Sunday, March 10, 2013

Culpabilidad, crimen y castigo


                                                                                           Por: Elkin Villegas

Después del juicio, recaen sobre el criminal prohibiciones aún más graves, que lo anulan, por así decirlo, a él y a su mancilla; destierro y muerte constituyen semejantes anulaciones de lo mancillado y de la mancilla.
                                                                                                   Paul Ricoeur

Con la disposición diacrónica que desde el título proponemos, queremos dejar indicios en la presente elaboración que el lugar asignado al concepto de culpabilidad es fundamental y de él dependerán en buena medida, de acuerdo con la hipótesis de Freud (1916) en el artículo titulado: “Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad”, tanto el crimen como la noción de castigo que los administradores de justicia se suelen formar en los procesos judiciales.  En esta perspectiva, es evidente que el fenómeno global contemporáneo de la reducción del sentimiento de culpabilidad y con ella el de la responsabilidad, como efecto del capitalismo salvaje, es un factor que incide de manera perniciosa tanto en los sujetos que realizan los crímenes como en los encargados de la administración del aparato judicial, quienes a la luz de la ley y de la Constitución Política vigente del Estado, pueden ser también considerados sujetos criminales, ya que el acto de matar es una expresión tan delictiva como la supresión del derecho para realizar decisiones judiciales, no conforme a la Constitución y la ley sino de acuerdo al capricho y a la libre, interesada e irresponsable interpretación de los jueces.

Ahora bien, interpretando al filósofo, ningún sujeto puede escapar a los imperativos de su conciencia moral. Es lo que nos enseñara Kant, nos lo muestra la experiencia y nos lo vuelve a recordar Hannah Arendt (1999: 449) cuando dice: “Moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de algo”. Fragmento sobre la culpabilidad de la filósofa alemana que se articula con las reflexiones de Paul Ricoeur, quien no sólo ha desempeñado una labor básica en recuperar, para la filosofía francesa e internacional, la obra filosófica y política de Hannah Arendt, sino que además se ha interesado en estudiar su pensamiento; es el caso del libro La condición humana, a partir de la dialéctica “entre el perdón y la promesa: uno nos desataría, nos desligaría, y el otro nos ataría” (Ricoeur, 2004b: 621). Ambas nociones están ligadas al concepto de acción y todo ello en consonancia con las elucidaciones del autor francés en torno a la culpabilidad. 

Concepto central que al estar más ausente que presente, tal y como en el actual aparte mostramos a partir de dos casos ilustrativos concretos,  se configuran las condiciones para generar un sujeto criminal. Llama la atención, para los fines del presente trabajo, que Hannah Arendt se doctoró en filosofía bajo la dirección de Karl Jaspers, otro pensador como Ricoeur que se ha interesado en el problema de la culpa. Problema que la filósofa alemana no deja de considerar en su profunda y rigurosa investigación sobre Adolf Eichmann, en el contexto de la criminalidad llevada a cabo por este en la mal llamada segunda guerra mundial.

Se podría afirmar que la culpabilidad en “El perdón difícil” es, para el filósofo francés, otro de los efectos del mal, de la finitud humana y de la falta. Siguiendo a Freud, el perdón es difícil para el superyó porque su función consiste, esencialmente, en censurar y culpabilizar al yo cada vez que este se distancia de la realización de sus exigencias ideales y aspira a satisfacer los impulsos del ello. El perdón sólo se da cuando esa instancia punitiva se ha transformado en una entidad serena y pacífica, pudiendo ahora sí aportarle paz al yo.  Experiencia que se asemeja a la tranquilidad del alma de la que hablara Séneca y a lo que bosquejamos en nuestra elaboración titulada Cura del sentimiento de culpa y la depresión. No obstante, Ricoeur (2004b: 623), guiado por Arendt en lo concerniente al perdón, observa que la autora “manifiesta cierta indecisión: ‘Por tanto, es muy significativo, es un elemento estructural en la esfera de los asuntos humanos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar, e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable’”. Encrucijada en la que, sin darse cuenta, el hombre culpable termina anulado.

Es probable que cuando en otro contexto el filósofo y psicoanalista Jacques-Alain Miller, mediante el recurso del chiste, hace alusión a la cura del sentimiento de culpa como núcleo de la formación de los psicoanalistas, haga referencia sólo a su reducción en casos patológicos que estorbarían la puesta en escena de una actitud responsable y ética en su práctica o en la de cualquier otro sujeto en la vida social. En realidad, curar del sentimiento de culpa al sujeto sólo es posible mediante la reducción de su  componente imaginario en la terapia psicoanalítica; y la ausencia de tal sentimiento obedece, en último término, a una característica del funcionamiento de la instancia parental en la estructura familiar y no es algo de lo que se pueda despojar a alguien con facilidad, como si se tratara de una prenda que se pudiera quitar y poner de manera caprichosa. Del sentimiento de culpa y la consiguiente capacidad de enmienda y reparación del sujeto en la vida de relación con el otro depende, en buena medida, la adecuada marcha de la sociedad. Es lo que hemos procurado plasmar a lo largo de este trabajo. 

Tanto un sujeto sin culpa, como otro con exceso de ella, es prácticamente un peligro para la vida social, es lo que se observa en la actitud y en la psicología del delincuente o en los modos de actuar de los individuos “al margen de la ley”. Aspecto que se ve con claridad en la actitud de Meursault, el protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus, y que en nuestro medio tiene múltiples formas de expresión, tanto en la vida social como en los modos de operar de los sujetos en muchas organizaciones, en las que la compasión con el semejante prácticamente se anula y donde lo más importante es la producción y la rentabilidad, por el medio que sea del caso. Es lo que podríamos definir, parafraseando a Freud, como el malestar hecho cultura. El sentimiento de culpa (base del lazo social), tal y como se observa en cada una de las elaboraciones de los teóricos que se ocupan del problema de la culpa, como Karl Jaspers, es pues algo que humaniza al hombre y que además le permite llevar a cabo una ética del deber. En este sentido, hablar de culpabilidad es aludir, en términos de Paul Ricoeur, a otro de los nombres de la virtud, la ética y el deber; todo ello en la lógica greco-romana de autores como Marco Tulio Cicerón.

Por el recorrido que hemos realizado en esta investigación, se han ido acumulando indicios que, poco a poco, nos convencen de la importancia del sentimiento de culpabilidad, para que el hombre pueda reparar los daños ocasionados a sus semejantes y preservar sus vínculos en la vida social. Cuando tal sentimiento no está queda en riesgo la vida humana en todos los ámbitos de la vida social. Es lo que vamos a mostrar más adelante por medio de la articulación de aspectos puntuales del personaje de El extranjero, con muchas de las particularidades del nazismo alemán y de la actual crisis de los derechos humanos y la violencia en nuestro país.

En lo tocante a la ideología del nazismo Paul Ricoeur, en su libro Ideología y utopía (2001b: 190), interesado en la obra de Hannah Arendt, dice lo siguiente: “‘El argumento de Arendt dice que en definitiva la pretensión de los nazis y de toda tiranía es la de que pueden modelar la humanidad de conformidad con la ideología del grupo dominante. La única resistencia, sostiene la autora, consiste en decir que hay algo más allá de la famosa declaración de que ‘todo está permitido’. No por casualidad Arendt escribió The Human Condition, porque para ella éste era un acto de resistencia a la tiranía’”. En consonancia con la violencia previamente referida, René Girard (2010: 11) expresa:

La violencia  está desencadenada, hoy en día, a escala del planeta entero, provocando aquello que los textos apocalípticos anunciaban: una confusión entre los desastres causados por la naturaleza y los desastres causados por los hombres, una confusión de lo natural y lo artificial. Actualmente, calentamiento global y ascenso del nivel de las aguas ya no son metáforas. La violencia, que producía lo sagrado, ya no produce cosa alguna, excepto a sí misma. No es que yo me repita, es la realidad que empieza a alcanzar una verdad bajo ningún concepto inventada, pues fue pronunciada dos mil años atrás.

