Sunday, March 10, 2013

Entonces: ¿la vida está en apuros?


                                                                                                                Por: Elkin Villegas

La filosofía siempre ha tenido la capacidad, desde los presocráticos hasta hoy, para reconocer e identificar la destructiva naturaleza humana; no obstante ha considerado también, de manera simultánea, la imprescindible necesidad de disponer de mecanismos internos de regulación (llámense virtudes o deberes éticos en la tradición greco-romana, o pecado y culpabilidad en la costumbre judeo-cristiana occidental) que contribuyan a reducir, encausar o sublimar el mal radical. En esta lógica nos dice Paul Ricoeur (2994a: 395): “Esto es, sobre todo, lo que Kant comprendió con un rigor admirable en su Ensayo sobre el mal radical: el hombre está “destinado” al bien y es “propenso” al mal; en esta paradoja del “destino” y de la “inclinación” se concentra todo el sentido del símbolo de la caída”. Digamos que ha sido, desde el inicio mismo de la filosofía griega y romana, el propósito fundamental del hombre en su lucha por preservar la vida y la sociedad. Proyecto con el que probablemente también estarían de acuerdo muchos investigadores de las Ciencias Sociales.  Lo cual no es posible sin el registro, en la subjetividad, de una representación o de una instancia moral (efecto de la inscripción de la función paterna) que movilice al sujeto a identificar y practicar distintas formas morales y jurídicas de la enmienda o la reparación en la familia, la escuela, las instituciones y la sociedad en general.  Es lo que con Foucault bien podríamos denominar expresiones del “cuidado de sí”.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             
Según Ludwig Wittgenstein (1989: 34-35), quien consideraba la invención freudiana como una especie de “mitología poderosa”: “En lugar de decir que la ética es la investigación sobre lo bueno, podría haber dicho que la ética es la investigación sobre lo valioso que realmente importa, o podría haber dicho que la ética es la investigación acerca del significado de la vida, o de aquello que hace que la vida merezca vivirse, o de la manera correcta de vivir”.  El pensador vienés, formado en la filosofía analítica (que no es opuesta, necesariamente, a la filosofía fenomenológica y hermenéutica de Paul Ricoeur) e influido en el Trinity College (Cambridge) por Bertrand Rusell, nos ayuda a orientar, de la mano de Ricoeur y Freud, la presente reflexión que se inspira en la lógica expuesta por el profesor José Luis del Barco, de la Universidad de Málaga, en el contexto del seminario Motivos éticos y bioéticos en las grandes obras de la literatura universal.  Es de anotar que la meditación que aquí se hace constituye un destello de luz en medio de la oscuridad de los tiempos actuales, en materia de la progresiva degradación de la vida (dada la ausencia de sentimientos de culpa, base de la cultura según Freud y de la responsabilidad ética y del espíritu reparador) por la misma actividad científica. Es así como desde las primeras líneas del artículo “Desafíos posmodernos a la vida”, nos dice el profesor del Barco:

En el canto segundo del Infierno, de la Divina Comedia, se lee este elogio vibrante: “O donna di virtu, sola per cui / l’humana spezie eccede ogni contento / di quel ciel c’ha minor li cerchi sui”. (“¡Oh mujer virtuosa, la única por la cual la especie humana supera a cuanto se contiene bajo la esfera menor del cielo”). Es un panegírico de Dante a Beatriz. […] En un tiempo en que no había dudas sobre el valor colosal de las personas humanas, cualquiera excedía en valía, no sólo Beatriz, a cuanto hay sobre la tierra […] Hoy, por decreto severo de la ley devaluadora, resultan intempestivas, como la juerga en un duelo, afirmaciones así […] La moral dominante patrocina en nuestros tiempos este plan inmoral: desbancar al ser humano del pedestal usurpado, sin motivo según dicen, a los demás seres vivos. (2012: 1)).

La falta de regulación del mal propio (entendido como odio o agresividad) desacredita, en el sentido de que al imperar no constituye un medio para la preservación del contrato social. En este sentido, y como dice Wittgenstein, la ética no puede ser una ciencia en la medida en que brota del deseo, hoy constantemente silenciado, de decir algo esencial sobre el sentido último de la vida. El filósofo de la Universidad de Málaga definía la ética como “modo humano de vivir en el tiempo”; la ética, decía, es pues poder ser mejor.  Asunto que la obsesión productiva y utilitarista del capitalismo salvaje contemporáneo, de la mano de funcionarios corruptos, esto es, “seres inocentes”, “no culpables” o “no responsables por nada”, tiende a desconocer en múltiples escenarios de la vida social y en distintas organizaciones estatales como la del Ministerio de la protección social. La prohibición ética, de acuerdo con Ricoeur (2004a: 196), “es mucho más que un juicio de valor negativo, que un mero ‘esto no debe ser’, ‘esto no se debe hacer’; es incluso más que un ‘no debes’ en el que siento que un índice amenazador está apuntando hacia mí”. En esta onda de pensamiento podríamos decir que si bien nosotros no matamos al padre, como Edipo, sí violamos de muchas maneras y constantemente la ley que lo representa, lo cual nos grava, en nuestro inconsciente, como delincuentes que esperamos un castigo.

El que muchos pacientes desmejoren su calidad de vida por falta de una medicación adecuada y muchos otros mueran, en medio de acciones de tutela ineficaces,  a falta de una cirugía a tiempo, es una prueba de ello. Por tal motivo existen en la actualidad varias acciones jurídicas en curso, de homicidio doloso, contra los responsables (gerentes y administradores) de muchas EPS  en el país. Sobre las faltas éticas en el campo de la salud que rayan con el delito  existe una gama múltiple de casos en los archivos del Comité de Ética Médica en el país. Desde el punto de vista objetivo, señala Paul Ricoeur (2004b: 598): “la falta consiste en la transgresión de una regla, cualquiera que sea, de un deber, que implica consecuencias perceptibles, fundamentalmente un daño hecho al otro […]. En la terminología del ensayo kantiano sobre las magnitudes negativas, la falta es una magnitud negativa de la práctica”.  

Hablar hoy del sentido último de la vida, así suene a ilusión, es ir más allá de lo aparente y superficial a que nos somete la dinámica de los mercados. Es dirigir la mirada, a pesar de los obstáculos y las pocas motivaciones contemporáneas, sobre un punto en el que un griego como Sócrates no tendría reparos en criticar si viviera en el mundo convulsionado, individualista y utilitarista que nos toca vivir y padecer, al negarse o al intentar suprimir lo más esencial de las personas. En esta lógica, y según Paul Ricoeur, existe un acoplamiento entre la falta y el mal. Dice el filósofo que la referencia al mal, como también diría Lacan aludiendo a la pulsión de muerte, sugiere la idea de un exceso, de un goce o de una demasía insoportable. El “no debes” recibe el peso de la sanción, el castigo y la muerte.

