con estructura perversa posee una actitud caracterizada por un mayor
realismo gnoseológico o ético-político que el del neurótico o el psicótico,
pero ello, a la luz de las virtudes filosóficas, no hace de él una mejor
persona, tal y como constatamos hoy en el mundo la proliferación del fenómeno
de la guerra y el crimen que son, posiblemente, efectos de dicha estructura y
de los imperativos de goce, los cuales son reforzados y alimentados por el
capitalismo y la misma dinámica de la ciencia al servicio de él.
Diógenes comparte con Aristóteles
el gusto por el reino animal, mientras este se ocupa de estudiar la Historia de
los animales, aquel emplea a estos para ironizar la condición del hombre, es el
caso cuando pretende informar sobre las virtudes del pez masturbador (el cual
si siente la necesidad de eyacular lo hace saliendo de su retiro y frotándose
contra algo áspero) y del perro al que considera el rey de los animales
cínicos. En cuanto a la alusión sobre la masturbación, se podría decir de paso
que existe para Freud una relación estrecha entre el onanismo, como acto
antisocial, y el crimen. En ambos casos hay una oposición decidida (por parte
del sujeto) a la sociedad. Otro aspecto
importante a destacar por Onfray sobre los animales es que fue un ratón, o
mejor, las especulaciones e interpretaciones que hiciera de este animal, lo que
condujo a que Diógenes se hiciera filosofo cínico, al observarlo y deducir que
era un modelo de despreocupación, independencia y libre de influjos nostálgicos
e imaginarios.
Diógenes enseña que lo
real-singular de los sujetos y de las cosas no puede ser atrapado por el
lenguaje ni reducido a conceptos o a palabras.
Por ello se burla de Platón desplumando un gallo vivo y lanzándoselo, en
una reunión, para que este pensara si en realidad era adecuado comparar a un
“bípedo sin plumas”, como representación del hombre, con un gallo desplumado
(Onfray, 2005: 58-59). Tanto el “bípedo
sin plumas” como el “gallo desplumado” son metáforas del hombre que es
necesario pensar e interpretar, pero no tomarlas al pie de la letra como si la
palabra o el significante fueran lo mismo que el objeto o lo real. Los hechos contradicen los efectos del
lenguaje. Mientras Platón intenta
derivar lo sensible del mundo inteligible, Diógenes procura extraer este de lo
sensible, de lo real corporal.
Michel Onfray argumenta que los
cínicos se interesaban por la inmanencia, la cercanía de las cosas, la vida
cotidiana y lo concreto, por ello atacaban las ideas de Platón. Al respecto Diógenes decía, de manera
irónica, que no veía en lo más mínimo las esencias de las que supuestamente
derivaban los objetos. Veía un perro pero se sentía ciego ante la “perreidad”.
Intentando hacer coincidir el acto con la palabra consumía los alimentos
crudos, así procuraba realizar todo cuanto pensaba y decía; si sentía un deseo,
inmediatamente lo satisfacía con el fin de no dejarse esclavizar por él y
conservarse libre, si no encontraba mujeres, con las cuales satisfacer sus
impulsos sexuales, se masturbaba, pues no era partidario de la abstinencia.
El placer inmediato es para
Diógenes el remedio de la libido, en este sentido se vuelve hedonista al no
complacerse en el ascetismo o no hacer de la resistencia al placer una
ley. Piensa que el goce sin límites ofrece
una calma sin igual para nada comparable con el estado del renunciamiento. Es
así como rehúye al dolor y al sufrimiento, negándolo, racionalizándolo como el
maestro Eckhart en el siglo XIV con El libro del consuelo Divino, aunque es
claro que “Diógenes no cree en las virtudes masoquistas ni en las beatitudes de
la mala conciencia, tan bien analizadas por Nietzsche” (Onfray, 2005: 63).
Diógenes no se sacrifica a ningún ideal asceta como sí lo tiende a hacer el
sujeto moralista, quien es determinado por su estructura obsesiva y por su
culpabilidad. Al parecer Diógenes no sentía vergüenza, remordimiento, ni
culpabilidad por nada. Cuestión bien problemática, sin que necesariamente
adoptemos una posición moralista.
El cinismo, dadas las
demostraciones en público de sus representantes que los ponían en aprietos, se
convirtió en un momento en precursor del estoicismo. El dominio de sí no era el
rasgo distintivo de Diógenes, como sí lo era para los estoicos. Era una postura económica, práctica, en el
sentido de no desgastarse procurando lo imposible. Su ascetismo implicaba dos
tipos: uno psíquico (o del alma) y otro físico (o corporal). Independientes,
apartados, son ineficaces. Solo la
complementación de ambos elementos permite una mayor cualificación. Ahora, el
carácter de un asceta estaba condicionado por el dominio del cuerpo, sus
posibilidades, capacidades y límites. Según Onfray, un cinismo bien
administrado conduce al camino del
deleite y el goce de uno mismo, es por ello que el cínico termina planteando la figura de un filósofo
errante. Así el auténtico filósofo es el que en
medio de la sencillez y la miseria incorpora el pensamiento en su vida y
esta en aquel.
