Sunday, March 10, 2013

Sobre la culpa moral

                                                                                                         Por: Elkin Villegas

Nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable que dicen los maestros de la ética: En su origen no es otra cosa que “angustia social”. Toda vez que la comunidad suprime el reproche cesa también la sofocación de los malos apetitos y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural.
                                                                                                        SIGMUND FREUD

Las reflexiones en torno al enlace de la moral, la culpa y la responsabilidad ética han estado siempre a la base de las meditaciones de los grandes filósofos y pensadores. Desde el poeta Homero, los presocráticos, Sócrates, Platón, Aristóteles, pasando por los cultores del judeocristianismo, por Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Baruch Spinoza, Wilhelm Leibniz, Immanuel Kant, David Hume, Friedrich Hegel, Karl Jaspers, Carlos Castilla del Pino, hasta la filosofía contemporánea de Paul Ricoeur y otros.

Responsabilidad moral y sentimiento de culpa

Parafraseando al filósofo francés Paul Ricoeur, podría decirse que mientras el sentimiento de culpa es un efecto imaginario en el yo (proveniente, en buena medida, de las costumbres y del influjo social culpabilizante judeocristiano), los conceptos de ética (ethos) y de responsabilidad son restos o vestigios simbólicos del pensamiento y el obrar griegos en la antigüedad. Por lo tanto, no sufrir por cuenta de esa pesantez internalizada implica, al mismo tiempo, una reducción fenomenológica de dicho sentimiento, previa transformación estructural de su influjo (que tiende a contraer y a atormentar el espíritu) en epimeleia heautou o cuidado de sí, por medio del gnothi seauton o conócete a ti mismo, tal y como eran concebidas ambas nociones por los griegos. Ello coincide, muy seguramente, con la conversión ética radical postulada por Lacan para el caso del psicoanalista, y aún para todo aquel que realiza su análisis hasta el final o efectúa, en casos excepcionales, una elaboración interna similar a la que muchos filósofos denominan tratamiento psíquico o tratamiento del alma. Estos factores hacen resonar las tres preguntas griegas: ¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar?, que dejaron huella en Kant y que Jacques Lacan retoma en Televisión. Iniciemos este recorrido con una reflexión desde los griegos.

El poeta Homero

La tradición le atribuye a Homero (siglos IX-VIII a. C.) los dos primeros testimonios escritos que conservamos sobre la cultura griega: la Ilíada y la Odisea. Al parecer estos dos escritos fueron compuestos en las costas jonias del Asia Menor, y del autor no se conocen datos precisos sobre su identidad ni sobre su vida. Las dos realizaciones constituyen el pasaporte que ha posibilitado saber la mayor parte de lo que hoy conocemos sobre la vida y la cultura de la Grecia más antigua. La Ilíada y la Odisea tratan sobre una clase específica: la aristocracia. La primera alude, en general, a la guerra contra Troya; mientras que la segunda se refiere a un estado de paz en medio de la aventura y los desafíos que caracterizaban el retorno de la lid. Casi un siglo después surgió, con Hesíodo, una epopeya sobre la vida de la gente humilde, del pueblo y sus trabajos.

Según Dodds, existe una clara diferenciación entre culturas de vergüenza y culturas de culpabilidad. Sin embargo, bien nos podríamos preguntar, con la ayuda de la banda de Moebius, si la vergüenza es o no una consecuencia de la culpabilidad. A las obras de Homero se las aprecia representativas de una cultura de vergüenza, en la que los desasosiegos esenciales del hombre se eslabonan con el honor y la estimación pública, y en la que el sentimiento de culpa parece estar ausente o difuso, lo mismo que las concepciones sobre la responsabilidad moral, pues basculan entre una imputación de ésta a los dioses y otra a los hombres. El tránsito desde Hesíodo hasta los órficos  señala cómo estos personajes y sucesos corresponden a las épocas arcaica y clásica de Grecia, durante las cuales se inicia y consolida la cultura de culpabilidad, en la que los conceptos de culpa y responsabilidad conquistan apariencias más claras y una mayor presencia en la vida de los individuos. Al respecto cabe preguntarse: ¿Es la cultura griega una representación social más determinada por sentimientos de culpa, que por aspectos lógico-simbólicos provenientes de la ética y la responsabilidad? Sobre este aspecto volveremos más adelante.

En general, todos los aspectos de la vida son para los griegos una formación de los designios de los dioses olímpicos. Así, la existencia y las acciones de los hombres, esto es, su conformación física, moral e intelectual, las dichas y desdichas, e incluso la marcha de la naturaleza y todo tipo de eventos naturales eran otorgadas por un dios, resultado de su designio o realizadas por él. Existía, además, el reproche clamoroso de que los dioses decretaban para el hombre todo tipo de padecimientos, en tanto que para ellos había sido reservada la dicha y el placer. Desde esta perspectiva, no hay opción para considerar una participación responsable del hombre con respecto al porvenir, aunque en algunos apartes de las obras surgen factores que permiten reconsiderar esta idea, ya que asoman brotes de culpa, acusación y autorreproche, engendrados en un mal proceder, en el que cada cual sufre u obtiene su parte de acuerdo con la falta cometida.

Se observa un elemento entre los impulsos de las acciones de los hombres: el de Ate, el cual es descifrado como error, como fatal ceguera, según Charles Moeller, o como ofuscación. Es una especie de enceguecimiento momentáneo que apresa al hombre y lo anima a actuar de una forma errónea. Según Dodds, Ate también induce a Ulises (Odiseo, el héroe de muchas vueltas) a dormirse en un momento en el que debería velar, dando lugar a que sus compañeros de viaje sacrifiquen las vacas de Helios, ocasionando su desgracia, pues la nave naufraga y todos mueren a excepción de Ulises, quien no es precisamente un guerrero como Aquiles, según el profesor Carlos García Gual, sino más bien un aventurero, un astuto narrador que posee el don de la diosa Atenea y un explorador de la palabra.

En ambas obras, la Ilíada y la Odisea, se advierte lo que bien podríamos denominar la estructura general, esto es, las derivaciones que acarrean las acciones indebidas. Según Werner Jaeguer, se expresa el íntimo conflicto entre las pasiones griegas y la más clara intelección (conciencia del hombre); aunque piense, de todos modos, que esta oposición no se puede relacionar en modo alguno con el moderno concepto de decisión libre ni con la idea de la culpabilidad. Sin embargo, considera que en la Ilíada quien “no escucha ruegos, argumentos ni enseñanzas”, es decir, “quien las rechaza y obstinadamente las resiste, cae en manos de Ate y expía su culpa con los males que le inflige”, y ostenta, por lo tanto, participación o responsabilidad en las consecuencias que se deriven. Para los griegos, según Dodds, “la injusticia griega no se cuidaba para nada de la intención; era el acto lo que importaba”. Esta aseveración deja totalmente al margen la cuestión de la responsabilidad y aun la de la moral, pues el mismo Dodds dice que la actuación generada por Ate no involucra culpa moral diferenciable. Así, dice, el razonamiento de Agamenón, además de no ser pensado como una evasión de la responsabilidad, tampoco puede ser considerado una justificación moral, porque es la víctima de su acción, y Aquiles adopta respecto a ésta el mismo punto de vista.

Un fragmento en el que se aprecia un esbozo de culpa es la infinita cólera de Aquiles contra Agamenón, o en la ira que despliega contra sí mismo por la muerte de Patroclo, lo cual sugiere cierta colaboración del hombre en tales acciones. Este boceto de culpa evidencia una especie de ambigua responsabilidad en la que no se alcanza a definir, a ciencia cierta, si es originada antes de Ate o más tarde, con el crecimiento progresivo del sentimiento de culpabilidad por las acciones realizadas.

La circunstancia que se observa en los poemas homéricos en relación con la responsabilidad es oscura, tal como lo plantea Jaeguer: “Mantiene la epopeya una duplicidad particular. Toda acción debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista humano y divino”. Ahora, la creencia que atribuía la causa de todos los actos a los dioses, que hacía al hombre no responsable, es anterior a Homero y constituye una particularidad de toda psicología prehistórica y popular. Freud da indicios de esto en su obra Tótem y Tabú. En la época homérica esta noción aparece relativizada; muestra de eso es la palabra amartía, que primitivamente designaba una torpeza involuntaria realizada por el hombre en estado de demencia o posesión demoníaca, y que integra la idea de impureza o culpa.

En un pasaje de la Ilíada se lee que Zeus desata violentas tempestades cuando se encoleriza con los hombres que en la asamblea ordenan, mediante la fuerza, sentencias injustas, desobedeciendo la justicia, sin preocuparse en lo más mínimo del ojo acusador de los dioses. Según Rodolfo Mondolfo, “los hombres son causas y actores de su propio porvenir; los dioses serían jueces que distribuyen premios y castigos según la culpa y el mérito”. Así, la acción es inmoral por ir contra el destino o “contra el hado de Zeus”. Según este autor, el concepto de hado simboliza lo que concierne a cada uno, e implica, lo mismo que el concepto de némesis, el discernimiento de los méritos y de la culpabilidad. Entonces, las expresiones “contra el hado” o “no conforme con el hado” significan “acto contrario a la ley sagrada o a la justicia”. En el pasaje al acto, decimos en psicoanálisis, se transparenta la biografía del sujeto, por eso al psicoanalista le interesa, según Héctor Gallo, “descifrar la función simbólica de la pulsión puesta en acto”.