Cuando la reducción del sentimiento de culpa, efecto de una elaboración o de un tratamiento del alma, no apunta en la dirección de generar una actitud más responsable y ética por parte del sujeto y de la comunidad, hablamos de una insensibilidad patológica que afecta o corroe la vida y el lazo social.

En muchos de los escenarios de la vida actual advertimos que la ausencia de sentimientos de culpa pone al borde de la desintegración todo tipo de actos o contratos en la vida social, al fallar desde la base misma la solidaridad y la cooperación con el semejante. Los derechos humanos, en esta onda de pensamiento, son una consecuencia del sentimiento de culpa, el cual no sólo posee una dimensión patológica individual que hace que el sujeto experimente malestar, tal y como lo indicara Freud en El malestar en la cultura, sino que además es un potente inspirador y motivador del respeto, la consideración y el amor por la humanidad y su preservación. Esa es la razón por la cual hablar de “cura del sentimiento de culpa” genera tanta resistencia, pues en ello sospechamos que su desaparición traería consigo la muerte y la desintegración de todo tipo de vínculos humanos. De acuerdo con Ricoeur (2003a: 329), “querer extirpar el mal, ya no como violación del derecho, sino como intención impura, es librarse al conflicto mortal de la conciencia que juzga y de la conciencia juzgada”.

En este punto hay que decir que cuando Miller habla de cura del sentimiento de culpa se refiere a la dimensión patológica, que tampoco hace posible la responsabilidad ética ni el lazo social. Es lo que Freud advirtió, en el año 1916, en su esclarecedor ensayo sobre los “Delincuentes por sentimiento de culpabilidad”, texto en el que muestra, así como en “Los que fracasan al triunfar”, cómo el sentimiento de culpa es también una fuente subjetiva que presiona al mal, y a todo tipo de consecuencias nefastas y contrarias a la invitación socrática del cuidado de sí, como lo veremos a continuación, desde el diálogo de Ricoeur con Freud en torno al concepto de culpabilidad, en la novela de Albert Camus. Por la actitud que del personaje Meursault se simboliza en la obra, se deduce la indiferencia afectiva y el vacío existencial del sujeto contemporáneo. El extranjero, en este punto, nos representa como sujetos, en una sociedad cada vez más líquida y pulsional, donde  a falta de mecanismos de regulación (dada la primacía del goce), la insensibilidad humana no sólo mueve a lo peor, sino que también configura una serie de acciones frías, indolentes y carentes de solidaridad en la familia, el trabajo, la sociedad y la vida profesional. En la perspectiva del sistema de salud en Colombia, por ejemplo, habría muchos casos para narrar.

Sobre el contexto sociocultural de la novela de Camus

Desde la perspectiva histórica no es mera casualidad que la obra El extranjero haya sido publicada en 1942, en el corazón mismo de la segunda guerra mundial, como un intento de su autor por exponer parte de la verdad que no se podía expresar de manera directa, pues no era permitido a los escritores pronunciarse de manera libre. También aquí, como en la Edad Media, la censura actuaba de manera despiadada y con radicalidad, por lo que los novelistas tenían que recurrir, para manifestar sus pensamientos y posturas, a otros métodos o procedimientos literarios. En tal perspectiva, Albert Camus fue uno de esos escritores que, afectados por la situación, optó por darse a conocer por medio de sus obras, las cuales siguen operando como una creación artística (así como lo fueran las obras de Débora Arango, en una época de tribulación en Colombia),  encauzada a manifestar tanto los excesos de la época, como la invitación a reflexionar en torno a la necesidad de las instancias adecuadas de regulación y de control social.

La obra es, pues, un sistema de signos que simultáneamente permite ocultar y exhibir o descifrar la cruda realidad de la época, que aparece encarnada en Meursault, un sujeto indiferente (desde el punto de vista afectivo) respecto a los cuidados de sí, de los otros y de las cosas. Esto se evidencia en la falta de sentimientos y de afectividad en situaciones como la muerte de la madre, el ascenso ofrecido por el jefe, la propuesta de matrimonio por parte de María y, lo más grave para nuestros propósitos, cuando comete un crimen sin plantearse moralmente si el hecho está bien o mal, máxime cuando el problema no era suyo sino de Raimundo, un recién conocido. En este punto se podría decir que el criminal, lo mismo que el sujeto fóbico, desplaza sus afectos reprimidos sobre un sustituto del padre. La diferencia está en que mientras el fóbico lo forja (como en el Caso Juanito) sobre un animal, el criminal lo hace sobre el semejante. Entonces, su falta de sentimientos hace que sea condenado y aun así, pese a considerarse inocente, no reacciona para defenderse. Rasgos todos que ponen en evidencia la aceptación de su culpabilidad inconsciente.

En este punto hay que decir que muchos sujetos, al considerarse culpables desde la infancia (en la relación con sus padres y familiares), como lo enseñara Freud, luego adoptan ante la vida, por necesidad inconsciente de castigo, una actitud similar a la de Meursault. Intrínsecamente a esta simbología del mal, Ricoeur (2009a: 286) nos dice: “Si añadimos el hecho de que matamos con facilidad al enemigo, al extranjero, parece que el número de actitudes inauténticas ante la muerte resulta considerable; inmortalidad del ello, angustia de la muerte ligada a la culpabilidad e impulso de matar son otras tantas pantallas interpuestas entre el sentido de la muerte como destino y nosotros”. Y más adelante agrega: “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”.

Jaspers, por ejemplo, en El problema de la culpa, intuye un efecto similar para el pueblo alemán tras la negación del genocidio generado por la segunda guerra mundial. Ahora, es probable que Colombia cargue con un problema semejante, toda vez que llevamos más de cuatro décadas de conflicto armado, con miles de muertos encima y sin que el asunto sea reconocido. La no asunción responsable y consciente de tales hechos de barbarie nos grava con una culpa moral que se transforma en malestar, en culpa y depresión y que, como en el caso del personaje de la novela de Camus, mueve o presiona la necesidad de cometer actos ilícitos y derivar por ello múltiples castigos e incluso la pena de muerte. Cuestión que los teólogos y las prácticas religiosas han sabido captar muy bien. La culpabilidad, si bien es cierto es una fuente de sufrimiento en algunos casos patológicos, constituye también un medio de regulación de la agresividad y la violencia, con el propósito de preservar la vida en sociedad.

