Sunday, March 10, 2013

Culpabilidad y simbólica del mal


                                                                                                 Por: Elkin Villegas

Para toda conciencia que se despierte a la toma de responsabilidad, el mal ya está allí. Al  localizar  el origen del mal en un antepasado lejano, el  mito revela la situación de todo hombre: eso ya ha tenido lugar. No inauguro el mal; lo continúo; estoy implicado en el mal; el mal tiene un pasado; es su pasado; es su propia tradición.
                                                                                                       Paul Ricoeur

Según el profesor Gonzalo Soto Posada la elucidación sobre la simbólica del mal fue escrita por Ricoeur, con motivo de la elaboración de su duelo por el suicidio de su hijo. Pasaje al acto que con Freud podríamos incluir dentro de lo que hemos dado en llamar los “crímenes del superyó”. Ahora, en cuanto al concepto del mal, del que prácticamente surge la idea de la simbólica del mal, Jérôme Porée dice que “La cuestión del mal no dejó de preocupar a Paul Ricoeur. Es, seguramente, la mejor vía de entrada a su pensamiento. Y unas líneas más adelante agrega que para Ricoeur “el mal no es eso que se critica: es eso contra lo que se lucha”. (Porée, J. (2006). Paul Ricoeur y la cuestión del mal. En: ÁGORA, 25 (2), 45-46). Ahora bien, en la vertiente que hemos incursionado son fundamentales los conceptos de culpabilidad y simbólica del mal para comprender la lógica del crimen y otras inquietudes que se desprenden del presente desenlace teórico.

Dichos conceptos, como se comprenderá más adelante, están íntimamente relacionados con la teoría del lenguaje, de los símbolos y de la interpretación en la obra de Paul Ricoeur, razón por la que es importante considerar la articulación de tales elementos, de primer orden, para comprender la teoría  que esbozamos en el capítulo siguiente. Digamos que los conceptos de lenguaje, subjetividad, simbólica del mal y culpabilidad son, en la lógica simbólica y hermenéutica del autor francés, factores imprescindibles para configurar en la vida anímica el acto criminal. Es lo que justifica el título sugestivo del texto de Freud, sobre “Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad”, elaboración en la que su autor esboza las motivaciones subjetivas del crimen en relación con el deseo, la fantasía y la pulsión de muerte que el sujeto no puede refrenar, regular o encauzar y por ello pasa al acto delictivo. 

Con la presente elucidación nos unimos  también a los tantos homenajes que hasta el día de hoy se han realizado, en distintas partes de mundo, a la memoria del filósofo francés (fallecido en París, el 20 de mayo de 2005), con una reflexión sobre las relaciones entre hermenéutica y psicoanálisis, una de las líneas de investigación definidas para el congreso de Paul Ricoeur en Brasil a finales del mes de noviembre de 2011. Su obra en general constituye una forma lúcida de abordar muchos de los problemas contemporáneos, en especial el del crimen, desde su extraordinaria elaboración del concepto de culpabilidad relacionado con las nociones de mancilla, símbolo, discurso, análisis hermenéutico, teoría del texto y de la ética.  En general, se puede decir que el símbolo es paidético, o sea que tiene un rol educativo y cultural, razón por la que se puede afirmar que la cultura es el conjunto de las medicaciones simbólicas, las cuales cuando fallan el lazo social se tiende a romper.

En este sentido, consideramos, lo mismo que muchos de sus lectores, que la obra de Ricoeur no solo se inscribe en los amplios perfiles del pensamiento filosófico de la actualidad como la fenomenología, el existencialismo, el estructuralismo y el psicoanálisis, sino que además comprende con rigor, desde su propuesta ética amarrada a la hermenéutica y a la potencia significativa del símbolo, la metáfora y el texto, los grandes enigmas de la subjetividad y del ser. El símbolo, nos dice Ricoeur (2003b: 68), “sólo da origen al pensamiento si primero da origen al habla. La metáfora es el reactivo apropiado para sacar a luz este aspecto de los símbolos que tiene afinidad con el lenguaje”.  La metáfora, lo mismo que el símbolo (que incita, convoca y llama  a ser desvelado), es un logos que revela y oculta. En esta dirección, Ricoeur nos recuerda (2003a: 262-263): “En efecto, no hay lenguaje directo, no simbólico, del mal padecido, sufrido o cometido”.

El simbolismo, puntualiza Ricoeur (2003b: 75), “solo funciona cuando su estructura es interpretada. En este sentido, se requiere una hermenéutica mínima para que funcione cualquier simbolismo”. Con lo cual el positivismo y la supuesta objetividad de la criminología como ciencia quedan un poco cuestionados. Dos factores que, a pesar de ser sobrevalorados en distintos ámbitos del saber, en el presente trabajo no son óbice para cuestionar la cientificidad y la objetividad de la ciencia criminológica. Sin embargo, como dice el mismo Ricoeur (2003b: 80), “tanto el lenguaje poético como el científico, apuntan hacia una realidad más real que la apariencia”.

De principio a fin, considera Raúl Villarroel, editor de las ponencias de los profesores mencionados, la obra de Ricoeur se caracteriza por una reflexión abierta a múltiples experiencias que recogen lo más fecundo del pensamiento de los autores clásicos, medievales, modernos y contemporáneos. Otra razón más que justifica el recorrido histórico del presente trabajo. Desde sus primeras obras como Filosofía de la voluntad, El conflicto de las interpretaciones, La metáfora viva  y Tiempo y narración, hasta sus últimas elucubraciones, se observa en él a un meticuloso filósofo del lenguaje preocupado por los efectos del sentido en las distintas actividades del hombre en el curso de la historia. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 50): “Si el doble movimiento del símbolo hacia la reflexión y de la reflexión hacia el símbolo vale, el pensamiento que interpreta está bien fundado”. En esta línea Finitud y culpabilidad, obra suya a la que ya nos hemos referido en varias ocasiones, es una bella manera de pensar la responsabilidad subjetiva como el motor principal de la mayoría de los actos humanos. La noción de culpabilidad integra, en una lógica de continuidad, el diálogo entre fe y razón, dado que tal noción no pertenece sólo a la reflexión teológica, sino también a la de la Filosofía y el Derecho. En este punto conviene precisar que lo que solemos denominar subjetividad no es algo que se construya sin la injerencia del lenguaje.

Lenguaje y subjetividad

La hermenéutica en Paul Ricoeur es un método, como en la dinámica de Sócrates, encaminado a la comprensión de sí, del conócete a ti mismo o gnothi seauton; una continuidad moebiana que va de la comprensión desde la parte (lo más singular de la culpa del sujeto) al todo (propio de la culpabilidad social) y desde este a aquella. La interpretación se justifica en la medida en que la conciencia de algo, como el crimen desde la perspectiva tradicional, es más primitiva que la consciencia de sí. De manera que el sujeto, en la era de la técnica, tiende a desaparecer entre los entes preocupados sólo por su dominación y la obtención de utilidad de él. Así que, para Ricoeur, la única manera que tenemos para recuperar al sujeto es descifrando sus propias huellas dejadas a lo largo de la historia. En este sentido el lenguaje sería una especie de elaboración o de sublimación antiquísima.

Las huellas que el filósofo francés ofrece a la labor hermenéutica son las teorías del símbolo, de la metáfora y del texto, el cual nunca está interpretado en su totalidad y puede tener cuatro distintos sentidos: literal (como hecho histórico), alegórico (en sentido espiritual), moral (lo que significa para mi vida) y anagógico (en sentido superior o sublime). Según Ricoeur (2003a: 263): “El símbolo es un signo en la medida en que, como todo signo, apunta más allá de algo y vale por ese algo”. Se podría decir que el sentido primario al que apunta la simbólica del mal “es precisamente el ser mancillado, pecador, culpable”. De acuerdo con J Baudrillard (2009: 17), “vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición”. Algo que con Lacan bien podríamos llamar forclusión del Significante-Nombre-del-Padre. Supresión de una parte esencial de la realidad psíquica que impele al sujeto a mudarse en criminal. Siguiendo a Ricoeur (2009b: 209): “La enfermedad, al menos en su aspecto de lenguaje, consiste en una descomposición de la función simbólica y toda la tarea del análisis reside en resimbolizar, es decir en reintroducir al paciente en la comunidad lingüística”.