La ética no es cosa de normas. La ciencia, en esta orientación, tal y como lo constatamos a diario por la violación de derechos fundamentales, cada vez más se ubica del lado de intereses políticos y económicos que, a la postre, no contribuyen a la dignificación humana. Es desde esta óptica que se justifica este chispazo. Tras esta corta y panorámica introducción, pasamos a considerar uno de los problemas contemporáneos que mejor ilustra el título de la presente reflexión. Desde lo objetivo, lo injustificable es para el filósofo francés ese exceso o desmesura de lo no-válido, ese más allá de las infracciones que la conciencia moral reconoce como crueldad, bajeza o desigualdad extrema en las condiciones sociales, las cuales me perturban sin que yo pueda designar las normas violadas.

La vida en el capitalismo

Para nadie es extraño, así se diga lo contrario a nivel manifiesto, que la vida humana (desde una triple concepción biológica, psicológica y social) tiende hoy a ser lo que menos importa. En esta perspectiva, el otro, el semejante, no es más que un medio, un instrumento, con el cual alcanzar metas económicas que satisfagan expectativas individualistas de poder. Dice Ricoeur (1986: 109): “Es alrededor del poder donde proliferan las pasiones más temibles: orgullo, odio, miedo. Esta trilogía siniestra atestigua que allí donde está la grandeza del hombre, allí está también su culpa. La grandeza de los imperios es también su culpa; por eso, su caída puede ser siempre comprendida como su castigo”.  En cuanto a esto, adicionalmente, nos dice el profesor del Barco:

        Los principales hitos del derribo del hombre de su puesto eminente en la escala de la vida los relata Sigmund Freud con algo de regodeo. El primero fue Copérnico. Él nos desplazó del centro a un rincón en las afuera del universo infinito. Somos sólo un cangilón, uno más entre millones, de la enorme noria cósmica que gira y gira. Darwin dio el segundo golpe en la testuz de orgullo del mono engreído. Le recordó que su origen, el mismo magma genésico grosero y bajo del animal, no le autoriza a preciarse de linaje elevado. Y, por fin, el propio Freud. El psiquiatra vienés le enseñó que es ilusión creerse dueño y señor del propio destino. En vez de la libertad, son las fuerzas subterráneas, que tienen casa en los sótanos lóbregos del inconsciente, las que le marcan el rumbo […] No es un individuo autónomo. Es hora de despojarlo de su cetro y su corona: esa es la nueva consigna (2012: 1).

Es probable que un planteamiento así sea considerado por muchos, en un primer momento, como algo exagerado y ofensivo, dada la mentalidad romántica y el espíritu poco crítico que impide, las más de las veces, capturar este punto de real. Aunque la verdad, esto lo sabe todo el mundo, el utilitarismo considera que las acciones carecen de moralidad intrínseca, son moralmente neutras; así considera que no hay nada bueno ni malo. Todo vale y está permitido.  Lógica en la que René Girard (2010: 14) nos dice que “Somos la primera sociedad que llega a saber que puede destruirse de manera absoluta”. En esta lógica, recientemente un médico connotado de la ciudad procurando resaltar el humanismo de la práctica médica en la antigüedad (hablando de Hipócrates), insinuaba que el médico era un ser respetado y su autoridad y su palabra, eran reconocidas y acatadas sin protestar por parte de los pacientes. 

Las prácticas médicas, influidas por la geopolítica, la economía y el derecho, evidencian el lamentable modo de concebir la vida en países como el nuestro, donde atender de modo urgente cualquier situación que amenace la continuidad de la vida de un paciente, sobre todo en edad avanzada, es una verdadera odisea. Realizar una cirugía, en un momento crítico y en cualquier  órgano del cuerpo, que implique un alto costo para la entidad prestadora del servicio de salud, requiere una serie de trámites desgastantes e inconvenientes que desafortunadamente desembocan en resultados desastrosos. La prolongada espera en la atención efectiva, acompañada en muchos casos de acciones de tutela ineficaces, constituye sin lugar a dudas un riesgo creciente de muerte. Esto sin contar con los múltiples casos en los que el paciente, por carecer de garantías económicas, no es beneficiario. En cuanto a los intereses económicos, en “La vida en apuros” dice el profesor del Barco:

        A los seres personales, por su excelencia de ser, les corresponde un valor que no se tasa en dinero. Suena extraño en estos tiempos de total mercantilismo y febril compraventa que las personas humanas proclamen no tener precio. La paremia gongorina, “poderoso caballero es don dinero”, al menos por una vez, es del todo inadecuada. La moneda no es siempre la magnitud que mide la valía de las cosas. La belleza, por ejemplo, tiene un precio tan alto que no se compra con oro, sino con horas y horas de soledad y silencio. Y los seres personales, muy por cima de los bienes que se adquieren con riquezas, ni siquiera tienen precio. (2012: 1).

Entonces, según Paul Ricoeur los males son, desgracias incomprensibles e incalificables para quienes los padecen. ¿Dónde queda la  responsabilidad (o la culpabilidad) de los operadores del sistema en salud? Lo anterior permite pensar, al capturarse en el contexto psico-social, un desprecio sutil y disimulado por la vida, no solo de quienes se encuentran en condiciones de inermidad física o mental, sino de todos aquellos que no cuentan en importancia desde la perspectiva de la productividad. Es como si se aceptara la consigna “quien no produce, no merece vivir”, lo cual implica ubicar allí tanto a niños y ancianos como a quienes padecen de alguna inhibición, trastorno o enfermedad psíquica que lo incapacite. Según el sociólogo alemán Niklas Luhmann, en obras como Sistemas sociales, Poder y Teoría de la Sociedad y pedagogía, se podría decir que la ética es el paradigma perdido, es una rueda que no mueve. Es lo que planteamos recuperar a partir del enlace ricoeriano de los conceptos de finitud y culpabilidad. Sin embargo, la ética es el suprapunto de vista requerido cuando todo falla y se está en apuros.

Los seres “chatarreados”, como en ocasiones se les suele llamar, bien sea por los achaques propios de la caducidad del cuerpo, o los afectados por situaciones estructurales desfavorables, son objeto de desprecio. En este sentido se valora todo lo que funciona, lo amable y lo estético, siendo la gran amenaza todo aquello que atenta contra la ilusión de armonía, completud y riqueza. Por ello dice el profesor del Barco:

       Las personas humanas se salen del espacio mercantil donde todo obedece a la lógica económica. Recluirlas en él significa objetivarlas, o sea, matarlas como sujetos. Desaparecidos éstos, queda tan sólo el mundo. A él sí es lícito ponerle su justiprecio en dinero ateniéndose a las leyes usureras del mercado. Mas no a quienes son sujetos y hacen del mundo su objeto, bien para descubrir sus verdades ocultas, bien para convertirlo en hogar acogedor, bien para cantar su belleza inaudita. Las personas humanas no tienen valor de cambio, ni valor económico, ni valor funcional, sino valor en sí. (2012: 3).

