Sunday, March 10, 2013

Influjo griego, Cicerón y los deberes


                                                                                            Por: Elkin Villegas
         
       …el gran descubrimiento de Pablo es que la propia ley es fuente de pecado: fue ‘añadida con miras a las transgresiones’; lejos de ‘comunicar la vida’, lo único que  puede  es ‘dar el conocimiento del pecado’. Es más, engendra el pecado. ‘La ley intervino para que se multiplicase la culpa…’: el precepto, al irrumpir, ‘dio vida al pecado’ y, de esa manera, ‘me condujo a la muerte’.        
                                                                                                                 Paul Ricoeur
Asuntos iniciales

Es necesario indicar, que el presente capítulo se basa e inspira en las reflexiones del profesor Gonzalo Soto Posada en el curso sobre “La ética del deber”, llevado a cabo en la Universidad Pontificia Bolivariana, en el primer semestre del año 2008, el cual se centra en el texto de Cicerón titulado De officiis (los oficios o los deberes, libro que se relaciona lógicamente con las elaboraciones de Paul Ricoeur alrededor de la retórica) y se matiza con algunas ideas griegas de Sócrates en el Critón, diálogo dedicado precisamente a reflexionar sobre la virtud de los deberes, los cuales se derivan, como es bien sabido, de las exigencias de la conciencia moral, la cual es interpretada en el presente trabajo como otro de los nombres del padre, expresión lacaniana que se asocia con la noción latina que los romanos construyeron (en relación con el derecho) sobre el paterfamilias (padre de familia).

De las virtudes griegas pasamos a reflexionar en torno a la ética de los deberes, los cuales son, si es lícito decirlo así desde la hermenéutica de Paul Ricoeur, otro de los nombres y de las consecuencias de la idea y la experiencia sobre la culpabilidad. El ser humano siente que debe hacer tal o cual cosa porque en su interior existe una instancia moral que lo presiona a pensar así. No hacerlo, es decir, no obedecer a los llamados de ese imperativo moral (hipotético) como diría Kant (expresión que aunque modernista es de contenido ciceroniano), pone al sujeto en la condición de la falta, de estar faltando a una de las exigencias de la ley moral y esto como se puede inferir es fuente y vivencia de culpabilidad. Así pues, el sujeto intenta no entrar en conflicto con su conciencia moral (representante de la evolución cultural y, al tiempo, sustituta de la instancia parental) y considera que debe realizar tal o cual función en beneficio del otro y del buen funcionamiento de la sociedad. La renuncia a la satisfacción de sus inclinaciones le refuerza el malestar y su culpabilidad estructurales y lo obligan de paso a preservar los deberes en pro de sí mismo y de los demás. Se podría decir que quien cumple con sus deberes (tanto morales como los de la ley en la ciudad) puede dormir tranquilo como Sócrates y soportar las desgracias con dulzura y tranquilidad en su alma (Critón, 1985: 35).

Al ser pensados los deberes en relación estrecha con la culpabilidad, la responsabilidad y la ética, reflexionamos alrededor de una serie de experiencias y situaciones como la dinámica económica del capitalismo, el problema de la guerra y los estados de tristeza, los cuales tienen una función doble y opuesta en las actuaciones humanas, ya que unas veces logran inhibir los actos perversos del hombre y en otras ocasiones, por el contrario, se convierten en una fuente de motivación del crimen. El afecto de tristeza es considerado por Santo Tomás de Aquino una pasión y en el capítulo siguiente aparece asociado con el mal. Lo que nos conduce a dinamizar la  reflexión sobre los deberes morales, que pueden llevar a los sujetos y a las sociedades a extremos lamentables, sobre todo cuando operan del lado de exigencias macabras imposibles de ser tenidas en cuenta por los seres finitos que somos, o cuando tales exigencias son tan escasas y endebles que el sujeto es desbordado por sus inclinaciones y no puede ejercer ningún tipo de control moral para preservar su vida y la integridad de los demás.

Es necesario advertir en el epígrafe con el que iniciamos la presente reflexión  la relación lógica entre las nociones de ley, culpa y pecado, las cuales están ligadas al lenguaje (así Pablo no se refiera de modo directo a él) o más precisamente a la ley del lenguaje. Noción que se define con Lacan, en la parte final de la introducción del presente trabajo, como “la ley del hombre”. En esta perspectiva hay que decir, apoyados en la filosofía del lenguaje, la semiótica y el psicoanálisis, que el lenguaje no sólo desmonta lo imaginario, sino que descompleta al sujeto, poniéndolo en falta y obligándolo a reconocerse como un ser limitado que no sólo debe realizar acciones en su propio beneficio sino también en pro de los demás. Parafraseando a Paul Ricoeur (2003b: 21), se podría decir que mientras el objeto de la semiótica es el signo, el de la semántica es la oración, la cual está compuesta de signos, sin ser  un signo en sí. La conciencia de la finitud (muerte) hace que su vida tenga sentido en la medida en que pueda asumir, con responsabilidad y sentido social del deber, el cuidado de la propia vida, el de la de los otros y el de las cosas necesarias para la preservación de la existencia humana.

Se suele decir entre los filósofos que “La filosofía es una medicina del alma”, frase en la que se pone el saber filosófico del lado de la terapéutica. Cuestión de la que se ocupan varios filósofos, como Epicuro, desde la antigüedad (pensador de quien Cicerón consideraba que su doctrina se oponía a todas las virtudes) y que Pedro Laín Entralgo desarrolla de manera lúcida y convincente en su bella elaboración titulada: La curación por la palabra en la antigüedad clásica. Cicerón (1984: 95) consideraba en Los deberes que Epicuro se oponía a todas las virtudes griegas, pues juzgaba “que era útil para vivir bien el buscar los deleites”. En este mismo sentido se preguntaba: ¿puede haber alguna cosa útil que se oponga al coro de tales  virtudes? Con relación a Epicuro, Ricoeur (2009b: 220) nos dice: “Freud es un pesimista del placer como Epicuro: el placer sólo es relajamiento, anulación; finalmente, es nirvana; es el cero del dolor y de la tensión”.

Sobre las virtudes Marco Tulio Cicerón (Arpino, 106–Formias, 43 a. de n. e.) consideraba que si pudieran verse con los ojos enamorarían a todos maravillosamente.  No obstante, es lícito señalar que aunque en Cicerón las virtudes aparecen asociadas con la retórica y la oratoria, estas dos artes discursivas también están articuladas con el poder y la política, a diferencia del caso en Demóstenes a quien Cicerón consideraba “el orador perfecto”. Se podría decir que tanto el historiador romano Tito Livio como el renacentista Nicolás Maquiavelo consideraban que Cicerón había hecho un uso opuesto de la retórica (ligada a las pasiones en Aristóteles) al que Demóstenes había practicado en Grecia, pues mientras este le hacía más tributo con ella a las virtudes griegas, aquel como político, senador y abogado al servicio de Roma, estaba más interesado en alcanzar por medio de la oratoria el poder y la destitución de Julio Cesar.

En Sobre la felicidad dice Epicuro (1998: 31): "Vana es la palabra del filósofo que no cura los sufrimientos del hombre. Pues así como no hay provecho en la medicina si no sirve para expulsar las enfermedades del cuerpo, no hay provecho en la filosofía si no expulsa los sufrimientos del alma". Adicionalmente, Paul Ricoeur advierte a partir de su elaboración titulada Freud: una interpretación de la cultura, que aún el mismo creador  del psicoanálisis, en sus Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en vida de Freud, consideraba que su naciente método se remontaba al saber antiguo de la filosofía. Algo que también Michel Onfray pone en evidencia en varios apartes de su libro Freud. El crepúsculo de un ídolo.

Así Freud, al emplear la palabra “Psique”, tomada del griego, dice que “tratamiento psíquico es lo mismo que tratamiento del alma” y precisa que es mejor hablar de tratamiento desde el alma, bien sea de perturbaciones anímicas como corporales. Ahora, dicho tratamiento implica, y no sobra decirlo, el bien decir del lenguaje, de las palabras, las cuales tienen (Paul Ricoeur lo sabe por su lectura de Freud) efectos esclarecedores, terapéuticos y pacifistas consigo mismo y con los demás, no solo por provenir del médico o del psicoanalista sino ante todo por su función tranquilizadora, que se encuentra contenida en la lógica y en la verdad del símbolo. El cultivo del bien decir (o de la palabra plena) constituye una manera de dominar las manifestaciones de la violencia. Cicerón lo sabía porque conocía el significado de los diálogos entre los griegos. Por ello se puede decir que los diálogos, desde entonces, son considerados una fuente de paz y tranquilidad en los vínculos sociales. El diálogo (nos lo enseñan Ricoeur y Freud) es el antídoto contra la violencia, la guerra y la criminalidad, acciones todas ellas que se caracterizan por una cierta fractura del sistema simbólico del sujeto y por la incapacidad de este para nombrar las cosas por su nombre. A este respecto Lacan decía que “La palabra plena se define por su identidad con respecto a lo que ella habla” (Albano, 2005: 27). Por el contrario, la palabra vacía “es aquella donde un sujeto parece hablar en vano de alguien, a quien se asemejará para engañarse, y que jamás encontrará en la asunción de su deseo” (Albano, 2005: 130).   

El decir bien (distinto del bien decir en Lacan) es otro de los nombres de la retórica y de la ética del deber, algo que sin duda Cicerón tenía suficientemente claro como uno de los principales oradores de Roma.  La retórica implica un uso adecuado del símbolo y de la metáfora, de la cual, nos dice Ricoeur en su Teoría de la interpretación (2003b: 60-61), Cicerón y Quintiliano dijeron que “es simplemente una comparación abreviada”, o sea una condensación de sentido. Y unas cuantas líneas más adelante agrega: “Éste es un resumen muy esquemático de la larga historia de la retórica, que comienza con los sofistas griegos y es continuada por Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, hasta que desaparece en el siglo XIX”. Lo cual nos plantea, en distintos escenarios institucionales y de la vida social, una amplia gama de problemas al carecerse de una ordenada argumentación para justificar nuestros actos con responsabilidad. Un silencio discursivo, desprovisto de pruebas, que se ha venido trasformando en la actualidad en patologías del lazo social. 