Ante la realidad del mal el pacifista queda perplejo o desecho y se pregunta: ¿por qué el crimen y no la alegría o la paz? La simbólica del pecado, agrega el filósofo, se organiza alrededor de representaciones sobre la impureza. En términos generales, se podría decir que el uso de las formas simbólicas, en el trato con sus semejantes, le permite al hombre remplazar el empleo de instrumentos bélicos: rocas, palos, flechas, lanzas, etcétera, por el uso insultante del lenguaje. Ahora, las tres teorías, tal y como veremos más adelante, están conectadas con la noción de culpabilidad y de inconsciente, el cual es entendido desde Freud como la memoria simbólica de la tradición y la cultura que, como voluntad, se rehúsa a ser reprimida.

En primer lugar, la proposición sobre el símbolo hace parte constitutiva del lenguaje y está impregnado de una significación dinámica y compleja. Un sentido inaugural (literal) se articula con otro, el cual, al mismo tiempo, se exhibe y se camufla en aquel. Algo similar a la teoría del encadenamiento significante, S1   S2, de Jacques Lacan,  aspecto que reviste una gran validez  por cuanto dicha teoría se articula con la concepción simbólica que el psicoanalista francés desarrollara, en especial en el seminario 22 R.S.I, lo real, lo simbólico y lo imaginario, y porque de dicha concepción se nutrió Ricoeur en sus seminarios. De todas maneras es importante esbozar las relaciones entre Lacan y el signo (Pierce), entre Lacan y el significante (Saussure, JaKobson) y Lacan contrario a la teoría del símbolo en Ernest Jones. La noción de subjetividad que en Freud y Lacan se conoce con el nombre de inconsciente, puede ser designada con Ricoeur (2009b: 205, 207) como “la identidad narrativa que nos constituye […] hay entonces una equivalencia entre lo que soy y la historia de mi vida”.

En cuanto a las relaciones del filósofo con Lacan, Ricoeur (2009b: 211) escribe: “Me parece muy útil la oposición que hace Lacan entre lo imaginario y lo simbólico. En este contexto, lo imaginario es considerado como engañoso, y lo simbólico nos lleva al orden mismo que es constitutivo del orden humano: el orden fundamental del lenguaje […] Freud ha aportado ahí algo absolutamente fundamental, el carácter ilusorio de lo imaginario”. El símbolo, en este sentido, nos invita a enamorarnos de lo oculto por el mismo y representa una doble función: mostrar ocultando y ocultar mostrando. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 434):

Los verdaderos símbolos se sitúan en la encrucijada de dos funciones que sucesivamente hemos contrapuesto y fundido entre sí. A la vez que encubren, descubren; a la vez que ocultan los objetos de nuestras pulsiones, revelan el proceso de la conciencia de sí: encubrir y descubrir; ocultar y mostrar; estas dos funciones no son totalmente exteriores la una a la otra, sino que expresan dos caras de una única función simbólica.                                                                        

El símbolo, parafraseando a Ricoeur, es la suficiencia insuficiente, es la capacidad divina del hombre que une lo que no se puede unir. Por ejemplo, lo sensible y lo inteligible. Es también el medio de revelación de la grandeza del hombre y a la vez la de su miseria.  Algo en lo que,  como dice Aristóteles,  el ser se dice de muchas maneras o “tiene varias significaciones” (Ricoeur, 2001b:181) y que podríamos representar así:

Mostrar - Ocultar
________________
Ocultar – Mostrar

Es la lógica de la continuidad moebiana presente en la dialéctica de La simbólica del mal entre el mal y la mancha, donde aquel se expresa como una mancha, sin que lo sea de manera explícita. Una forma de expresión del mal, como lo real del alma humana, por medio del símbolo. Sin el cual no podemos observar absolutamente nada. En cuanto a esto Ricoeur señala que en la experiencia más profunda e interiorizada de la culpabilidad, la simbólica del mal se constituye a partir de un significante de primer orden. Forma de representación que, como decíamos, da a conocer el mal y, al tiempo, lo esconde, como en la dialéctica freudiana entre la consciencia y los procesos inconscientes, los cuales según Lacan están constituidos por el lenguaje. Lo anterior nos suscita la pregunta: ¿es el simbolismo de lo inconsciente, relacionado con proverbios, dichos, folklore y mitos, un fenómeno lingüístico o algo más cercano a la retórica? Ricoeur (2009a: 349) nos aclara:

Según este punto de vista, la comparación debe establecerse al nivel de la retórica más bien que al nivel de la lingüística. Pues bien, la retórica, con sus metáforas, sus metonimias, sus sinécdoques, sus eufemismos, sus alusiones, sus antífrasis y sus lítotes, no tiene que ver con los fenómenos lingüísticos sino con los procedimientos de la subjetividad manifestados en el discurso.                           

De acuerdo con Ricoeur, la profesora Ana Escríbar Wicks en Homenaje a Paul Ricoeur, comenta que el símbolo posee tres campos en los que se expresa: el cosmos, el deseo inhibido y lo que hay que decir. En el primero se producen las hierofanías en las que lo sagrado se muestra, generando los mitos y los rituales como campo de ocupación de la fenomenología religiosa; en el segundo, dice, se generan los fantasmas que integran la parte esencial de los sueños estudiados con más detenimiento por Freud en el psicoanálisis y lo tercero como esfuerzo de expresión de toda poiésis. Es el campo de ocupación de la poética. Entonces, el símbolo, en tanto palabra o significante, surge en el intersticio que se da entre el lenguaje y lo que no es exactamente logos. Es la razón por la que el símbolo no puede ser dicho en su totalidad. Algo similar al concepto de “cosa en sí” en Kant o de “real” en Lacan. El símbolo, para Ricoeur, es pues una expresión lingüística que requiere interpretación y esta un trabajo de comprensión para descifrar los símbolos, los cuales operan con la lógica que Freud le ha asignado a la dialéctica (de lo manifiesto y lo latente) en los sueños, ligados, a su vez, al pasado y al mito.  El cual conlleva un logos latente, el cual demanda, como las formaciones del inconsciente en Freud, ser mostrado por medio de la interpretación. Lógica en la que el mito se podría decir que es una metáfora viva.

En esta perspectiva el símbolo, así como el indicio, dan siempre que pensar, al disponer de una racionalidad implícita que demanda una interpretación renovada de aquello que por esencia es indecible o no simbolizable en su totalidad. Es el caso del mal estructural y de nuestra motivación inconsciente hacia el crimen; mal esencial del que, nos dice Ricoeur (2003a: 254), también habla San Agustín, asociado con una culpabilidad heredada, con “una falta que merece castigo, anterior a cualquier falta personal y ligada al hecho mismo del nacimiento”. Así pues, la finitud, otra forma del ser en falta determinada por el lenguaje, está en estrecha relación con las ideas agustinianas de “pecado original” y “culpabilidad de nacimiento”. Dos formas simbólicas, metafóricas y culturales que, a la luz del inconsciente freudiano, admiten (como mediaciones simbólicas) una interpretación. En términos de Ricoeur (2003b: 27). “El sentido mental no puede encontrarse en ningún otro lado más que en el discurso mismo”.

Según la profesora Escríbar, tanto el psicoanálisis como la fenomenología de la religión han intentado aportar una justa interpretación del sentido del símbolo, dando lugar a dos maneras de entenderlo. Es la noción ricoeuriana del “conflicto de las interpretaciones.” Mientras en el psicoanálisis el símbolo apunta en una dirección histórico-antropológica, dirigida hacia la infancia y el pasado del sujeto y de la colectividad, en la fenomenología de la religión se le atribuye apuntar en la vía escatológica (entendida por el autor francés como el conjunto de pensamientos que expresan las esperanzas religiosas acerca del advenimiento de un mundo considerado como ideal) hacia nuevas formas posibles de ser en el mundo. Una doble función del símbolo: una manifiesta (o sensible) y otra latente (o inteligible). Aquí ya no se trata de un sentido producto del pasado, de deseos inhibidos, de temores o conflictos no tramitados, sino de la creencia en haber descubierto en el símbolo algo que apunta a lo sagrado y prohibido. Su función aquí no es tanto, como en la represión que expone el psicoanálisis, impedir su aparición en la consciencia mediante la distorsión para ocultar, sino en una manifestación para revelar, tal y como sucede con las formaciones del inconsciente. En esta perspectiva, dice Ricoeur (2009b: 179): “Transposición, deformación, distorsión –todos efectos que el idioma alemán expresa con la locución Traumentstellung (en inglés, distortion)- descansan sobre esta capacidad del signo para remplazar otra cosa, y principalmente otros signos”.