De acuerdo con René Girard: “Para impedir que la violencia se expanda de manera desquiciada, hace falta la presencia de un límite jurídico” (2010:108). Límite que, según Freud, opera simultáneamente en nombre del padre y en representación de la instancia moral culpabilizante creada por él, la cual se inscribe, en la subjetividad, como ley que gobierna al sujeto y a la ciudad. “El conflicto y la violencia hacen parte de la intersubjetividad, somos lo que hacemos a los otros”. Decía Graciela Ralón de Walton (en conferencia del 22 de febrero de 2012, en la Biblioteca Pública Piloto, titulada “La posibilidad de la no violencia y el carácter trágico de la acción histórica”), quien decía además que “Ante la alternativa del “yogui” y la del “comisario”, analizada por Maurice Merleau-Ponty en Humanismo y terror, Paul Ricoeur se pregunta bajo qué condiciones es necesario pensar la no-violencia para no caer en una actitud puramente pasiva al margen de la historia.

La apatía emocional de Meursault se relaciona, como se puede inferir desde la lógica del imperativo categórico de Kant, con una conciencia moral débil e incapaz de presionar en el sujeto una ética del deber que promueva el cuidado de sí; aspectos que en el personaje están más ausentes que presentes. Como lo hemos sugerido desde Kant con Freud, es claro que una conciencia moral enclenque se constituye a partir de la impotencia reguladora del padre. Cuestión que hemos dado en llamar, en cuanto uno de los grandes problemas en la contemporaneidad, como declive de la función paterna. Algo que explica, en consonancia con la tradición bíblica y teológica, la necesidad de que el ser humano sea instruido en su camino, desde la más tierna infancia, por sus padres para que de adulto no se aparte de él.

En el caso de Meursault llama la atención la ausencia del padre en toda la novela, aspecto que nos permite pensar en un país como Colombia, sediento y necesitado de autoridad paterna, lo que explicaría por qué en los últimos períodos de nuestra historia política hemos elegido gobernantes con características tan particulares. Según Paul Ricoeur (2009a: 474): “El padre figura en la simbólica no tanto como progenitor igual a la madre cuanto como dador de nombre y dador de leyes”. Aunque lo propio de la mentalidad actual, en todo tipo de escenarios, es el desprecio por los brotes de la autoridad, es claro que su función es imprescindible para el cuidado de sí. De ello aun dan cuenta discursos como el de la filosofía, el derecho, la teología y el psicoanálisis. En todos ellos se advierte una constante, que es la defensa y la utilidad práctica de la función paterna, fundamental para que existan los mecanismos de regulación.

La regulación, según la entendemos a partir del concurso de tales discursos, es algo que obedece a un propósito erótico o integrador. Cuando el control y la regulación operan, como en el caso de los mal llamados líderes, de manera disgregadora y destructiva, no podemos hablar de integración humana ni mucho menos de vínculo social. Así, la novela de Camus es de manera clara una expresión y una metáfora de la realidad ambivalente en la vida psíquica y social del sujeto de su época. De acuerdo con Paul Ricoeur (2003b: 64) “Aristóteles, entonces, estaba en lo correcto cuando dijo que ser muy hábil para crear metáforas consistía en ser particularmente perspicaz para observar semejanzas”. Adicionalmente, y en cuanto a la personalidad de Meursault,  decimos con el autor francés: “Piénsese en la representación verbal del ‘juez penitente’, en el relato, La caída, de Camus, en el que se combinan hábilmente los dos roles, el del acusador y el del acusado, sin la mediación de un tercero imparcial y benevolente”. (Ricoeur, 2004b: 608). Indefinición (denegación) que también caracteriza al personaje de El extranjero, cuyas oscilaciones emocionales, en cuanto a los deberes, le impiden que sea considerado como un ser ético.

Es por ello que también decimos de Adolfo Hitler y los simpatizantes con su política de exterminio, que no pueden ser pensados como agentes al servicio de la ética, ya que esta es ante todo una idea reguladora que apunta a la preservación de la vida y de la integridad social. En esta perspectiva, el sentimiento de culpa, cuando no es patológico, funciona como una idea reguladora y como ética del deber que favorece la vida. Desde nuestra perspectiva, es lo que ha procurado expresar Paul Ricoeur (2004a: 199) en su obra Finitud y culpabilidad. Obra en la que alude al asesino y a la relación con la mancilla de sangre. Dice:

Y, sin embargo, la mancilla de la sangre vertida no es algo que se quite lavándola. Es más, la fuerza maléfica que el asesino lleva consigo no es una tara que exista absolutamente sin referencia a un campo de presencia humana, a una palabra que dice la mancilla. […] Sólo está mancillado lo que se considera mancillado: es necesaria una ley para decirlo; la prohibición ya es palabra definitoria.                                                   

En Meursault, un sujeto anormal, extraño y extranjero (como arquetipo de la modernidad tardía), se encuentra representada toda la filosofía posterior de Albert Camus, caracterizada como absurdista. Una filosofía que, siendo un poco osados en decirlo así, se asemeja a las descripciones freudianas sobre el carácter imprevisible, inconsciente y primitivo de lo humano, posición que el creador del psicoanálisis no vaciló en llamar como psicopatológica, al carecer de regulación, pues, a diferencia de las distorsiones a las que ha sido sometido Freud y su dispositivo clínico por detractores que desconocen la lógica y la ética de sus elaboraciones, el psicoanálisis no es una modalidad terapéutica dirigida a suprimir en el ser humano los sentimientos de culpabilidad tan necesarios en la vida social; por el contrario, es una actividad clínica encargada de transformar lo patológico de tal sentimiento en responsabilidad y en ética del deber. 

La falta de responsabilidad mueve a Meursault a negar su participación en los hechos que se le imputan, como en el caso de Edipo, quien monta en cólera y procura, en medio de la arrogancia, hacer responsable de la peste a un hombre desconocido, excluyendo de paso que el responsable de tales sucesos pueda ser él mismo. Al respecto dice Ricoeur (2009a: 451): “Y Edipo resulta así culpable por su propia pretensión de disculparse de un crimen del que no es, en efecto, culpable en el sentido ético de la palabra”. En nuestra sociedad se observa un modus operandi similar, pues al parecer al sujeto le cuesta asumir, de manera explícita o manifiesta, la responsabilidad por las consecuencias de sus actos. Lo llamativo es que a nivel latente  (inconsciente) una parte interna, mucho más exigente y punitiva, procura hacer cargar con todo el peso de la responsabilidad, y la sanción que el mismo sujeto se aplica termina superando en todo la que evitara de parte de la ley. Lo que los lleva al caos es la ceguera del no saber. 

En la lógica del cuidado de sí, el psicoanálisis es una actividad tan honorable como necesaria para generar, en el sujeto contemporáneo, una actitud virtuosa como la que destacamos del hombre griego. Si no fuera así, con seguridad, su práctica clínica ya habría sido suprimida por los distintos aparatos de regulación y control de los Estados. A menos que dicha práctica se prohíba en algunos países, como Cuba, en los que la libertad de las personas se restringe y su salud mental es considerada un peligro para los intereses opresores de un gobierno patológico. Recordemos que Freud tuvo que exiliarse en Londres tras la persecución de los nazis, quienes atentaron contra su obra, de la cual es posible decir que es una piedra de choque para todo aquel que está empeñado en dominar y someter de manera sádica a sus coetáneos. Otros tantos autores como Víctor Frank (con su elaboración sobre el sujeto incondicionado, según la cual existe siempre en nosotros la posibilidad de acceder a una experiencia de libertad, aún en momentos de las mayores atrocidades) y Primo Levy (con su construcción acerca del sujeto social, el cual consiste en seguir siendo solidario a pesar del horror) también se pronunciaron con sus obras ante el espíritu devastador e insensible de la guerra. En tal lógica se podría decir que tanto Camus como Freud son dos humanistas contemporáneos que denunciaron, cada uno a su manera, la perversión humana, inconveniente para llevar a cabo el proyecto hobbesiano y rousseauniano del contrato social.