Entonces, cuando el filósofo considera que la filosofía es un tratamiento del alma, observamos que la finalidad de dicho tratamiento no es otra que la de instaurar un estado de serenidad interna que tendría el propósito de pacificar los vínculos con los demás (política) y, por tanto, no romper la tensa armonía de la ciudad.  Cuestión que nos permite avalar en parte dicha afirmación, aunque introduciendo algunas precisiones, pues quizá el elemento más fuerte, en el que la filosofía hace mayor énfasis es el del deber moral (del cual se podría decir que es otro de los nombres de la ética y de las virtudes griegas, tal y como lo demuestra Cicerón en el De officiis), amparado posiblemente en la idea de que al cumplir con las exigencias de la ley, el sujeto va a experimentar tranquilidad en su alma. En cuanto a la tranquilidad, Cicerón (1984: 21) nos dice: “ha habido muchos que buscando este sosiego y tranquilidad se han apartado de los negocios públicos, y se han entregado al sosiego y retiro […] Por lo cual el renunciar al manejo de los negocios públicos no creo que merezca reprenderse en los hombres de ingenio sobresaliente que se entregan del todo a los estudios de las ciencias”.

Se podría decir que Los deberes de Marco Tulio Cicerón es algo así como un tratado de filosofía del derecho (escrita en uno de los períodos de mayor corrupción en Roma, que coincide con la composición de los textos apocalípticos de la Biblia, como fue el del político romano Lucio Sergio Catilina, a quien Cicerón combatió con todas sus fuerzas), razón por la que probablemente se le considerara como “un padre de la patria”, al ser un profundo conocedor del derecho. Ahora bien, desde la hermenéutica del diálogo entre Paul Ricoeur y Freud, podríamos decir que el deber es en Cicerón otra de las formas (simultáneas entre la filosofía y el derecho) que adopta el superyó entre los  romanos.

Ahora bien, la razón principal por la que hemos elegido al autor romano se debe a la posición subjetiva singular que adopta en sus escritos (similar a la de Marco Aurelio y Séneca). Se trata de una actitud dialógica, dinámica y cambiante (como la que se observa en el espíritu audaz de todo investigador, ante los distintos fenómenos de la realidad, tanto interna como externa) diferente a las posiciones utilitaristas rígidas en la modernidad y en la contemporaneidad. Cuestión esa de las rigideces que tendremos ocasión de inferir en el capítulo  sobre la modernidad, el espíritu objetivo de la ciencia y la razón instrumental desde la óptica de Jürgen Habermas. La única movilidad que hoy se observa es la de los mercados y ninguna o muy escasa en la dialéctica del sujeto. 

Cuando el sujeto no atiende la responsabilidad que le concierne en el plano de sus deberes, tal y como lo menciona Cicerón en De officiis o los deberes, se genera un efecto como el que el psicoanálisis evidencia hoy respecto a la cobardía moral, entendida como inhibición o como síntoma, producto de la renuncia del sujeto a realizar lo que desea. En cuanto a tal sentimiento se podría decir que Sócrates no renuncia a cumplir con sus deberes morales y ciudadanos ante la ley por temor, cobardía o culpa. “Porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable?” (Critón, 1985: 44). A diferencia de Sócrates, Edipo sí salió desterrado de la ciudad por culpa. Por su parte, Cicerón (1984: 19) pensaba que “la mayor infamia es la cobardía”. Cobardía que en muchos casos le impide al sujeto ocuparse de los deberes consigo mismo, con los otros y con las cosas.

En esta perspectiva, es necesario decir que tanto el melancólico como el depresivo, según la terminología psiquiátrica contemporánea, son sujetos que no solo se ven inhibidos para realizar sus deseos sino también profundamente tristes por sentir que han preferido postergar la ejecución de sus deberes; aspecto esencial por cuanto aparece asociado a la experiencia jurídica de los griegos, al derecho en Roma y a la ley; lógica jurídica que se nutre, siguiéndole  los pasos a Ricoeur, del juicio bíblico judeo-cristiano. En Finitud y culpabilidad nos dice el filósofo: “En ese terreno, somos indivisamente griegos y judíos; así, la elaboración de los conceptos de culpabilidad, a través de la experiencia jurídica y penal de los griegos, desborda la simple historia de las instituciones penales de la Grecia clásica y pertenece a esa historia  ejemplar de la conciencia ético-religiosa, cuyas motivaciones principales aquí describimos” (2004a: 266). Motivaciones profundas que se relacionan con el deseo.

Pues bien, de acuerdo con la hermenéutica del diálogo que nos hemos propuesto, se podría decir que tanto en Cicerón como en el psicoanálisis la cuestión del deseo aparece conectada con la ley. Deseo sin ley, digámoslo de paso, es una perversión, es decir, una manera de estructurarse la actividad mental del sujeto que tiende a descartar, como en muchos casos en la actualidad, su responsabilidad; cuestión que se encadena con los problemas asociados a la depresión, uno de los malestares que más inhiben la realización de los deberes entre los hombres. Es así  como pretendemos, en este tramo de la presente elaboración, establecer algunas relaciones entre el concepto ciceroniano del deber (que se  articula con el Eros freudiano y está en la base de la reflexión jurídica en Roma) y la noción moderna de la depresión, la cual es pensada como efecto de la culpabilidad y de cierta cobardía moral, que es un verdadero obstáculo para el cumplimiento de los deberes.

Cicerón (1984: 22) dice que es esencial a los hombres de Estado y a los filósofos: “la magnanimidad, el desprecio de los acontecimientos humanos, la tranquilidad y constancia de ánimo que tanto he recomendado: porque nunca se han de hallar solícitos y acongojados, sino que a todo se han de mantener superiores con una misma firmeza y gravedad”. Y unas cuantas líneas más adelante, respecto a lo que llamamos aquí cobardía, dice: “Esta flaqueza debe evitarse también en los asuntos civiles; pues hay muchos que por temor de qué se dirá de ellos, no se atreven a manifestar su dictamen aunque sea el más acertado” (p. 25). En esta perspectiva es oportuno preguntar: ¿es la tristeza del ser o melancolía (depresión contemporánea del yo) la consecuencia de los embates asesinos de una instancia cruel? Situación ante la cual con Cicerón decimos que: “Nada se ha de emprender temerariamente y sin meditación, para que sea conforme a la virtud. Esto amonesta, porque ordinariamente los varones fuertes, si no son muy prudentes, se dejan llevar del ímpetu y celeridad a la ejecución de las cosas […] Cedan la guerra a la toga, y  a la elocuencia el laurel” (1984: 23-24). 

Cicerón y los deberes

Inicialmente queremos decir que tras el trabajo de lectura realizado en torno al texto sobre Los Deberes (los cuales coinciden en algunos puntos con las ideas que de ellos se tienen en los discursos de la ética, la política y en las ciencias del espíritu) del pensador romano, se hizo énfasis en la tendencia de este a considerar las contrariedades o paradojas, el eclecticismo y la circunstancialidad, en los distintos eventos de la vida, para deliberar, juzgar y decidir de manera prudente y acertada. En cuanto a la prudencia y otras virtudes, Cicerón (1984: 8) nos dice: “La prudencia consiste en el conocimiento de las cosas; la justicia, fortaleza y templanza, en la acción. Porque la prudencia mira al conocimiento de la verdad, la justicia a la conservación de la sociedad, la fortaleza a la grandeza de ánimo en el obrar, y la templanza al orden, moderación y constancia de todo cuanto se trata de la vida”. En consonancia con esto nos dice Cicerón (1984: 90): “Así muchas cosas que naturalmente parecen honestas, dejan de serlo según las circunstancias: el hacer lo prometido, cumplir los pactos, pagar los depósitos mudada la utilidad se hacen torpes. Y esto me parece que basta acerca de las utilidades aparentes con fingimiento de justicia”. De acuerdo con Cicerón (1984: 9), “La primera obligación de la justicia es no hacer mal a nadie”. Una idea similar circula en el ámbito del cristianismo y consiste en “hacer el bien a todos”, exigencia difícil de cumplir a la luz del diálogo de Ricoeur con Freud, dada la naturaleza destructiva del hombre.

Un deber imperativo esencial que cuenta con la naturaleza del mal y muestra a Cicerón, en el curso de sus elucidaciones sobre los deberes, como un profundo conocedor de las pasiones humanas, pues al lado de su concepción ética de los deberes aparece, en todo momento, la articulación con lo natural o las pasiones, dialéctica semejante a la que Paul Ricoeur sigue, guiado por la antorcha de Freud,  casi veinte siglos después, distinta de la postura monista, rígida y estandarizada que el capitalismo salvaje impone, dando lugar a múltiples síntomas en la contemporaneidad. Entonces, es la actitud deseante (traducida en la dialéctica de las preguntas), el ánimo flexible y el discurso creativo frente a los deberes éticos, las vivencias internas y la realidad social, lo que aquí vamos a intentar destacar en Cicerón. La filosofía ética de los griegos está en la base y en relación estrecha con los deberes y el derecho romano, de ahí que Sócrates en el diálogo sobre el deber se pregunte ¿no es un principio sentado que el hombre no debe desear tanto el vivir como el vivir bien? (Critón, 1985: 40).

En cuanto a Marco Tulio Cicerón digamos de pincelada que es considerado un emulador del género expositivo de Platón, filósofo a quien estimaba como el príncipe del ingenio y la sabiduría e influyó en él para que llegara a ser uno de los paradigmas o fundamentos del discurso (como orador) y de la práctica del Derecho. Gracias a él tenemos información sobre el período y las instituciones republicanas por medio de misivas y escritos judiciales. Hombre de gran inteligencia, hijo de una familia adinerada pero sin apellido entre los nobles romanos, se instala en Roma luego de aprender retórica en Grecia, habilidad discursiva que florece de manera notoria en su célebre escrito sobre Los oficios, Los deberes o De officiis. Fue un abogado excelente, se dice que no perdía un juicio a pesar de que su cliente fuera de antemano considerado culpable, capacidad retórica y argumentativa que no solo le generó beneficios económicos sino también personales. Es considerado el príncipe de los oradores en Roma, dadas sus dotes retóricas, las cuales probablemente aprendió de Aristóteles.