La falta, en tanto falla estructural, angustia más al hombre contemporáneo que cualquier problema social actual. La promesa del capitalismo, sin que consiga dejar de ser una mera ilusión, es crear un mundo feliz, consistente y perfecto en el que el dolor físico, la angustia y el malestar no tendrían cabida. Un mundo de vidas tranquilas en apariencia, como el del film dirigido por Bruce A. Evans titulado “Mr Brooks”, en el que Kevin Costner representa a un destacado empresario, quien en realidad es un compulsivo y mortificado asesino. Un mundo feliz y tranquilo caracterizado por  la impavidez, la insensibilidad y la indiferencia como en el mundo de Epicuro, en el que de paso se tienden a negar la finitud, la falta estructural del ser y la culpabilidad. Una actitud similar, caracterizada por la supuesta  ataraxia, la autosuficiencia y la autarquía, tienden emular muchos pseudofilósofos en la contemporaneidad, sin percatarse de que tal actitud es en el fondo una deficiencia psicopatológica, una defensa ante el horror que suscita la finitud y, de paso, una actitud de desprecio e indiferencia por la humanidad. Pretender ser autónomos e indiferentes como los dioses, siendo hombres finitos, es hacer que el sufrimiento crezca en la existencia. Es claro que una postura subjetiva así, en un mundo conflictivo, destructivo y desigual como el nuestro, es francamente una mentalidad criminal encubierta.

Sin embargo, es necesario precisar que una cosa es el hedonismo y el estoicismo antiguos, y otra muy distinta la noción actual y vulgar que de tales conceptos se tienen. En cuanto a esto, en el inicio de los años 70, y en consonancia con el discurso del capitalismo y la ausencia de culpabilidad, Jacques Lacan (1992: 198) dijo: Morir de vergüenza es un afecto que raramente se consigue […] Esto es lo que descubre el psicoanálisis. Con un poco de seriedad, advertirán que esta vergüenza se justifica por no morir de vergüenza, es decir, por mantener con todas sus fuerzas un discurso del amo pervertido”.   

Quienes consideran que pueden alcanzar la felicidad por medio de la mentalidad y las costumbres del capitalismo, finalmente se encuentran con una obsesión patológica, la cual los mueve a ser cada vez más intolerantes a la frustración, a rechazar las dificultades de la vida y a no aceptar las falencias humanas. La verdad es que tales sujetos no solo terminan más confundidos, angustiados y agobiados que antes, sino que constatan que los ideales de “bienestar absoluto” y la felicidad, son solo un engaño por cuanto no le apuntan sino a un “todo funcional”. Lo ético requiere contar hoy con ese punto de real en la inconsistencia estructural del hombre. Todo no puede funcionar de manera perfecta, coherente y armónica. Sin embargo, ello no quiere decir, le comunicamos a quienes comienzan a justificarse, que no nos debamos esforzar. El animal es un ejecutor eficiente de las leyes de la especie, mientras que el hombre, decía en su exposición oral José Luis del Barco, para llevar a cabo la ética requiere de esfuerzos y en la voluntad santa estos no se dan. La ética tiene sentido como acto libre.

El mal vivir

Es necesario preguntar de modo crítico, ¿en qué consiste el aporte a la subjetividad humana de la producción capitalista? Es aquí donde su participación es menos afortunada. Sin duda, en múltiples ámbitos, la dinámica impuesta por la ciencia y la tecnología ha generado transformaciones notables. En este sentido, parece que la conquista de mejores condiciones físicas, espaciales o de forma han degradado los factores estructurales del ser o del sentido de la existencia. Como si lo característico del hombre contemporáneo fuera poner en acto, de manera regresiva y sin regulación culpabilizante, los orígenes míticos e imaginarios del hombre primordial. Parece ser que si algo hace caer del pedestal imaginario a un hombre, es precisamente el ponerse en la posición de amo henchido por el orgullo.

¿Somos por ello más felices, hemos logrado acaso reducir el malestar existencial interno y todas aquellas manifestaciones subjetivas, en las que la angustia y los síntomas actuales inciden en patologías del vínculo social como el consumo de alcohol y drogas? Otro aspecto problemático lo constituye el de los derechos humanos, los cuales no son, según el profesor español y otros teóricos actuales, un patrimonio de todos los seres humanos, pues sólo las personas jurídicas son sus beneficiarios. En la filosofía, en cambio, según Ricoeur (2004a: 191), “el orden ético del mal-hacer no se distingue del orden cosmo-biológico del mal-estar”. La mala intención siempre se articula con la desdicha, con el malestar y hasta con la muerte. Recordemos las palabras de Freud (1930, Vol. XXI.1979: 108):

Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo.

Según se observa, a mayor desarrollo o progreso en la transformación de las estructuras físicas, más se descuidan y desmejoran los factores concernientes al ser y a la subjetividad.  Prueba de ello son las falencias éticas y las cirugías estéticas, las cuales no constituyen el remedio eficaz para los estados depresivos o para las mortificaciones internas de las que somos objeto, inevitablemente, los seres humanos. Bueno, es necesario aclarar que existen sujetos quienes, por su estructura psicopatológica no se sienten seres en falta, con culpa o duelo, por sus actos deplorables perpetrados. Parafraseando al filósofo francés, en este caso entramos en contacto con un impedimento interior, con una impotencia radical en la simbolización y la sublimación para coincidir con un modelo de dignidad. En tal sentido, dice el profesor del Barco:

           Cuando a la dignidad, en lugar de reverencias, se le hace desaires, y la persona se vuelve una amenaza de muerte para quienes no alcanzan, según jueces impostores, tan alta posición, van cayendo uno a uno los límites de la acción. La caída significa el fin de la ética. No es difícil ver por qué. La moral ha sido siempre repugnancia a traspasar sin miramientos los límites. La vergüenza es la señal, visible por fuera como rubor en la frente, que avisa que no es posible romper todas las barreras para proceder sin frenos ni cortapisas. A la propuesta de Ulises de traicionar a un amigo y entregarlo a la muerte, Neoptólemo respondió con esta pregunta: “¿Qué cara se te queda al decir algo así?”. Quien está dispuesto a todo inspira miedo […] Entre todos los límites hay uno que ni antes ni ahora se puede sobrepasar: la realidad del otro. Eso es lo que expresa la idea kantiana, tan manida y afrentada, de persona como fin. El ser personal marca los límites de la acción. Es el individuo digno de incondicional respeto (2012: 2).