Y a propósito de nazis, a continuación haremos una breve reseña de uno de los más sonados casos de criminalidad, cuyo protagonista aparece, como Meursault en la novela de Camus, sin sentimientos de culpabilidad. Es necesario aclarar que tanto la carencia de dichos sentimientos como su incremento, por la acción incisiva y punitiva de un superyó cruel, pueden mover a cualquier sujeto, en circunstancias apremiantes, a convertirse en un delincuente y en un criminal, caracterizado por su ausencia de culpa, de remordimientos y de capacidad para la enmienda o la reparación, en diferentes escenarios de la vida individual, familiar, laboral, social, política y económica.  El asunto se complica cuando, como plantea el psicoanálisis, el sujeto no se siente culpable conscientemente. Sin embargo, actúa como quien necesitara un castigo.

En tales casos, se podría decir con Freud que se trata de una disociación interna, en la que el sujeto conscientemente no se siente culpable pero, inconscientemente, sí lo sería, por cuanto estaría empeñado en una búsqueda de castigo, lo cual pone en evidencia un aspecto sumamente importante para los abogados penalistas, los criminólogos y la psiquiatría entre otros, porque en apariencia el sujeto no se sentiría culpable, cuando en realidad y desde el punto de vista inconsciente, como Edipo, estaría haciendo todo lo humanamente posible por hacerse castigar. La reparación es un factor esencial en la dinámica de la relación consigo mismo y con los semejantes y, al tiempo, es algo constitutivo que hace posible el respeto de la ley, la vida del semejante y los derechos humanos.

El caso del teniente coronel Karl Adolf Eichmann 

Antes de ocuparnos de algunos detalles del caso, conviene destacar varios aspectos de la vida personal y familiar de Eichmann, lo cual, como bien se sabe, es algo que da luces para intentar explicar o comprender buena parte de los actos posteriores emprendidos por él. Nació el 19 de marzo de 1906 y murió ajusticiado el 1º de junio de 1962 en Jerusalén. Fue el hijo mayor de cinco hermanos. Su familia se trasladó desde Solingen (Alemania) a Linz (Austria). Durante su infancia fue afectado por la pérdida de su madre, lo cual hizo que su padre se volviera a casar, sin que Eichmann, pese a los reiterados llamados de atención de su padre, reconociera a la sustituta de su progenitora.

Hizo su educación básica y media en la “Realschule” donde conoció a Salomón Kahn, y dada la falta de cariño y de unión en el seno familiar, Salomón lo invitaba a comer en su casa, en la que aprendió con la familia Khan a hablar el yidish y el hebreo. Mientras sus hermanos menores eran considerados austríacos, Adolf siempre fue considerado un extranjero en Austria y no pudo conseguir trabajo allí. Por medio del influjo de Ernst Kaltenbrunner, amigo de su padre y dirigente nazi en Austria, Adolf ingresó en Linz al partido austríaco Nazi NSDAP. Situación similar a la de muchos jóvenes en Colombia que, al faltarles un lazo afectivo fuerte con sus familias y verse privados de oportunidades, terminan engrosando las filas de la ilegalidad, sin ser muy conscientes de ello y sin medir las consecuencias. Con un fervor frenético por la doctrina de Adolf Hitler, Eichmann se afilió el 1º de abril de 1932 al NSDAP austriaco y el mismo día se enroló en las SS. Posteriormente, el 1º de octubre de 1934, fue transferido a la sección de Judíos II 112 del servicio de seguridad (SD). En 1935 Adolf se casó con Veronika Liebl, con quien tuvo cuatro hijos.

Eichmann tenía por misión la organización logística de los transportes del holocausto y de las deportaciones (evacuaciones o eliminaciones) a los campos de concentración. Fue el artífice de los Judenrate o consejos judíos, los cuales cooperaron en las deportaciones mediante la identificación de los habitantes en los guetos. Por ser uno de los interlocutores nazis del movimiento sionista (que estudió la opción de la emigración de los judíos a Palestina) y por pensar en la posibilidad de crear un Estado judío en el este de Europa, Adolf Eichmann llegó a considerar que de alguna manera estaba emparentado con judíos, lo que contribuyó a que en 1960, en el juicio que se le practicó, no se le declarara como un antisemita fanático.

Dato curioso, porque en nuestro medio también muchos de los extraditados a los Estados Unidos por delitos de narcotráfico y crímenes de lesa humanidad, en las audiencias públicas daban a entender que eran algo así como sujetos normales y no los monstruos que la narración de sus crímenes mostraba. Como el caso del violador y asesino de más de 180 niños en Colombia, que al ser entrevistado por Guillermo Prieto La Rotta, más conocido en los medios de comunicación como “Pirry”, intentó en varias ocasiones obtener el favor de la población colombiana hablando de los hechos que marcaron su infancia cruel. En consonancia con esto, Paul Ricoeur nos recuerda que Hegel en una ocasión habla del crimen, pero para dejar claro que no es conveniente referenciar la psicología del delincuente en la imputación del crimen. Según el mismo Ricoeur (2004b: 588), la culpabilidad está ligada a la finitud humana. Dice: “En este sentido, la culpabilidad, como las demás ‘situaciones límite’, está implicada en todas las situaciones fortuitas e incumbe a lo que nosotros mismos designamos con el término de condición histórica en el plano de la hermenéutica ontológica”.

Como si por haber tenido dificultades en la infancia o desconocer la ley, los seres humanos estuviéramos exentos de asumir las consecuencias de nuestra responsabilidad personal, jurídica y social. Algo que Freud pone en evidencia en su corta pero efectiva reflexión de 1916, titulada “Las excepciones”, que nos ayuda a pensar la psicología del pueblo de Israel, pueblo que ha tendido a considerarse libre de responsabilidad social tras sus actos criminales por el hecho de figurar en la historia bíblica como el elegido por Dios. En ésta honda de pensamiento el filósofo, a propósito de la interpretación y del análisis de la obra de Freud titulada Moisés y la religión monoteísta, nos dice: “Si el pueblo judío ha ofrecido a la cultura occidental su modelo de autoacusación, esto se debería a que su sentido de la culpabilidad se alimenta con el recuerdo de un asesinato que trata, al mismo tiempo, de disimular” (Ricoeur, 2009a:212). 

Dice la señora Arendt que la mayoría de las fuentes indagadas describen a Eichmann como un hombre diligente y tenaz, no en el cumplimiento del deber moral, como lo entendemos en la filosofía, sino en cumplir las órdenes de sus superiores y lo que las estadísticas le exigían. Porque para él los judíos eran sólo “estadísticas”, y la verdad es que en la llamada “solución final” su crueldad fue excesiva. Algo similar ha pasado a ser el campesino ignorante en nuestro medio, una cifra más para poder justificar los resultados de eficacia en las fuerzas armadas. Es lo que se ha dado en llamar en nuestro medio como los “falsos positivos”. Una tragicomedia similar a la que Freud narra en El chiste y su relación con lo inconsciente (1905, Vol. VIII., 1979: 195), cuando dice:

        Una historia cómica semejante sería aquella de la aldea húngara donde el herrero había cometido un crimen pasible de la pena de muerte, pero el burgomaestre decidió no hacerlo ahorcar a él para expiar el crimen, sino a un sastre; es que en la aldea había establecidos tres sastres, pero el herrero era el único, y una expiación tenía que haber

En este punto es conveniente decir que la lógica de los mercados, esto es, la exigencia extrema contemporánea de tener que arrojar resultados a como dé lugar, que primero ha tenido participación en la vida empresarial, se ha trasladado a distintos ámbitos como la salud, la educación y la seguridad social del Estado, generando por la presión de los resultados una dinámica social atroz que atenta contra la dignidad y la vida del ser humano. En este punto se observa, con independencia de las distintas y románticas consideraciones en el ámbito de la política, la sociedad y la economía, una lógica abyecta común entre el Nacionalsocialismo (como partido de gobierno)  y el capitalismo (en tanto sistema de producción económica).