El sentimiento de culpa que emerge con dificultad en dos ocasiones en las obras de Homero. La primera cuando Helena habla contra sí misma, acusándose de ser “maléfica y abominable” y diciendo que habría sido mejor que hubiera muerto al nacer. La segunda, en la afectación de Aquiles ante el fallecimiento de Patroclo: Aquiles no quiere ya vivir: “Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando lo mataron”. Es tal la mortificación de Aquiles, que hasta se teme su suicidio, y por muchos días rehúsa recibir alimento, dedicado a las lamentaciones por la pérdida de su amigo. Respecto a Aquiles advierte Michel Serres que tanto el personaje legendario como Goya se dieron cuenta –a propósito de cómo en matemática, base del positivismo, siempre hay un tercero excluido, mientras que en ciencias sociales se le trata de incluir– de que aún en el combate limpio, en arena movediza, la victoria del que sobrevive es pírrica.

Según Dodds, “cuando un hombre actúa de modo contrario al sistema de disposiciones conscientes que se dice que ‘conoce’ [se considera que] su acción no es propiamente suya, sino que le ha sido dictada. En otras palabras, los impulsos no racionales y los actos que resultan de ellos, tienden a ser excluidos del yo y adscritos a un origen divino”. Para este investigador, los griegos homéricos conciben el thymos (palabra cuya significación aproximada es “órgano del sentimiento” o “personalidad”) como una entidad autónoma, separada, con la que el hombre puede incluso conversar, y surge corrientemente como una voz interior libre o soberana.

De acuerdo con Werner Jaeguer, no hay nada más ajeno a Homero que la creencia de que el hombre toma parte de algo divino, por eso considera que “no hay nada tan poco homérico como la idea de que el alma humana sea de origen divino”. La psique de la que habla Homero no puede considerarse como otro yo que duerme mientras el hombre está despierto, sino estrictamente como aliento, aire, a la manera de hálito de vida animal. A esta representación de un aliento que mora en el hombre habría conducido la indagación de las circunstancias en las que abandonaría al hombre, como son los estados oníricos, el delirio y aún la misma muerte. En la Ilíada encontramos rastros de esta idea en una enunciación como “el alma se le escapó volando por la boca”.

Según Erwin Rohde, existe en el hombre “una doble vida, que vive en él, escondido en la entraña del yo diariamente visible, un ‘segundo yo’, con vida propia y susceptible de desprenderse de aquel para afirmar su independencia”. Dicho autor considera que esta psique al parecer no participa para nada en el desarrollo de la vida, pues no es tenida en cuenta sino “en el momento en que se dispone a separarse o el hombre vivo se ha separado ya” ; que es algo aéreo, etéreo, que reposa cuando los miembros se encuentran en actividad, sin participar “para nada en las actividades del hombre en vela y plenamente consciente” .

¿En qué consisten, según Dodds, las diferencias entre “culturas de vergüenza” y “culturas de responsabilidad”? Veamos: la sociedad descrita por Homero se localiza en el primer tipo de cultura, mientras que durante los siglos VI y V (a. de n. e.) la Grecia arcaica empezaría a abrirse camino hacia la segunda, la cual se consolidaría en la Grecia clásica. Las culturas de vergüenza las caracteriza Dodds, validez de Homero, del siguiente modo: “El sumo bien del hombre homérico no es disfrutar de una conciencia tranquila, sino disfrutar de timé, de estimación pública […]. Y la mayor fuerza moral que el hombre homérico conoce no es el temor de Dios, sino el respeto por la opinión pública”.

Los dos poemas homéricos están dedicados a mostrar y a cantar el hombre que posee o anda en busca de timé (estimación pública) y areté (virtud por excelencia) . La areté en Homero consiste en el heroísmo guerrero, es decir, la fuerza, la destreza y el valor de los combatientes, y en el proceder cortesano y selecto. El contenido de la areté (significativo en la Ilíada) se dirige en la Odisea principalmente hacia el buen juicio, la prudencia y la astucia. En general, areté hace alusión “al hombre de calidad, para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas normas de conducta”. Entonces, nobleza y bravura militar se presentan especialmente en la Ilíada, en tanto que en la Odisea son notorias la cortesía, la hospitalidad, las buenas maneras, las conductas distinguidas o nobles y las grandes hazañas. Además, en ambas obras se hace mención a la importancia del manejo diestro de la palabra.

Para Dodds no es que la acción sea benéfica o perjudicial para el agente, o justa o lícita a los ojos de una divinidad, sino que aparece como “hermosa” o “fea” a los ojos de la opinión pública. Así, “el hombre homérico adquiere exclusivamente conciencia de su valor por el reconocimiento de la sociedad a que pertenece. Era producto de su clase y medía su propia areté por la opinión que merece de sus semejantes”. Según Jaeguer, hay una rotunda propaganda de la conciencia entre los griegos, aunque se advierte en los poemas homéricos una posición ambigua respecto a la cuestión de la responsabilidad, y una ausencia casi total de elementos que permitan hablar de un sentimiento de culpa entre ellos.
El lírico Hesíodo

Las obras de Hesíodo se ubican a finales del siglo VIII a. C., y las más conocidas son Teogonía y Los trabajos y los días. Entre los avezados de su obra hay convenio en que se da un cambio notable respecto de la postura de Homero. Así, pues, la noción de obras buenas y malas, lo mismo que la de una justicia encargada de vigilar las acciones de los hombres, se manifiesta en Hesíodo de manera clara. Con Hesíodo no se trata ya de los grandes héroes, sino de la aristocracia, la cual focaliza su atención en las batallas y en las aventuras, cuyo principio de areté es el honor y la victoria. Al pertenecer a una clase gobernada y no gobernante, Hesíodo canta la vida del campesino, siendo él mismo un pastor a quien las musas han otorgado el don del aedo, del poeta.

Las reflexiones esenciales en Los trabajos y los días son, pues, que Perses obra de modo incorrecto porque actúa contra la justicia, y su proceder es inadecuado porque el que obra mal se atrae males, ya que la senda recta es la del trabajo honrado. Para él lo fundamental es enaltecer el valor del trabajo (ergon); tanto la virtud y la gloria como el éxito van ligados al trabajo, es decir, se obtienen mediante éste. No es el trabajo el que envilece sino la ociosidad. Por eso dice que más vale trabajar, y no mirar con espíritu envidioso las riquezas de los demás. La vergüenza lleva a la pobreza y la audacia a la riqueza, y determina que si alguien a causa de la pereza de sus manos ha arrebatado grandes riquezas, o con el ejercicio de su lengua ha despojado a otro –y estas cosas son frecuentes, porque el deseo de provecho turba el espíritu y el cinismo ahuyenta el pudor–, los dioses arruinan fácilmente a tal hombre; su raza decrece y no guarda él su riqueza sino por poco tiempo.

Hesíodo sospecha todo el tiempo de que es el hombre por sí solo quien toma la vía del trabajo o la del ocio y la ganancia fácil, mediante el robo y el engaño. Y será el hombre mismo, por su actitud, quien crea su desgracia; por eso considera que una acción inadecuada atrae males: “Se hace daño a sí mismo el hombre que se lo hace a otros; un mal designio es más dañoso para quien lo ha concebido”. En la primera parte de Los trabajos y los días enseña la dimensión de la falta. La justicia es para Hesíodo algo de importancia fundamental, es un rasgo que diferencia al hombre del animal.

Entonces, el principio esencial de todas las faltas que se cometen contra la ley suprema es, según Hesíodo, la carencia de prudencia o el deseo de colocarse por encima del orden y la ley. El hombre, en este sentido, ha de abstenerse de aprovechar su fuerza para maltratar al débil. La metáfora del gavilán y el ruiseñor ilustra esto bastante bien. Para Hesíodo todos los hombres, vasallos y reyes, han de actuar según una “justicia recta”. En esta perspectiva, considera que es fácil sumergirse en la maldad, porque la vía que conduce a ella es corta y está cerca de nosotros; en cambio, para ejercer la virtud los mismos dioses han sudado, porque la vía es larga, ardua y al principio está llena de dificultades; pero en cuanto se llega a la cúspide, se hace fácil en adelante, después de haber sido difícil. No es menos elocuente, lo dicho por Freud, siglos después: “En modo alguno es regla que la virtud sea premiada y el mal encuentre su castigo, sino que hartas veces el violento, taimado, despiadado rebaña para sí los ambicionados bienes de este mundo y el hombre piadoso se queda sin nada”.

Hesíodo reconoce, lo mismo que Freud, que para el justo el orden de las cosas no es el mejor; por eso considera que “constituye una desdicha ser justo, y el más inicuo tiene más derechos que el justo”. Según Mondolfo, haciendo alusión a los pasajes de la Ilíada y la Odisea, “la responsabilidad que los hombres deben tener y el juicio y la sanción divina de que deben ocuparse, atañen siempre a aquello de su propia conducta, que resulta evidente y manifiesto para todos”.