Así pues, cada símbolo ejecutaría un doble rol, sólo que se ubicaría en cada situación particular en un extremo o en otro, es decir, del lado de la función predominantemente enmascaradora o del lado de una función específicamente reveladora. Entonces, mientras en los sueños los símbolos tendrían una función eminentemente encubridora, en la creación artística, en cambio, primaría la manifestación, gracias a un trabajo de configuración ausente en aquellos. La labor del psicoanalista, en esta onda de pensamiento, es también provocar la manifestación de un contenido latente en uno manifiesto. Ahora bien, lo inconsciente (en cuyo seno habita la pulsión de muerte) no es para el filósofo francés esencialmente lenguaje, como lo sugiere Lacan, sino sólo impulso hacia el lenguaje.

Al respecto cabe decir que una cosa es la culpabilidad inconsciente, inscrita en lo más profundo de la subjetividad por medio del lenguaje y la simbolización, y otra su manifestación en la conciencia tras la vivencia del mal. En esta lógica apunta Ricoeur (2009a: 376): “Nos dice Freud que la pulsión es incognoscible en su ser biológico; por el contrario, entra en el campo psíquico en virtud de su índice de presentación; gracias a ese signo psíquico, el cuerpo se hace ‘presente en el alma’. Quiere decirse que es posible usar del mismo lenguaje para lo inconsciente y para lo consciente […], a pesar de la barrera que los separa”. Al parecer existe, tras los procesos psíquicos inconscientes, una relación recíproca entre la energía que se transforma en significación y la significación misma o entre procesos neurobiológicos y lingüísticos como soporte de lo inconsciente.

En segundo lugar existe una teoría de la metáfora en las obras La metáfora viva y Hermenéutica y acción, escritos en los que Ricoeur va a precisar, para efectos de la iniciación de una reflexión, que la metáfora es, a diferencia del símbolo, un mejor punto de partida por dos razones. De un lado, dice la profesora Escríbar, porque es objeto de estudio de un sólo campo del saber, la retórica, en tanto que el símbolo es objeto de estudio de varias disciplinas, entre ellas la mitología, la historia comparada de las religiones, la poética y el psicoanálisis y, de otro lado, porque la metáfora no se equilibra precariamente como el símbolo entre el nivel del discurso y lo no simbolizable o indecible, sino que corresponde plenamente al campo del lenguaje. Campo que le hace enunciar a Ricoeur (2004a: 10): “Hemos visto entonces que los mitos sólo se podían entender como elaboraciones secundarias que remitían a un lenguaje más fundamental que denomino el lenguaje de la confesión. Este lenguaje de la confesión es el que habla el filósofo de la culpa y del mal”. El mito, según el filósofo, es lo que le da consistencia a una cultura en sus orígenes.

Según datos extraídos de la retórica antigua, comenta en su ponencia la profesora Escríbar, las palabras tienen por sí mismas un significado corriente aceptado por la comunidad de los hablantes y desde ella se piensa a la metáfora como la transposición de un nombre a otro con la ayuda de una analogía. La función de la metáfora, en este sentido, sería suplir una carencia en la denominación; es el caso de las psicosis, las cuales se producen, según Lacan, por la ausencia en la subjetividad de un nombre como es el significante-nombre-del-padre, nombre que cuando no se inscribe en la vida psíquica, se crean las condiciones de existencia del sujeto criminal. Sin embargo, es necesario decir que la psicosis no es isomórfica del sujeto criminal, de ahí que se diga que no todo sujeto psicótico (en vez de mesiánico) sea por excelencia (en potencia o acto) un criminal. En cuanto a dicho significante, decimos con el filósofo hermeneuta que es aquí donde la figura paterna, condenada, superada y perdida como fantasía y como ídolo, resucita como el ave fénix como símbolo. Por medio de la transposición, la palabra corriente adquiere una significación figurada. Así pues, dentro del discurso la metáfora no realiza ninguna información sobre la realidad, sino sólo una función meramente emocional.

De acuerdo con Ricoeur: “el sentido o la significación de un relato brota de la intersección del mundo del texto y del mundo del lector” (2009b: 198). Piensa la profesora Escríbar que la semántica moderna, a diferencia de la retórica antigua, considera que las palabras poseen por sí mismas significados potenciales en los diccionarios y su sentido actual depende del contexto de la frase. Paul Ricoeur (2009b: 199) considera que “para la lingüística, el mundo real es extralingüístico. La realidad no está contenida en el diccionario ni en la gramática”. Aquello, o sea el significado potencial, es similar a lo que sucede con la metáfora, la cual sólo adquiere sentido pero dentro de un enunciado, al producirse una contradicción entre los términos que lo constituyen.

La metáfora hace del enunciado una nueva interpretación creadora de sentido y pone de manifiesto semejanzas entre sectores de la realidad que antes no se habían percibido. El poeta es quien en último análisis mejor nos habla de la función reveladora de la metáfora. Entonces, si el símbolo hunde sus raíces en campos pre lingüísticos (reales-imaginarios) y hay en él algo que no pasa por la lengua, por la simbolización; la metáfora por su lado, comenta la profesora, es la parte lingüística del símbolo. En la medida en que la actividad simbólica está ligada y carece de autonomía, la metáfora, en cambio, es una creación libre del discurso. Todos estos aspectos están en íntima relación con la lógica del nudo borromeo, la metáfora y la metonimia en la versión de Lacan. Según Jean-Louis Schlegel, “Paul Ricoeur insiste sobre la necesidad de añadir el campo de la imagen al ‘campo de la palabra y del lenguaje’ en psicoanálisis, que posee una dimensión ‘semiótica’ desconocida y no puede ser traída de vuelta sin algún residuo al lenguaje. Más allá de una crítica de Lacan, habría sin duda que asociar esta insistencia de Paul Ricoeur sobre el ‘círculo de las imágenes’ a la importancia de la imaginación, al ‘espacio de la fantasía’ o al Phantasieren (imaginación en Alemán) en el conjunto de su obra” (Ricoeur, 2009b:11). 

Ahora, dado que en el símbolo hay un núcleo no lingüístico, es viable pensar que en él exista una mayor libertad para desencadenar la creación metafórica, en un intento vano y perdurable por darle expresión a lo indecible. Lo innombrable para el psicoanálisis va a ser la pulsión de muerte, la castración, el horror ante la muerte como tal. La metáfora, al intentar traducir el símbolo, pareciera estar tan ligada como este. Siguiendo a Ricoeur (2009a: 433): “Es preciso dialectizar el símbolo a fin de pensar conforme al símbolo; y sólo así resulta posible inscribir la dialéctica dentro de la propia interpretación y regresar a la palabra viva”. El discurso poético, en cambio, está desligado en otro sentido, en la narración al mundo inmediato, al que usualmente permanecemos ligados por el discurso habitual y positivo. La referencia poética permite mostrar otros mundos posibles, los cuales permanecen ocultos a la visión ordinaria. Según la profesora Escríbar, en Ricoeur la metáfora puede ser considerada un texto mínimo y la liberación que se produce en ella se repetirá como uno de los rasgos propios del texto, el cual podrá cumplir con su función de inicio al mundo por medio de la interpretación.

Parafraseando a Ricoeur, ¿qué nos dice cuando sugiere que el discurso religioso opera como discurso poético? Según él, de acuerdo con la profesora chilena, el discurso religioso primario, es decir, el que no ha sido elaborado por la teología y la filosofía, se conecta con el discurso poético en el punto de la separación de la referencia ostensiva y su relevo por la reseña metafórica. El discurso religioso representa al bien decir del discurso poético en la medida en que despliega un nuevo mundo posible, lo cual implica una función indicadora o esclarecedora. La metáfora va a cumplir en el autor francés una función esencial en lo tocante a intentar nombrar a Dios por medio de significantes como el de pastor, sacerdote, rey, esposo, juez, salvador, padre, etcétera. Enunciar algo de algo es, en estricto  sentido, hacer un trabajo hermenéutico. “El ser, decía Aristóteles, se dice de varias maneras”. En este punto vale la pena decir que el significante Dios es también metáfora allí donde la referencia al padre y la ley hacen falta, como en el caso del sujeto que pasa al acto criminal.