Es el caso del “delincuente nato” (que en realidad es el resultado de un aprendizaje), quien según la psiquiatría y el psicoanálisis es incapaz de sentirse culpable y reparar, así en ocasiones dé muestras de arrepentimiento, tras una posible rebaja de pena, como es el caso del cuasi pastor protestante, Luis Alfredo Garavito, alias “la Bestia”, quien alberga la esperanza de ocupar una curul en el Congreso de la República (una vez salga libre de los crímenes que se le imputan) para trabajar por la niñez desamparada. “Ingenuidad” que de paso pone en evidencia, tanto los fundamentos de un sistema jurídico-penal bastante laxo, como la complicidad inconsciente con el mal y la cuasi-ausencia de culpabilidad de una parte de los individuos de la población colombiana, lo cual no quiere decir que se admita la idea de un “pueblo criminal”. En tal sentido, nos dice Paul Ricoeur (2004b: 593): “Es en este punto donde se anuncian nociones como lo irreparable en cuanto a los efectos, lo imprescriptible en cuanto a la justicia penal, lo imperdonable en cuanto al juicio moral”. Ante un caso representativo como el de “la Bestia”, el autor francés no vacilaría en decir que una circunstancia así justifica el celo particular del Estado para perseguir a los criminales, habida cuenta de la imposibilidad de emitir un juicio rápido, dada la habilidad de los delincuentes para sustraerse a la justicia o camuflar su identidad. 

¿Quién puede, o mediante qué mecanismo, suprimir el dolor de existir? ¿Es posible el dolor sin dolor, tal y como el maestro Eckhart enseñaba en El libro del consuelo divino a comienzos del siglo XIV? Una postura como esta no caería nada mal al sistema actual de salud, pues sería el mecanismo esperado por las EPS que hacen poco por el que sufre o se debate entre la vida y la muerte. ¿Acaso esperan de sus cotizantes que vivan el dolor sin lamentos y, de este modo, evitarse el desembolso económico que implicaría una atención efectiva? En esta onda de pensamiento, Paul Ricoeur considera que más allá de la voluntad de hacer sufrir, o de eliminar a alguien, se alza la voluntad de humillar al otro, de entregarlo al desamparo, al abandono y al desprecio de sí. Una especie de patología del deber en la que el hombre contemporáneo es un ser de goce enfermo de lo sublime. Configuración en la que Ricoeur (2009b: 108) también tiene algo para decir: “El enfermo de hoy sufre eminentemente de dispersión, de depresión, de falta de armonía entre los tres polos cuya cohesión define la salud mental, a saber, el polo de las ambiciones, el de las aptitudes y de las destrezas, el de los ideales”.  Lógica en la que el profesor del Barco nos expresa:

La cuestión es si es verdad que está en apuros la vida. Aunque soy lector devoto de Schopenhauer, nunca me ha convencido su pesimismo. Pero ante el espectáculo de desaires a la vida uno propende a ser pesimista. ¿O es para echarse a reír la invitación de Singer a quitarse de encima a niños de pecho malogrados y sustituirlos por otros sanos y fuertes para gozar de la vida? Y que la depresión sea razón suficiente para desembarazarse de ancianos tristes; que, como dice Spaemann, “matar sea más cómodo que consolar”, ¿es para ponerse a dar botes de alegría? (2012: 4).

Oscurecer o negar el malestar del sujeto contemporáneo, en una sociedad influida por la técnica moderna y proclive al delito, es algo tan insensato como lo que hace el sistema de atención en salud, cuando se rehúsa a prestar el servicio a muchos de los usuarios sin mayores contratiempos, lo cual podría evitar en muchos casos un desenlace fatal. Lo paradójico es que, en nombre de la ciencia, la ética y la dignidad humana se hacen oficios que a la postre señalan un efecto contrario al que se anunciaba. ¿Qué efectos tiene la utilización de un lenguaje atractivo que no se corresponde con los hechos o las consecuencias? No hemos de confundir, diría un semiólogo, el significante con las cosas, pues cada vez que esto sucede son tomadas las palabras por la realidad, constituyendo dicha confusión un mecanismo que a muchos “políticos” les reporta poder y grandes beneficios.

A propósito de políticos, recientemente quien aquí escribe leía en la valla publicitaria de un joven candidato a la alcaldía de un municipio, que prometía, de ser elegido, hacer avanzar a la mencionada comunidad que representaba “con toda seguridad”. Sobre la arbitrariedad y los propósitos de dominación del político contemporáneo, bien podríamos decir siguiendo a Ricoeur (2004a: 140) lo siguiente: “no poder disponer de la persona del otro es encontrarse con la objetividad como límite de mi arbitrariedad; la objetividad consiste en que no puedo utilizar al otro simplemente como un medio, ni disponer de las personas como si fueran cosas”. El otro, el semejante, es la cara oculta de mi propio yo. Bueno, al parecer  la tranquilidad del alma, fruto del cuidado de sí, tiene razón de ser pero en la relación con el otro. Sin la consideración debida por el semejante, el entramado social y el filosofar no tienen sentido. La realidad es que sin la consideración debida por el otro no puede haber sosiego del alma, el cual es un reflejo de la concordia con el semejante. La violencia y la agresión con el otro indican la ausencia interna de paz e insatisfacción con nosotros mismos.

¿Quién no desea avanzar en la vida, en cualquier campo, sin tropiezos y con toda seguridad? ¿No es acaso la inseguridad la amenaza de todas las épocas? Se procura de este modo ocultar las falencias que, en temporada pre-electoral, harían ver al mencionado candidato como un pobre diablo o un vil mortal. Si continuamos sin querer ver, nos dice René Girard (2010: 13), intensificaremos ese impulso a lo peor.La actividad política, tal y como es concebida hoy, degradada en muchos sentidos, es también al lado de la ciencia, la tecnología y los saberes un modo de operar que invita a los más desprotegidos a confundir significante con realidad. Es como la expresión “Seguro Social”, en la que no hay seguridad ni tampoco preocupación social genuina, ¿como si el ciudadano común y corriente se conformara con tal expresión y no con una acción real y efectiva?

En esta perspectiva, es necesario decir que la noción de culpabilidad que  hemos empleado a lo largo del presente trabajo (como efecto de la regulación de la instancia moral o superyoica) es también pensada como el fundamento de la cultura, de la responsabilidad y los deberes. Escribe Ricoeur (2009b: 134): “Como la cultura obedece a un impulso erótico interior que le ordena reunir a los hombres en una masa íntimamente ligada, sólo puede alcanzar este fin por un reforzamiento, una consolidación siempre creciente del sentimiento de culpabilidad”. El cual hace, además, que el sujeto sea capaz de tomar decisiones éticas (en cuanto al cuidado de sí), políticas (en lo tocante al cuidado de los otros) y científicas, respecto al cuidado de las cosas. 