Con Hesíodo, precisa el mismo Mondolfo, ya no se trata sólo de lo que se ofrece a la vista de todos, sino que aún aquellas acciones que acontecen en lo oculto tienen sanción; para ello están los “treinta mil inmortales”, así que “lo que puede ocultarse a espectadores y jueces visibles no escapa ni se esconde a la invisible omnipresencia y omnividencia de los espectadores y jueces divinos. De esto se sirve Hesíodo para intentar desbaratar las esperanzas de impunidad que abrigan los malvados, haciendo sentir con todo su peso el dominio de la justicia y de la responsabilidad”.

La vigilancia y el juicio de los dioses ya no atañen solamente a las acciones cumplidas, sino también a las actitudes preparatorias, reveladoras de las intenciones del hombre. La justicia acusa a aquellos que movidos por un mal designio (intención o motivación inconsciente) obran contra ella. Por eso, además del acto, importa también la motivación. Entonces, si la justicia de los tiempos homéricos es virtud aristocrática, virtud de los héroes, en Hesíodo, puntualiza Mondolfo, la justicia y la responsabilidad es un problema no restringido a la clase aristocrática de los poderosos, sino extendido a todos los hombres en general.

En este período (alusivo a Hesíodo) existe lo que, según Dodds, faltaba en el mundo homérico, esto es, el temor de dios, así que ya no importa en primera instancia el juicio de los hombres, sino el de ese ojo acusador y omnividente al que nada se le escapa, ni siquiera los pensamientos, pues castiga al malvado, responsable absoluto de sus actos e incluso de sus intenciones. Luego, si se parte de que la responsabilidad tiene que ver más con un juicio, y que el sentimiento de culpa, aún no reflexionado en Hesíodo, está relacionado con el sentir del sujeto, es lícito pensar que una idea más firme de responsabilidad conduzca a este sentimiento. Así, el castigo del que realiza malas acciones no es necesariamente la desgracia, sino también su malestar interno al vivir con el corazón desgarrado.

Según Mondolfo, con Hesíodo estamos, sin duda, en la fase de la heteronomía, donde el campo de la responsabilidad se ha tornado ahora tan vasto cuanto es necesario, para que en su universal extensión pueda desarrollarse el concepto de la conciencia moral, como juez interior de todo acto o propósito (sea palpable o no para los demás), que a todos aplica la propia sanción interior. El derecho penal, tal y como veremos más adelante, hunde sus raíces en las ideas que aquí hemos venido tratando. Es con Hesíodo que “se introduce por primera vez […] la idea de Derecho. En torno a la lucha por el propio Derecho, contra las usurpaciones de su hermano y la banalidad de los nobles, se despliega en el más personal de sus poemas una fe apasionada en el Derecho”.

De este modo se pueden percibir en Hesíodo distintos factores que aluden a una idea de responsabilidad más clara y definida que la que se planteara en la fase homérica. Esta decidida responsabilidad, caracterizada por una mayor vigilancia en el actuar, parece conducir inevitablemente a la manifestación en el interior del hombre de una instancia que siente el peso de las acciones. ¿Un sector de la vida psíquica dotado de la capacidad para chequear las intenciones y los actos no éticos? Tal posición subjetiva del hombre griego permite inferir la primacía de una especie de tramitación y de función lógica fundada en la responsabilidad, la ética y el lazo social, que al perecer lo liberaba del yugo imaginario de la culpabilidad.

Según Dodds, el paso de una “cultura de vergüenza” a una de “culpabilidad” se da de un modo gradual y no absoluto. Por eso en la “cultura de vergüenza” se encuentran rasgos de la “cultura de culpabilidad”, y en ésta perviven factores de aquélla.

Envidia, culpa y autoridad

Un aspecto que llama la atención en las obras homéricas, y que Dodds destaca, es la idea de phthonos o “envidia de los dioses”, noción que se asimila al concepto freudiano, como veremos más adelante, de superyó, el cual, como representante de la instancia parental, parece molestarse cada vez que el sujeto osa ir más allá del padre o de quien lo represente. En esta orientación, dice Dodds que tal envidia se expresa en “la noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente si uno se gloría de él”. La idea de phthonos, dice además, se convierte en una amenaza opresiva a finales de la época arcaica y a principios de la clásica, en una especie de fuente o expresión de angustia religiosa.

El phthonos es considerado “némesis”, esto es, “justa indignación”, ya que el éxito ha producido en el hombre koros, o sea “la complacencia del hombre a quien le ha ido demasiado bien”. Algo semejante a lo que Freud va a nombrar como “mareo ante el éxito”. El koros a su vez engendra hybris. Entonces, según Pedro Laín Entralgo, el hombre está siempre bajo el hondo temor de incurrir en pecado de hybris o desmesura. Para Dodds, la hybris se ha transformado en el mal primario, dado que los hombres sabían que era arriesgado ser feliz y, a partir de ello, toda manifestación de bienestar o triunfo suscita angustiosos sentimientos de culpabilidad.

El mismo Dodds argumenta que la práctica de la justicia está recargada hacia un lado opresivo para el hombre, pues es “predominantemente, si no exclusivamente” penal, donde el énfasis se ubica siempre en las sanciones, que son un reflejo del momento jurídico de la época, en el que se tienen en cuenta los hechos, pero no sus motivaciones sintonizadas por la conciencia moral.

Ahora bien, el aspecto moral en el que Laín Entralgo ubica la característica de que Ate, la cual sigue representando el proceder irracional, “deja de ser un accidente psíquico imprevisible y se convierte en castigo o calamidad” , es decir, se moraliza, es vista en ocasiones como el castigo de la hybris. Como argumenta Dodds, Ate no sólo designa el estado emocional del infractor, sino que pasa a designar los hechos que resultan de la infracción y los mecanismos o personificaciones de la cólera celestial. Así, “lo que se expresa […] es la conciencia de un nexo misterioso, […] que liga juntos crimen y castigo”.

Simultáneamente se presentan dos elementos más que son importantes: se estimula y extiende la credibilidad en el carácter punitivo de la enfermedad, ya que ésta es percibida como el castigo de una falta personal, de un delito colectivo o de un crimen de los antepasados; castigo impuesto por un dios específico o por una deidad anónima. Esto se acomodaba (según Pedro Laín Entralgo, basado posiblemente en Freud) a trastornos como la epilepsia o la locura. Con respecto a la enfermedad, considera el mismo Laín Entralgo que la palabra es utilizada, en el epos homérico, con base en tres motivaciones diferentes: unas imperativas, otras mágicas y otras psicológicas o naturales. De modo semejante se da el temor a la contaminación (de pecados o manchas morales) y, como correlato, se presentan una creciente extensión y la importancia de los ritos catárticos, de expiación y purificaciones, tanto individuales como colectivas. En este rumbo Dodds se pregunta: “¿Cómo puede un hombre estar seguro de que no ha contraído ese horrible mal en un contacto casual o de que no lo ha heredado del delito olvidado de algún antepasado remoto?”. No cabe duda de que este estado de cosas expresaba un sentimiento de culpabilidad (lo mismo que el sentimiento de culpa de un cristiano que puede hallar expresión en el temor obsesionante de caer en pecado mortal).

En la sociedad griega homérica la familia era considerada como una piedra angular. La importancia del apellido paterno, por ejemplo, era significativa; de ahí la posición del padre análoga a la de un rey, pues su autoridad no era cuestionada y su poder sobre los hijos era ilimitado. Con respecto al padre, el hijo tenía deberes pero no derechos; mientras viviera el padre el hijo era un perpetuo menor de edad y el deber de honrarlo estaba inmediatamente después del de honrar a los dioses, asimilándose esto a muchas situaciones de hoy en las que el sujeto ha de estar sometido, sobre todo en el ámbito institucional, a alguna autoridad que opera como padre o como deidad. Sin embargo, con la construcción de la polis y el progreso de la democracia, en el que el individuo reclamaba cada vez más sus derechos, esta unidad familiar se ve cuestionada y poco a poco se va resquebrajando.

La situación de la familia en la Grecia antigua, lo mismo que en la actual, suscita conflictos infantiles cuyos ecos subsisten en la mente inconsciente del adulto, pues sabe qué poderosa fuente de sentimientos de culpa es la represión de deseos no conocidos; deseos excluidos de la conciencia que producen un sentimiento profundo de desazón moral. De modo que se llega a un momento en el que la autoridad del padre se afirma no sobre un “tú harás esto porque yo te lo mando”, sino sobre un “tú harás esto porque es lo que se debe hacer”. Según Dodds, esto explica por qué en la época arcaica se da un giro contra la autoridad del padre que la desplaza al padre celestial, Zeus, quien aparece, alternativamente, como la fuente de dones tanto buenos como malos; como el dios envidioso que regatea a sus hijos sus deseos, y, finalmente, como el juez de “dantesca” majestuosidad, justo pero severo, que castiga inexorablemente el pecado de afirmación del yo, el pecado de hybris. Llegados a este punto hay que decir que el psicoanálisis reconoce el correlato de culpa presente en la rebelión contra toda autoridad.