El filósofo, dice Michel Onfray
(2005: 70) basado en una experiencia de Cioran, es el que se preocupa “por
avanzar siempre hacia un nivel cada vez más elevado de inseguridad”, razón por
la que se le suele apartar, pues su presencia se torna incómoda para todos
aquellos que requieren sostenerse a base de apariencias de control, seguridad y
consistencia. Recordemos, además, que no hay algo más molesto para el ser
humano que asumir su falta estructural como ser limitado, carente e incompleto,
pues cada quien sueña con la completud. Razón por la que al sujeto le tiende a
costar tanto, en lo simbólico, asumir la culpa o la responsabilidad por sus
actos. En este sentido, si Sócrates era un maestro para cavar la falta en el
otro, como lo es el histérico, Diógenes no lo hacía nada mal. Lástima que hoy
un funcionamiento así, fundado en preguntas dirigidas a descompletar al Otro
del saber, se halla encargado, sobre todo en las universidades, de hacer del
saber una actividad inofensiva.
De acuerdo con Onfray, la filosofía
en Atenas, y probablemente aún más en Roma, tenía un propósito firme: el
bienestar y la calidad de la existencia. Las distintas formas de sabiduría,
entre ellas la postura cínica, plantean técnicas para llevarla a cabo con un
mínimo de penas y sufrimientos. Adicionalmente, se podría decir recordando a
Foucault que la filosofía opera como dispositivo que dispensa tecnologías para el yo y de este modo crear las
condiciones para el cuidado de sí, de los otros y de las cosas. La finalidad de la filosofía cínica es la
felicidad a partir de la conquista de la libertad, una felicidad que consiste
en vivir de acuerdo con la naturaleza y no a partir de las exigencias del
conglomerado social. En esta perspectiva
el cínico en Grecia (que conviene no confundirlo con el actual) se asemeja al
sujeto curado del sentimiento de culpa por el dispositivo analítico. Al final
de la experiencia analítica, dicen algunos testimonios del pase que solo es
libre quien no espera nada ni está cargado
de temores imaginarios, los cuales a la postre inhiben al sujeto para
despertarlo a una vida mejor, no impregnada de ilusiones promotoras del
conformismo. Sin embargo, es necesario señalar que una actitud así, desprovista
de culpabilidad, puede esbozar o crear las condiciones, poco a poco, para una
conducta delictiva y criminal.
Diógenes se daba a conocer como
un hombre decidido por lo verdadero y experimentaba cólera ante la postura que
medio decía la verdad o la ocultaba, como eran los filósofos de su época a los
que criticaba. En esto consistía su ética, una posición fundada en lo real de
la existencia y no en los malabarismos del lenguaje que ocultan, en muchos
casos, la esencia de lo humano. El problema es que al parecer creía que las
palabras coinciden con las cosas y que no eran necesarias la metáfora y la
interpretación, cuestión que puede empujar a múltiples rigideces. Al respecto
es necesario decir que hay una distinción básica entre el cinismo de Diógenes,
al cual hay que denominar e inscribir dentro de una clasificación de responsabilidad
ética, y la perversión del sujeto contemporáneo que adolece de pasión por la
verdad, de responsabilidad por el cuidado de sí y los efectos de su obrar en el
otro y en las cosas. De todas maneras,
es necesario aclarar que no todo cínico (antiguo) es perverso y no todo
perverso contemporáneo es cínico.
Entonces, mientras el cínico era
un crítico de las posturas engañosas de su época y procuraba con su modo ligero
e inusual alcanzar la virtud filosófica con la menor dilación posible, el perverso,
sobretodo hoy, le apunta a un gusto patológico por el poder y un goce,
entendido como satisfacción, que no halla límites, convirtiéndose en una
amenaza que ni procura el cuidado del sujeto ni tampoco el bienestar de sus
semejantes o de las cosas. Algo en lo que profundizamos en las dos últimas
partes de la presente indagación. Un ejemplo de lo anterior en nuestro medio
son los sujetos al margen de la ley o los criminales, quienes según la ley de
Dracón en Grecia, comenta Ricoeur, eran desterrados y sustraídos del contacto
con sus conciudadanos. Sin embargo, dice, esa misma ley declaró a unos
“criminales ‘involuntarios’, distinguiéndolos de los criminales ‘voluntarios’”
(2004a: 200). Tanto unos como otros estarían contagiados y afectados por la
mácula simbólica de haber faltado a la ley.