La relación con Pompeyo Magno constituyó probablemente el motor de su vida política. Cicerón fue nombrado cuestor de Sicilia, desempeñándose con habilidad. Luego le asignaron el cargo de pretor y finalmente el de cónsul. Se le recuerda por desenmascarar el conjuro de Catilina,  consistente en pretender este instigar una revuelta en Roma que acabaría con el asesinato de Cicerón a manos de los sicarios de Marco Antonio, quienes según Plutarco no solo le cortaron la cabeza sino que además le sacaron la lengua (otras versiones dicen que se la atravesaron con un alfiler para que no volviera a hablar), en señal de que era precisamente ese órgano con el que más había hecho daño. Uno de los peores momentos de Cicerón fue cuando Pompeyo, Craso y César se unieron para crear el primer triunvirato, eso le hizo exiliarse y volvió para apoyar a Pompeyo, tras la muerte de Craso y la ausencia de César luchando en las Galias, para que fuera el único cónsul de Roma. El regreso triunfal de César lo obligó a exiliarse de nuevo; con la muerte de éste regresa al senado de donde apoya a Octavio Augusto frente al conflicto con Marco Antonio.

Lo anterior es importante para vislumbrar que en el curso de la historia quienes se han pronunciado en pro de los deberes, no han estado exentos de conflictos y persecuciones.  Recordemos que los deberes siempre han estado asociados con las inclinaciones o la naturaleza pasional del hombre, de ahí la conexión de los deberes con el derecho, el cual es simbolizado como una instancia sustitutiva cuya función es la regulación de aquellas. En cuanto a los deberes o las obligaciones, Cicerón (1984: 5) dice: “Todo el tratado de las obligaciones se puede reducir a dos puntos principales; el primero es el que pertenece al sumo bien, y el segundo a los preceptos a que debe conformarse en todas sus partes la conducta de nuestra vida”.

El texto sobre Los deberes o De officiis, escrito entre los años 43–44 (a. de n. e.), fue una especie de vademécum moral dedicado a su hijo Marco como herencia para su vida,  ha ejercido gran influencia sobre los padres de la iglesia (sobre todo en San Ambrosio) y consta, fundamentalmente, de tres libros: el primero trata sobre lo honesto (o lo moral); el segundo, sobre lo útil y el tercero sobre la dialéctica y el conflicto entre ambos. En cuanto al concepto de officiis, asociado al de officium o deber, tiene varias acepciones, pero aquí solo presentamos una síntesis de las más conocidas. Es necesario indicar (desde la perspectiva de Ricoeur en Finitud y culpabilidad) que todas las culturas, desde las orientales hasta las occidentales de hoy, han considerado que el discurso sobre la moral, la culpabilidad y los deberes siempre han estado presentes, bien como consecuencia del espíritu reparador de los excesos del momento, o bien como manera simbólica, ritual y mágica de reprimir los impulsos agresivos, que atentarían contra la integridad del sujeto y de la colectividad. De acuerdo con Ricoeur (2009a: 392) en su diálogo con el creador del psicoanálisis: “Freud añade una ‘patología del deber’ a lo que Kant había denominado ‘patología del deseo’. El hombre de la moral es, ante todo, un hombre enajenado, que sufre la ley de un amo extraño, como soporta la ley del deseo y como soporta la ley de la realidad”. Alusión de Ricoeur que nos muestra cómo los deberes llevados al extremo, es decir, como ideales que desconocerían los deseos y los impulsos constitutivos del ser, pueden llevar a una situación patológica y, por tanto, a los excesos y a la brutalidad.

El deber es pues traducido como lanzarse, bajar a la arena, combatir, disputar, argumentar y contraargumentar. En este sentido, la cultura griega (que tuvo gran influencia en Cicerón) posee una fascinación por la guerra y el combate, particularmente el filosófico, caracterizado por la argumentación de las ideas y el ejercicio de la razón. El sentido agonístico de estar en función del debate hizo que crecieran, en nuestro medio, por el contrario, tendencias a confundir la confrontación de las ideas con el rechazo, la exclusión y la agresión al otro. La filosofía es pues combate de las razones, el logos es el ejercicio agonístico que da lugar al peitho o persuasión. Heráclito hablaba de polemos como algo cambiante. Es pensado como bajar hasta, llegar a (telos), en sentido teleológico, alcanzar algo, o unir un punto de partida con un punto de llegada; es definido como venir o ser convocado a, a dialogar. De ahí la importancia de los diálogos en la dinámica de los griegos. El diálogo era poner puentes de palabra, de lo simbólico, para tejer con el otro la amistad. Parafraseando a Cicerón, se podría decir que la amistad es posible si se supera la envidia. 

En este sentido filosofar no es solo saber sino también una forma de vivir, de relacionarse bien con el semejante, a pesar de nuestras inclinaciones. Por ello el estoico pensaba que la vida debía parecerse a la doctrina, cuestión que para Cicerón era muy importante por cuanto hablaba de los deberes para con los dioses, la patria, con uno mismo, los otros y las cosas. En esta perspectiva Cicerón (1984: 18) dice: “Muy amados son los padres, los hijos, los parientes y los amigos; pero todos estos amores los encierra  y abraza en sí el amor de la patria. Por la cual ¿qué hombre de bien dudará exponer su vida si con esto la puede ser de provecho? Tanto más abominable la crueldad de aquellos que la han tiranizado con todo género de maldades, y que se han ocupado y aún ahora se ocupan en arruinarla enteramente”. Sócrates contemplaba una idea similar. En el diálogo con Critón le pregunta a este: “Tu sabiduría te impide ignorar que la patria es digna de más respecto y más veneración delante de los dioses y de los hombres que un padre, una madre y que todos los parientes juntos? (Critón, 1985: 42). El autor romano considera que las primeras obligaciones son con la patria y con nuestros padres, con quienes estamos ligados de manera especial.

En la perspectiva de Ricoeur (2004a: 116): “El deber es una función del mal; la virtud es una modalidad, una forma diferenciada del ‘destino’ (Bestimmung), de la obra (érgon) del hombre; la virtud es la esencia afirmativa del hombre, previa a cualquier degradación y a cualquier deber que prohíba, constriña y entristezca”. Por su parte, Cicerón (1984: 43) consideraba que la virtud tiene por objeto “la unión y conservación de los hombres, no influye en el conocimiento de las cosas, éste queda árido y sin provecho; y lo mismo la grandeza de ánimo, si no es su primer móvil la unión y sociedad humana, degenera en barbarie y ferocidad […] Concluyamos, finalmente, que aquellas obligaciones que contribuyen a la  conservación de la sociedad y unión de los hombres, se deben anteponer a las que provienen del conocimiento y la sabiduría”. En este punto Cicerón ya no se muestra tan platónico, al menos no respecto al Menón o al Teeteto. Una variante de la noción de responsabilidad y de ética es el deber y la ley como formación reactiva ante el mal, que a nosotros se nos ha olvidado, primando por el contrario una disociación entre el discurso, la ley y los actos.

El deber ciceroniano se asocia con señalar, fijar, sobre todo la experiencia límite del tiempo, no en sentido cronológico sino lógico y de continuidad entre el pasado, el presente y el futuro. El tiempo aquí no es Krónos, el reloj, la medición estándar, sino el tiempo Kairós, adecuado, conveniente, pleno. Sobre el tiempo también hay nociones lúcidas en San Agustín y en Paul Ricoeur. El tiempo, como símbolo y vivencia de la finitud, dinamiza la existencia del hombre y por ello Heidegger lo asociaba en El ser y el tiempo con la muerte, con el “ser para la muerte” que Lacan pensaba en relación con el duelo y el final del análisis, como el deber por excelencia de la experiencia humana. ¿Qué queremos decir con esto? Simplemente que cuando un sujeto reflexiona y elabora (simbólicamente) sus fantasmas (construcciones imaginarias) sobre la muerte, se produce un efecto como en Sócrates de cuidado de sí, de los otros y de las cosas. Lo cual es, digámoslo con claridad y sin rodeos, una manera de prevenir el caos social, la delincuencia y la criminalidad.

Para Heidegger el deber, que al parecer Lacan retoma, es un asunto de autenticidad, labor que se convierte en una especie de “antídoto” contra el aburrimiento, la tristeza y la depresión, distinto al efecto que produce el imperativo categórico, sobre todo el del consumismo contemporáneo.  Según Lacan, el ideal de la experiencia analítica es la diferencia absoluta. Para Cicerón el ocio, que es tan despreciado por el capitalismo, ya que todos los sujetos tienen que estar produciendo o consumiendo, se vuelve negocio (negación del ocio) o actividad creativa, ante lo cual valdría la pena pensar aquí un poco en la actividad académica, la cual fuera un verdadero oficio en el pasado, para reflexionar sobre los deberes humanos, sobre todo en la Edad Media, para convertirse en una vulgar actividad mercantil, generadora de insatisfacciones y de violencia.  La paideia ciceroniana es pensada en términos de humanitas, es decir, como despliegue de potencialidades.

Al parecer en Cicerón el Officium es inherencia e inmanencia, mientras que en Kant el beber es algo trascendente. Tal concepto es traducido como convenir, ser de mi incumbencia, pertenecer, concernir. El hombre es distinto del animal, ya que solo él está atravesado por el logos y puede ser ético. Un deber es algo que implica al sujeto como humano y no es algo animal.  En Cicerón el deber es representado como alcanzar algo, comentaba el profesor Soto de modo lúcido, es no solo llegar a, sino también no alcanzar, dejar pendiente, alcanzar sin alcanzar para no perder lo alcanzado. Algo así como no alcanzar para conservar el sujeto su posición deseante y no caer en el aburrimiento. Dominar las pasiones, en Cicerón, es algo que va en esta dirección. En términos escatológicos sería algo así tan obsesivo como: es ya, pero todavía no. En las lógicas de la vida amorosa este aplazamiento es importante para el cultivo de las almas que se adoran, no en cambio el paso al acto o la presencia del goce sexual sin dilaciones que tiende a arruinar, cuando se precipita y no se ha elaborado el sentimiento de culpabilidad. 