En ambos casos de lo que se trata finalmente es de desmentir un fragmento de  la realidad, tal y como sucediera (en un contexto distinto, pero no alejado del escenario humano) con la aparente oposición entre Kant y Sade. En este sentido consideramos que, en su momento, tanto el Nacional Socialismo (fundado e inspirado en Marx) como el Sistema Capitalista fueron presentados como dos grandes posibilidades, que le podrían resolver al hombre su malestar e inquietudes sociales, políticas y económicas. Cuando la realidad de lo humano, así se camufle detrás de una ideología o un partido político, una concepción religiosa o una utopía económica, es que le produce un placer supremo (goce) someter a sus semejantes, ser poco solidario con ellos y sí bastante anárquico. Razón por la que Freud pensaba en El malestar en la cultura (1930) que  el ser humano no es un ser manso ni amable, sino un ser dotado de agresividad, dispuesto a explotar la fuerza de trabajo de sus semejantes sin retribuirla, a quitarles su patrimonio, humillarlos, desterrarlos, sacrificarlos y aún lincharlos (Vol. XXI.,1979: 108).

Más tarde, al concluir la segunda guerra mundial, Adolf Eichmann, siendo consciente de los crímenes cometidos, huyó buscando clemencia y se refugió en Argentina con el nombre de Ricardo Klement, donde guardias israelíes lo tomaron preso en mayo de 1960 y lo llevaron a Jerusalén para enjuiciarlo en una corte. Las declaraciones de Eichmann se realizaron desde una cabina de cristal a prueba de balas. Fue acusado de 15 cargos, entre los que se contaban crímenes contra la comunidad judía y contra la humanidad. Por tales cargos y otros más, Adolf Eichmann fue hallado culpable y condenado a muerte, pese a la diligencia de su abogado, el doctor Servatius. Su ejecución, por ser ilegal según Hannah Arendt (1999), se llevó a cabo sin ruidos, el 1º. de junio de 1962. Se dice que tal ejecución ha sido la única pena de muerte decretada por el Estado de Israel.

¿Cuántos Eichmanns existen en Colombia que, aunque no se sientan culpables de manera consciente o no, se reconozcan así públicamente ante una comunidad y sean llamados a responder, de todas maneras buscan ser castigados sin ser muy conscientes de ello? La verdad es que aunque el sujeto intente ocultar las evidencias que lo gravarían como responsable de un hecho delincuencial, a otro nivel, y por las presiones de su amo el superyó, termina trabajando con el propósito de obtener el castigo o la sanción correspondiente, como veíamos en Meursault, el personaje de la novela de Camus, y en Eichmann, en quien los vestigios de una responsabilidad reconocida sólo a medias vuelven a aparecer. Lo particular de lo reprimido (olvidado), decía Freud, es que tiende a retornar.

Particularidades del caso Eichmann

En tal lógica, se podría decir, desde una perspectiva moral y jurídica, que ningún crimen escapa a la responsabilidad y puede quedar impune. Ello coincide con el imperativo categórico de Kant y con la obediencia ciega y extrema de Eichmann a las exigencias de sus superiores. Lo cual pone de manifiesto que en ocasiones una posición extrema, como lo es un imperativo, puede agitar al sujeto a lo peor y hacer de él un criminal, como sucedió con muchos de los inquisidores en la Edad Media, quienes por las consecuencias de sus actos no fueron considerados más adelante precisamente como unas buenas personas. Pues bien, sabemos que en nombre de los ideales, de la patria y de la fe muchas atrocidades se han cometido sin justificación a lo largo de la historia.

Al respecto nos dice Hannah Arendt (1999: 352): “Las bolsas de olvido no existen. Ninguna obra humana es perfecta, y, por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia”. En este sentido Ricoeur sabe, por su lectura de Freud, que lo olvidado, esto es, lo reprimido, siempre retorna. Por ello pensamos que el “olvido” (o sea la no elaboración) de los grandes crímenes cometidos a lo largo de la historia de la humanidad nos grava, en nuestro propio inconsciente, con una culpabilidad que se tiende a perpetuar y a reeditar por medio de actos compulsivos. Según Freud, el pasado se conserva, en nuestra psique bajo la forma de huellas mnémicas. 

Desde la perspectiva política, dice la misma autora, lo llamativo es que en circunstancias de terror muchas personas se doblegan ante la tiranía de unos cuantos, pero algunos no lo hacen, y quienes lo hacen, forzados por situaciones extremas para conservar la vida, una vez se ha debilitado el yugo, no solo huyen sino que además denuncian sus excesos. La mejor prueba de ello la tenemos por los testimonios de quienes han sido retenidos y secuestrados en Colombia. La verdad del dolor no se puede silenciar, es lo que Freud nos enseña con su teoría del inconsciente y del síntoma. Teoría que se articula a la pulsión de muerte, la cual hace del sujeto, por su cercanía con el goce, como algo estructural, un “ser al margen de la ley”. Por ello, parafraseando a Ricoeur, se puede decir que existen tantas formas de ser malvado y desgraciado como hombres hay sobre la faz de la tierra. Maldad estructural que le dificulta al hombre su tarea cultural y de sublimación.

En el caso de Eichmann llama la atención el cálculo y la premeditación con los que llevó a cabo muchas de sus acciones, pues sabía que tarde o temprano debía responder por las consecuencias y que, muy probablemente, el argumento de que todas sus acciones habían sido en el cumplimiento de su deber serviría de poco. Al respecto, Arendt (1999: 356) extrae un fragmento de sus memorias del que inferimos la prueba de lo anterior, y no sólo para los asuntos económicos. Dice: “Así lo hice porque, en aquel entonces, yo todavía creía que algún día me pedirían cuentas”. Como se puede advertir por lo dicho hasta aquí, es prácticamente imposible que un sujeto experimente tranquilidad en su alma una vez haya cometido los más graves crímenes. Algo imperdonable que lleva a Ricouer (2004b: 594) a decir:

El término no se aplica sólo a los crímenes que, debido a la inmensidad de la desgracia que asola a las víctimas, caen según Nabert, bajo el nombre de lo injustificable. Tampoco se aplica sólo a los actores que perpetraron estos crímenes. Se aplica también al vínculo más íntimo que une al agente con la acción, al culpable con el crimen.                         

Aun en el caso de una auténtica perversión o, para emplear la terminología psiquiátrica, de un psicópata puro, es apenas lógico que el delincuente espere ser castigado o, como mínimo, se susciten permanentes vivencias de persecución. Ello explica por qué Eichmann fue tan cauteloso al escribirles a sus familiares e hizo que le creyeran muerto, y por qué se fue para Argentina y se cambió de nombre en varias ocasiones. El ocultamiento de la identidad prueba su sentimiento de culpabilidad, el cual se abría paso en Eichmann por la vía del autocastigo, así él no se percatara públicamente de ello y sus defensores (como el doctor Servatius, quien ya había defendido a otros criminales de guerra) lo intentaran exonerar de su responsabilidad jurídica.