Utilitarismo vs humanismo o personalismo

Estas son dos posturas que usualmente son consideradas opuestas, ¿dos islas independientes?, ¿nada que ver la una con la otra? Creer que el utilitarismo no implica, así sea en una proporción mínima, cierta dosis de humanismo y que este no conlleva un monto considerable de aquel, no solo es ceguera sino también una exageración.  No hay posiciones puras. Sin embargo, es importante señalar que cuando se hace referencia al utilitarismo se está aludiendo a un sistema de pensamiento y de acción en el que usar al semejante, con fines netamente productivos, es el elemento principal. Predomina la consideración del otro, del semejante, como un simple instrumento; como cualquier herramienta mecánica que no posee sentimientos, vivencias o pensamientos que lo singularicen. En oposición a esta apreciación no todo vale por su función. El ser humano vale en sí mismo. A esta altura de la reflexión, Paul Ricoeur (2004a: 89) nos recuerda a Kant, para quien: “El hombre, y en general todo ser racional, existe como un fin en sí, y no sólo como medio que esta o aquella voluntad pueda utilizar a su capricho”. La consigna del utilitarismo, según del Barco es:

           Las acciones carecen de moralidad intrínseca. No hay nada malo ni bueno y no existe el mal ni el bien. Eso es cosa del pasado. El lenguaje moral no es propio de nuestra época, inclinada a la gramática neutralista de la técnica, sino “de la antigua Europa”, asegura Niklas Luhmann. Los procesos sistémicos de la era cibernética siguen leyes insensibles a las cuestiones morales. La ética, que antaño fuera timonel de la acción, su guía y gobernadora, hoy es sólo un recuerdo: el paradigma perdido. Como tal, insiste Luhmann, no tiene función ninguna, es inútil, está en paro. La maquinaria precisa de la actual sociedad la tolera a condición de que se limite a ser, en palabras de Wittgenstein, una rueda que no mueve. Es poco más que un adorno y no nos señala límites. Así que a partir de ahora podemos decir con Lenin: “Todo nos está permitido”. O en una forma más suave, la del teólogo Hans Küng: todo está permitido ‘si tiene posibilidad de futuro’ (2012: 5).

La otra postura es el humanismo, el cual en muchos casos es pensado como una cuestión elevada al rango de lo angelical o lo celestial, esto es, como si la condición humana no implicara pasiones egoístas y malvadas. Tanto el utilitarismo, el cual raya con una concepción del mundo sumamente fría y descarnada, como el humanismo que puede metaforizar la vida con el “color de rosa”, se equivocan. El primero, y esta es la sospecha que pesa sobre él, es tan duro y realista que se le considera incapaz de tener consideración y tolerancia con las flaquezas e inconsistencias humanas y el segundo, una postura tan idealista que se aleja de la realidad al reprimir sus impulsos agresivos y el sadismo constitucional. ¿Qué postura adoptar, cuál es la mejor? He aquí las bases problemáticas de la solidaridad, la amistad y el amor.

Hay situaciones concretas, nos dice el sentido común, en las que una intervención requiere de un monto considerable de fuerza o de mecanismos coercitivos y otras, en cambio, donde esta es innecesaria y lo pertinente es la sutileza. En ambos casos la actividad jurídica nos aporta ejemplos a diario. En este sentido ¿cómo operar? ¿Existe acaso un modo estandarizado para mediar en las distintas situaciones de la vida con éxito? Esta es la ilusión y la dificultad de la mayoría, que es incapaz de aislar los hechos, analizarlos y pensarlos de manera objetiva en el contexto a que pertenecen. Éxito y ética se oponen. Mientras para el primero todo está permitido “si tiene posibilidades de futuro”, para la segunda no todo vale. En esta orientación, la ética no es sin culpa o sin reparación, lo cual quiere decir, interpretando a Ricoeur con Freud, que la culpabilidad, en tanto hecho de estructura, es la fuente de la que afloran la postura ética y la reparación. 

Una de las grandes paradojas que introduce el mercantilismo y, porque no decirlo de paso, esencialmente la condición humana es que unas veces es adecuado operar de manera práctica, atendiendo así a intereses útiles y concretos, otras en cambio de modo amable intentando valorar el ser y la especie humana, sin las consideraciones de ganancia o de acumulación de capital propias del utilitarismo mercantil. Ahora, según la problemática y la justificación de la investigación, consideramos que una cosa es el utilitarismo a ultranza de los mercados y otro el que en ocasiones precisas se requiere. En este caso preferimos hablar de pertinencia o adecuación, no de utilitarismo. El fin no justifica los medios. Dice del Barco “El utilitarismo, como se ve, es la ética que gusta a los manipuladores” (2012: 5). Por ello engañar, mentir, matar, condenar inocentes, destruir embriones, crear clones como bancos de órganos, etcétera., no es ni será nunca algo plausible. “Por eso Kant, nos dice el filósofo francés (Ricoeur, 2004a: 90), formula el imperativo en los términos siguientes: ‘Actúa de tal forma que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de todos los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin y jamás simplemente como un medio’. La humanidad es la manera de tratar a los hombres, lo mismo a ti que a mí”. Bueno, al paso que vamos… probablemente las cosas tiendan a empeorar. Dice del Barco:

Los efectos alcanzan a la sociedad entera. Cuando se resquebraja uno de sus postes básicos -el respeto a la vida-, al edificio social le salen cuarteos y grietas. La más grave es la violencia. La de hoy, dicen los sociólogos, no es un mal localizado, sino una patología que afecta al sistema entero. Es violencia estructural y cubre, como la hiedra, todo el cuerpo social. Apenas hay un espacio donde no se manifieste. La guerra sigue mandando en la esfera internacional y parece ganarle la partida al diálogo como modo razonable de arreglar los conflictos […] Se mire donde se mire, la solidaridad, cree Beck, ha llegado a su fin (2012: 4).

En estas condiciones es necesario comentar, sin que se entienda la posición nuestra como una apología del utilitarismo, que más acertado es pensar en una intersección, en un punto de encuentro entre ambos campos, donde la verdad es que muchas veces operamos con un espíritu explotador y utilitarista y muy pocas de un modo solidario y humano. Ahora, ¿el utilitarismo no es también humano, parte de la condición humana? El predominio de la posición utilitarista es lo que un humanismo sensato estaría dispuesto a criticar, pues una postura así, desde la reflexión filosófica, ética y bioética contemporánea, atentaría desde los fundamentos contra la solidaridad, los vínculos sociales y la preservación de la vida. En la perspectiva ética de Ricoeur (2004b: 627), el autor está concernido en su acto. Por ello dice: “los códigos reprueban las infracciones de la ley, pero los tribunales castigan a las personas. Esta constatación nos ha llevado a la tesis de Nicolai Hartmann que proclama la inseparabilidad del acto y del agente”. Mientras que en la dirección utilitarista podríamos decir con Ricoeur (2004a: 628) en el mismo texto que: “Todo se reduce, en definitiva, a la posibilidad de separar al agente de su acción”. Cuestión que sabe hacer muy bien el derecho positivo, a diferencia de la filosofía y la ética del autor francés.