También se sitúa la acepción de llegar a alguien el turno, no es la hora sino la búsqueda de la oportunidad. Los deberes, en este sentido vienen por turnos, es necesario saber esperar, ser pausado, cauto y permitir el turno. Es una postura dialéctica en la que, dependiendo del momento, le toca el turno a otra cosa, sea ella buena o mala. Cuando el ideal de justicia, el derecho o el imperativo de la seguridad son llevados al extremo, se puede caer en lo injusto y en lo peor. En esta onda de pensamiento, Sócrates se preguntaba: “¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido cometerlas en unas ocasiones y en otras no? […] ¿O  más bien, es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa y funesta al que la comete, digan lo que quieran los hombres y sea bien o sea mal el que resulte?” (Critón, 1985: 40). Al respecto Cicerón recomendaba operar teniendo en cuenta las circunstancias. Lo anterior implica, para cualquier sujeto, la necesidad de deliberar, juzgar y decidir,  o sea el concepto de phrónesis, la cual es parte del cuidado de sí, más exactamente una sublimación que protege la vida propia y la de los demás.

Digamos que ser éticos es sentirnos deudores, poseer algo material o abstracto recibido de alguien, deber por ejemplo, los cuidados y la atención prodigada por los padres en la infancia, la influencia recibida de maestros, el cuidado de los amigos y aun el de la ley. En cuanto a la función del padre, Ricoeur  (2009b: 122) se pregunta: “¿En nombre de qué enseñarán los padres? Si la prohibición del asesinato no puede establecerse sobre una relación de fuerza ¿a qué fundamento último puede recurrir, sino al absoluto de la justicia y de la paz…?” Ahora bien, en esta onda de pensamiento Cicerón (1984: 34) es sabio cuando dice: “la gloria de la virtud y de las buenas obras, más preciosa que todos los patrimonios del mundo, es la mejor herencia que los padres pueden dejar a sus hijos, para quienes es un crimen y un género de impiedad mancharla con sus vicios”. Es hacer lo conveniente y debido, apuntar a la proporción, respetar los pactos, convenios o contratos, hacer lo que hay que hacer sin evadir la responsabilidad o ponerla en otros. Este aspecto es importante, pues al parecer Cicerón advirtió que era el mecanismo para protegerse de los embates de su propia consciencia moral, la cual castiga al sujeto, sin que este lo advierta, cuando sus actos no se ajustan a sus deberes morales. El hombre, de acuerdo con Ricoeur, entra en el mundo de la ética por el temor y no precisamente por  amor. Es ser obediente a lo debido.  

Sentirse culpable o buscar compulsivamente castigo es una expresión moderna de la actitud negligente del sujeto frente a sus deberes, los cuales se asocian con la ley y con el deseo. La actitud responsable y ética es el bálsamo con el que se pretende la elaboración de duelos y la tramitación del sentimiento de culpabilidad. En esta dirección nos dice Paul Ricoeur (2004a: 259): “Sin duda, puede decirse que dicha culpabilidad ya es responsabilidad, si se quiere decir que ser responsable es ser capaz de responder de las consecuencias de un acto”. No obstante, el sujeto perturbado emocionalmente por la tristeza o la depresión es alguien que tiende a no ser  capaz de responder por las consecuencias de sus actos.

Los deberes, la ética y el capitalismo

En Cicerón el deber es definido en términos de libertad, de autonomía de la razón, una ética lábil que implica un imperativo hipotético y no categórico como en Kant. Entonces, una cosa es la ética hipotética, que cuenta con la fragilidad y las inclinaciones humanas, y otra la moral basada en ideales e imperativos categóricos, inflexibles, universalizables y medibles. La función ética del deber opera como actividad estimativa, del orden del aprecio y el valor. Lo honesto y lo útil, aspectos que son tan importantes para Cicerón, son por ejemplo juicios de valor por no ser constantes, universalizables o necesarios como los objetos materiales. Respecto a lo anterior, dice Cicerón (1984: 87): “Así que la utilidad se ha de medir por la honestidad, y de modo que sólo se distingan los dos vocablos, pero en realidad sean y signifiquen una misma cosa”. En este sentido, la ética como juicio de valor no dice lo que las cosas son, sino lo que valen. Por ello recomienda obrar de acuerdo con la naturaleza y las circunstancias, la tradición, la costumbre y las normas. Lo honesto y lo moral son en Cicerón lo mismo, a pesar que muchos digan de él que ha vulgarizado la filosofía griega, tornándola en algo práctico entre los romanos y su ética sea, según Gonzalo Soto Posada, considerada hermafrodita o de factores opuestos.

Ahora bien, tanto Cicerón como Séneca usan la palabra animus como alma. Así pues, se puede hablar de la grandeza del alma, del ánimo o el espíritu, de fuerza, de vigor, de aliento, de ardor o de deseo. En Aristóteles la cuestión del deseo es básica para pensar la felicidad, la cual se apoya en el deseo o en el deseo de desear y no en el tener como sucede hoy.  Según se observa el deseo, como criterio de felicidad, tiende a estar  forcluido en el sujeto indigno de la actualidad. En el diálogo de Sócrates con Critón, este se pregunta: “¿Y hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos?” (Critón, 1985: 36). Aunque el amigo, deseoso de humanidad, no se ahogue en lamentaciones o en la tristeza (entendida como cobardía moral) después de verificar la indiferencia y los genuinos intereses de aquellos a quienes consideraba sus amigos, de todas maneras no deja de experimentar una gran soledad y un profundo malestar en su ser, ante la cruda realidad de lo material.

La realidad es que el cumplimiento de los deberes, según las contrariedades de Cicerón, no hace totalmente feliz al hombre, pues como lo demuestra Freud, el superyó, que contiene a la consciencia moral, es implacable en sus exigencias, así se logren satisfacer algunas.De cierta manera la ética depende del deseo de la ley, del amor a la vida y de la relación con el otro. Lógica en la que Ricoeur (2004a: 294) se pregunta: “¿cómo es posible que la ley, destinada a procurar la vida, degenere en ministerio de la condenación, en ministerio de la muerte?”. La abundancia de leyes y prohibiciones, como efecto de un superyó punitivo y cruel, pueden hacer de un sujeto un criminal.  Sin embargo, es claro que las prohibiciones religiosas o de fe surgieron como resguardo contra el riesgo de la autodestrucción y el daño al otro.

La cuestión ética, según Cicerón, no garantiza que siempre se van a hacer las cosas bien, porque en Los deberes se trata de algo supeditado a lo circunstancial. El autor romano invita a ser justo, a no dañar a nadie, pero si la circunstancia indica que se está en peligro y ello amerita, para salvar la propia vida, defenderse y dañar, habría que hacerlo. En esto se diferencia de la posición cristiana que invita al sujeto a poner la mejilla izquierda en el caso de haber sido golpeado en la derecha. En los deberes de Cicerón no hay los “en sí”, propios de la filosofía de Kant y del imperativo categórico, sino cuestiones circunstanciales, algo propio del ámbito de lo plausible. Cuatro formas de la personae: el hombre como humanidad, como individualidad, como circunstancialidad y como vocacionalidad. En cuanto a las circunstancias nos dice el mismo Cicerón: “A proporción que varían las circunstancias se mudan también las obligaciones, y no siempre son las mismas. Porque puede ocurrir alguna promesa o convención, cuyo cumplimiento no sea útil o a quien la hizo o a quien fue prometida” (1984: 12). Sin embargo, en esta misma lógica Sócrates decía: “un hombre que ha prometido una cosa justa ¿debe cumplirla o faltar a ella? (Critón, 1985: 41). Según el autor romano por encima de la promesa o del pacto están el interés por la vida y la salud del alma. Se trata de una lógica variable, de una  resignificación permanente, ajustada a las circunstancias cambiantes de cada momento y no a estándares o certezas inamovibles.

La obra ética se mide por las consecuencias, no por las manifestaciones poiéticas. Tanto en Aristóteles como en Cicerón y aún en la Biblia la ética está del lado de las acciones, no del lado de las obras poiéticas, que son expresión, manifestación. En este sentido recordamos a Lacan cuando decía “uno no es lo que dice, sino lo que hace”. La praxis ética y política es más autárquica que lo poiético, pues se es justo practicando la justicia, por ello para ambos autores es mejor dar que recibir. Jesús también planteaba algo así (Lucas 6: 38, Hechos 20: 35). Las exigencias éticas en Cicerón (deberes) son relativas, circunstanciales y se basan en lo probabilístico y no en certezas. Así, la verdad no es verdadera sino probablemente verdadera. Lo verdadero y lo ético se resuelven como algo plausible. Perspectiva en la que podríamos decir con Ricoeur (2009a: 201): “Desde luego ética y religión proceden, para Freud, de un tronco común: el complejo paternal de origen edípico”. He aquí también las bases del Derecho, las cuales resultan sumamente costosas para quienes se mueven dentro del marco de cualquier imperativo inflexible.

La verdad de algo, decía el profesor Soto aludiendo a San Agustín a propósito de su escrito sobre los contraacadémicos, es cuestión de interpretación de un sujeto y no algo determinado de tal o cual modo, por el mandato o el capricho de una autoridad. La ética en Cicerón es pues ecléctica e invita a no imitar ni a traducir sino a interpretar, a conservar transformando lo recibido de los maestros, tal y como lo hizo en Roma a partir de lo recibido de los mentores griegos y romanos en su juventud. Según la hermenéutica que nos hemos postulado existe una relación estrecha  entre los deberes, la culpabilidad y la tristeza o la melancolía (también conocida como depresión, sin que sean lo mismo), que mueve en muchos casos al sujeto a propinarse maltratos, castigos y hasta la muerte o a violentar con furia inmisericorde a los demás.