En este punto recordemos que nadie escapa a los embates de la conciencia moral, y por ello Eichmann dejó tras de sí, en el curso de los años, una multitud de indicios para ser finalmente condenado. Otro aspecto delator en Eichmann, que se traduce en una especie de necesidad de castigo, se observa en la vida que llevó en su exilio en Buenos Aires, donde trabajó en varias actividades mal remuneradas y vivió, con su esposa e hijos, en uno de los suburbios más pobres en condiciones tan precarias que el edificio en el que vivían no contaba con agua ni electricidad. Todas estas son formas de la necesidad de castigo por sentimiento de culpabilidad en el sujeto que ha logrado burlarse de la ley, pero que no puede escapar de sí, esto es, de las sanciones, la punición o los embates de su propia conciencia moral.

La banalidad del mal consiste, a nuestra manera de ver, en que cada sujeto termina por experimentar lo infructuoso de la maldad, pues cada uno de nosotros tiene en su psique una instancia que vigila y castiga la falta de cuidado de sí y los excesos para con los demás. Fue algo que Kant observó y plasmó en varios de sus escritos, como en la Crítica de la razón práctica, y que Freud luego resignificó, a partir de su práctica clínica, con el nombre de superyó. Por esta razón, autores como Jacques Lacan no han vacilado en hablar, en el terreno de la clínica y la criminología, de “los crímenes del superyó”, el cual puede presionar a un sujeto (por factores imaginarios o por la acumulación de hechos reales que no se quieren asumir con responsabilidad) no solo a cometer las peores atrocidades sino también a realizar múltiples formas de autocastigo, y en todo ello el principal motor es el sentimiento de culpabilidad, uno de los embates de la hostilidad del superyó que el sujeto se ve precisado a evitar, pero que cuando no lo logra lo presionan para convertirlo en un criminal.

En esta onda de pensamiento cabe reflexionar, a manera de justificación de la investigación, en el caso sudamericano y en la humanidad en general, pues es bastante probable que en nuestra mentalidad colectiva se presenten, como los principales motivadores, tanto aspectos imaginarios como reales para generar sentimientos de culpabilidad, los cuales podrían explicar, en último término, nuestro malestar contemporáneo y la barbarie y la violación de derechos humanos en que vivimos. En el caso de Eichmann, la culpa y la necesidad de castigo no son motivadas por cuestiones imaginarias, como suele suceder en casos patológicos individuales y hasta colectivos, sino por una culpa real o de sangre ante la cual, por tantas evidencias, el sujeto tiende a enmudecer cuando es llamado a responder. Algo que nos hemos acostumbrado a observar en Colombia en múltiples casos de delincuentes, paramilitares o guerrilleros, en el contexto de las audiencias públicas.

Karl Jaspers (quien por la época del juicio se pronunció en una entrevista radial en Basilea a favor de la idea según la cual se debía juzgar a Eichmann por un tribunal internacional) afirma, en El problema de la culpa, que es muy difícil para el sujeto reconocer su culpabilidad de manera escueta o directa, no obstante el criminal puede, como en el caso de Eichmann, saber y prever parte del desenlace de su tragedia. Algo que hasta el mismo Edipo, de alguna manera, sabía con antelación, y que en Eichmann se evidencia cuando dice: “Ya sé que estoy en manos de los israelitas” (Arendt, 1999: 365), razón por la que poco protestó en el proceso de su encarcelamiento y en el posterior juicio. Así que el sentimiento de culpa, bien sea por factores imaginarios o reales, es una especie de brújula que guía y dibuja la senda del desenlace final. Un saber que cada quien detecta pero que se tiende a borrar bajo la ilusión de que el destino y la fatalidad sólo acompañan a los demás. Como si el sujeto criminal se sintiera una excepción, no fuera capaz de captar la gravedad de sus actos y tuviera un punto de ceguera que le impidiera congelar sus acciones y cuidar de sí.

Sin embargo, el cuidado de sí sólo se tiende a dar cuando el sujeto no tiene en su interior demasiadas pesadeces, imaginarias o reales, que lo ahogan y lo presionan a pasar al acto delictivo y obtener de paso un castigo. He aquí un esbozo de la relación entre psicosis paranoica y crimen, como consecuencia de lo que en psicoanálisis se ha dado en llamar delitos de la conciencia moral o del superyó. No en vano, al delincuente se lo suele ubicar en distintos discursos como la sociología, la psicología social, la antropología y el psicoanálisis, entre otros, en el rango de la mezcla del sadismo y el masoquismo, categorías en las que la cuestión del castigo, como se aprecia en la obra de Dostoievski, está siempre asociada según Freud con asuntos del pasado y en relación estrecha con los padres. La tragedia Edipo rey es bastante rica en alusiones a este respecto.

La gran diferencia entre Edipo y Eichmann es que mientras este negó siempre la responsabilidad por sus actos, Edipo descubrió en sí mismo la verdad de su propia culpabilidad y, en consecuencia, él mismo se autocastigó; aunque, como ya hemos dicho, Eichmann también hizo algo así. Al parecer el factor común a todos los casos consiste en encontrar un castigo o una tramitación que ponga fin al martirio interior.  Quizá por eso Eichmann, durante el proceso judicial al que fue sometido, llegó a decir: “Quiero, por fin, quedar en paz conmigo mismo” (Arendt, 1999: 366), e incluso desde el comienzo de los interrogatorios policiales declaró: “Ya sé que me espera la pena de muerte” (Arendt, 1999: 368), lo que nos permite inferir que hasta en el mayor de los criminales es posible ubicar el deseo de encontrar, al final de sus días, un reposo espiritual como el que Séneca no dudó en llamar “tranquilidad del alma”. He aquí, en términos de Hannah Arendt, la banalidad del mal, la cual finalmente nos hace comprender, cuando no se trata de cuestiones patológicas difíciles de tratar, la importancia que los griegos le atribuían al cultivo de las virtudes. Estos factores, en la época y el contexto social actuales, son inexistentes en una dinámica social como la del capitalismo salvaje, que solo reconoce y reclama resultados a como dé lugar en todos los ámbitos de la vida en sociedad.

En cuanto a la obtención de resultados en la perspectiva económica del capitalismo, y siendo un poco osados al afirmarlo, cabe incluir para el caso de Colombia tanto la Ley de Justicia y Paz como la cuestión de los falsos positivos, ya que el afán de obtener resultados, a partir de una buena motivación, termina por generar resultados completamente contrarios. Es lo que sucede con la idea obsesiva de los imperativos categóricos de Kant, los cuales no han podido arrojar en ninguna parte los resultados que se han querido. En todo esto es necesario contar con el influjo de las fuerzas pulsionales planteadas por Freud, pues parece poco probable que hoy podamos explicar los problemas de convivencia humanos sin la ayuda de la racionalidad fundada por el creador del psicoanálisis. Es lo que hace que el diálogo entre filosofía y psicoanálisis sea, desde la óptica de Paul Ricoeur,  cada vez más rico y no sólo un campo de batalla entre ambos saberes, como lo ha hecho ver últimamente en París Michel Onfray.