Para el utilitarista el humanista es un tonto y un soñador, mientras que para este aquel es un vivo o un oportunista. En este sentido se podría decir que el núcleo del utilitarismo son las pasiones (sensuales y agresivas) desde la perspectiva de Freud. El utilitarismo, con su espíritu de explotación, es sin amor y, por tanto, sin el otro, ya que este cuenta, como en la actitud del sujeto perverso en el campo que él llama amor, en tanto cuerpo, sensibilidad u objeto sexual. El amor es otra cosa, el objeto del amor es la ternura, el cariño y el ser; mientras que el objeto del deseo sensual es el cuerpo, la entidad física y aquí el amor poco tiene que ver. Mientras el amor y el deseo son idealistas, sublimes y creadores y en tal sentido le apuntan a la sublimación; el goce sexual, en cambio, tiene mucho de hedonista, de material y de práctico o, para decirlo en lenguaje lacaniano, mientras el amor tiene mucho de simbólico e imaginario, el goce sexual se ubica más del lado de lo real y, por tanto, de la satisfacción pulsional. Así pues, podríamos plantear que aunque el amor y el deseo andan juntos, cada uno va por su lado: mientras amamos a un sujeto, deseamos a un objeto.

En Freud también existen algunas alusiones en este sentido, pues consideraba que el amor estaba integrado por dos vertientes: una tierna o cariñosa y otra sensual. (En: Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre. Contribuciones a la psicología del amor, I, II y III. Vol. XI, 1979:155-203). Según Lacan, se diría que la primera está en la línea del deseo, mientras que la segunda está en la ruta del goce, goce que en la lógica del psicoanalista francés es pensado sin regulación y sin ley. Ahora bien, ¿no es esta, acaso, la lógica del utilitarismo? En el utilitarismo, propio del sistema capitalista, no hay consciencia del límite. Si Dios no existe, parafraseando a Dostoievsky, todo está permitido. O para decirlo en lenguaje freudiano, si en la subjetividad actual la instancia encargada de ejercer control de los impulsos agresivos está debilitada, tras la flexibilidad  excesiva de la mentalidad de la época, auspiciada por un declive innegable de la función paterna, el sujeto tiene vía libre y no se encuentra inhibido para pasar al acto, incluido el delincuencial.

A ello alude Nietzsche cuando habla, como representante de una posmodernidad en duelo, de la muerte de Dios. Ahora bien, el sujeto criminal, por carecer en su subjetividad del estatuto simbólico de la ley paterna (que lo ayude a regularse suficientemente), se encuentra ante la vida social como el hombre desprovisto de controles internos que describe Freud en su Psicología de las masas y análisis del yo, esto es, inmerso en una masa psicológica. A falta de dicho control (caracterizado por un superyó bien constituido, que impida o dificulte la movilidad pulsional del yo), el sujeto se asemeja también, en la misma lógica descrita por el pensador francés con Freud, al niño pequeño o al perverso (que coincide en varios aspectos, con la noción psiquiátrica de psicópata), quien por sus condiciones inherentes de composición estructural no se siente suficientemente culpable como para acceder a una actitud de responsabilidad y reparadora. Es el caso del sujeto de la ciencia al servicio del capitalismo.

La vida al servicio de la ciencia

El capitalismo en su afán de producción acelerada, de rentabilidad y acumulación, sin medir consecuencias en el deterioro de las condiciones esenciales de la vida, ha olvidado que los recursos, sean los que sean, han de estar al servicio del hombre y no este al servicio de aquellos. Una cosa es trabajar y producir para vivir mejor, y otra bien distinta vivir para trabajar, cumpliendo de manera frenética con las expectativas del momento actual. En el primer caso, el trabajo sirve al hombre, contribuye con su dignidad; en el segundo, en cambio, coopera con su degradación, con la cosificación de su vida al enmarcarla dentro de los límites estrechos de una concepción utilitarista que procura, cada vez más, desconocer la esencia de lo humano en su subjetividad. Con relación a la actividad médica dice del Barco: “Al médico ha de agitarlo el enfermo, no la ciencia. Esta es su regla de oro: salus aegroti suprema lex. El más alto mandamiento es el bien del enfermo. Cuando no se obedece y la ética del médico se subordina al avance o al progreso científico, se vicia y corrompe aquélla. ¿Hay mayor amenaza para la vida?” (2012: 6). La actual sociedad, conformada por la técnica, apoya la tesis de que las acciones carecen de moralidad.

De un modo análogo opera la ciencia, la cual, como decíamos hace poco para el caso del utilitarismo y el humanismo, no es pura. También a ella han llegado los influjos de la dinámica de los mercados, distorsionando de paso su razón de ser inicial como creación del hombre para su provecho. La creación, rememorando a Ricoeur (2004a: 349), “procede de la Palabra y no del Drama”. El beneficio, la explotación y la búsqueda compulsiva de resultados han tomado rumbos insólitos e insospechados, no es sino echarle un vistazo a los sistemas educativos, las prácticas médicas, jurídicas y empresariales, las telecomunicaciones, los medios de transporte aéreo y marítimo al servicio del narcotráfico, la política, la guerra y la producción de armas letales, cada vez más sofisticadas.  Cuestiones todas ellas en las que nuestra responsabilidad, ética y deberes no sólo están presentes, sino que, además, no los podemos ocultar o desconocer invocando sólo intereses económicos.

La ciencia hoy, en muchos casos, es usada como instrumento para destruir al semejante, no para mejorar sus condiciones de vida. Todo está permitido si tiene posibilidades de éxito económico. En este orden de ideas, hay quienes consideran, desde la euforia del poder, el uso impreciso del lenguaje y la inmediatez de sus ansias “altruistas”, que lo más importante es la ciencia y la técnica, ya que la vida es solo algo accesorio. En este punto, en su artículo “La vida en apuros”, nos dice el profesor del Barco: “Fue una campanada recia e indicaba que la técnica, como advirtiera Hans Jonas, había perdido la inocencia. Perdió la limpia blancura, la antigua simplicidad, el candor del pasado, cuando socorría al hombre en su lucha por la vida sin causar daño alguno, y desoyó cualquier voz que le hablara de culpa” (2012: 1)

El utilitarismo se basa en el cálculo universal de optimización, en detrimento de lo esencial de lo humano. En esta perspectiva, Ricoeur anota lo siguiente: “Freud mismo sugiere, al contraponer ‘los tiempos primitivos de la humanidad’ a nuestro desdén de civilizados hacia la sexualidad, que los hombres comenzaron divinizando la sexualidad y que todas las demás actividades humanas fueron divinizándose por transferencia de lo sexual sobre lo no-sexual” (2009a: 468). La vida afectiva y sexual ha sido remplazada, en la contemporaneidad, por la dinámica económica del capitalismo y con ello se ha presentado un aumento significativo de la agresividad, el malestar y las enfermedades mentales. Es lo que Freud señala en su texto La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna.

Así pues, la ciencia opera del lado del capitalismo como un amo que somete y suprime la vida cuando advierte que la prolongación de esta, es el caso del sistema de salud en nuestro medio, atenta contra su permanencia. Ahí sí como dice la narrativa del usurpador: “la bolsa (el dinero) o la vida.” El temor por la iliquidez económica ha sumido la vida humana y social en un funcionamiento que privilegia las instituciones y sus intereses, antes que los de la vida. La relación comercial, nos dice René Girard (2010: 100-101), “nada tiene de relación moral: es una reciprocidad regulada por la moneda, lo cual es muy diferente […]  el comercio es una institución destinada a retener la violencia: la relación moral es de otra índole, supone un perdón; es decir, un don total”. La vida en muchos pacientes, sin importar su edad ni sus condiciones particulares, es una permanente amenaza que hay que evitar.  Respecto a la persona que padece, dice del Barco: “Si antes de aconsejarle una precisa terapia tuviera que averiguar la felicidad o el daño que un enfermo curado acarreará a este mundo, porque sea un criminal, un depravado o un santo, ninguna se habría indicado desde los tiempos de Hipócrates” (2012: 5).