El texto de Cicerón gira en torno a la articulación entre otium y negotium, ambos factores al tiempo se observan también en Alcibíades (noble, rico, etcétera.) y en Tomás de Aquino, quien decía que para ser virtuoso se necesita la riqueza y no estaba de acuerdo con la posición de Francisco de Asís, que defendía la pobreza. En esta perspectiva se observan, en Cicerón, ingredientes esenciales para la conformación del espíritu del capitalismo, distintos del pensamiento de Marx y de la posición que sataniza la supuesta mano negra del capitalismo. La distribución desigual de la riqueza es básica aquí como algo ínsito en la naturaleza humana. Así que detrás de la dinámica del capitalismo, o sea debajo de la barra que simboliza a la represión, podemos observar parte del pensamiento de Cicerón.

Ahora, mientras el pueblo tenga “pan y circo” la mente permanece embotada, alienada y sin la posibilidad de pensar o considerar sus deberes y deseos, como si ambos elementos entraran a sustituir a los padres de la infancia y el sujeto no se tuviera que responsabilizar de sí, de los otros y de las cosas. Ambos significantes configuran el título de una obra de Paul Veyne y ponen en evidencia un serio problema del hombre a lo largo de la historia, caracterizado por la dependencia extrema de otro, en depender de otro (de modo infantiloide) y la falta de creatividad, la no asunción responsable de deberes propios, o los contraídos con los otros, el Estado y la ley.

Es probable que la actitud de Cicerón, como representante de Roma y del Derecho, en lo concerniente a los negocios y la riqueza, haya contribuido a que muchos, entre ellos San Agustín en La ciudad de Dios, llegara a considerar que Roma era un nido de ladrones, una herencia simbólica que persiste hoy en el imaginario colectivo y persigue, como un fantasma, la actividad de los abogados y de los juristas en nuestro país. En este punto valdría la pena preguntarse: ¿cuál de los dos factores prima en la mentalidad del abogado actual, el otium o el negotium? El primero estaba, no como hoy, asociado a la reflexión, al examen interno, al cuidado de sí o epimeleia heautou y a la consideración filosófica en torno a los deberes; cuestión que se ve reflejada en la ley de las doce tablas romanas y conduce a Cicerón a preguntarse todo el tiempo: ¿cómo combinar, sin faltar a los deberes y a la ética, lo honesto con lo útil? Contrariedad que es en Cicerón constitutiva de la ética. El segundo, en cambio, está asociado, sobre todo hoy, con la dinámica de las profesiones influidas por el capitalismo.

Desde la perspectiva de la condición humana y de la contrariedad, todos somos quirones, es decir, mitad bestia (pasiones o vida pulsional, en términos freudianos) y mitad hombres (vida racional, logos). En este sentido, decía el profesor Soto, somos serpientes hermenéuticas en el sentido de que nuestros actos de habla no constituyen ninguna garantía. Hablamos, pero en el fondo continuamos siendo serpientes, o sea seres portadores de un veneno mortal con el que no solo nos liquidamos lentamente sino que además aniquilamos a los demás. Es en todo caso el hallazgo de Freud, a partir del año 1920, con la llamada pulsión de muerte como algo constitutivo de la naturaleza humana. Cuestión para la que la filosofía no parece estar ciega por su conexión con los mitos y el saber milenario sobre las pasiones y las luchas.

Las obligaciones en la beligerancia

En cuanto a la guerra Cicerón distinguía el derecho de guerra (o Ius belli) del derecho en la guerra (Ius in bello), constituyendo el primero algo desprovisto de normas, de culpa y de reparación y el segundo una cuestión regulada y por tanto, aunque lamentable, atravesada de condicionamientos y consideraciones por el otro, donde se destituye la noción un poco cínica según la cual en “la guerra y en el amor todo se vale”. En la lógica de la enmienda y la reparación, Cicerón (1984: 62) dice: “También es necesario, cuando se ha ofendido a otro contra toda nuestra intención, excusarse del modo posible, alegando la inevitable necesidad y que no se pudo obrar de otra suerte, y recompensar con otras obras y servicios la pasada ofensa”.

La guerra se justifica siempre y cuando se cumplan algunas condiciones. Dice Cicerón (1984: 13): “se puede entender que no hay guerra alguna justa, sino la que se hace habiendo precedido la demanda y satisfacción de los agravios, o la intimación y declaración con las debidas formalidades”. Y unas páginas más adelante, refiriéndose a la crueldad en la guerra, dice: “La obligación del hombre fuerte y magnánimo en tal caso es, que bien pensadas las cosas, sean castigados sólo los delincuentes, conservar el pueblo, y mantener la justicia y rectitud en todo acontecimiento” (p. 24). La contrariedad, en términos de conflicto entre las pasiones y el logos, hace parte constitutiva del hombre; aún la guerra entendida como intervención y destructividad del alma y del cuerpo en nuestros coetáneos hace parte de la naturaleza humana, pero esto no quiere decir que haga parte de la virtud o la razón y mucho menos del derecho, el cual ha sido creado precisamente para contener la agresividad y regular el daño al otro. Con relación a la guerra, Cicerón (1984: 24) decía: “Ha de emprenderse la guerra de modo que no lleve otro fin propuesto que la paz”. De acuerdo con el mismo autor: “Decían los peripatéticos que la iracundia y las demás pasiones nos eran dadas por la naturaleza, y que por esto no las habíamos de arrancar de nosotros, sino moderarlas” (p. 27). Y más adelante precisa: “Pero, sobre todo apartemos la ira de nosotros, porque no deja obrar cosa alguna con prudencia y rectitud” (p. 38).

Podríamos decir que la expresión “derecho de guerra” parece corresponder más al imperativo de la pulsión de muerte, la cual no reconoce moralidad ni regulación ni falta alguna y es solo asimilable al modo de operar del psicópata o el perverso, quienes se las ingenian para evadir su responsabilidad y las consecuencias de la asunción del castigo. Según el psiquiatra Enrique Rojas: "En trastornos mentales, la violencia sin sentimiento de culpa es el síntoma patognomónico de la psicopatía” (2006: 46). En tal perspectiva, Cicerón (1984: 26) comenta lo siguiente: “Se ha de castigar y corregir sin insultar a nadie, y todas las represiones y castigos se han de referir a la utilidad e interés no propio sino del común. También hemos de precaver que el castigo no sea mayor que el delito cometido, y que no padezca uno por una culpa por la que a otro ni aun se ha mandado comparecer a dar su descargo”.

Según Ricoeur (2004a: 206): “el verdadero castigo es el que, al restaurar el orden, torna dichoso; el verdadero castigo pertenece a la dicha; tal es el sentido de las famosas paradojas del Gorgias: ‘El hombre injusto no es feliz’ (471d); ‘escapar del castigo es peor que padecerlo’ (474b); padecer el castigo y cumplir la pena por nuestras culpas es la única manera de ser dichosos”. Sin embargo, según la hermenéutica del diálogo entre Ricoeur y Freud, diríamos que el superyó, aunque maneja una contrariedad fundamental, no aprueba el derecho a la guerra en ningún sentido y tampoco hace dichoso al sujeto con la culpabilidad que le inocula,  pues su imperativo exige una represión total de los impulsos agresivos. Conflicto estructural e inevitable con el que el ser humano ha de aprender a trasegar en su existencia.

La racionalidad humana, según se derivan consecuencias de la actividad filosófica, se remonta a las virtudes griegas y por ello no puede abarcar la dinámica destructiva, silenciosa y muda de la pulsión de muerte. Pensar lo contrario sería pervertir el sentido y la esencia de la ética y de más de veinte siglos de filosofía. Pulsión de muerte y ethos (del vocablo griego 'hqoV') se oponen. Sin embargo, considera Cicerón (1984: 93) que: “Se ha de guardar muchas veces con el enemigo el derecho de la guerra y la fe prometida”. Ahora, la expresión “guerra santa”, que en ocasiones se suele utilizar, no es más que un oxímoron fruto de la ligereza en el habla o un juego del lenguaje según Wittgenstein, pues ¿cómo idealizar la guerra, al punto de llamar santa a una actividad por entero reprochable desde la perspectiva del logos, la ética y la racionalidad? ¿No será que en ocasiones confundimos la muerte y la guerra con sus distintas acepciones imaginarias, simbólicas y reales?

En el pasaje al acto criminal el sujeto ético se borra y en su lugar emerge la serpiente venenosa y mortal; sin embargo el sujeto es responsable por las consecuencias de sus actos, lo demuestra cada vez más el derecho penal, discurso para el que el sujeto es cada vez más responsable en la vida social y sus trastornos mentales no son suficientes para justificar sus actos, pues como decía Lacan, “el sujeto es siempre responsable” y su condición psicopatológica no puede constituir siempre una excepción para asumir la responsabilidad. Así que hablar del “derecho de guerra”, como racionalidad de la violencia, no solo es un exabrupto sino también una confusión mental delirante como la de los extremistas (mal llamados fundamentalistas), por el mandato de Alá, y los kamikazes que pierden la vida gustosos en la guerra.

El logos empuja lo humano a vivir en comunidad, a preservar la vida y el vínculo social, en este sentido estaría del lado de la pulsión de vida o Eros, mientas que la guerra, no el conflicto, interrumpe la realización de lo humano de la humanidad. Según Cicerón (1984: 27): “es prueba  de flaqueza de ánimo no saber moderarse, así en lo favorable como en lo adverso; y es muy laudable la igualdad en toda la vida, y un mismo carácter siempre, un mismo semblante, como tenemos el ejemplo en Sócrates y en Cayo Lelio”. Quien no experimenta culpa, por su parte, no le parece grave la falta de mesura y la violación de derechos fundamentales, ni la guerra, ni la muerte de sus congéneres; todo le da igual, pues la vida humana lo tiene sin cuidado y en su mente es como si el otro no estuviera representado libidinalmente y fuera comparado con cualquier insecto molesto que al ser aplastado, desaparecido o desplazado no lograra causar un mínimo de remordimiento. Como se observa, las posibilidades de duelo aquí son mínimas.