Todo esto representa un paso decisivo para que Hesíodo pregone la magnitud del derecho, y su confianza en la justicia es guardada por los dioses, pues, como lo explicita Jaeguer, desde los tiempos de Homero la palabra empleada para el derecho era themis , dada por Zeus. En esta fase los gobernantes “decían el Derecho de acuerdo con la ley proveniente de Zeus, cuyas normas creaban libremente según la tradición del derecho consuetudinario y su propio entender y saber”. Es así como la legislación hace parte ahora de dike, que significa de manera aproximada “dar a cada cual lo debido”. De este modo themis venía a ser más bien una ley autoritaria, en tanto que dike daba más cabida a un reclamo de los derechos, así como a una exigencia de que el Derecho fuera efectivamente aplicado, lo cual limitaba, hasta cierto punto, la arbitrariedad de la nobleza. El derecho escrito equivalía al derecho igual para todos, y la justicia constituía una preocupación de todos los hombres, inscrita en una nueva areté que genera, a su vez, un nuevo tipo de hombre inmerso en un nuevo estado legal y jurídico: la polis, la cual vino a imponer nuevas exigencias de índole diversa, pero también de índole moral al individuo, quien debía entonces estar más atento al cumplimiento de esta ley escrita.

Una actitud como la que se describe en este apartado, desprovista de idealizaciones sobre la mentalidad y la responsabilidad entre los griegos, es la que se espera obtenga el sujeto una vez reducido su sentimiento de culpabilidad al final del análisis. Este asunto nos indica, desde sus fases preliminares, el tipo singular de esfuerzo o de trabajo que implica la empresa analítica, lo cual coincide en muchos puntos con el progreso cultural de aquellos.

A continuación se hace referencia a la cita de Freud que aparece en el epígrafe de este capítulo, pues en ella se encuentra una condensación de lo que en él se desarrolla. Menciona que no hemos de asombrarnos ante el “aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos”, y lo dice desde su posición de psicoanalista, no desde la postura de quien opera en el ámbito social a partir de las ilusiones y los ideales, los cuales no son negativos totalmente. Freud cuenta con lo pulsional como algo real, propio y estructural al hombre, y desde aquí sabe que por más representaciones ideales que nos hagamos lo pulsional va a estar ahí, para recordarnos la hiancia o la fisura que hay entre los ideales y lo real del hombre. Sin embargo, estos dos factores se pueden pensar en una lógica de continuidad moebiana.

Ideal
________
Real

Tal fisura, digámoslo así, no asombra ni aflige al analista, pero ello no quiere decir que tenga que tolerar los excesos de sus semejantes en la vida social e institucional, ya que todos, querámoslo o no, estamos atravesados por la Ley, y esto nos obliga a tener que considerar los derechos de nuestros semejantes, pues, ¿qué tal una sociedad en estado de naturaleza, de salvajismo y de barbarie como la que describen Thomas Hobbes en Leviatán y Juan Jacobo Rosseau en El contrato social? En esta misma línea de pensamiento se inscribe el texto de Freud El malestar en la cultura, donde realiza elaboraciones importantes en torno al sentimiento de culpabilidad, tanto en el sujeto como en el ámbito de los vínculos socioculturales. Dice: “Nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable del que hablan los grandes maestros de la ética” en el curso de la historia. ¿Y aquí tiene en cuenta también lo pulsional? La conciencia moral, en tanto entidad abstracta o subjetiva que hace parte de nuestro aparato mental, no es una unidad sellada y perfecta, como en ocasiones nos la hemos representado, sino una entidad, como el sujeto, atravesada por lo pulsional, como causa estructural de la división subjetiva. Así como nuestra conciencia moral, que está al servicio del superyó (el cual no tiene nada de bondadoso en sus relaciones con el yo), está impregnada de maldad, y de ello no hemos de asombrarnos, de modo análogo es la conducta del hombre, la cual, como decimos en otra parte, no es, sin fisuras, consistente y perfecta.

Con lo anterior no estamos justificando los actos de crueldad, perfidia, traición y rudeza del hombre, los cuales, sabemos muy bien, son sancionados por todos los aparatos constitucionales y legales del mundo, sino que desde la perspectiva de Freud mostramos cómo nuestra vida en la convivencia cotidiana puede contar más con los ideales que con lo real, pues una cosa es el orden legal y constitucional desde el punto de vista de los ideales, de una moral supuestamente incorruptible, y otra bien distinta desde una “responsabilidad ética” que cuenta con lo más real del sujeto que es lo pulsional.

Ahora bien, es cierto que fragmentos del superyó mueven al sujeto a cometer actos de crueldad, y hacen que el yo derive de éstos culpa, sufrimiento, castigo y hasta la muerte, pero hay otro sector que hace que el sujeto y la comunidad no supriman los reproches, pues cuando cesan culmina también la sofocación de las inclinaciones, y es ahí donde los hombres podemos pasar al acto agresivo y operar, como decía el autor de Leviatán, como lobos con nuestros semejantes.

Así el saber opere como un semblante, como una apariencia que encubre lo real, lo cual no es precisamente moral o ético sino pulsional en términos destructivos, nuestro esmero en todo tiempo y lugar es mostrar los excesos de ese saber, pues éste, tal y como lo apreciamos hoy en nuestras sociedades, cada vez más convulsionadas y determinadas por múltiples intereses, está al servicio de una pluralidad de dominios, particularmente del poder del amo capitalista.

El concepto de “culpabilidad” a la luz de la filosofía contemporánea

Otro autor que ha pensado el concepto de culpabilidad en el ámbito filosófico es Paul Ricoeur, considerado como uno de los que mejor tratan los aspectos concernientes a la culpa en relación con la “responsabilidad ética” y el derecho. Ricoeur consideraba a Marx, Freud y a Nietzsche los maestros de la sospecha, participó de los seminarios de Lacan en Francia y se dedicó luego a la filosofía que se orienta en la dirección fenomenológica, en algunos puntos paralela a la de Merleau-Ponty, pero también bajo la influencia de Jaspers y Marcel, de quienes fue un fuerte crítico. De formación protestante, Ricoeur se mueve en una línea en la que el lenguaje sobre Dios es simbólico, metafórico: trabajó en especial sobre la filosofía de la voluntad, la preocupación antropológica y ético-fenomenológica por el carácter y la felicidad, la finitud, la miseria, la fragilidad, la culpabilidad, la falibilidad y el mal. El asunto del mal asociado a la culpabilidad no ha interesado sólo a teólogos sino también a filósofos, y probablemente por eso a Ricoeur se le ha tildado de ser más teólogo que filósofo.

En términos generales, mientras con Ricoeur hablamos de un sujeto que irremediablemente opera en el ámbito de la cultura y en la vida social desde los condicionamientos que nos impone la culpabilidad, en la práctica clínica psicoanalítica nos referimos a alguien sin remordimientos por cobardía moral. Ello va a posibilitar en los pacientes -a partir del silencio discrecional del analista, en posición de semblante de objeto- la emergencia de un sujeto deseante, articulado a la ley. Así, pues, de la mano del autor francés reforzamos la noción de culpabilidad como motor del lazo social, y precisamos que, en varios sentidos, tal noción armoniza con la actitud responsable y ética del sujeto, luego de la conversión ética radical del sentimiento de culpa en responsabilidad. Ricoeur nos recuerda entonces un real de la existencia humana cuando nos dice que somos finitos, es decir, limitados, en falta, y, para hacer más complejo el cuadro, nos evoca que somos, estructuralmente hablando, culpables, esto es, como diría Sartre, responsables directos del cuidado de sí y de la condición humana de los demás.

A continuación reseñamos algunas de sus ideas sobre la poética (fáctica) del mito, presentes en su texto Finitud y culpabilidad, y aunque haremos énfasis en el concepto de culpabilidad, lo matizaremos con otras ideas extraídas de su extensa obra. A partir de tal concepto consideramos que el lector podrá afinar aún más la reflexión sobre los orígenes de tan singular vivencia humana, sobre todo en los capítulos posteriores. Pero ello no quiere decir, es importante precisarlo, que la mera cavilación filosófica en torno al concepto de culpabilidad, como puede ser el caso de la cogitación que aquí planteamos con Ricoeur, surta efectos terapéuticos (caracterizados por la reducción de lo imaginario del sentimiento de culpa), ya que estos sólo son posibles a partir del análisis clínico, dirigido hasta el final, en condiciones absolutamente singulares. Mientras la producción de saber exige incrementar el sentido y reforzar de paso la culpa imaginaria, característica de las neurosis obsesivas, la cura analítica procura su reducción sin reforzar los imperativos de la instancia cruel.