En tercer lugar está el postulado sobre el texto, para el cual es necesario abordar primero la diferenciación que hace Ricoeur del discurso como algo opuesto a la lengua.  Dice la profesora Escríbar que el discurso tiene un carácter temporal, es un suceso de habla, posee sujeto, interlocutor y referencia, es decir, se dirige hacia algo externo al discurso, hacia un mundo cooperado por los hablantes. Podríamos decir con Lacan que el discurso se inscribe en lo inconsciente y desde allí adquiere el carácter de atemporal. Por ello solía expresar frases como: “El inconsciente es el discurso del otro”, o “El inconsciente tiene la estructura radical del lenguaje” o “El inconsciente es lenguaje” o “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”, entre otras. Por su parte, dice Ricoeur (2009b: 88): “Freud, al parecer, no tuvo conocimiento en absoluto de la idea del lenguaje concebido como un conjunto de significantes definidos cada uno por su diferencia en el seno del todo que es el lenguaje. Ni tampoco de la distinción entre significante y significado característica del signo lingüístico y de los recursos de disociación, deslizamiento y sustitución que ofrece esta constitución bifásica”.

Según la catedrática mencionada, para Ricoeur el discurso adicionalmente tiene un significado, dice algo que perdura y, por ello, se ofrece a la comprensión. El alcance del significado representa una inicial objetivación que concluye con el apartamiento implicado en la fijación que aporta la escritura. Dicho en términos de Ricoeur (2003b: 39) “el problema de escribir es idéntico al de la fijación del discurso en algún portador externo, ya sea piedra, papiro o papel, el cual es diferente a la voz humana”. Entonces, siguiendo a Ricoeur (2009a: 346): “Tenemos, pues, por una parte acontecimientos del habla, una locución, una interlocución y por otra parte, y a través de aquéllas, la elucidación de ‘otro discurso’, constituido por relaciones de sustitución y simbolización entre las motivaciones vinculadas con el inconsciente”. Sin embargo, para Freud las cosas entre el lenguaje y lo inconsciente eran un poco diferentes. Puntualiza Ricoeur (2009a: 347):

Por alguna razón Freud no toma en consideración el lenguaje al tratar de lo inconsciente, sino que reserva su papel al preconsciente y al consciente. El significante que encuentra en lo inconsciente y que denomina ‘presentación pulsional’ (representativa o afectiva) pertenece al orden de la ‘imagen’, tal como por otra parte se atestigua en la regresión de los pensamientos del sueño a la fase fantasmal.                                                                                                                 

Dice la conferenciante que el intercambio entre locutor e interlocutor desaparece en el discurso escrito, ya que tanto el escritor como el lector se ausentan el uno para el otro. Sin embargo, es más preciso hablar de un intercambio unidireccional, pues el lector siempre puede interactuar, así sea a la distancia, de manera simbólica con el pensamiento del autor. Al respecto considera el filósofo francés que todas nuestras relaciones con el mundo, tanto interno como externo, son estructuralmente intersubjetivas. Y por  este mismo hecho, si nos es permitido decirlo así, nuestras relaciones con el mundo (biológico, psicológico y social) son dialécticas y no tienen fin, pues en cada intercambio existen múltiples interpretaciones. Adicionalmente, se podría decir que tanto al interior del yo, como entre las instancias del aparato psíquico freudiano (ello, yo, superyó) existe un conflicto y una continuidad entre interpretaciones. Es por lo que hemos dicho en la introducción, basados en el profesor Gonzalo Soto, en Ricoeur y en Freud, que somos “serpientes hermenéuticas”, metáfora de la serpiente que simboliza a la pulsión de muerte, la cual está atravesada por lo simbólico, que a su vez permite su representación e interpretación. En consonancia con esto, el filósofo precisa: “En conclusión, la interpretación lingüística tiene el mérito de elevar al rango del lenguaje todos los fenómenos del proceso primario y de la represión. El hecho mismo de que el tratamiento analítico sea también lenguaje atestigua esa ambigüedad del cuasilenguaje del inconsciente y del lenguaje común” (Ricoeur, 2009a: 354).

El discurso, dice la autora chilena, trasciende al pequeño auditorio inicial y queda accesible para quienes sepan leer en el gran público por medio de la fijación de la escritura. Paul Ricoeur (2003b: 10) “empieza por señalar cómo a través de la escritura el sentido del lenguaje se separa del acontecimiento del habla, y luego explica por qué la escritura constituye la plena manifestación del discurso”. Y más adelante, hablando del ataque de Platón contra la escritura dice que el filósofo no es el único en hacerlo en el curso de la evolución cultural: “Rousseau y Bergson, por ejemplo, por razones diferentes, conectan los principales males que azotan a la civilización con la escritura […] Con la escritura comenzó la separación, la tiranía, la desigualdad […] Esta es la razón por la que los auténticos creadores como Sócrates y Jesús no han dejado escritos y los místicos genuinos renuncian a las declaraciones y al pensamiento articulado” (p. 52).

Al arrebatar el discurso escrito el lugar del habla, se genera también una transformación de la relación referencial y transferencial. Es así como en todo diálogo hacen figura no sólo los interlocutores, sino también el mundo simbólico sobre el cual se habla, es decir, un real ubicado alrededor  de los hablantes. Según Ricoeur, “Freud reserva el término ‘símbolo’ a las representaciones dotadas de una cierta fijeza (‘como los estenogramas’ de la taquigrafía’) y que pertenecen al legado más antiguo de la cultura. De ahí que no sean particulares del sueño sino que se reencuentran en el folclore, en los mitos populares, sagas y giros idiomáticos, en las ‘locuciones corrientes’, la sabiduría del refranero y en los chistes comunes y corrientes” (2009b: 96). El símbolo se inscribe en la imagen, la cual presenta, de acuerdo con el filósofo francés, “una construcción simbólica, lo que Lacan ha llamado ‘la historización primaria de la experiencia infantil’” (2009b: 102). 

En esta orientación, el pensador francés pone de presente el carácter polisémico del lenguaje. Dice: “La puesta en obra del lenguaje mediante el habla de los sujetos parlantes hace aparecer, a su vez, la ambigüedad de todos los signos; en el lenguaje ordinario, cada signo revela un potencial indefinido de sentido” (2009: 336). De acuerdo con Ricoeur (2003b: 20), “el signo es definido por una oposición entre dos aspectos que caen dentro del ámbito de una ciencia única, la de los signos. Estos dos aspectos son el significante- por ejemplo, un sonido, una representación escrita, un gesto o cualquier medio físico- y el significado –el valor diferencial en el sistema léxico”. La alusión a un mundo compartido queda suspendida en el discurso escrito como en el caso de la metáfora. Según la profesora Escríbar, la objetivación que se anunciaba en la trascendencia del significado del discurso oral se hace presente en el distanciamiento del texto (¿de lo imaginario?) por medio de las siguientes cuatro liberaciones: la temporalidad, las intenciones del autor, el destinatario original y el mundo circundante.

Dice, además, que el discurso escrito no extingue el contenido del concepto de texto, el cual se hace extensivo a todo aquello en lo que se fijan y conservan las huellas abandonadas por el hombre y materializadas en obras perpetuas, tales como monumentos, esculturas, obras literarias, pictóricas y musicales, etcétera. Lo inconsciente aquí es también un texto en el que se fijan tales huellas, nos lo indica Freud a partir de los símbolos oníricos, los cuales elaboran su saber a partir de fuentes tales como: las farsas, los chistes, el folklore, las costumbres, los usos, los proverbios, los cantos de diferentes pueblos, los cuentos, los mitos, el lenguaje poético y el lenguaje común. De a cuerdo con Ricoeur (2009a: 438), siguiendo la interpretación de  Freud, todos los símbolos son de origen sexual. Dice: “Más tarde el interés sexual se habría desplazado al trabajo; pero no se habría resignado el hombre a tal desplazamiento si el trabajo no se hubiese constituido en equivalente y sustituto de la actividad sexual”.

El problema para una sociedad es cuando dicha actividad es remplazada, de manera patológica, por múltiples formas de expresión en la criminalidad. Acto delictivo que también se perfila como un texto a descifrar, sobre todo cuando ha alcanzado una significación notoria para el resto de la humanidad. Adicionalmente, Ricoeur  (2009a: 439) comenta que el  “auténtico simbolismo”, según Ernest Jones basado en Rank y en Sachs, representa “siempre temas inconscientes reprimidos”, en los que “el dominio simbólico se halla francamente limitado a figuras sustitutivas derivadas de una transacción entre el inconsciente y la censura, y gira forzosamente en torno a los temas del parentesco de sangre, del nacimiento, del amor y de la muerte”. Y unas líneas más adelante precisa: “E. Jones establece que el simbolismo tiene una sola función: encubrir los temas prohibidos. ‘Únicamente se simboliza lo reprimido, y sólo lo reprimido tiene necesidad de ser simbolizado’” (pp. 440-441). Clave hermenéutica importante para pensar los símbolos manifiestos del período medieval.