Como algo paradójico respecto a lo anterior, pero en consonancia con las contrariedades en Cicerón, es tan absurda la ética del deber por el deber, como la que se funda en el placer. Por ello su noción ética es de simultaneidad (no de exclusión) entre el deber, el placer y la felicidad. Es necesario advertir que el goce perverso y psicopático, al que hemos aludido, queda excluido aquí, a menos que lo confundamos con el placer. Deber y placer coinciden en un punto, al estar articulados por el logos, por la razón. Ahora bien, en nuestro empeño hermenéutico con Cicerón (1984: 30), en este tramo de la reflexión decimos que:                                                                                                     

De todo lo cual se deduce (volviendo a las reglas de la obligación) que es preciso reprimir y dominar las pasiones, y avivar la consideración, el cuidado y diligencia, para que no hagamos cosas acaso, sin razón, sin concejo y sin reflexión. No nos ha colocado en el  mundo la naturaleza para juegos y pasatiempos, sino para una vida seria, y para acciones de gravedad e importancia.

En el De officiis confluye la imagen freudiana de la dialéctica pulsional, presente en toda su obra y en su texto sobre El malestar en la cultura; una intertextualidad que nos permite, en algunos puntos, observar a Cicerón en Freud y a este en aquel. En el autor romano aparece por ejemplo la dialéctica entre la serenidad y la intranquilidad del alma e invita a conquistar esta, así sepa que es inalcanzable. Así pues, tras el deber cumplido brota la insatisfacción, el malestar y el duelo por la pérdida de lo natural, pasional o pulsional. Toda conquista cultural le resulta al hombre dolorosa, pero al tiempo la enkrateia o represión del pathos le aporta una gratificación que lo hace dichoso en la virtud. La regulación del displacer es algo que le produce placer al sujeto, para efectos del deber, y es algo que cualquiera que se halla sometido a una experiencia psicoanalítica puede constatar.

Entonces, se podría decir, interpretando a Ricoeur, Freud y Cicerón, que los tres deducen, cada uno desde su sistema de pensamiento, que del cumplimiento del deber, en términos de honestidad, de utilidad y de responsabilidad ética resulta la tranquilidad del alma, la serenidad, la paz y la autarquía. Una vivencia semejante a la de la reducción del sentimiento de culpabilidad como efecto de la responsabilidad ética, tras el desmonte de la ferocidad del superyó en la clínica psicoanalítica, cuestión que asociamos con el logro del bienestar de la humanidad y con el fin de la historia plausible. En conexión con esa instancia punitiva, Ricoeur (2009b: 156) expresa:

el superyó representa, dentro del psiquismo individual, la función social de interdicción y de modelo que hace posible la educación del deseo; más precisamente, el padre, portador de lenguaje y de cultura, se encuentra en el centro del drama edípico, cuya apuesta es precisamente la entrada del deseo en un régimen de cultura […] La cultura, en efecto, considerada en términos económicos, es decir desde el punto de vista de su costo afectivo en placer y displacer, en satisfacción y en privación, se relaciona de manera múltiple con el deseo humano: prohíbe y consuela; prohíbe el incesto, el canibalismo y el asesinato: en este sentido, exige del individuo el sacrificio instintivo [pulsional]; pero al mismo tiempo, su verdadera razón de ser está en protegernos contra la naturaleza. 

Referente a la utilidad, Cicerón (1984: 73) comenta: “Es necesario, pues, que caminemos todos en este presupuesto: que la utilidad de cada uno en particular y la universal es una misma, y que si alguno quiere usurpársela, se deshará la sociedad humana”. Y ante la inutilidad de una vida sin virtudes, ligada a la delincuencia y la criminalidad bien podríamos preguntarnos con Cicerón (1984: 87): “¿a quién pueden ser útiles las angustias, los cuidados, los miedos de día y de noche, y una vida metida entre mil asechanzas y peligros?”. 

Los deberes, la responsabilidad y la tristeza del ser

Honesto y útil son pues otros de los nombres de lo ético en Cicerón, elementos que, como la virtud entre los griegos, generan la pregunta por su enseñabilidad, por fuera de la disciplina filosófica. Con Cicerón nos preguntamos entonces por el aprendizaje de la ascesis y la enkrateia, sobre todo hoy en un mundo invadido por la búsqueda compulsiva de la utilidad desde la perspectiva del capitalismo. El autor romano consideraba que Roma podía mandar porque era honesta y útil. En cuanto a la relación entre estas dos nociones, Cicerón (1984: 76) escribe: 

Yerran, pues, maliciosamente los hombres corrompidos, cuando asidos de alguna cosa que parece útil, al punto la separan de lo honesto. De aquí provienen los asesinatos, venenos y testamentos falsos; de aquí los hurtos y robos, la usurpación y opresión de los aliados y ciudadanos; de aquí la dominación insufrible del demasiado poder, y, últimamente, la ambición de apoderarse del reino en las ciudades libres, que es la mayor fealdad y más horrible que puede imaginarse. Porque ven los hombres los provechos de las cosas con sus errados juicios, y no ven el castigo, no ya  de las leyes, que muchas veces quebrantan, sino de su propia torpeza, que aún es más cruel.

De acuerdo con Cicerón (1984: 78), no existe utilidad donde no hay honestidad. La virtud de la honestidad está siempre por encima de la utilidad. El orador romano piensa que “ninguna acción cruel puede ser útil, porque la aborrece  sumamente la naturaleza, a quien debemos seguir […] Lo que es ilustre y glorioso es despreciar por la honestidad las utilidades aparentes”. Justificación entendible desde su postura republicana, pero que habría de ser pensada de todos modos, pues se conduce como una especie de salvador del imperio romano ante los vicios, la ausencia de virtudes y los delitos que nunca faltaron, si pensamos todo ello a la luz de la naturaleza humana pulsional con el psicoanálisis.

Sin embargo, la diferencia que podemos hacer entre la mentalidad nuestra y la de Cicerón es que este estaba directamente influenciado por el pensamiento griego, lo que aquí asociamos a los elementos de la honestidad y la virtud. En concordancia con la honestidad, Cicerón (1984: 7) nos dice: “Del cuidado de la sociedad, de la recta investigación de la verdad, del deseo racional de sobresalir, del orden y moderación en todos los dichos y hechos: esto es, de la justicia, prudencia, fortaleza y templanza, resulta la honestidad, y de ésta la obligación”. Mientras que en nuestro caso lo útil estaría más del lado del capitalismo, la forclusión de las virtudes griegas y la primacía de la deshonestidad. Sin embargo, es claro que tales elementos no curan del mal radical contenido en la pulsión de muerte, y que el sufrimiento, el malestar y la tristeza que se deriva de dicho mal estructural se vincula con el mal de culpa.

Paul Ricoeur (2004a: 205) considera, inspirado en Freud, que existe una relación intrínseca entre la culpa, el castigo, la aflicción, la pena y la tristeza; al respecto nos dice: “Ser castigado, aunque sea justamente, es todavía sufrir; todo castigo es una pena; toda pena es aflictiva, si no en el sentido técnico que adquiere en nuestros códigos, sí en el sentido afectivo de la palabra: el castigo aflige; el castigo pertenece al ámbito de la tristeza”. Sin embargo, ¿es el cumplimiento de los deberes el medicamento para la tristeza? Freud le diría a Ricoeur que no por el carácter irracional, punitivo y de contrariedades del superyó. Sobre esta lógica perversa y contradictoria del superyó volveremos más adelante, en el capítulo dos de la tercera parte.

Entonces, los deberes en Cicerón están íntimamente asociados con las virtudes greco–romanas, la ética y la responsabilidad, factores que en el sujeto moderno están más ausentes que presentes y dan lugar, por su omisión, a la depresión como uno de los síntomas de la contemporaneidad. En cuanto a los deberes, Sócrates recomendaba: “Nosotros, mi querido Critón, no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad” (Critón, 1985: 40). Por el dinamismo pensante, las dotes de oratoria y el compromiso ético y social es posible inferir que Cicerón, pese a las dificultades propias de su época, fuera un hombre creativo e innovador a quien los obstáculos, tanto internos como externos, no lo lograban paralizar. El hombre moderno, por el contrario, es un ser triste e inhibido cuyas potencias internas están prácticamente inutilizadas, ya que el énfasis se pone hoy en lo externo y no precisamente en lo que para Cicerón constituía la fuente del cuidado de sí, de su bienestar y su felicidad.

El sujeto contemporáneo, a diferencia de romanos como Séneca y Cicerón, es un ser triste que no halla consuelo en lo poco que hace porque sus pensamientos o representaciones de sí son su principal fuente de malestar. De acuerdo con Ricoeur (2004a: 157), “hay un fondo de tristeza que se puede denominar la tristeza de lo finito”. Entonces, como ha olvidado pensar y utilizar sus potencialidades internas, cada vez se ha convertido en un vil guiñapo de las circunstancias y de los ideales consumistas de la época. Al privilegiar el acto, sobre todo el del negotium, se ha debilitado internamente y se ha vuelto un ser incapaz de reflexionar y aplicarse el ánimo suficiente para reponerse y tolerar los reveses de la vida. No obstante, es conveniente no caer en idealizaciones del pasado, pues con toda seguridad los problemas derivados de la agresividad, la culpa y el crimen también sojuzgaron y afligieron a esos ilustres romanos.

Al sujeto moderno por ello le parece extraño considerar a la filosofía como medicina del alma y tanto el cristianismo como el psicoanálisis son vistos hoy como saberes y prácticas inservibles que no aportan nada. La ausencia de aspectos materiales y la relevancia de factores simbólicos contribuye a ello. La industria farmacéutica, en esta perspectiva, tiene todas las posibilidades de salir gananciosa, pues no solo refuerza el espíritu facilista de la época, sino que además le impide al sujeto hacerse cargo de sí y, lo peor, plantearse preguntas en torno a su responsabilidad en relación con los otros, la sociedad y su propia vida. En este punto y con respecto a lo social Cicerón, (1984: 179) piensa: “La sociedad y unión de los hombres será precisamente guardada si aplicáremos principalmente nuestra generosidad a aquellos con quienes más estrechamente estamos unidos”. En este punto alguien nos podría preguntar: ¿serviría para nuestra época, con variables de entorno diferentes, la filosofía de Cicerón? Ante lo que podríamos responder que sí, pues de lo que se trata, como suele decir el profesor Gonzalo Soto,  es de “resemantizar  las ideas” de quienes nos han antecedido, para intentar comprendernos en el presente. 