Sobre el proceso judicial de Adolf Eichmann

Volviendo al caso Eichmann, este fue condenado por quince delitos, entre los que se contaban, según Hannah Arendt: “delitos contra los judíos, con ánimo de destruir su pueblo, de cuatro maneras: 1) «siendo causa de la muerte de millones de judíos»; 2) situando a «millones de judíos en circunstancias propicias a conducir a su destrucción física»; 3) causándoles «grave daño corporal y mental»; y 4) «dando órdenes de interrumpir la gestación de las mujeres judías e impedir que dieran a luz», en Theresienstadt” (Arendt, 1999: 370). Lo llamativo del caso Eichmann es que el tribunal de Jerusalén dictó sentencia el 11 de diciembre de 1961 y el 15 del mismo mes se dictó el fallo de pena de muerte, sin que tal sentencia estuviera contemplada en la ley israelí. Decisión que se inspiró más en el afecto de venganza que en cuestiones racionales, netamente jurídicas. Nos dice René Girard (2010: 94): “Todo gesto implica una respuesta, todo acto criminal suscita sus represalias, y la venganza es tanto más terrible conforme ha esperado para manifestarse”. Al parecer se trató de un juicio religioso y no civil. Un poco como sucede en Colombia con los procesos de extradición, de los cuales, dicen algunos especialistas en la materia, no se tiene una legislación propiamente establecida.

Al parecer, la decisión fue tomada no en derecho sino como fruto del resentimiento de los funcionarios representantes de un pueblo que, como sabemos por la historia y por los escritos bíblicos, se ha caracterizado por considerarse el pueblo escogido de Dios. Sobre el particular la señora Arendt dice: “los jueces se hallaron ante un delito que no constaba en los textos jurídicos” (Arendt, 1999: 450). No estamos defendiendo ni justificando las acciones de Eichmann, probablemente merecía, desde un punto de vista jurídico, la aplicación del máximo castigo. Lo que afirmamos, sin embargo, es que la medida que se aplicó no estaba contemplada y, por ello, se podría decir, haciendo las diferencias del caso, que era tan culpable Eichmann por los delitos que cometió como los administradores de la justicia que no obraron en el marco de la ley sino de manera vengativa. Según Hannah Arendt, a alguien se le ocurrió “la brillante idea de recurrir a las teorías freudianas, y atribuir al pueblo judío, en su totalidad, un ‘deseo de muerte’; inconscientemente, como es natural” (Arendt, 1999: 428). La cuestión es que a más de medio siglo del hallazgo freudiano de la pulsión de muerte, aún se sigue pensando que los deseos de muerte, al ser inconscientes, son sólo juegos lingüísticos que carecen de validez. Cuando en realidad son, desde la perspectiva de la realidad psíquica, los que a la postre nos gravan como potencialmente asesinos.  Mucha gente, dice la autora, comenzó a sugerir la responsabilidad de las víctimas. Respecto a la pulsión de muerte Ricoeur (2009b: 132) comenta: “En 1930 Freud ve con mayor claridad que la pulsión de muerte subsiste como una pulsión silenciosa ‘en’ lo vivo y que sólo se hace manifiesta en su expresión social de agresividad y de destrucción”.

El odio, conviene recordarlo aquí, no es sólo de los alemanes hacia el pueblo judío, sino también de este hacia otros pueblos y naciones del mundo. Es lo que se deduce de varios pasajes de la obra de Freud, titulada Moisés y la religión monoteísta. Ahora, ¿acaso ello no puede ser también objeto del repudio de nuestra conciencia moral y de cualquier aparato constitucional del mundo que no contemple, de modo explícito, la pena capital? En este punto es conveniente recordar que la ley no es un mandato caprichoso, surgido de la imaginación de un grupo reducido que considera, de manera espontánea y sin la debida deliberación, la aplicación de tal o cual medida sin percatarse de su existencia en el cuerpo normativo y constitucional del Estado que se representa. De acuerdo con Ricoeur (2004b: 602):

            Los crímenes contra la humanidad fueron definidos por las cartas de los tribunales militares internacionales de Nuremberg, luego de Tokio del 8 de agosto de 1945 y del 12 de enero de 1946. Estos textos distinguen: los actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes y después de la guerra, entre los cueles están el asesinato, el exterminio, la reducción a la esclavitud y la deportación; las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos.                  

De ahí el carácter imprescriptible de delitos como los de Eichmann, pese a que en derecho existe la prescripción para todo tipo de crímenes y delitos. En cuanto a la prescripción, Paul Ricoeur (2004b: 601) señala:

           En todas sus formas la prescripción es una institución sorprendente, que se apoya, a duras penas, en el hipotético efecto del tiempo sobre las obligaciones que supuestamente persisten en el tiempo”. […]  A diferencia de la amnistía, que […], tiende a borrar las huellas psíquicas o sociales, como si nada hubiese pasado, la prescripción consiste en una interdicción de considerar las consecuencias penales de la acción cometida, a saber, el derecho e incluso la obligación de perseguir penalmente. […] Las huellas no están destruidas: es el camino hasta ellas el que es prohibido.

Según el filósofo (2004b: 602-603): “La imprescriptibilidad significa que no hay razones para invocar el principio de prescripción”. Entonces, olvidar los grandes crímenes contra la humanidad, tal y como lo sugiere la ideología del perdón carismático, sería otra modalidad del crimen contra el género humano.  Ahora bien, obrar en derecho no habría tenido la pretensión de disminuir la responsabilidad de Eichmann, pues él sabía, por los tantos cargos que se le imputaban, que era merecedor de un castigo por delitos perpetrados contra los judíos. Así lo expresa Hannah Arendt (1999: 372):

Eichmann no podía recordar con precisión los detalles, debido a que ninguna oficina exterior intervino en el asunto. Sin embargo, los gitanos, al igual que los judíos, fueron embarcados camino de su exterminio, y de eso Eichmann no dudaba en absoluto. Era culpable del exterminio de los gitanos exactamente por las mismas razones que lo era del de los judíos.

La misma autora afirma que Eichmann había insistido en la idea de que sólo era culpable de “ayudar y tolerar” múltiples delitos, que era una especie de chivo expiatorio y no era responsable de participar directamente en la consumación de alguno de ellos. En cuanto a esto bien podemos decir con René Girard (2010: 105): “En efecto, de allí en más ya no se juzgará al chivo expiatorio hallándolo culpable, sino que la humanidad misma corre el riesgo de ser juzgada por la historia”. Según Ricoeur (2001b: 233): “Todos aquellos que como Eichmann fueron acusados de dar muerte a judíos en Alemania se defendían diciendo que obedecían órdenes, que eran buenos funcionarios. El sistema administrativo, pues, puede no sólo despojar al individuo de la responsabilidad personal sino que hasta puede encubrir crímenes cometidos en nombre del bien administrativo”. La confesión de la culpa es, para Ricoeur (2004a: 15), “al mismo tiempo el descubrimiento de la libertad”.

Según las declaraciones, Eichmann no se consideraba un delincuente ordinario. Mejor dicho, era un alma buena que se dedicó a llevar a cabo “actos de Estado”, como les ha sucedido a muchos “militares” interrogados en juicios en Colombia por acciones criminales. Según Arendt (1999: 375), Eichmann no se consideraba responsable por sus actos: “El jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo”. Razón por la que decía: “No soy el monstruo en que pretendéis transformarme... Soy la víctima de un engaño”, pues albergaba la “profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros” (1999: 375), ignorando que las órdenes criminales, vengan de quien provengan, no se deben obedecer. Siguiendo a Ricoeur (2004b: 589): “La forma específica que toma la atribución a sí de la falta es la confesión, ese acto de lenguaje por el que el sujeto asume la acusación”.