La negligencia con la que se atienden muchos casos de urgencia vital es la prueba más contundente. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a inflingir dolor con tal de lograr lo que funciona, lo efectivo? La civilización científico-técnica se funda en todo lo que funciona a partir de hundir un botón. Es la modalidad más difundida sociológicamente; así pues, si de un mal resulta algo bueno (rentable), el utilitarista considera que hay que hacerlo. Dice del Barco:

           En el célebre congreso de CIBA de los años 60 del siglo pasado, muchos pensaron en serio, entre ellos premios Nóbel y científicos de fama, poner manos a la obra. Los hombres del futuro se criarían de manera selectiva. Serían más listos, mejor adaptados a la vida moderna, más resistentes a las enfermedades. Se fabricaría, además, una raza intermedia entre el hombre y el mono, esclava por naturaleza, que no sintiera nostalgia de la tierra ni el hogar en los viajes interplanetarios ni fatiga al realizar trabajos duros (2012: 6).

En esta línea, donde la insensibilidad interna y la falta de pena parecen ser lo característico de los tiempos actuales, Paul Ricoeur, basado en la Ethique de Nicolai Hartmann, comenta que si el perdón fuera viable constituiría en realidad un mal moral, ya que pondría la libertad humana a disposición de Dios y ofendería de paso la dignidad humana. El perdón incide en el concepto de imputabilidad, esa aptitud que hace posible que seamos considerados responsables de nuestras acciones como verdaderos autores.

Es tal la situación que muchos empresarios, tras una enfermedad grave de alguno de sus colaboradores, preferirían, si el sistema jurídico–laboral se lo permitiera, prescindir de él al no prestarle ya la utilidad requerida. ¿Idealista nuestra posición? Probablemente. Pero sin este tipo de consideraciones, ¿en qué podría parar la vida? De todas maneras es uno de los grandes problemas en el mundo contemporáneo generados por la pobreza, situación que muchos políticos, haciendo semblante de altruistas, contribuyen a empeorar gastando de manera cínica y desfavorable los recursos que podrían mejorar, con planes efectivos, la condición de buena parte de la población que no cuenta con el aval suficiente ¿Sigue siendo romántica nuestra posición? ¿Cierto que no? Una mejor distribución de la riqueza en el mundo, la cual requeriría de solidaridad, posiblemente ayudaría y esto no es idealismo sino racionalidad.

Pragmatismo y derechos humanos

Tanto el pragmatismo como el utilitarismo se articulan o convergen en un punto. Recordemos que no hay purismo conceptual y los conceptos, muchas veces, se cruzan y tienen puntos en común con otros que en un primer momento consideraríamos que no. El método, si es que así se le podría denominar, de nuestra exposición es las más de las veces anudador, articulante o asociativo, no disgregador ni separador como es la actitud de la mayoría en la actualidad, emulando en parte el espíritu del capitalismo, el cual disocia para tener mayor cobertura en los “servicios”. Pensar, en este sentido, consiste en establecer relaciones de semejanza o de oposición, esto último no es necesariamente un contrasentido. Pensar es lo divino en nosotros y se relaciona con la ética. Sentir no es pensar, este es un tipo de vida que, interpretando a Aristóteles y a la tradición filosófica que lo antecede, es la más alta.

Lo mencionado hasta aquí sobre el utilitarismo constituye su versión negativa. Sin embargo, existe una orientación filosófica que identifica el bien con lo útil, bien sea para el sujeto, bien para la sociedad. Desde una perspectiva moral es el fundamento del bien y de la felicidad. Se atribuye a Protágoras el haber realizado tal identificación, la cual sigue apareciendo entre los cirenaicos y los hedonistas. En la modernidad el utilitarismo fue definido por J. Bentham y J. S. Mill como aquello que genera ventajas, placer o felicidad, minimizando el daño, el dolor o el sufrimiento. Exige un “Cálculo racional” adecuado, en la medida que persigue un bienestar duradero, para determinar cuáles son las medidas que conducen a dicha estabilidad y evitar la persecución de fines inestables y efímeros.

El capitalismo no lo ha logrado y Freud denuncia en toda su obra, desde la concepción del malestar estructural en la cultura, las falencias del utilitarismo. ¿Qué es la persona, según el utilitarismo? El filósofo español José Luis del Barco la definía así: “individuo de la especie Sapiens Sapiens con consciencia del propio yo y racionalidad madura.” Desde la perspectiva de Freud hay entonces una muchedumbre que no es persona, el recién nacido, el anciano y el demente, etcétera. El problema es que solo las personas son titulares de derechos, los demás no. ¿Qué son las personas, entonces? Al parecer, simples objetos de consumo que representan, como dice Freud en El malestar en la cultura, una tentación para  satisfacer nuestros impulsos agresivos. En esta onda de pensamiento, nos dice del Barco:

           Los derechos humanos, sin excluir ninguno, ni aun del derecho a la vida, no son un patrimonio de todos los individuos de la especie sapiens sapiens. Ahora son un privilegio, una regalía exclusiva de algunos de ellos: los ejemplares selectos que, con un nombre usurpado que es propiedad de todos, dicen llamarse personas. Los otros están indefensos. “La vida de un niño recién nacido, dice sin sonrojo Singer, tiene menos valor que la de un cerdo adulto”. ¿Le dirá eso a sus nietos cuando les haga caricias en los pómulos rosáceos? (2012: 2).

El pragmatismo, por su parte, proveniente del griego “pragma”, que significa acción, surge en los Estados Unidos como reacción contra el positivismo a finales del siglo XIX. Este sistema filosófico ha sido impulsado por Charles S. Pierce y William James, entre otros, y supone que el significado de una proposición consiste en sus consecuencias futuras, por lo que los objetos han de ser concebidos en función de los efectos prácticos que producen. Para W. James lo verdadero es lo ventajoso, es decir, lo que resulta práctico, útil o satisfactorio. Hay también aquí un ideal peligroso, pues se desconoce al sujeto y de paso su responsabilidad, ¿siendo esto la característica del Derecho hoy? En contraposición al discurso jurídico, con la filosofía ética de Paul Ricoeur (2004a: 258-259) se podría decir que el hombre carga con la responsabilidad y con la culpa, “porque es ritualmente impuro; no necesita ser el autor del mal para sentirse cargado con su peso y con el peso de sus consecuencias”. La culpabilidad se hereda, así el Derecho considere que no. Es un hecho que ella opera en la psique.