La falta de responsabilidad por parte del sujeto contemporáneo, en lo que tiene que ver consigo mismo, los demás y las cosas, es algo que contribuye a incrementar su culpabilidad. No obstante, es apenas lógico, tanto para Freud como para Ricoeur, que un sujeto culpable (de pensamiento, palabra, obra y omisión, como diría el maestro de Nazareth)  busque hacerse castigar. En esta perspectiva digamos que el cultivo de factores como la agresividad, la culpa y la melancolía (depresión), en unas sociedades más que en otras, crea las condiciones favorables para la criminalidad. 

El sujeto depresivo (triste), en este orden de ideas, es pues un irresponsable que cree no estar implicado en lo que le pasa y, lo peor de todo, con todo el derecho a quejarse, denunciar y hacer cargo a otros de su situación. En la depresión (estado anímico que mueve a múltiples formas del autocastigo y del homicidio) el sujeto está desgajado del deseo y de la ley que custodia y preserva la vida y, como algo paradójico, en relación estrecha con las exigencias punitivas de su instancia cruel. En cuanto a la tristeza, Ricoeur (2004a: 158) anota: “Esa disminución de existencia, que afecta al esfuerzo mismo mediante el cual el alma se afana en preservar en su ser, puede considerarse muy bien como un afecto primitivo”. Se dice en el ámbito hospitalario de la psiquiatría, en instituciones como el Hospital Mental de Antioquia (HOMO), que buena parte de los sujetos que han cometido algún delito grave y son llevados allí, padecerían en el fondo de una crónica y profunda depresión. En cuanto al delito, Cicerón (1984: 13) dice: “Y aún no sé si bastará que el que ha hecho la ofensa se arrepienta de ella, así para que él no vuelva a cometer semejante delito, como para que se contengan los demás”.

Cicerón, por su parte, tenía la convicción de que al practicar la virtud el hombre podría ser feliz, pero también consideraba que ello no fuera seguro. Recordemos que su lógica es de probabilidades. De todas maneras es importante considerar los dichos del sujeto actual, pues cuando este asocia el sentimiento de utilidad con la idea de la felicidad está en lo cierto, cuestión de la que el depresivo se ve privado al estar su energía concentrada en una actividad mental derrotista, culpabilizante e inhibida que lo discapacita para dar lo mejor de sí y adoptar una actitud combativa y entusiasta como la que describe Cicerón en Los deberes. El hombre mediocre (del que hablara José Ingenieros) es entonces, según nuestra mirada hermenéutica, un sujeto sin deseos y sin ley. En esta lógica nos preguntamos con Sócrates: “¿podemos vivir con esta parte de nosotros  mismos así corrompida?” (Critón, 1985: 39). Por ello tiende a ser un sujeto aburrido, triste y con una gran necesidad de castigo.

Tanto la felicidad como la dignidad en Cicerón son circunstanciales, no son una cuestión fija o estandarizada sino que operan con base en lo improbable y lo probable; su ética es también de acuerdo a las circunstancias y de contradicciones: femenina y masculina, pasiva y activa, por el hecho de estar determinado el sujeto por aspectos entremezclados del Eros y del Tánatos. Por ello, Cicerón (1984: 11-12) pensaba de la dignidad lo siguiente:

Mas hay casos y circunstancias en que lo que parece digno de un hombre justificado, a quien llamamos hombre de bien, varía totalmente y se muda en lo contrario: de forma que viene a ser justo no cumplir lo prometido, no volver el depósito, y el no guardar y desentenderse de otras cosas que la buena fe y la verdad requieren […] A proporción que varían las circunstancias se mudan también las obligaciones, y no siempre son las mismas. Porque puede ocurrir alguna promesa o convención, cuyo cumplimiento no sea útil o a quien lo hizo o a quien fue prometida.

Como buen obsesivo, Cicerón sugiere no afirmar las cosas resueltamente, es enemigo de certezas, cuestión que al sujeto de hoy, acostumbrado a los engaños del sistema, le cuesta mucho entender, pues solo quiere estándares y un mundo rígido o de una sola pieza. El verse privado de la posibilidad de participar en el foro o en la curia no amilanaba, antes por el hecho de hablar de lo honesto a la patria y escribirlo se sentía útil y con ello aliviaba su alma del tedio, la sensación de vacío y la pequeñez que hoy embarga a buena parte de los mortales. Sin embargo, ante un panorama tan correcto, idealizado y exquisito, válidamente Freud le podría plantear a Ricoeur la idea de renunciar a los “sueños” y, por el contrario, procurar representarnos a los hombres como seres que, dada la connatural conflictualidad interna, difícilmente podríamos experimentar una “paz perpetua” o una tranquilidad ideal (como la que Séneca le planteara a Lucilio) en nuestras almas. Ello, diría Freud, no es más que una fantasía o un deseo, pero no algo real que podamos efectivamente alcanzar.

Al apuntarle a lo contingente y no a lo necesario se movía como quien sospecha y duda, no como el que cree en la armonía del mundo, la consistencia y la univocidad característica de un modo de pensar regido por certezas y concepciones unidimensionales. La ética en Cicerón es al tiempo necesaria y contingente, como la que pinta el diálogo entre  Ricoeur y Freud desde el psicoanálisis, contando este último con lo pulsional y aquel con la simbólica del mal. Al respecto Freud pensaba que una acción del yo es correcta cuando atiende, simultáneamente, las exigencias del ello, del superyó y de la realidad exterior. Asunto que tanto el depresivo como el melancólico, se observa en la clínica, no pueden realizar, ya que ambos, como indicamos más adelante, se caracterizan por la primacía de un superyó hostil y la correspondiente cobardía moral del yo.

La responsabilidad y el cuidado de sí

Ante la pregunta ¿es cumplidor de los deberes el sujeto que obedece a las leyes, pero inmediatamente busca la extinción de sí?, tendríamos la obligación de responder que probablemente no, por la falta de coherencia entre su moralidad interna y la normatividad exterior; sin embargo no se podría decir que está desprovisto de virtud, como si fuera un monstruo, sino que quizá lo es en un sentido y no en otros, como cabe a la reflexión que introduce y recomienda Cicerón. En cuanto a la virtud y sus nexos con la amistad y la sociedad, Cicerón (1984: 18) piensa: “Mas entre todas las sociedades ninguna es más sólida y estimable que la que componen los hombres de bien parecidos en costumbres con la unión de la amistad. Porque la virtud (esto repetiré muchas veces) aun cuando la vemos en otro, nos mueve y nos hace amar a aquel en quien nos parece que se halla”. Cicerón considera, lo mismo que Ricoeur y Freud, que los hombres se unen dando y recibiendo de acuerdo al impulso erótico que mueve a la creación de vínculos sociales. 

Aunque no es muy claro  que en el autor no podamos hablar de una “ética de la perversión” que se satisface con el daño al otro, ya que se trata de épocas distintas y de conceptos o paradigmas también diferentes.  Lo que sí parece despejado es que la culpabilidad es una característica estructural del ser, algo que en la depresión inhibe y mortifica y en la melancolía opera como delirio de indignidad y es una punzada típica. Pero también es, como algo maravilloso, un componente alentador del vínculo social y un mecanismo de reparación, pues una cosa es someterse maliciosamente a la ley, como suele suceder hoy por parte de algunos individuos que operan al margen de ella, y otra bien distinta experimentar en lo interno el llamado moral, la culpa consciente y el duelo requerido para responder. El problema radica en que, en muchos casos, la sanción legal no coincide con el castigo interno, fundado en el deber moral. Lo patológico en nosotros es, en muchos casos, no poder experimentar duelo, culpa y reparación como restos de los deberes greco-romanos. En este caso no podríamos hablar de cura de un sentimiento como el de la culpabilidad, pues hay sujetos como el criminal que en efecto no padecen por tal sentimiento, siendo otros los que sufren (como por ejemplo las víctimas) a consecuencia de la ausencia o la disminución en su capacidad de regulación moral.
    
Entonces, si bien es cierto que el sujeto depresivo (que suele ser una patología transestructural, transhistórica y transcultural) padece de malestar y culpabilidad, lo mismo que el melancólico aunque un poco más, y por ello necesita liberarse un tanto de la culpabilidad para vivir, trabajar y crear en paz de manera responsable, también es cierto que el sujeto perverso, que la nomenclatura psiquiátrica denomina psicópata, es alguien que tendría que experimentar lo que al primero le sobra para vivir en sociedad.  Es alguien que tiende a ser indiferente en lo tocante a poner en peligro tanto la vida propia como la de los demás. Desde la perspectiva del psicoanálisis su génesis se asocia con lo que se ha dado en llamar fallas en la inscripción de la función paterna (conciencia moral o superyó) y/o el Significante-Nombre-Del-Padre.  

El problema es, y al parecer siempre ha sido así, ¿cómo restaurar lo que no fue instalado en su momento en la subjetividad de aquellos sujetos, al no tener un ente regulador que opere como ley o prohibición, como es la disposición hacia la ética de los deberes, amparada en la marca o huella del Significante-Nombre-del-Padre? Recordemos la sabiduría del texto bíblico cuando en uno de sus apartes nos invita a cultivar al niño en su camino y a confiar en que ya de adulto, difícilmente se apartará de él, instrucción que sabemos no siempre es eficaz, pero que de todos modos es un deber moral que imprime, en tanto ley del lenguaje, una marca que ayuda a contener la agresión y a no ser un desalmado o un bandido exento de vergüenza, remordimiento y culpabilidad.

La ética de Cicerón regula o gradúa lo honesto, lo útil y el conflicto entre ambos con lógica, crítica y responsabilidad. Escribe Cicerón (1984: 79): “Queda, pues, asentado que nunca puede ser útil lo que no es honesto, aun cuando se consiguiera lo que parece útil, porque sólo el pensar que es útil aquello que es torpe, es cosa lastimosa”. En esto se asemeja al derecho penal y a una postura racional y coherente como la del psicoanálisis, la cual no opera con absolutismos sino con un sujeto responsable de pleno derecho y capaz de evaluar, atendiendo a las circunstancias, cuando sí y en qué casos no merece ser considerado culpable. La diferencia entre el sujeto ético y el que es sancionado por el derecho penal, es que mientras el primero asume la responsabilidad por las consecuencias de sus actos (de manera voluntaria y con sentido de rectificación y enmienda), el segundo es obligado a reconocer las faltas cometidas al carecer de una instancia reguladora interna. Por su parte, el sujeto depresivo con inhibiciones, síntomas y angustia hace de su estado una fuente inconsciente de castigo y de autoincriminación.