Ahora bien, no es el propósito de este trabajo calibrar o censurar los grados de culpabilidad en quienes practican el psicoanálisis, sino captar en qué medida las presiones morales internas (asociadas al concepto de culpabilidad) inciden en la historia mental de los sujetos en nuestro medio (cuando no han sido suficientemente elaboradas) y pueden constituir una fuente de pasajes al acto, los cuales son motivo de la reflexión jurídica en general, y del derecho penal y la criminología en particular. En esta perspectiva considera Paul Ricoeur, desde las primeras páginas del prólogo de Finitud y culpabilidad, que es inevitable el encuentro de una consideración sobre la culpabilidad (noción que justifica los modos simbólicos de expresión) con el psicoanálisis, el cual no sólo tiene algo para enseñar, sino que le permite a la filosofía debatir con él acerca de su inteligibilidad y los límites de validez sobre la mencionada noción.

En tal perspectiva, las ideas éticas y políticas en Ricoeur  corresponden a una simbología reguladora de las pasiones, en la que se exponen, de un modo lógico, las razones del poder y el poder de las razones. Respecto a dicha simbología Ricoeur dice: “Comprender el mundo de los signos es un modo de comprenderse, el universo simbólico es el medio de la autoexplicación; en efecto, no habría más problemas de sentido si los signos no fueran el medio, el entorno, el médium, gracias al cual un ser humano procura situarse, proyectarse, comprenderse” .

Dichas ideas permiten considerar la opción de una especie de descolonización del mundo positivista de la ciencia, para conquistar el universo de la vida; un campo de esencias en el que se entrelazan el mito, la poética, las mediaciones simbólicas y las narraciones históricas (como algo vital), por medio de la conjunción del diálogo entre la doxa y la episteme en la retórica, entendida no como en Platón sino como razón situacional, circunstancial y móvil, semejante a la ética fronética de Aristóteles y en oposición a la razón científica, que se caracteriza por ser fija, permanente y estandarizada.

Nociones preliminares

Es necesario precisar que para Paul Ricoeur, quien desarrolla una de las hermenéuticas más complejas de la actualidad, distinta del proyecto hermenéutico de Hans-Georg Gadamer y de Karl Popper, existe una clara distinción en toda su obra entre explicar y comprender; este aspecto lo caracteriza por no inscribirse en el positivismo. Mientras las ciencias naturales, las neurociencias, por ejemplo, pretenden explicar procesos fisico-químicos mediante leyes y causalidades, las ciencias humanas o del espíritu, según Dilthey, tienen como aspiración la comprensión, por medio de encadenamientos lingüísticos significativos, la interpretación y la simbología de los mitos, los cuales son considerados mediaciones simbólicas y culturales –construcción de tramas (no fábulas o leyendas) en cuanto textos no sólo escritos– que dan siempre que pensar. El metamitema en Ricoeur es la apropiación de la intención del texto, como arte hermenéutico, sin que ello nos mueva a considerar el texto, cualquiera sea él, como algo definitivamente leído, pensado o interpretado. El sabio, según el profesor Gonzalo Soto Posada, basado en Diógenes el estoico, es quien copula con los muertos, es decir, quien trabaja los autores y realiza necrofilia hermenéutica.

Tales mediaciones no pueden ser asumidas por el positivismo, ya que éste se centra en la observación de hechos y aquéllas en la actividad intrapsíquica, con el objeto de conocer la intimidad propia del sujeto y la del otro. En este sentido la ética, asociada a la noción de culpabilidad tal y como veremos más adelante, no hace parte, según la tradición del positivismo clásico, de lo comprobable empíricamente o lo demostrable a nivel matemático. Sin embargo, hay en ello una relación dialéctica que permite pensar la interpretación como la articulación entre comprender y explicar, lo que mueve a Ricoeur a plantear la consigna de “explicar para comprender mejor.” Interpretar es, al tiempo, comprender y explicar, lo cual implica enlazar fenómenos culturales y naturales.

Parafraseando al filósofo, en Freud: una interpretación de la cultura, podríamos decir que interpretar es metaforizar los textos y metaforizar es hacer impertinente lo pertinente de un texto. La metáfora es también la vida interpretando o el Eros buscando el logos. No es metonimia, en la que se pierde su fuerza erótica, no es tropo, ni es retórica tampoco. Mientras la metáfora establece semejanzas entre lo desemejante, la metonimia introduce desemejanzas entre factores semejantes. A aquélla también se le puede llamar creatividad cuando opera como semántica, pues cuando funciona como mero signo se muere. La posmodernidad trabaja con metonimias, por eso insiste en el individualismo y el capitalismo, el cual, aunque metafórico, paradójicamente es también metonímico y nos hace cada vez más individualistas.

En Sí mismo como otro, Paul Ricoeur plantea tres formas de hermenéutica: la intrasubjetividad, la intersubjetividad y la transubjetividad. El otro, desde esta perspectiva, no es un extraño. Dicha triada se asocia en una lógica de continuidad moebiana con las tres mímesis (creativas) del mismo autor, pero también con la triada lacaniana de lo real, lo simbólico y lo imaginario, y con aquella otra (ello, yo y superyó) que le permitiera a Freud formular su concepción sobre el aparato psíquico. El intérprete es polisémico, por eso es alguien que ríe, como Guillermo de Baskerville en la novela de Eco; no como Jorge de Burgos, quien se empeña en ocultar un escrito, el segundo libro de la Poética de Aristóteles (quien opera como un fantasma que persigue a Ricoeur en toda su obra, para analizar la ética y la política) dedicado a la comedia, la risa y el humor como transmisores efectivos de la verdad y la ética, la cual conmueve, a diferencia de la retórica que busca persuadir. En la hermenéutica, al parecer, se dan las dos.

Según Ricoeur sin mito no hay poética y ésta es una metafísica de la acción, una pregunta por el ser de la acción. El concepto de mito, en sentido griego, es conversar, hablar, generar ideas; esa es su dimensión simbólica. En esta perspectiva Heidegger dice que cuando Edipo se sacó los ojos, como efecto del sentimiento culpa, descubrió su ser. A partir de ahí se podría decir, a propósito de la metáfora de la salamandra (con la que en otro lugar pretendiéramos dar cuenta de la función del analista), que ya no necesita más los ojos físicos, pues ha podido habitar por fin la casa del ser, esto es, su propio inconsciente, como algo real. En dicho estado, caracterizado por el desocultamiento, Edipo ve más ciego que cuando tenía ojos, cuestión que Freud va a considerar, no sin ironías contra el positivismo, en la ubicación del paciente en el diván.

En esa lógica, y apelando al conflicto de las interpretaciones de Ricoeur, el derecho, por ejemplo, al pretender emular la ciencia y el positivismo monosémico (de generalizaciones), se torna gravoso al pretender forcluir tal conflicto. Por eso, cuando aspiramos a ser objetivos, con definiciones únicas y universales, matamos la singularidad. El filósofo piensa que lo humano es lo uno y lo otro. Según Ricoeur, la interpretación del texto es, siguiendo a Freud, la manera como el lector mata al padre de manera simbólica y en ello interfiere algo de la culpabilidad. En esta perspectiva la justificación del pago simbólico que se hace a un psicoanalista, obedece a un gesto de gratitud por adoptar una actitud de silencio neutral, discreto y no punitivo.

Ahora, esas tres formas de la interpretación dan lugar a la riqueza erótica y son válidas para el análisis de la historia, la sociología, la filosofía y del mismo psicoanálisis, y posibilitan el conflicto de las interpretaciones como el propósito final de la hermenéutica. Dado que, según el profesor Gonzalo Soto, parafraseando a Ricoeur, somos “serpientes hermenéuticas”, pues todos mentimos, el sentido explota y la conciencia se vuelve fragmentada. Adicionalmente, las tres hermenéuticas permiten descubrir la intencionalidad del texto, más no la del autor. Se puede decir, entonces, que la exposición de Ricoeur sobre el concepto de culpabilidad es un intento de explicar (para comprender mejor) el funcionamiento de la subjetividad del hombre y las consecuencias de sus actos, donde la culpabilidad opera como un signo o una idea reguladora.

El mito, el logos y la poética están en la obra de Ricoeur en continuidad, así como los tres registros de Lacan, en el nudo borromeo. La imagen poética, dice el filósofo francés, tiene más cercanía con el verbo que con el retrato o la sustancia. Es la metáfora viva ricoeuriana, que se articula, muy probablemente, con el significante viviente y con el bien decir lacanianos. Desde la perspectiva de Lacan, en su seminario RSI, conjeturamos que la noción de culpabilidad en Paul Ricoeur transita entre los registros de lo real y lo simbólico, y su dimensión imaginaria queda implícita o subsumida en ambos. Este aspecto se aprecia, con mayor claridad, en la formulación que hacemos más adelante del trébol de la culpa, el cual, parafraseando a Ricoeur, no es sólo una muestra retórica sino una demostración lógica, apodíctica y científica.