Otro concepto que guarda estrecha relación con los dos anteriores es el de “finalismo”, concepto altamente apreciado por muchos penalistas en el campo jurídico. Se refiere, en general, a aquellas concepciones de la realidad en las que esta se encuentra orientada hacia la obtención de fines específicos. Tales fines actúan como causas explicativas de la constitución y del desarrollo de la realidad. En cuanto al criminal, de acuerdo con Ricoeur, se puede mostrar comprensión con él, no absolviéndolo. Ya que la falta es, por naturaleza, imperdonable, no sólo de hecho sino también de derecho. Así pues, considera el filósofo que el perdón debería seguir siendo una situación excepcional y extraordinaria. Ideas que lo mueven a preguntarse (2004b: 632): “¿Qué sucede con la memoria, la historia y el olvido afectados por el espíritu de perdón?” Ante lo cual dice: “Bajo el signo del perdón, el culpable sería tenido por culpable de otra cosa distinta de sus delitos y de sus faltas. Sería devuelto a su capacidad de obrar; y su acción, a la de continuar”. Lo no recordado y elaborado, diría Freud respecto a la responsabilidad subjetiva, se tiende a repetir, bien sea en el plano individual o en el ámbito de la práctica institucional. 

Las explicaciones finalistas se inspiran en el modelo de la acción, destacando sobre todo su carácter intencional, al afirmar que los fines perseguidos orientan la conducta humana y determinan los medios para alcanzar tales fines. El finalismo fue criticado en la antigüedad por Demócrito y los Epicúreos y en la modernidad por Bacón, Galileo y Descartes. Resurge, sin embargo, con Newton y Leibniz y posteriormente mediante el idealismo de Hegel. La finalidad, según dicha concepción, en el Derecho penal implica la voluntad y esta la finalidad. He aquí una articulación entre la finalidad, o sea el acto, y la voluntad, el componente psíquico. En esta lógica Ricoeur, apoyado en Kant, nos dice que el mal supremo no es en realidad la infracción grosera y directa de un deber, sino la actitud maliciosa que hace pasar por virtud aquello que vulnera y traiciona a esta misma. Es el simulacro o el semblante de la eticidad. Lo cual conduce, en palabras de Elías Canetti (2000: 9), a la “Corrupción por palabras olvidadas”. 

El pragmatismo se articula, en puntos concretos, con el utilitarismo y el finalismo y todos estos con los derechos humanos, los cuales persiguen en la vida social efectos prácticos y útiles. La esencia humana está mutilada. Dada la complejidad de la filosofía, dicen muchos, se prefiere algo práctico que responda a los fines concretos y útiles para el individuo y la sociedad. Sin embargo, los derechos humanos, tal y como lo constatamos hoy por las prácticas judiciales, no son más que simples enunciados que, en muchísimas situaciones, no alcanzan a atender de manera efectiva la situación concreta de las personas. En cuanto a esto dice del Barco: “Una idea inmemorial, que es preciso rescatar de los brazos sin piedad del utilitarismo, es la idea de persona […] Le falte lo que le falte, si ha nacido de mujer, será para siempre humano, aunque por ensañamiento de la fortuna o por una mala estrella sea un humano tullido” (2012: 7).

En este sentido, hay un gran abismo entre las ideas e intenciones y las acciones, o sea los fines o las consecuencias. Una sociedad orientada éticamente, es decir, que hace un uso del lenguaje acorde con la realidad de las acciones, es la que procura, en su sistema jurídico, llevar a cabo lo que enuncia. La ética es una fábula solícita cuando se tienen apuros, así no sea relevante la mayor parte del tiempo. Cuando los acuerdos o los consensos no son tomados en cuenta en las distintas formas de organización social (llámense de filósofos, teólogos, abogados, médicos o psicoanalistas), con el propósito de llevar a cabo una práctica profesional, la consecuencia inevitable es el progresivo descrédito de tales organizaciones y profesionales. De todas maneras, se dirá, existen otras formas de la ética.

Algo distinto sucede cuando se presenta, como hoy en nuestro medio, una disociación permanente entre significante, significado y realidad, donde al parecer muchos enunciados, expresados en múltiples decretos, normas y reglamentos, solo sirven para engañar a quienes creen en ellos, pues del lado de la institución, llámese prestadora de un servicio de salud de los famosos derechos fundamentales, no se hace lo necesario para ejecutar acciones que guarden relación lógica con sus postulados. En esta orientación, nos dice el profesor del Barco: “A ese valor no venal, no sujeto a compraventa, patrimonio de todos los seres humanos, se le dio desde siempre, desde tiempo inmemorial, el nombre de “dignidad”. Es la divisa del hombre hasta su último aliento sobre la tierra” (2012: 7).   He aquí la importancia hoy del discurso y las reflexiones de la bioética y el bioderecho, en una sociedad que requiere de pensadores críticos que señalen los excesos del poder, ya que lo que está roto o desencajado es la esencia simbólica de lo humano.

Entonces, para finalizar, si la vida está en apuros (es nuestra interpretación con el profesor del Barco, de la mano de Ricoeur con Freud) cual embarcación sin velas ni timonel, hacia los acantilados torbellinos de lo peor, es porque han fallado los dispositivos simbólicos que han marcado la mentalidad individual y colectiva en lo tocante a las virtudes griegas y judeo-cristianas (modo de articulación del diálogo fe-razón); encaminadas a promover el cuidado de sí, la atención de los otros y la asistencia de las cosas. Ricoeur (2003b: 30) considera que: “El diálogo es un acontecimiento que conecta dos acontecimientos, hablar y escuchar”. Y en cuanto a la estima de sí, Ricoeur (2009b: 118) piensa: “hay que ser capaz de estimarse para que una relación sana con el otro se establezca”. Fallas simbólicas ligadas a lo que el pensador francés denomina “técnica del olvido”, que remiten de manera esencial a la caída de la función paterna y al declive de los ideales, el cual se expresa en la vida contemporánea en un sistema jurídico incapaz de regular la simbólica del mal o el exceso pulsional (mal radical, según Kant) en distintos escenarios de la vida en sociedad.

La paulatina disolución del sentimiento de culpabilidad (base de la cultura según Freud, tras el declive de la función paterna, la caída de los ideales y la hegemonía del capitalismo salvaje) como fuente de la responsabilidad y de la ética del deber, es una prueba irrefutable de lo que se ha dado en llamar hoy en las ciencias sociales y humanas (o del espíritu según la hermenéutica del filósofo alemán W Dilthey) como “perversión generalizada”, fenómeno que se caracteriza por la desligazón de tánatos, a falta del control, como diría Freud al final de El malestar en la cultura, de aquella de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros… Algo que se constata en diferentes ámbitos de la vida social en  y, de manera particular, en el campo de la salud; de ahí que hayamos bosquejado en el curso de este capítulo las relaciones entre culpabilidad y acto médico, como una de las grandes preocupaciones en la actualidad del discurso de la bioética en todo el mundo.

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