Mientras el delincuente nato, que suele ser un psicópata, niega su responsabilidad por los actos realmente cometidos, el depresivo y mayormente el melancólico decide cargar con la culpa de aquello que no ha cometido, siendo el problema aquí lo imaginario, al ser tomado por algo real-material. También existen, de acuerdo con Cicerón (1984: 10), otras formas de la delincuencia: “Porque el que acomete a otro injustamente incitado de su ira y enojo, éste parece que se arma contra la vida de su  prójimo; pero el que no le defiende o le estorba la injuria pudiendo, es tan delincuente como si desamparara a sus padres, a sus amigos o a la patria”.  Mientras el sujeto triste requiere reducir su sentimiento imaginario de culpabilidad, para situarse en el vínculo social con propiedad, aquel, o sea el psicópata asesino, necesita sentirse culpable para poder limitar sus actos o, en caso de realizarlos, poder repararlos efectiva y realmente. Digamos que ambos sujetos se ven privados, el uno por exceso de culpa y el otro por carencia de ella, de la posibilidad para deliberar racionalmente, juzgar de modo ético y decidir con responsabilidad. En el Critón, Sócrates (1985: 38) le dice a su interlocutor: “porque no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas después de haberlas examinado detenidamente”. 

Así pues, en el sujeto ético prima el bien, como efecto de la primacía del deber moral, al operar la culpabilidad, es lo que sostiene Paul Ricoeur si lo parafraseamos en Finitud y culpabilidad; mientras que en el perverso prima la pasión (kakía), el mal, al faltarle ese digno sentimiento capaz de sostener la vida y el vínculo social. En términos de Ricoeur, estaríamos hablando de la simbólica del mal, elucidación que coincide en el pensamiento freudiano con la prevalencia de la pulsión de muerte, la cual no descarta, como hemos dicho ya, la presencia de elementos eróticos y constructivos, pues ni el peor de los criminales puede estar exento de algún grado de bondad. Pero ello, sin embargo, no quiere decir que el sujeto psicópata (según la psiquiatría) o el perverso (desde la perspectiva del psicoanálisis) sea honesto; probablemente útil sí para los intereses oscuros de muchos, pero no ético en sentido estricto, ya que su estructura interna, al adolecer de normas y deberes, no se lo permiten. Sin embargo, siendo consecuentes con Cicerón es probable que lo anterior no sea más que una idealización y no una realidad humana,  ya que es factible que, en varias circunstancias, en la perversión también existan la  honestidad  y el juicio justo ajustado a los deberes.

Aunque Cicerón no conoció estas distinciones psicopatológicas, de todos modos logró intuir al “sujeto criminal” en potencia en lo humano, como parte constructiva y simultánea de la naturaleza humana. Razón por la que en Cicerón se tienden a suprimir las oposiciones y se inscribe la lógica de la continuidad. Por ello, no hay divorcio entre otium y negotium, o sea entre el ocio y los negocios en la Roma antigua (o entre la filosofía y la vida práctica), el problema para nosotros contemporáneos está en que los deberes, en sentido ético y de responsabilidad, no es una preocupación que intentemos conciliar con la vida, nuestra profesión y la riqueza; cuestión que si bien no nos logra hacer sentir culpables, de todos modos sí hace que experimentemos malestar, nos deprimamos y sintamos un vacío existencial que ni el capitalismo ni los antidepresivos creados por él lo puedan remediar.

¿Se trata de remediar tal vacío o falta?, ¿de poner en su lugar algo que lo obture y nos haga sentir llenos o completos en el amor, los negocios y la vida en general? Al parecer Cicerón, sin pasar por un psicoanálisis, advirtió que la clave subyace en la aceptación de tal vacío como algo estructural o constitutivo del hombre y por ello se caracterizó por ser un trabajador decidido que invertía el tiempo y sus energías en tratar de resolver lo imposible. La aceptación del vacío o de la falta estructural es algo que requiere de una gran capacidad para la simbolización y la sublimación. Característica de todos los soñadores, creativos e inconformes que luchan por cambiar, así sea solo un poco, las condiciones de su tiempo. La supresión del odio es imposible, como también la agresión y las guerras, lo que sí parece viable es la reducción de las tensiones, es lo que en la costumbre denominamos paz.

La persona, entendida como prosopón o máscara, es para Cicerón la que se constituye a partir de cuatro características, las cuales son las actividades que nos permiten actuar. La máscara, según Jean Pierre Vernant, es plenitud vacía, de donde se deriva que el prosopón es la manifestación de lo trágico de la contrariedad ero-tanática de lo humano. En este sentido, la vida ética, al considerar la contrariedad entre los deberes y las pasiones, es fascinante, pero también terrible y de esto es consciente Cicerón, quien aplica a su propia vida dicha simultaneidad como si se tratara de una medicina para el alma. De donde se sigue, desde la perspectiva del diálogo entre Paul Ricoeur y Freud, que no aceptar el conflicto entre los deberes y las pasiones traería no sólo mayores angustias e insatisfacciones al sujeto, sino que además ello se constituiría en una fuente de motivación de múltiples formas de exclusión, que contribuirían al delito y la violencia. Paul Ricoeur sería partidario de la aceptación del conflicto entre las interpretaciones, escisión de lo humano que Cicerón invita a integrar y asumir. 

Siendo la disociación (entre los contenidos del yo, el ello y el superyó) un elemento que el creador del psicoanálisis también encontró como causa del sufrimiento humano y de los conflictos con los demás, ¿qué quiere decir esto? Que no podemos cumplir absolutamente con los deberes ni tampoco ser pasionales o pulsionales del todo; la integración de ambos polos y su correspondiente anclaje con la realidad es lo que produce una especie de tranquilidad tensa del alma, acompañada de cuidado y responsabilidad por nosotros mismo, los semejantes y las cosas. La ley es la que le otorga tanto al sujeto como al pueblo un perfil determinado de regulación. El estado de tristeza (depresión) se da cuando el sujeto no puede integrar las contrariedades de su alma y, por el contrario, se dedica a soñar con lo que no coincide con su verdad estructural.

Así arribamos a una noción de felicidad relativa, no plena o absoluta, que hace que el hombre experimente una vida buena como el ideal máximo de la existencia. Lo anterior no quiere decir que ha desaparecido el malestar estructural del sujeto freudiano, sino que a pesar del vacío, lo pasional y el conflicto entre las pulsiones y los ideales (impregnados de virtud, moralidad y culpa) el sujeto puede conquistar un bienestar en la cultura. Si esto no fuera así, ¿qué sentido tendría el psicoanálisis y las múltiples formas de la actividad intelectual y creativa en el arte, la pintura, la teología, la filosofía y la ciencia? Al parecer la depresión contemporánea es, en buena medida, fruto de la cobardía del sujeto frente a sus exigencias morales, las cuales son, las más de las veces, una distorsión imaginaria de las causas reales. Sin embargo, es claro que existen otras opciones.

Ahora bien, dada la lógica y la diacronía histórica que venimos manejando, primero sobre algunas alusiones en materia de Filosofía griega y luego acerca de Cicerón y el derecho romano; bien podríamos pasar a indicar algunas relaciones entre los conceptos de finitud, culpabilidad y crimen en relación con  la Edad Media. Consideramos que en ningún período como en este la humanidad ha experimentado tanto, de manera vivencial o psicológica, los efectos de una culpabilidad imaginaria. En cuanto a las religiones, y en particular el judeo-cristianismo, considera Paul Ricoeur que al interior de las sociedades que estudian la historia de las religiones se observan tránsitos permanentes de una a otra forma de la culpabilidad. Entonces, no hay un significante distinto al de culpabilidad que se asocie o se conjugue mejor con dicho dogma de fe o con la Edad Media. 

Freud observó que el sentimiento de culpabilidad, al estar incrementado o reforzado, puede dar lugar al crimen, pero también su reducción al no operar una censura interior y creerse que todo está permitido. Mientras la ética greco-romana mueve a la regulación responsable, a la reparación y a la búsqueda de la virtud, la moral judeocristiana (medieval) precipita varias formas del masoquismo y del sadismo (al ser más punitiva, acusadora y culpabilizante) y el superyó contemporáneo-capitalista conduce al sujeto a lo peor, por medio de sus imperativos de goce que desembocan en excesos, en delirios de persecución y en distintas modalidades del delito y la criminalidad.

En esta lógica Cicerón (1984: 31) nos dice: “si queremos considerar cuánta es la dignidad y nobleza de nuestra naturaleza, conoceremos cuán torpe es entregarse a los deleites, y vivir blanda y regaladamente: y al contrario, cuán honesto y decente vivir con parsimonia, gravedad, continencia y sobriedad”. En consonancia con lo anterior, Cicerón (1984: 96) dice al final de su elaboración sobre los deberes. “Así, pues,  como hemos enseñado que no es utilidad la que repugna a la honestidad, así decimos ahora que todos los deleites son opuestos a la honestidad”. Bueno, por deleites es importante pensar aquí en los excesos, la desmesura y el goce según Lacan, que no es precisamente una fuente de la tranquilidad del alma, sino un mecanismo que promueve el malestar y el sufrimiento humanos.

Sin embargo, es necesario decir que los hechos humanos (a diferencia de las especulaciones teóricas) a lo largo de la historia han sido mucho más complejos, pues en todas las épocas la cuestión del crimen ha sido siempre objeto de preocupación. Si no fuera así, ¿qué sentido tendrían, sobre todo en la Edad Media y en autores como Santo Tomás, la reflexión filosófica y teológica sobre las virtudes, la moral y los deberes? Además, es necesario comentar que el juego lingüístico en torno a los deberes hace carrera por toda la Edad Media, con el propósito de vivir con dignidad.

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