Mancilla, falta y culpabilidad, como símbolos primarios del sufrimiento sintomático del hombre por el mal moral, se deslizan en la psique sin ruptura de continuidad. Esos tres signos  y momentos en las mímesis de la culpa operan por medio de la palabra, la cual transporta las vivencias imaginarias de lo puro y lo impuro presentes en las distintas prácticas (mágicas, religiosas, filosóficas, artísticas, jurídicas y científicas) que impulsan la prohibición y la confesión. En este sentido, en cuanto a la consciencia de las distintas modalidades de la falta (real, simbólica o imaginaria), no nos podemos sentir culpables en general, globalmente. Así, la ley es, como construcción simbólica, metafórica y codificada, un “pedagogo”, una función paterna, que ayuda a precisar la dimensión del sujeto de la falta, es decir, el ser responsable.

Una cosa es la actitud moralista, derivada de la concepción judeocristiana, y otra bien distinta la postura ética, al estilo griego, fundada en la responsabilidad. Según Ricoeur, el hombre griego no alcanzó nunca la intensidad del sentimiento de culpa (pecado) que se observa en el pueblo de Israel. Siguiendo las huellas del filósofo, y dado que el hombre es frágil, impotente y finito, es preciso decir que sus interpretaciones, como consecuencia de su limitación estructural, tienden a ser infinitas. Como el concepto de culpabilidad se asocia al de ley y es considerado en las comunidades psicoanalíticas otro de los nombres del padre, cuya función está en declinación en nuestras sociedades contemporáneas, nos damos la licencia en esta parte para hacer un uso lógico de esa metáfora paterna de la mano del filósofo; un poco a la manera del místico, quien se refiere a cuestiones esenciales sin hablar de ellas de manera directa, mediante los recursos de la metáfora oximorónica.

La ausencia de tal significante en la mentalidad colectiva y en el sujeto actual nos da pistas para comprender mejor las crisis del sujeto posmoderno, en lo tocante a su psicopatología y a la tendencia a la criminalidad, asunto para el que Ricoeur va a ser totalmente reaccionario, pues fue algo así como un anarquista pacífico, al insistir en la no violencia. En la perspectiva de Freud con Lacan digamos que la falencia de culpabilidad enunciada y denunciada por Ricoeur –esbozada desde los dos significantes que intitulan la obra de la que aquí nos ocupamos como algo que no hace parte del discurso del sujeto posmoderno– da cuenta de la imposibilidad estructural para que el sujeto se asuma como un ser en falta, es decir, carente y en deuda consigo mismo, con el otro y con la sociedad.

Generalidades sobre la culpabilidad

Con la hermenéutica de Ricoeur se desarrolla una novedosa ontología, donde los textos intentan (como en el bien decir lacaniano, al final del análisis) trasladar “al lenguaje una experiencia, un modo de ser y de estar en el mundo” . Para el filósofo francés la culpabilidad no es equivalente a la falta. Son varios los juicios que nos llevan a desechar ese modo de condensar la culpa en la culpabilidad. La culpabilidad (considerada aisladamente) se expresa en varias direcciones: en la línea de una reflexión ético-jurídica sobre la relación entre penalidad y responsabilidad, en el camino de una reflexión ético-religiosa acerca de la conciencia delicada y escrupulosa, y en la orientación de una reflexión psíquico-teológica en relación con el infierno de una conciencia acusada y condenada. Luego la noción de culpabilidad entraña estas tres probabilidades divergentes: una racionalización penal, al estilo griego; una interiorización y refinamiento de la conciencia ética, al modo judío, y una sensación consciente de la miseria del hombre bajo el régimen de la ley y de las obras legales, a la manera de Pablo. Una noción en la que convergen, de manera moebiana, la doxa y la episteme.

Para apreciar el movimiento interno que antecede al concepto de culpabilidad es necesario fijarlo en el marco de una dialéctica más amplia, es decir, la de los tres momentos de la culpa: la mancha, el pecado y la culpabilidad. Donde ésta se enlaza a cada uno de los dos momentos anteriores. Para comprender la culpabilidad, comenta Ricoeur, hay que observarla a la luz del doble movimiento producido a partir de otras dos fases de la falta: uno, que es el dinamismo de ruptura, y otro, que es el ejercicio de reintegración. El primero provoca una fase nueva (la imagen del hombre culpable), el segundo hace que esa experiencia naciente se cargue del simbolismo anterior del pecado, e incluso de la mancha, para expresar la paradoja hacia la cual apunta la idea de la culpa, a saber: hacia el concepto de un hombre responsable y cautivo, o, mejor dicho, de un hombre responsable de su estado de cautividad, de sus represiones. La culpabilidad, lo sabemos desde Freud, contiene una posición de goce para el sujeto y por eso constituye, en la clínica psicoanalítica, una oportunidad de transformarla (tal y como se entiende en el judeocristianismo) en una posición responsable, como la del sujeto griego que acabamos de describir.

En términos generales, dice Ricoeur, la culpabilidad designa el tiempo subjetivo de la culpa, mientras que el pecado denota su momento ontológico. Ahora, en el tema de la mancha, el miedo específico producido por ésta es como el anuncio anticipado del castigo. Este castigo proyecta su sombra sobre la conciencia presente, haciéndole sentir, como en Edipo, el peso de esa amenaza. He aquí la importancia de la mímesis (otro de los nombres de la tragedia en Ricoeur), la cual debe ser comprendida, según los profesores Vargas y Cárdenas, “como imitación creadora y no como corrientemente se la ha entendido, como simple copia”.
Entonces, lo esencial de la culpabilidad está contenido en germen en esa conciencia de verse “cargado”, abrumado por un “peso”. Eso fue y será siempre la culpa: el castigo anticipado, interiorizado, y que oprime con su peso la conciencia, y como el miedo es desde su origen el vehículo de la interiorización de la mancha, a pesar de la exterioridad radical del mal, la culpabilidad es un momento contemporáneo de aquélla.

La carga de la culpa que pesa sobre el hombre se debe a su corrupción actual. Ser culpable significa, entonces, estar dispuesto a consentir el castigo y a constituirse en sujeto de punición. Por eso decimos que la culpabilidad está implicada en la mancha. La culpabilidad, así pensada, constituye lógicamente responsabilidad, siempre que se entienda que la responsabilidad es la capacidad de responder por las consecuencias de un acto; pero esta conciencia de responsabilidad, dice Ricoeur, no es más que una prolongación de la conciencia de verse agobiado anticipadamente por el peso del castigo, es decir, que no procede de la conciencia de haber sido autor del acto. Aquí la sociología de la responsabilidad puede aportar claridad, pues el hombre tuvo conciencia de prudencia antes de tener conciencia de ser causa, agente o autor.

La conciencia de culpabilidad constituye una verdadera revolución en la experiencia delictiva, infractora de la ley, pues no es ahora la realidad de la mancha, la violación objetiva de una prohibición, ni la venganza consiguiente a esa transgresión, sino el mal uso de la libertad, vivenciado en el fondo del alma como una disminución íntima del valor del yo. A diferencia del hombre contemporáneo, que ha perdido a Dios y los ideales y por eso se angustia, según Kierkegaard, el del pasado, sobre todo el del Medioevo, tenía conciencia del pecado y, por lo tanto, de la culpabilidad como anticipación del castigo. Había en él un lugar para la culpa y el miedo. Aunque, según Foucault, el psicoanálisis es heredero del sacramento de la confesión; se diferencia, sin embargo, de la práctica religiosa en el hecho de que su dispositivo no está dirigido a juzgar o a censurar.

La culpabilidad no proviene del castigo sentenciado por la vergüenza. Lo que realmente da origen al castigo y lo exige como cura y enmienda es esa disminución del valor de la existencia. Así, la culpabilidad concebida en un comienzo por la conciencia de castigo revoluciona luego esa misma conciencia de punición, e invierte su sentido. La culpabilidad exige que el mismo castigo se transforme de una expiación reivindicativa en una purificación educativa o en enmienda, en rectificación. Hacer bien lo que se practica, en cualquier oficio o profesión, es parte constitutiva del deber y de la ética. En esta perspectiva Ricoeur delibera sobre los fines y termina por considerar que en ello consiste la meta última de la prudencia.

La culpabilidad es la realización de la interioridad del pecado. La interiorización es para Ricoeur el resultado de profundizar los imperativos que pesan sobre el hombre. Esta profundización es doble: 1) al salir del plano permanente del ritual para ocupar el plano ético, donde el sujeto adquiere el carácter de centro de decisión y 2) de autor de actos. Pero eso no es todo, no sólo pasa la interdicción del plano ritual al ético, sino que se desborda ilimitadamente en exigencias de perfección que rebasan toda enunciación de deberes y virtudes. El hombre, dice Ricoeur, es el autor tanto de sus múltiples actos como de sus motivos, de sus motivaciones. En esta perspectiva la reflexión del autor francés es una filosofía de la acción, de la praxis griega, entendida desde la motivación, los resultados o las consecuencias. El problema de la acción está ligado a lo voluntario y lo involuntario y a la lógica de la finitud, la fragilidad y la culpabilidad.