En esa lógica, tanto Orestes como
Edipo aparecen mancillados, mientras que llama la atención que Aquiles, el
héroe de Homero (más antiguo que los dos, que también ha matado), aparentemente
no. Según Ricoeur (2004a: 268), “al Areópago van, en adelante, los crímenes
‘voluntarios’, cuya venganza la Ciudad le retira a la familia; al Paladión,
algunos crímenes ‘involuntarios’ discutidos, a veces considerados inocentes o
castigados con el destierro; al Delfinión, los crímenes francamente
‘involuntarios’ ocurridos en los juegos o en la guerra”. Sin embargo, lo
involuntario de Edipo, en cuanto al incesto y al parricidio perpetrado, con
Ricoeur y Freud adquiere otra interpretación, pues hunde sus raíces en las huellas mnémicas del deseo inconsciente,
deseo del que el sujeto es finalmente responsable.
El trabajo de la filosofía
consiste, según Michel Onfray, en descubrir la superchería, denunciarla y
llevar a cabo una pedagogía de la desesperanza.
La filosofía y el psicoanálisis operan como medios de elaboración que
permiten acercar al sujeto a lo real, una conquista que permite a este
responder solo a una norma propia y no buscar en cualquier trascendencia
alienante el fundamento de su actuar. He
aquí el fin del cínico, quien procura avanzar rápido, así el camino sea más
arduo. Es importante precisar que una actitud como la que promoviera la escuela
cínica, a la que se le negó el derecho a existir, tampoco hoy gozaría del aval
y el reconocimiento social, pues el gusto por la verdad nunca ha sido el punto
de partida ni de llegada de ninguna sociedad. Lo demuestran las distintas
prácticas periodísticas, la actividad en los juzgados y el saber del arte, la
clínica y el psicoanálisis.
Los cínicos, con Diógenes a la
cabeza, eran sujetos sumamente libres y por tanto rebeldes, su lema era la
expresión de la soberanía de una personalidad singular, cada uno era una
especie de dios en potencia, por ello Diógenes decía que su vida consistía en
tomar a los dioses como modelo de vida, aunque paradójicamente vio en los
animales el molde que debía emular. Así, lo divino deja de ser exterior al
hombre para convertirse en algo constitutivo de su ser. El ser, parafraseando a
Dionisio Areopagita, es lo divino del hombre, algo que no riñe con la teoría
del símbolo en Paul Ricoeur. En Freud es lo que se va a conocer como el ideal
del yo, un sector psíquico conformado a imagen y semejanza de la instancia
parental.
Algunos autores como Máximo de
Tiro, citado por Onfray, consideran que Diógenes conquistó la unión difícil
entre ética y estética o entre moral y estilo. Su ascetismo, un poco similar al
que se le atribuye hoy a varios grandes psicoanalistas (en el punto de la
abstinencia), le permitió conquistar una autonomía cercana a la de los dioses
por medio del cálculo metódico de una aritmética del deseo y el goce. Sin
embargo, el psicoanalista no es en ningún caso el prototipo del cinismo. Ahora,
es claro que un sujeto con una actitud como la de Diógenes no disfrutaría hoy
de la aceptación y el aprecio de la sociedad, sobre todo de las élites más
conservadoras en los ámbitos académicos.
En esta perspectiva, Onfray nos recuerda a Hegel, de quien dice que solo
sublimaba tedio y “no podía apreciar las gracias de un Diógenes o un Crates.
Era un hombre hecho para integrar un jurado de tesis o la universidad” (Onfray,
2005: 73). Y ni para qué hablar de otros críticos como Guillermo de Ockham,
Kant o Nietzsche.
Apartado de un mundo cargado de
utopías, ilusiones y actividades fútiles como la política, el comercio, la
guerra, la paternidad o el matrimonio, el cínico (encarnado en Diógenes) no
estaba montado en el ideal de ser un buen esposo y padre, como tampoco en ser
un ciudadano o un buen trabajador eficiente como el que reclaman los
funcionarios del capitalismo salvaje en la actualidad. Se burlaba, como quien llega a saber que ha
escapado a los peligros del anzuelo que, sin embargo, otros han mordido,
Diógenes sabía, como los sabios de la antigüedad, como Séneca por ejemplo, que
nadie llega a ser sabio aceptando dócilmente las imposiciones de la maquinaria
de la sociedad, sino, por el contrario, negándose a cooperar con ella. En contraposición con la sabiduría, Onfray
(2005: 76) dice: “En el extremo opuesto de la actitud filosófica encontramos
las instituciones que quebrantan las singularidades para hacerlas cooperativas:
la escuela y la disciplina, el ejército y la obediencia, la fábrica y la
docilidad”. Sobre asuntos como éstos, dado el mercantilismo de la época, nos
ocupamos en el último apartado.