Como efecto de la desaparición de la referencia ostensiva, nos dice la profesora Escríbar, el texto abre el mundo al hombre para que pueda alcanzar una nueva comprensión de sí mismo; lo cual implica un doble movimiento, como en el caso del símbolo, donde por un lado hay desapropiación (el sujeto queda un poco en suspenso) y, por otro, apropiación de las variaciones imaginarias del mundo. La nueva comprensión de sí, tras la puesta en suspenso del sujeto, implica una autocrítica de las ilusiones como condición de posibilidad para una auténtica transformación social, mediada por la autocomprensión frente al texto. Según Ricoeur (2009b: 77), “sólo se comprende uno a sí mismo a través de una red de signos, de discursos, de textos, que constituyen la mediación simbólica de la reflexión”. El texto (como sistema lingüístico), en esta perspectiva, opera como una entidad simbólica de control de lo imaginario, como lo es también la ley o el significante-nombre-del-padre, los cuales son, en la subjetividad, otras formas de la figura paterna que ha sido interiorizada.

Culpabilidad, subjetividad y lenguaje

Ahora bien, de acuerdo con el profesor Cristóbal Holzapfel, tanto la internalización del mal como la generación de la culpabilidad se bosquejan y  preparan por medio de la tendencia trágica a sufrir para comprender. Según el filósofo francés, tras la óptica del profesor Holzapfel, la culpabilidad propiamente dicha se da con el judeo-cristianismo, a diferencia del psicoanálisis que la va a concebir como algo estructural. En la perspectiva de la culpabilidad el mito de Adán juega un papel fundamental y es, para el filósofo, el mito antropológico por excelencia que fundamenta nuestra civilización. Sin embargo, Freud diría que es probable que detrás de él palpite el mito de Sófocles, el cual dio lugar a su actividad clínica. Desde el mito, Adán o el hombre es entendido a partir de una caída, un pecado o una falta. Falla que Freud va a considerar como algo constitutivo o estructural del hombre, dada por su condición de ser hablante y por su naturaleza pulsional, a diferencia de la perspectiva bíblica que pone en la realidad exterior la génesis del mal, tal y como lo hacía el apóstol Pablo cuando consideraba que los tres enemigos del cristiano eran: el mundo, el demonio y la carne. Así el mal tendría una procedencia netamente humana, que se simboliza en la Biblia de varias maneras por medio del adversario, la serpiente que posteriormente se transformará en el diablo y Eva que representa a los anteriores.

El mal está en nosotros desde el principio y se anuda con la noción de mancilla como una mancha simbólica. “Ahora bien, precisa Ricoeur (2004a: 199), la mancilla entra en el universo humano con la palabra; antes de ser comunicada, está determinada y definida por la palabra; la oposición entre lo puro y lo impuro se dice; y la palabra que la dice instaura la oposición misma. Una mancilla es una mancha porque está ahí, muda; lo impuro se enseña en el habla institucional del tabú”. Al mal es necesario intentar exorcizarlo (regularlo o reducirlo mediante el control simbólico) por medio de la palabra. Por ello el pensador  es contundente cuando dice que “el lenguaje es la luz de la emoción; con la confesión, la conciencia de culpa es llevada a la luz de la palabra; con la confesión, el hombre sigue siendo palabra hasta en la experiencia de lo absurdo de su existencia, de su sufrimiento y de su angustia” (Ricoeur, 2004a:173). Palabra que cuando no encuentra una forma de expresión apropiada, se puede transformar en agresividad y aún en acto criminal. 

Según Holzapfel, en el Antiguo Testamento se fermenta la internalización del mal y entre las figuras que más atraen a Paul Ricoeur está la de Job, quien representa al “justo impregnado de paciencia” sobre el que paradójicamente caen una multitud de males y desgracias, y eso que es para Jahvé su predilecto y el mejor de todos los hombres, lo cual ha implicado llevar al escándalo, por parte de saberes como el del psicoanálisis, el mal como externalidad, al ser pensado como proyección. A diferencia del discurso teológico, filosófico y psicoanalítico, el derecho positivo actual tiende a disociar al sujeto cuando pretende, según el filósofo fundado en Derrida, “perdonar al culpable sin dejar de condenar su acción, (lo cual) sería perdonar a un sujeto totalmente distinto del que cometió el acto” (Ricoeur, 2004b: 628). Sobre el mecanismo psíquico de la proyección volveremos en el capítulo siguiente, ya que en la subjetividad juega un rol imaginario sumamente importante en la causación del acto criminal.

En otros mitos analizados por el filósofo chileno, como el teogónico o el órfico, el mal también está allí desde el comienzo, bien sea como un mal unido al bien y ligados ambos a las figuras del caos originario y el abismo, de las que todo proviene, o bien como en el mito órfico que el mal está puesto en el cuerpo y en la materia como fundamento del mal. Una tesis similar a la que Freud plantea con su formulación de la pulsión de muerte, asociada en muchas culturas con el fenómeno de la proyección, cuyos principios se encuentran en la destrucción celular que se observa en el campo de la biología, la histología y la genética. Aspecto que el mismo Freud comenzó percibir desde su Proyecto de una psicología para neurólogos, y que se propuso  explicar y fundamentar de manera rigurosa en el resto de su obra.

Piensa el profesor Holzapfel que la concepción arcaica de la externalidad del mal, tiene tanta influencia que aún en la actualidad el mal se multiplica por vías que nos parecerían normales en una mentalidad primitiva. No es sino que a alguien le comience a ir mal en diferentes áreas de su vida para que la externalidad del mal reaparezca, a manera de estigma o lacra, con todos sus antiguos fueros. Muestra que se relaciona, en la lógica de Freud, con la compulsión a la repetición, que se rige por la pulsión de muerte y el superyó, el cual opera, siguiendo a Lacan, como otro de los nombres del goce y del inconsciente, algo que está más allá del principio del placer y de la sexualidad. Un mismo símbolo, nos dice el filósofo, así como el significante en Lacan, unifica simultáneamente varios niveles de experiencia o de representación. La externalidad se aloja incluso en la sexualidad como algo inextirpable desde el inicio. Según Ricoeur aún aquí se hace presente la mancha (que al parecer en un punto se asocia con la palabra alemana Zwang, con la compulsión, o sea un tipo de conducta que el sujeto se ve impelido a realizar por una coacción interna) y todo lo que se articula a nivel asociativo con suciedad, impureza o mácula. Razón que lleva al filósofo a decir sobre el sentimiento de culpa lo siguiente:

Culpabilidad, pecado, mancilla constituyen de este modo una diversidad primitiva dentro de la experiencia: el sentimiento, por consiguiente, no sólo es ciego en tanto que es emocional, es también equívoco, está lleno de múltiples sentidos; por eso requiere una segunda vez el lenguaje, con el fin de dilucidar las crisis subterráneas de la conciencia de culpa (Ricoeur, 2004a:173).                                                    

Aspectos todos que en la subjetividad se presentan por medio de la función imaginaria del lenguaje y la culpabilidad, presionando al sujeto a realizar actos. En este orden de ideas pensamos que la disposición diacrónica: mancilla, pecado y culpabilidad, opera como una entidad subjetiva que preludia o configura la disposición al mal y, por tanto, los actos del sujeto en términos delincuenciales y de criminalidad. Es por lo que se puede sostener que el sujeto, desde la perspectiva de lo inconsciente y del simbolismo interno que está contenido en él, es un ser criminal. Asunto que Freud comprendió muy bien y por ello, según Ricoeur (2009b: 133): “El sentimiento de culpabilidad es introducido en efecto como ‘medio’ del cual la civilización se sirve para hacer fracasar la agresividad”. Es por lo que con Ricoeur (2009b: 133), se podría avanzar la siguiente postura: “En efecto, desde el punto de vista de la psicología individual, el sentimiento de culpabilidad parece no ser más que el efecto de una agresividad interiorizada, introyectada, que el superyó ha retomado por su cuenta a título de conciencia moral, que devuelve en contra del yo”. Asunto que veremos con mayor claridad en el capítulo siguiente. 