En cuanto se acentúa más el yo que el “ante ti”, la conciencia de la falta deja de ser pecado para transformarse en culpabilidad; desde ese momento la conciencia se erige en medida del mal dentro de una vivencia de soledad total. Por lo tanto, enfatiza Ricoeur, no es pura casualidad que en muchas lenguas se designe con el mismo nombre la conciencia moral y la conciencia psicológica y reflexiva; la culpabilidad representa la manifestación por excelencia de la promoción de la conciencia a tribunal supremo. El autor francés se opone, de manera radical, al criterio según el cual lo real es sólo el dato observable de manera empírica. Parafraseando a Ricoeur, la ficción literaria, lo mismo que el mito y el concepto parmenídeo de doxa, son también construcciones verdaderas sobre la realidad humana.

Paul Ricoeur precisa que en la literatura religiosa nunca se verifica la sustitución completa del pecado por la culpabilidad, es decir, nunca se reemplaza la medida absoluta, simbolizada por la mirada de Dios, que ve los pecados en lo que son, y la medida subjetiva representada por el tribunal de la conciencia que aprecia la culpabilidad aparente; pero con esto se inicia un proceso, al cabo del cual el “realismo” del pecado, ilustrado por la confesión de los pecados olvidados u ocultos, quedaría totalmente reemplazado por el “fenomenismo” de la culpabilidad, con su aprovisionamiento de ilusiones y disfraces. Sólo se llega a este término a costa de liquidar el sentido religioso e imaginario del pecado; luego, el hombre es culpable en la medida en que se siente culpable. La posibilidad de una escisión completa entre culpabilidad y pecado queda pronosticada en las tres siguientes modalidades: la individualización del delito en sentido penal, la conciencia meticulosa del escrupuloso y particularmente el infierno de la condenación.

Entonces, el que aflore una nueva medida de la culpa constituye un acontecimiento decisivo en la historia ejemplar. La culpabilidad implica lo que pudiéramos nombrar un juicio de imputación personal del mal, es el paso de la transformación del pecado comunitario en culpabilidad individual. Así, desde el momento en que la predilección del pecado comunitario dejó de significar la perspectiva abierta de una elección, hubo que poner la esperanza en la predicación del pecado individual y de la culpabilidad personal. Desde la perspectiva del arco hermenéutico de Ricoeur, la noción de culpabilidad constituye una opción invaluable para reflexionar, en nuestro medio, los problemas relacionados con la criminología.

La tensión entre el “realismo” del pecado y el “fenomenismo” de la culpabilidad tiene como primer corolario o verdad la especificación de la imputación. Así surge en la conciencia de culpa una oposición nueva: conforme al esquema del pecado el mal es una situación “en la cual” queda cogida la humanidad como entidad singular colectiva. De acuerdo con el bosquejo de la culpabilidad, el mal es un acto que inicia cada sujeto y es, por lo tanto, algo por lo cual debe responder, bien sea porque se trate de los efectos de un crimen monstruoso o bien por proceder con una actitud excluyente, disimulada y sutil, pero dolosa (inspirada en una posición narcisista, que promueve los imperativos del saber universitario y los dogmatismos gremiales), a partir de la cual se castra el deseo y se le impide avanzar a muchos coetáneos en algún estamento, o en cualquier escenario intelectual. Ricoeur considera (fundado en Aristóteles) que tanto en la dinámica de la argumentación retórica como en los modos de operar de la razón el deseo humano debe estar incluido.

Paul Ricoeur considera que esa forma de disolver el bloque de la culpa en la multitud de las culpabilidades subjetivas, pone en riesgo el “nosotros” de la confesión de los pecados, al tiempo que genera la emergencia de la conciencia solitaria de culpabilidad. Con la individualización de la culpa se produjo, contemporáneamente, una nueva adquisición: la noción de que la culpabilidad tiene grados. La conciencia culpable reconoce que su culpa puede ser mayor o menor y que admite grados de gravedad. Además, si la culpabilidad tiene sus grados es que tiene también sus extremos, los cuales representan las dos figuras polares del villano y del honesto. Algo que se engancha con la reflexión griega sobre la ética de Aristóteles, la cual no opera como exactitud matemática ni como flexibilidad extrema; sutileza que, al parecer, Ricoeur conserva en la lógica de la argumentación retórica, cuando se refiere al uso público del discurso. Al respecto dice: “El argumento propiamente retórico tiene en cuenta a la vez el grado de verosimilitud de lo que se discute y el valor persuasivo que afecta al locutor y al oyente”.

Toda imputación, tanto moral como jurídico-penal, presupone esa afirmación de los grados de culpabilidad. Mientras que el pecador es pecador total y radicalmente, el culpable es culpable en mayor o menor grado; dada una escala de delitos es posible establecer una escala de penas. La culpabilidad en tanto imputación penal, dice Ricoeur, se desarrolla básicamente en la dirección de nuestra experiencia ético-jurídica. Sin embargo, interpretando al pensador francés, la ética como idea reguladora no responde a un fundamento ontológico que diga algo así como “evita esto y haz aquello”; en ella no hay un criterio demostrativo, universal y necesario. La metáfora del tribunal invade todos los registros de la conciencia de la culpabilidad, sólo que el tribunal como institución real de la ciudad es anterior al tribunal como metáfora de la conciencia moral. Esta institución sirvió de cauce para rectificar la conciencia religiosa del pecado.

El concepto de culpabilidad entre griegos y judíos

Según Ricoeur, los griegos descubrieron el poder de la palabra, por tal motivo se preocupaban tanto por no confundir el uso con el abuso del lenguaje. En Aristóteles, por ejemplo, la retórica aparece asociada con la persuasión y ésta, a su vez, enlazada con la verdad. En esta perspectiva el conocimiento penal de los griegos nos da mucha más luz sobre los comienzos de la conciencia que el derecho penal romano, por no haber alcanzado nunca el orden y el rigor de sí. La misma elaboración del vocabulario griego de la culpabilidad a través de la penalidad constituye un acontecimiento cultural de gran trascendencia. Según Ricoeur, el mito de la caída no se explica desde la noción del pecado original, sino desde la finitud y la fragilidad del hombre.

Así mismo, la Biblia, comenta Ricoeur, influyó en nuestra cultura a través de la versión griega de los Setenta, y la elección de los términos griegos equivalentes al pecado bíblico y a todos los conceptos ético-religiosos de origen hebreo representa una interpretación del significado de nuestros símbolos. Por eso, en este terreno somos consustancialmente griegos y judíos. Así, la elaboración de los conceptos de culpabilidad, consumada a través de la experiencia jurídico-penal de los griegos, inunda la historia escueta de las instituciones penales de la Grecia clásica, para formar parte de esa historia ejemplar de la conciencia ético-religiosa, la cual se asocia, en múltiples direcciones, con la prudencia, una virtud aristotélica que implica tres momentos: deliberar, juzgar y decidir; todo ello para conseguir el mejor efecto, el más conveniente y oportuno. Asunto que bien podríamos llamar, con Tomás de Aquino, “recta comprensión de lo contingente”.

La cuota de los griegos a la concepción de la culpa se diferencia de la de los judíos por el papel que desempeñó la reflexión aplicada directamente a la ciudad, a su legislación y a la organización del derecho penal. Aquí no se halla la alianza del monoteísmo ético ni la relación personal entre el hombre y Dios, sino la ética de la ciudad de los humanos, la cual, precisa Ricoeur, es la que constituye el manantial de la inculpación racional. Ahora bien, es probable que si sólo contásemos con el testimonio de Grecia jamás podríamos llegar a formarnos una idea coherente sobre la sucesión tipológica de la impureza del pecado y de la culpabilidad. Aunque la hamartía (yerro trágico para los griegos) se diferencia del pecatum (de la concepción judeocristiana), ambas nociones conducen al desenlace de la desgracia.

El concepto de grado de culpabilidad entre los griegos fue el continuo acompañante de la evolución de la penalidad. De esta reflexión sobre el derecho penal derivaron los conceptos fundamentales que, más tarde, desarrollarían con cierto rigor filosófico Platón en sus leyes y Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Los conceptos son: a) la idea de lo intencionado, puro y simple y de su contrario, lo involuntario, causado bien sea por coacción o bien por ignorancia; b) el pensamiento de elección que se refiere a la selección de los medios y el de deliberación, que constituye la elección en deseo deliberativo, y c) el deseo que se refiere a los fines. La idea de volitivo, antes que un trabajo de rectificación y puntuación, abarcaba unas veces la premeditación y otras la simple voluntad. La noción de involuntario englobaba la ausencia de culpa, la negligencia, la imprudencia, a veces el arrebato y hasta el simple accidente.

Dilucidar los diversos casos límites desempeñó un papel decisivo en la formación de lo que podríamos llamar una psicología de la culpabilidad. Así, la responsabilidad incurrida en ausencia de intencionalidad constituye, según Ricoeur, una zona que, en cierto modo, se encuentra en el umbral de lo voluntario y se presta mucho a las distinciones de la jurisprudencia, pues los golpes propinados al calor de la discusión, las heridas infligidas en estado de embriaguez, la venganza practicada en flagrante delito de adulterio… son infracciones de las que cualquiera se arrepiente al volver en sí. Existe, pues, cierta culpa, aunque sin ninguna premeditación y hasta con cierta connivencia o confabulación con las leyes. Sin embargo, a diferencia de lo que se considera corrientemente, la hamartía no es un mero error de juicio y, en tal sentido, éste no se puede desprender de la noción de culpabilidad, entendida en términos de Aristóteles como vicio o virtud. Así, la ambición no es un yerro trágico, sino un carácter trágico asociado a la culpabilidad. Lo anterior no es retórica común; según Ricoeur, fue Aristóteles quien dio lugar a una retórica del pensamiento al edificar, a través de la verosimilitud, el nexo moebiano entre la noción de retórica y el concepto de lógica.