Michel Onfray (2005: 79) destaca
el nihilismo estético de Diógenes comentando un fragmento de los Ensayos de
Montaigne, cuando dice: “‘Nuestro oficio es configurar nuestras costumbres, no
componer libros ni ganar batallas o provincias, sino alcanzar el orden y la
tranquilidad de nuestra conducta. Nuestra obra de arte más grande y gloriosa
es vivir oportunamente. Todas las demás
cosas, como reinar, atesorar, ganar, no son más que apéndices y accesorios de
lo mayor”. Siendo la existencia hoy la menor de las preocupaciones. En aparente
contradicción con lo dicho hasta aquí, el profesor Onfray destaca la
preferencia del cínico por lo dionisíaco antes que por lo apolíneo. No
obstante, Diógenes consideraba que el sabio, lo mismo que el médico, debía
estar donde más se lo necesitara, es decir, en medio de los necios, con el fin
de rectificar disociaciones problemáticas entre el saber y las prácticas. En
esta perspectiva, Diógenes era algo así como un terapeuta, un cirujano de las
escisiones del yo, aunque advirtió que hay sujetos para los que es más terrible
soportar un bazo inflamado, un diente cariado o una imperfección física que un
alma estúpida, alienada y presa. Así que
obrar al modo cínico es esculpir la propia existencia a la manera del artista y
esto hoy parece que a nadie seduce.
Se podría decir que Diógenes odia
al hombre mediocre, el cual se caracteriza por la indolencia y la simpleza como
rasgos que se oponen al único éxito digno del cínico: el imperio sobre uno
mismo, labor ardua que el glotón y el dormilón no están dispuestos a
realizar. Estos hombres son para
Diógenes seres que poseen menos alma que los cerdos. La sabiduría del cínico, por el contrario, posee virtudes
tales como la soltura, la agilidad, la delicadeza y la elegancia, factores
esenciales que le permiten asumir la vida sin retroceder a los
infortunios. Según Onfray (2005: 81) lo
paradójico es que “Tradicionalmente, las escuelas morales terminan por
encontrarle utilidad o un valor funcional a su principio fundador. Por su parte
los cínicos se animan a proponer una concepción lúdica de la ética”. En este
punto opera sin cobardía moral, como es el caso del sujeto que se siente
culpable y no sabe porqué. “Mientras Nietzsche hablaba del superhombre,
Diógenes de ‘almas fuertes’ y Antístenes de ‘seres excepcionales’ que son en sí
mismos una ley viva” (Onfray, 2005: 89), así ello le implicara una soledad
pura.
La ética del cínico, para Michel
Onfray, se podría decir que es poética, por cuanto expresa un bien decir y un
gran arsenal creativo. En esta dirección Diógenes y sus discípulos no se
preocupan por seguir programas estandarizados, pues consideran que ello estorba
a la espontaneidad como condición para el espíritu creativo. La técnica que le permitía a Diógenes
alcanzar el dominio sobre sí mismo consistía en reprocharse con la misma
intensidad que empleamos para repudiar a los demás. Según Onfray (2005: 91):
“Si hiciera falta una formulación contemporánea del programa cínico, podría
hallársela del lado de los libertarios que no reconocen ni dios ni amo”.
Sujetos para los cuales se podría decir que el otro no existe, y por ello no
hay lugar tampoco para la culpabilidad y la reparación como mecanismos
apropiados para la conservación de la vida y de los vínculos con los demás.
Se podría decir que la actitud
ética se funda en no pedir a otros más
de lo que se está dispuesto a brindar, opuesta al modo usual proyectivo en el
que el sujeto se encarniza en el otro ante el desconocimiento de sí y de su
incapacidad para trabajar y exigirse una vida filosófica más artística. Para
concluir esta parte diríamos, además,
que la virtud es la forma que los griegos encontraron para hacer de la
vida una obra de arte, sublimación que consiste en lo esencial, en la perspectiva
de Foucault sobre los griegos, en cuidar de sí, de los otros y de las cosas,
todo ello con la finalidad de regular las pasiones e impedir los conflictos
extremos entre los humanos. Por ello Nietzsche se deleitaba con el espíritu de
los griegos, al punto de decir, desde una perspectiva estética: “¡Qué bellos
son!”, una belleza que se reflejaba en Diógenes, como legislador y educador,
desde una base subversiva que no reñía con su componente estético y poético de
filósofo-artista. Belleza que, seguramente, Cicerón también observó entre los griegos
por la vía de la ética y los deberes, y procuró ensamblar en su vida, su
oratoria y en su práctica jurídica.
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