Como secuela de la internalización del mal, el sujeto enfrenta a este por medio de los dictados morales que le han sido instalados, moviendo a la sanción y el castigo que también han sido introyectados por medio del lenguaje. Es a partir de aquí que se instaura en la subjetividad una noción de regulación penal. El sello de la penalidad es lo que, siguiendo a Ricoeur, marca o determina la caída del hombre en el mito, fluyendo de este una antropología de la ambigüedad en la que se mezclan de manera indisoluble la grandeza del hombre y su culpabilidad. He aquí lo que el autor francés denomina, apoyado en Pablo, como “maldición de la ley”, cuestión que se asocia a la idea del límite y a la invitación inconsciente a transgredirlo. Al respecto Ricoeur plantea en Finitud y culpabilidad una lógica de continuidad entre el lenguaje, la ley y el pecado, situación que enfrenta al sujeto con la paradoja de observar unos mandamientos que supuestamente se hicieron para darle vida y terminan acarreándole la muerte.

Según el profesor Holzapfel, Paul Ricoeur plantea con la concepción de la “maldición de la ley” un problema para el Derecho penal de máxima relevancia, mostrando cómo la pretensión de enfrentar el mal para acabarlo por medio de la prohibición de la ley, la sanción y el castigo se logra, como algo paradójico, aumentar y sobredimensionar el mal y la criminalidad. Es lo que destacaban Alexander y Staub, del lado del psicoanálisis, en los comienzos. El mal, en este sentido, es creado por el interdicto, por la ley. Razón por la que el filósofo destaca el papel de la actitud cristiana, desde la perspectiva del mito, como la manera más convincente y apropiada para enfrentar el mal disponiéndose a poner la otra mejilla. Ahora, ¿cómo no ser dócil o humilde ante el superyó (conciencia moral) cuando el propósito inconsciente de esta instancia es llevar al sujeto a experimentar lo peor y aún la muerte, sin que voluntaria y prácticamente pueda hacer algo para evitarlo? Es la transformación de la instancia moral del sujeto, lo que el psicoanalista procura  con su actitud en la dirección de la cura, al no realizar   un papel vengativo y acusador.

Simbólica del mal y culpabilidad

Estos son dos conceptos que tanto en la obra Simbólica del mal y reflexión como en Finitud y culpabilidad aparecen íntimamente asociados, al punto que no se podría pensar la culpabilidad sin la simbólica del mal, ni esta sin aquella. Siguiendo al filósofo: “Todos los símbolos nos hacen pensar, pero los símbolos del mal nos hacen ver en forma ejemplar que en los mitos y en los símbolos hay siempre más que en toda nuestra filosofía, y que una interpretación filosófica de los símbolos jamás se convertirá en conocimiento absoluto” (Ricoeur, 2009a: 461). Ambas nociones aparecen articuladas con otras, en especial con la de la labilidad del hombre, postura que se asemeja, a nuestra manera de ver, con el efecto que produce la experiencia analítica en un sujeto que, finalmente, asume su fragilidad o falta en ser como algo real y deja de creer y conducirse como una consistencia imaginaria. Este punto, tal y como veremos más adelante, es crucial para comprender la lógica del sujeto criminal, quien puede atravesar por momentos de confusión y delirio que le impiden asumir y aceptar su propia inermidad. El hecho de que en muchas ocasiones coincida con el diagnóstico de psicosis paranoica y con la puesta en el exterior de su culpabilidad, permiten comprender parte de su horror ante su labilidad.

De acuerdo con la reflexión del autor chileno que venimos comentando, en Finitud y culpabilidad no se trata más de sostener la figura de un “hombre fuerte”, bien sea por que se haya intentado afirmarlo y exista en la filosofía con Sócrates, Platón y Aristóteles por medio de la determinación del logos, o porque se lo afirme y exista en función de la noción griega de ephithymia o deseo. De lo que se trata es de afirmarlo por medio del thymos u orden anímico y afectivo, teniendo en cuenta para ello la perspectiva platónica en una doble dirección: el alma y el mito, sobre todo desde las almas aladas en el Fedro. En dicha orientación se advierte un carácter de verdad y de honestidad en el autor francés que no se observa en la dinámica del sujeto ni en la sociedad actual. La asunción de la falta es la aceptación de la finitud, los límites y la labilidad humana, como opción sensata y pacificadora de vida a diferencia del proyecto perverso de aparentar una imagen de hombre fuerte, dominador y prestigioso; lo cual es para nuestro autor un desvío o, según el psicoanálisis, una distorsión imaginaria que genera múltiples conflictos.

Para el pensador francés, nos recuerda el profesor Holzapfel, existen dos modalidades del mal: el mal como externalidad y el mal como internalización. Dos estadios del mal que coinciden con la perspectiva de Freud, quien no sólo advirtió el mal propio sino también el proveniente de los demás. En el primero se pueden distinguir dos niveles, uno de ajenidad de la culpa en el sujeto y otro de culpa en la colectividad. Dos posturas que caracterizan la falta de responsabilidad en el hombre moderno y que se observan con mayor nitidez en el sujeto criminal, el cual presenta una falla estructural, como la de cualquier ser humano, que al parecer el filósofo ha advertido bastante bien, no para que consideremos que ese es el diagnóstico sin más, sino para que reflexionemos sobre los grados de responsabilidad individual y colectiva que nos conciernen. ¿En qué consiste, de manera esencial, esa falla? Por lo pronto digamos que es una cuestión que el autor sospecha del lado de una carencia simbólica o de ley, que no alcanza a ser suficiente para que el sujeto pueda regular sus impulsos y sus actos, insuficiencia que puede dar lugar a un exceso de libertad que le impida al sujeto, simultáneamente, experimentar una división interna o subjetiva y no ver al Otro como a un enemigo que atentaría contra su supuesta unidad. De acuerdo con Ricoeur, la libertad del hombre supone el mal, una libertad que es capaz de descarriarlo, de desviarlo y de subvertirlo.  Algo que se observa en la errancia de los sujetos “al margen de la ley”.

Según el catedrático, en el primer caso el mal, en sus distintas modalidades que van desde las catástrofes naturales hasta las enfermedades y la relación con el otro en la vida social, se ha entendido como externalidad; es la noción que durante milenios han tenido las sociedades primitivas ante las cosechas y otros eventos asociados, desde una perspectiva imaginaria, al destino, los dioses, los espíritus, los demonios o los antepasados y que aún persiste en la mentalidad de muchos sujetos bajo la forma de ausencia de la ley. Es lo que Freud enseña en su texto Tótem y tabú. La cuestión de la externalidad opera también para el caso del bien, como si nada dependiera de la participación y la responsabilidad del sujeto, una modalidad arcaica en la que este se ve impelido a efectuar una serie de rituales de expiación.

El profesor Holzapfel piensa que la externalidad del mal se enlaza a una problemática mayor, la de la ausencia de culpabilidad en quien ha cometido un crimen en una sociedad salvaje. De acuerdo con Paul Ricoeur (2009b: 154-155): “el psicoanálisis Freudiano de la religión está mucho más cerca de la genealogía de la moral en el sentido nietzscheano o incluso de la teoría de las ideologías en el sentido marxista, que de la crítica de la teología y de la metafísica de Augusto Comte”. Es lo que parafraseando a Nietzsche se evidencia en la Genealogía de la moral, donde el sujeto que perpetra un crimen sigue deambulando como si no hubiera pasado nada, y para refrenar o castigar el daño se toman medidas absurdas como, por ejemplo, sacrificar al más valiente de los guerreros o incluso a uno de los hijos del jefe de la tribu para, supuestamente, aplacar la furia de los dioses o los espíritus que amenazan con destruir a la colectividad. Es lo que también Sófocles nos enseña en la tragedia de Edipo rey. Algo que en nuestro medio ha pasado al habla común, a propósito de la ley de justicia y paz, que tiende a favorecer a múltiples delincuentes, con la consigna popular de que “la ley es sólo para los de ruana”.

Según el filósofo francés, respecto al mito trágico de Edipo: “Freud rompe con toda visión de la historia que eliminaría  lo que Hegel llamaba “el trabajo de lo negativo”; la historia ética de la humanidad no consiste en racionalizar lo útil sino en racionalizar un crimen ambivalente, un crimen liberador que sigue siendo al mismo tiempo una herida original” (Ricoeur, 2009a:181). En esta perspectiva, se podría decir que la culpabilidad, en tanto que monumento recordatorio de nuestra natural inclinación al mal, es como lo que impide a la humanidad cerrar del todo esa herida original, recordándonos a cada paso que damos en nuestra existencia finita, que no sólo somos responsables de nuestra vida y de la cualificación de ella, sino también de la de los demás. 