Parafraseando a la autora, afirmamos que Eichmann, lo mismo que Meursault, no supo nunca lo que hacía. Pobrecito... un ser inocente, que pedía ser exonerado. Es lo que se suele decir en tales circunstancias; menos mal que tanto en el derecho como en el psicoanálisis el sujeto es responsable, como dice Jacques-Alain Miller (1998: 523): “por lo que no quería, por lo que no sabía y por lo que hacía cuando no sabía lo que hacía”. Lo cual nos habla de la estructura de la imputabilidad de nuestros actos. Al respecto comenta Paul Ricoeur (2004b: 588):

En efecto, sólo puede haber perdón allí donde se puede acusar a alguien, suponerlo o declararlo culpable. Y sólo se puede acusar de los actos imputables a un agente que se da por su autor verdadero. En otros términos, la imputabilidad es esa capacidad, esa aptitud, en virtud de la cual ciertas acciones pueden imputarse y cargarse en la cuenta de alguien […]. La falta, la culpabilidad, hay que buscarla en el ámbito de la imputabilidad.

No obstante, pese a la ejecución de la pena de muerte a escondidas, según Hannah Arendt, Eichmann deseaba ahorcarse públicamente para liberar del peso de la culpa a las posteriores generaciones de jóvenes alemanes. En cuanto a esto,  Freud pensaba en Tótem y tabú (1913, Vol. XIII, 1979: 155). lo siguiente: “un asesinato sólo puede ser expiado por el sacrificio de otra vida; el autosacrificio remite a una culpa de sangre. Y si ese sacrificio de la propia vida produce la reconciliación con Dios Padre, el crimen así expiado no puede haber sido otro que el parricidio”. Asunto aquel que probablemente no habría dado resultados, como lo muestra la historia del cristianismo a partir de la crucifixión de Jesús, alguien con quien muchos se identifican no en la fe, sino cargando sobre sí el peso y el rigor de una culpa adquirida imaginariamente. En cuanto a la culpabilidad del pueblo alemán, nos dice Arendt (1999: 380) lo siguiente: “Esos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando —en ocasiones tales como la publicación del Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmann— nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres”.

En todo caso, nuestra posición filosófica y hermenéutica respecto a la criminalidad es la de un no rotundo a la pena de muerte y de un sí conciliador con el derecho y con la rectificación que se deriva de él. La pena de muerte, antes que favorecer la elaboración simbólica sobre la importancia de la ley, promueve el pánico, el sentimiento de culpa (imaginario) y la necesidad inconsciente de castigo, rasgos observados por muchos en la psicología del criminal, sin que se puedan instalar dispositivos de regeneración y cambio. Además, ¿cómo saber que la pena de muerte es en realidad un castigo para un sujeto y no precisamente un premio, por medio del cual busca satisfacer su autodestructividad? He aquí uno de los grandes problemas del derecho que Freud se atreve a señalar.

Recordemos que el síntoma en Freud es algo que hace sufrir y, sin embargo, el sujeto lo preserva y no se quiere desprender de él. Algo que sucede con frecuencia en las toxicomanías y en múltiples formas del malestar contemporáneo. Pues bien, un tanto sucede en algunos casos con la pena de muerte, la cual es bienvenida para muchos sujetos que padecen de una depresión o una melancolía, en las que el sujeto siente que merece siempre lo peor. En una sociedad culpable, depresiva y patológica como la nuestra, habría que sondear con sumo cuidado los efectos de la aplicación de ciertas sanciones, para verificar si con ellas se logra o no la rectificación de la actitud y de la conducta del sujeto y de la sociedad o, por el contrario, se estarían reforzando inconscientemente los mecanismos del malestar y las acciones de la criminalidad.

Para finalizar, Hannah Arendt nos invita a reflexionar, a la manera socrática y freudiana, sobre el cuidado de sí, sobre nosotros mismos y nuestras inclinaciones, ya que es probable que exista “un Adolf Eichmann en el interior de cada uno de nosotros”, lo cual nos lleva a asumir el monto de la agresividad propia, y si no justificamos a Eichmann, por lo menos debemos pensar si muchos sectores, tanto de la república alemana como de Israel y del género humano, no requerían un chivo expiatorio, ya que en el curso de la historia hemos constatado cómo, en incontables ocasiones, se tiende a poner el mal propio estructural en los otros. Actitud que caracteriza nuestra incapacidad para hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos. Ahora, quienes carecen por su naturaleza pulsional de la facultad necesaria para la sublimación y la asunción de la falta, como es el caso del sujeto criminal, son incapaces de pedir perdón por sus excesos.

Situar en el otro el mal propio es algo que a muchos tranquiliza y, de paso, nos libera de la responsabilidad de tener que pensar en el criminal que todos llevamos en lo inconsciente. Sabido es que tanto el sujeto como la comunidad que buscan de manera defensiva reprimir sus inclinaciones, más tienden a sentir su acoso para lograr su realización. Es el caso del pueblo de Israel, que no es precisamente el más pacífico por ser la tierra escogida por Dios y de la que dicen los escritos bíblicos “emana leche y miel”. Sin embargo, para la señora Arendt (1999: 449) es claro que: “Todo gobierno asume la responsabilidad política de los actos, buenos o malos, de su antecesor, y toda nación la de los acontecimientos, buenos o malos, del pasado”. Es lo que nos hace herederos, en sentido metafórico, de la culpa de nuestros padres o de la del pueblo que provenimos. Pese a tal herencia, precisa Ricoeur (2004b: 606): “Pero, más importante que el castigo -e incluso que la reparación- sigue siendo la voz de la justicia que establece públicamente las responsabilidades de cado uno de los protagonistas y designa los lugares respectivos del agresor y de la víctima en una relación de justa distancia”.

Ahora bien, la represión del odio, nos dice Freud en El malestar en la cultura, es la fuente principal del sentimiento de culpa, pero ello no quiere decir, como se han malinterpretado sus teorías sobre la vida erótica, que el ser humano deba expresar sus impulsos agresivos de manera directa. El odio como fuente primaria de la culpabilidad es un afecto en el que predomina la aversión por sí mismo, el semejante y aún la humanidad en general, de ahí que se enlace con el crimen y no con Eros o Aidos, sino con la discordia en la naturaleza y ser del hombre en el mundo.  Para resolver tal impase es que nos ha hablado de la sublimación y de la evolución cultural. En esta perspectiva, la señora Arendt (1999: 434-435) nos dice: “En realidad una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza humana”.

Por esta razón consideramos que Freud y el psicoanálisis, sin caer en idealizaciones simplistas  o en confundirlos con la política, son gestores de paz en el mundo, al intentar sacar a la luz de la conciencia el saber de lo inconsciente y no desrresponsabilizar al sujeto por sus actos, mediante el argumento del “perdón y olvido” o de un supuesto determinismo. Cuando los sujetos nos dedicamos, en distintos escenarios de la vida en sociedad, a intentar desconocer las realidades internas que nos caracterizan, se genera el fenómeno del “Malestar” que Freud denunciara por la época de 1930, el cual retorna en la contemporaneidad y que nosotros denominamos a continuación como una vida en aprietos.  

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