Los factores que más precisamente estimularon y aguzaron la reflexión entre los griegos fueron los accidentes en los juegos y las equivocaciones o torpezas en la guerra. En la tragedia de Edipo en Colono, por ejemplo, se palpa la contradicción y la vacilación sobre el sentido mismo de la aberración del crimen. Allí, dice Ricoeur, se siguen denominando aberraciones los mismos actos a que se entrega, a pesar suyo, Edipo, bajo el peso de su fatalidad, hasta llegar a decir: “En vano me reprocharías a mí personalmente falta alguna por no haber cometido así esos crímenes contra mí y contra los míos”. En Edipo tenemos la representación del crimen monstruoso y de la falta excusable, del vértigo celestial y de la desventura humana. Así, advertimos que Edipo no es un simple personaje, sino una acción encarnada. La acción es para Ricoeur la protagonista de sus tres mímesis, las cuales son formas de la poética, en términos de pactos. En esta perspectiva, la poética convierte en poema el obrar.

En la misma Antígona de Sófocles podemos ver ese conflicto entre la “desgracia procedente de otro” y la falta personal. Lo éxtimo y lo íntimo en un punto se anudan. En este tramo conviene preguntarse: ¿es el error de juicio el factor desencadenante de la tragedia y no la culpabilidad? ¿Es simplemente un yerro o un error de juicio el que la madre de Santiago Nasar (en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez) cerrara la puerta de la casa, poniendo el pasador, en lugar de abrirla para que su hijo entrara? El error de juicio más que fatalidad, es ceguera, como en el caso de Edipo. Por esta razón decía Lacan que el error de buena fe es imperdonable. Apropiarse de un texto trágico, tal y como lo hiciera Freud con la narración de Sófocles, es para Ricoeur autocomprenderse, evitar el exceso y de paso curarse de las enfermedades del alma. Ahora, dado que no es posible desprenderse de la subjetividad, el sujeto se lee, se interpreta a sí mismo, en el texto-espejo de su propia vida.

En tanto la aberración se laicizaba para transformarse finalmente en falta disculpable, al escindirse la paradoja del orgullo se liberaba el factor psicológico, el espíritu de inmoralidad interpretado no teológicamente; en esencia, la raíz perversa de la premeditación astuta, “algo así como la voluntad culpable en estado puro”, según Gernet; o lo que podría denominarse, antes de Kant, la radicalidad del mal. Este componente psicológico, argumenta Ricoeur, está presente desde los inicios: en Homero se advierte una psicología del orgullo en germen que instiga al atropello y al despojo; el orgullo de Hesíodo, que dispone con maña los juicios torcidos; en Solón, el orgullo aliado a la insolencia, a la riqueza y madre de la tiranía. El orgullo, señala Ricoeur, engendra la tiranía.

La hamartía no es meramente un accidente, es también ananke (necesidad) e hybris, esto es exceso, falta de moderación y de prudencia, es decir, un impulso arraigado en el deseo humano y, por lo tanto, no atado al athé (pensado como destino o fatalidad) o a la tyché (suerte, fortuna y azar) que implica connotaciones éticas y políticas. La hybris es lo otro de la fronesis y por eso le da a la hamartía una connotación no fronética. En esta perspectiva la caída remite a promesa, como cuando el héroe Prometeo es interrogado por su hybris, por sus excesos, los cuales constituyen (al ser reconocidos por él) un dato esperanzador respecto al restablecimiento de la confianza con los dioses. Así, el saber, por el influjo de la hybris, se ha vuelto contra nosotros, engendrando otra forma de perversión. Siguiendo el hilo de Ricoeur, toda acción es, al mismo tiempo, límite y ocasión.

Otra directriz que toma la conciencia de culpabilidad en su proceso de crecimiento es la de la meticulosidad de conciencia, la del escrúpulo. Los fariseos, en tanto educadores del pueblo judío y responsables del cristianismo y el islamismo, son el eje que simboliza la conciencia escrupulosa. ¿Cómo nos representamos la conciencia escrupulosa? ¿Siguiendo, acaso, a pie juntillas una reglamentación que impone preceptos generales organizados sistemáticamente? En general, el edificio arquitectónico de la filosofía de Paul Ricoeur se caracteriza por la articulación entre la dialéctica de la acción (en la que incluye el lenguaje) y la ética del deber.

Los fariseos representan una de las victorias más significativas de la inteligencia laica o profana sobre el dogma insolente y mal informado de los sacerdotes. Por eso los podemos asimilar a muchos sabios de Grecia, a los pitagóricos, e incluso a los insignificantes socráticos, cínicos y otros. Ricoeur señala que a los fariseos se los ha juzgado erróneamente cuando se dice que sacrifican el espíritu por librar la letra, pues lo que intentaron edificar fue algo distinto a un culto de la letra por la letra.

¿Qué contribución específica aporta el escrúpulo a la conciencia de culpa? A ello responde Ricoeur argumentando que toda la experiencia de la conciencia escrupulosa progresa dentro del ámbito de la falta. El escrúpulo forma el ángulo de la culpabilidad en el sentido de que lleva hasta el límite los rasgos de la atribución del mal, así como la polaridad del justo y del malvado. Entre los griegos la noción de athé es también ceguera, crueldad, cólera y venganza. Es el estado del ocultamiento. La cólera de Aquiles, por ejemplo, es parte del athé, de la ceguera que no le permite ver a Héctor desde la dialéctica del sí mismo, y no como un otro.

La oposición entre lo justo y lo perverso no fue inventada por los fariseos, sino que fue la secuela forzosa de la idea de los grados de culpabilidad llevada hasta el final. Lo que hicieron los fariseos fue marcar aún más el sentido de polaridad moral por el hecho de convertir la observación de la ley en una meta extrema ideal, pero también en un plan efectivo de vida práctica. La terminología de la culpabilidad preserva las huellas de esta experiencia ético-religiosa en la noción de mérito.

Objetivamente, el pecado es una trasgresión; subjetivamente, la culpabilidad es la pérdida de un grado de valor: en realidad, constituye el mismo infortunio. Ideas en las que pulsan las enseñanzas y el espíritu de Tomás de Aquino, en torno al “mal de culpa” y a su remisión. El mérito es inyección de vida. Así se percibe palpitar, en el fondo de esta visión ética del mundo, la idea de una libertad plenamente responsable y dueña siempre de sus propios actos. En toda la obra literaria de los rabinos está latente, dice Ricoeur, el tema de las dos inclinaciones: el hombre está sujeto al dualismo de dos tendencias, de dos impulsos, de dos propensiones: una buena y otra mala. Esta última la grabó el “Creador” en el hombre. Esto quiere decir que la inclinación al mal no es un defecto radical que el hombre contrajo por su cuenta y entendimiento, sino una tentación constante que nos permite ejercitar la libre elección y un impedimento que debemos transformar en posibilidades. En este sentido, la inclinación depravada no constituye imprescindiblemente una falta insoslayable e irreparable. Ricoeur no pretende anular el conflicto entre las tendencias contrapuestas, sino sólo regularlo.

Para Ricoeur el ritual y la moralidad coinciden en el escrúpulo, que constituye una ritualización de la vida moral o una moralización del rito, en la que éste infiltra pausadamente todas las exigencias, las cuales han de cumplirse de una manera categórica y no de otra, al paso que el ceremonial adquiere un carácter marcado de obligación que le confiere la condición de un deber y de un imperativo.

Al contemplar el rito, la conciencia patentiza su voluntad de acatar la ley. Se ve así que la ritualización es un corolario de su heteronimia, donde la conciencia escrupulosa quiere ser exactamente fiel en su dependencia aceptada; el rito es el instrumento de esa exactitud, la cual es el equivalente ético de la precisión científica. De ahí que la finalidad de la hermenéutica jurídica es ser objetiva en el análisis de los hechos, sin que imperen los idealismos, los cuales son considerados por Ricoeur un obstáculo para el ejercicio hermenéutico.

Toda conciencia escrupulosa experimenta sus rigores en la piedra de toque de las observancias. En este sentido, ¿acaso no puede darse siquiera una vida ética digna, sin algún ceremonial público, doméstico o privado, es decir, sin alguna práctica ritual? El ritual se justifica porque somos seres del sentido, de la interpretación y la hermenéutica. Al respecto es oportuno comentar que ninguna noción, a diferencia de la noción de culpabilidad, le ofrece al psicoanálisis la opción de caer en la tentación, como es el caso de la religión, de restaurar el sentido. Finalidad que no constituye, a ciencia cierta, el fundamento de una cura. Sin embargo, es claro que al hombre le gusta el goce del sentido.

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