Como se puede apreciar, la cuestión no es tan primitiva y si bien se tiende a reprochar solo al sujeto criminal sus carencias de regulación interna, también es pertinente denunciar un déficit similar en el hombre contemporáneo, sobre todo en aquellos que están llamados a presentar una conducta incólume y sin grietas, como es el caso de los “guardianes de la moral”, los funcionarios públicos y los empleados judiciales, quienes, supuestamente, son los más cumplidores de los deberes al estar al servicio de la ley. Recordemos que el lenguaje, así como el símbolo, posee una función doble que les sirve tanto al moralista como al administrador de justicia para develar inconsistencias en sus semejantes, pero también para ocultar sus propios excesos y delitos. Siguiendo a Freud en El Malestar en la cultura, la verdad es que la presencia de lo pulsional en el hombre es un obstáculo real que le impide ser un modelo ideal.

Pensamientos similares expone Michel Foucault en Vigilar y castigar. Factores todos que indican, tal y como se mostrará en detalle más adelante, una general caída de los ideales y un inevitable declive de la función paterna. Función que constituye la hipótesis fundamental en este trabajo, para explicar la conformación del superyó (conciencia moral), instancia que, a su vez, es la responsable de que el yo sienta o no el sentimiento de culpabilidad, el cual como representación punitiva y castigadora excesiva puede mover al delito, tal y como Freud lo pensaba. Su ausencia o disminución también puede dar lugar a pasajes al acto criminal y su presencia moderada puede llegar a surtir un efecto de preservación del lazo social,  similar al que los griegos pensaban en la política para el caso de la polis.

La idea de la externalidad del mal se expresa también por medio de la noción ricoeuriana de “mancha,” representada en pestes e invasiones de otras tribus o, como en nuestro caso, marcados por el fenómeno multicolor de la criminalidad, el cual da cuenta (así no se le acepte de manera abierta) de nuestras particularidades psicológicas y las concepciones sobre el mal y la culpabilidad, tras las falencias en la instauración de la ley. De acuerdo con el autor francés (2004a: 257):

la culpabilidad, considerada aisladamente, estalla en varias direcciones: en la dirección de una reflexión ético jurídica (al estilo griego) sobre la relación entre la penalidad y la responsabilidad; en la dirección de una reflexión ético-religiosa (al estilo judaico) sobre la conciencia sutil y escrupulosa; por último, en la dirección de una reflexión psico-teológica (al estilo paulino) sobre el infierno de la conciencia acusada y condenada.                                                                              

De modo que nuestra religiosidad no solo se ha quedado corta hoy, tras los inconvenientes de los funcionarios eclesiásticos que denuncia Eugen Drewerman en Alemania (sobre todo en su libro: Clérigos. Psicograma de un ideal) y que son hoy objeto de reproches por parte del mundo piadoso en todas partes, sino que también es estructuralmente incapaz, lo mismo que la instancia judicial, de constreñir al hombre por medio de prohibiciones y normas, las cuales parecen no operar en él porque es como si no tuviera represiones; tal y como se evidencia en muchos de ellos, tras las denuncias por falencias en sus responsabilidades y en la asunción de la ley. En este punto es necesario recordar con Freud que el vínculo del sujeto con la ley tiende a ser más débil que el que establece con sus pulsiones, lo que significa que al hombre le resulta fácil obedecer al llamado de sus pasiones, mientras que cumplir con la ley moral y los deberes es algo para lo que el ser humano parece no estar bien equipado o en condiciones para llevarlo a cabo. Sin embargo, es necesario decir que las dificultades de la iglesia, una masa artificial de alto grado de organización, según Freud, así como las de otras instituciones como el ejército, están determinadas, en buena medida, por el violento influjo de la dinámica del capitalismo. Dinámica que, por su afán de disociar todo lo que encuentra a su paso, termina por afectar la estructuración edípica del sujeto en la familia, uno de los soportes de integración más importantes en la sociedad.

Parafraseando al profesor Cristóbal Holzapfel la responsabilidad y la ética en Paul Ricoeur son dos factores que combinan la mancha, la impureza y la mácula con los elementos contrarios, como algo propio de nuestras vivencias más originarias. Así que el bien y el mal aparecen asociados con lo puro y lo impuro. La mancha, como huella simbólico-imaginaria del lenguaje en la subjetividad, infunde un sentimiento de temor que puede alcanzar los niveles del terror o del pánico. Lo cual no sólo mueve al sujeto, por la primacía imaginaria tomada como algo real, a la realización de múltiples rituales de expiación, sino también a cometer delitos. El catedrático considera que el hombre primitivo enfrenta el mal por medio de la siguiente disposición diacrónica, la cual pensamos en continuidad: mal-mancha-temor-ritos de expiación, por medio del sacrificio de animales y humanos en distintas modalidades. Lo cual puede llegar a transformarse en crimen, al defenderse el sujeto de aquellos elementos que operan en su interioridad. “El mal es, según el pensador francés, una situación ‘en la que’ la humanidad es entendida como un colectivo singular; según el esquema de la culpabilidad, el mal es un acto que cada individuo comienza” (Ricoeur, 2004a: 263). Recordemos que en lo inconsciente nada del proceso primario se olvida, nada pasa, nada termina, lo cual hace que el hombre sea un eterno esclavo de su pasado arcaico o primordial. 

Un superyó exigente y punitivo puede hacer de cualquier sujeto alguien que se autocastiga de manera excesiva  (en la depresión y en la melancolía) o un delincuente y un criminal. En consonancia con la instancia critica de la subjetividad, Ricoeur (2003a: 306-307) dice:

A mi entender, el beneficio fundamental del psicoanálisis es haber inaugurado algo que podría parecer imposible, a saber, una genealogía del llamado principio de moralidad. Ahí donde el método kantiano discierne una estructura primitiva, irreductible, otro método discierne una instancia derivada, adquirida […] Ahora bien, este otro método, que también se llama análisis, ya no es una reflexión sobre las condiciones de posibilidad, sino una interpretación, una hermenéutica de las figuras en las cuales se inviste la instancia de la conciencia que juzga.

Sin embargo, es necesario precisar lo dicho por Ricoeur, porque en realidad, así exista la posibilidad de un diálogo entre la hermenéutica del filósofo y la interpretación de Freud, el beneficio aportado por el psicoanálisis es haber inventado un dispositivo para realizar “la dirección de la cura”, entendida esta como tratamiento de lo real del goce. Además, hablando con rigor epistemológico y con claridad, el psicoanálisis no es propiamente una filosofía (como lo intenta hacer ver Michel Onfray en Freud. El crepúsculo de un ídolo), ni tampoco una hermenéutica al estilo de Ricoeur, sino ante todo una experiencia con lo real del goce (del sufrimiento o el malestar, según Freud) y una praxis fundada en tal experiencia.    

En el segundo caso el mal se desmaterializa, es decir, la mancha se disuelve y se transforma en culpabilidad, la cual, según el pensador chileno, es la condición que antecede o predispone al sujeto a contraer culpas en el plano de lo particular. Un movimiento que va de la culpabilidad social a la culpa del sujeto y todo ello por la vía del significante. Distinción que aparece con antelación en Heidegger y sobre todo en Jaspers en su Psicología de las concepciones del mundo, del año 1919, y en sintonía con las elaboraciones de Freud de 1916 en Los que delinquen por conciencia de culpa y Psicología de las masas y análisis del yo. La culpabilidad, en tanto virus subjetivo o simbólica del mal proveniente del pasado, opera como antecedente que predispone y programa al sujeto para la criminalidad.

Según el filósofo, el mal no posee naturaleza, no es una cosa, al estilo positivista;  no es sustancia ni tampoco mundo. ¿Qué es entonces? A lo que podríamos decir, siguiendo el diálogo de Ricoeur con Freud, que probablemente sea un efecto de la mancilla de la finitud y de la falta estructural del hombre, o una huella mnémica del mal esencial (radical) que presiona o impulsa al ser a lo peor. En sí es algo que proviene de nosotros mismos. Aunque el autor dice que el mal es una “nada”, hemos de decir que sí es algo, o sea, significante y fantasía. Dos entidades que en la ontología de las substancias, sí son objetos. La pulsión de muerte es nada físico, sin embargo es una entidad simbólica que tiene efectos en la realidad material del hombre. Es en este sentido que decimos, desde el punto de vista de la estructura del lenguaje y los procesos fantasmáticos, que el sujeto es criminal.

Entonces, lo decisivo, al parecer, se juega aquí en este segundo estadio caracterizado por la introyección del mal y la subsiguiente desmaterialización de la mácula, mancha significante o huella mnémica que posteriormente el sujeto lleva dentro de sí como predisposición al mal. Tránsito de un estadio a otro que Ricoeur, comenta el profesor Holzapfel, ubica desde la perspectiva genealógica e histórica en el judeocristianismo. Los procesos de internalización se observan también en el pensamiento griego y constituyen una consecuencia del vínculo con el otro y del habla. En Freud tal mancha, se podría decir, es efecto del otro como tesoro de los significantes y bien se podría asemejar con el superyó y con el nudo imaginario, simbólico y real que lo atraviesa. En términos aristotélicos, la internalización es el medio por el que se crean las huellas mnémicas, la vida espiritual y la vida ética del sujeto. Con lo cual se demuestra que la virtud sí se puede aprehender, ya que es una inscripción significante que opera en continuidad moebiana entre el otro social y el sujeto, a la manera de una constante impresión, en la subjetividad.

Culpabilidad y acto criminal

El filósofo plantea una distinción básica entre culpabilidad y pecado, entendido este como acto, como cristalización del mal. Si la culpa es la consecuencia de la sedimentación del mal en la subjetividad por medio del lenguaje, el pecado es entonces el daño real infligido al otro como efecto de la mencionada sedimentación. Según el autor, “la culpabilidad designa  el momento subjetivo de la culpa, mientras que el pecado denota su momento ontológico” (2004: 260) ¿Qué quiere decir con ello? Según el profesor Holzapfel, es restarle el carácter ontológico a la culpabilidad para otorgárselo al pecado. ¿Cómo entender esto? Al parecer es más acertado decir que mientras el pecado es de carácter óntico (siendo lo ontológico para Heidegger lo que determina que un fenómeno tenga cierto comportamiento óntico) la culpabilidad, en cambio, es de carácter ontológico, dada nuestra consustancial finitud, la cual hace que se presenten aspectos irracionales en las acciones humanas. En cuanto a la acción, Ricoeur (2009b: 201) precisa: “Antes de ser sometidos a la interpretación, los símbolos son interpretantes internos de la acción. De esta manera, el simbolismo confiere a la acción una primera legibilidad. Hace de la acción un cuasitexto para el cual los símbolos proporcionan las reglas de significación en función de las cuales tal conducta puede ser interpretada”.

Nuestra finitud impide que sepamos todas las motivaciones y todas las consecuencias; razón por la que para este estudio hemos preferido poner el acento en el factor de la culpabilidad (el cual contiene a la noción de finitud) antes que pretender abarcar todo el saber, que es imposible, para explicar el fenómeno de la criminalidad. Explicación que requiere de un progreso en nuestra racionalidad, el cual consiste en pasar de la inocencia imaginaria a la culpabilidad simbólica, a la responsabilidad. Para ello sería necesario interpretar el fenómeno del crimen, desde una simbólica del mal integrada por los siguientes elementos: pulsión de muerte, mancilla (mancha), pecado (original) y culpabilidad (de nacimiento). Culpabilidad por exceso o por defecto que, en la lógica de Freud, tendría un papel protagónico en lo concerniente a la causación del crimen, como fenómeno anticultural.

Si bien la internalización del mal (aparejada con la generación de la culpabilidad) es incitada, en un primer momento, por el judeo-cristianismo, lo sostiene el profesor Holzapfel inspirado en Nietzsche, la realidad es que tal introyección obedece a factores mucho más complejos, ya que serían varios los elementos que ocasionarían dicho movimiento. Sin duda el judeo-cristianismo ha contribuido a ello, aunque más preciso sea hablar de una “metafísica platónico-cristiana”, según el autor de La genealogía de la moral, pero también es cierto que el mal está alojado en el interior del hombre como un impulso tan natural como el de la preservación de la vida. Sobre el magnífico texto de Nietzsche, se podría decir que Freud realiza una explicación bastante coherente a partir del concepto de superyó.

Entonces, dos concepciones sobre el mal, una que considera que es algo que proviene de afuera (endosándole la responsabilidad al judeo-cristianismo) y otra que, menos aceptada, parte del mal como algo ínsito en el hombre y por tanto requiere ser regulado o contenido. En esta onda de pensamiento, el autor francés hace la siguiente precisión: “Contrariamente a un origen individual del mal, se trata de una continuación, de una perpetuación, comparable con una tara hereditaria transmitida a todo el género humano por un primer hombre, ancestro de todos los hombres” (Ricoeur, 2003a: 251). Reflexión cuasi teológica que concuerda con la hipótesis antropológica de Freud, según la cual el hombre es portador en su inconsciente de una maldad estructural proveniente de su herencia arcaica o primordial. He aquí las bases de una psicología social que no riñe con los postulados de la psicología individual. 

Es necesario precisar, en sentido aristotélico que lo propio del hombre es su capacidad para la internalización de lo externo, como si fuera una especie de monstruo marino. Y ello es una fuente de culpabilidad para el sujeto, porque es como si al incorporar los objetos (sean ellos reales, simbólicos o imaginarios) el sujeto quedara con la sensación de haberlos destruido, tal y como sucede con los procesos de la alimentación. La internalización de la que hablamos es, desde todo punto de vista, una simbología, una imagen o una representación sólo posible por el lenguaje. Ahora, como el lenguaje no sólo representa a la realidad (material, lógica o fantasmática singular) sino que también la traiciona, pensamos que puede ser perfectamente válido contar con una distorsión, la cual puede trabajar al servicio de la fantasía y de lo imaginario como fuente del mal. Sin el lenguaje no existe posibilidad de internalización, siendo el sujeto una especie de caníbal de los significantes que se encargan de traducir y transmitir múltiples figuras del mal y hacen creer al hombre que está situado por fuera de él. Recordemos que la interpretación es un movimiento simbólico que va de lo manifiesto (apariencia) hacia lo latente (esencia).

El recorrido que va del primer estadio (o sea el de la externalidad o culpabilidad colectiva) al segundo (caracterizado por la internalización de la culpa) explica la generación de la culpa en el sujeto, por ejemplo, a través del incumplimiento de una observancia, una prohibición o un tabú, tal y como lo señalara Freud. Lo anterior indica también el paso de una moral de las costumbres a un estadio interno ético que orienta a cada sujeto en su obrar, es decir un movimiento que va de la culpabilidad general e imaginaria a una culpa particular y simbólica. Mientras en la primera la responsabilidad queda disuelta en el colectivo, dando a entender que la culpa es de todos y, al mismo tiempo, de ninguno, en la segunda fase se trata de una consecuencia lógica fruto de los actos del sujeto y por tanto la responsabilidad es suya y de nadie más. En este punto el filósofo y psicoanalista Jacques-Alain Miller (1991: 69-71), hablando de la responsabilidad del sujeto como efecto del sentimiento de culpa, dice: “Tener escrúpulos por su conducta es el principio mismo de la ética; preocuparse por lo que uno hace o no hace, y en qué condición”.

Mientras en una mentalidad primitiva e imaginaria el mal es visto como externalidad, y por tanto como objeto de expiación, en la mentalidad civilizada del hombre occidental se trata de sanción, tal y como lo enseña el derecho penal hoy. De un recorrido que va de la materialización del mal, es decir, del acto criminoso como tal, se genera el temor a la retaliación (como consecuencia lógica del daño ocasionado) y brota la culpabilidad individual, la cual es remitida a una ley que aplica una sanción. Parafraseando a Dostoyevski (en Crimen y castigo) y a Foucault (en Vigilar y castigar y otras obras) podríamos decir que todo crimen lleva impresa la marca del castigo, al ser objeto de vigilancia y control por parte de la interioridad misma del sujeto. Función que es llevada a cabo, según Freud, por la instancia del superyó, el cual mueve al acto criminal cuando no se ha instalado, como en el caso de las psicosis; pero también cuando es excesivo y punitivo.  Lo anterior permite inferir que el efecto del superyó, o sea la culpabilidad, posee grados y extremos que designan las dos figuras contrapuestas del “justo” y del “malvado”.

La existencia del mal, desde la perspectiva del Derecho, significa que el culpable o responsable de él es individualizado y sancionado. Es la vigilancia y el control de la ley, como efecto de la internalización de la función paterna, la que promueve la justicia y la paz entre los ciudadanos. Ahora, la injusticia, plantea Ricoeur, pude ser la figura del mal radical. Sólo por la regulación y la paz, la sociedad y los individuos pueden subsanar las faltas e impedir, aunque no se logre en muchos casos, que el hombre sea un lobo para sus semejantes, al fallarles lo simbólico por no haber sido asimilada la ley de manera adecuada. Asunto que procuramos exponer, con mucha mayor claridad teórica, desde el capítulo siguiente.

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