Sunday, March 10, 2013

De la culpa moral a la culpa jurídica


El espíritu de exactitud nos desnuda los peligros ínsitos a la conciencia escrupulosa; al riesgo del afán juridicista se añade el de la turbación ritualista. Cuando la letra del precepto nos hace olvidar su finalidad, entonces corre peligro la conciencia escrupulosa de ahogar su propio ánimo de obedecer en la meticulosidad formalista de su acatamiento: ese riesgo, dice Ricoeur, es el precio de su grandiosidad y la conciencia escrupulosa no ve transgresión en ello.

La conciencia escrupulosa es una conciencia cada vez más acoplada y más meticulosa, que adiciona continuamente nuevas obligatoriedades, sin olvidar ninguna de las anteriores. Es una conciencia múltiple, de aluvión, que sólo encuentra su redención en el movimiento continuo; detrás de sí va aglomerando un paso inmenso convertido en tradición; sólo tiene existencia en su punta de perforación, donde termina la tradición y comienza su propia “interpretación” en circunstancias recientes, ambiguas o incompatibles. No es una conciencia que empieza o que vuelve a arrancar; es una conciencia que sigue y sigue sumando. Ahora, en cuanto se frena en ese trabajo de innovación minuciosa y muchas veces microscópica, la conciencia se hallará cogida en la trampa de su propia tradición, que termina por trocarse en su lastre y en su yugo. Además, el sujeto escrupuloso, dice Ricoeur, es un hombre separado, “aislado”. ¿Recordamos la metáfora de la salamandra?

El término fariseo quiere decir “separado”, su emancipación refleja en el plano de las relaciones con los demás aquella otra disociación entre puro e impuro, inherente a la ritualización de la vida moral. Mientras el fariseo se emparenta con la actitud del hereje y ambas posiciones se relacionan con el efecto de separación, tal y como sucede al final del análisis, el ritual une a la comunidad suministrándole símbolos que son como su banderín de enganche y la insignia con la que se reconocen mutuamente. Pero ese lazo interno, precisa Ricoeur, que une a los correligionarios no suspende que ellos, como grupo, se conciban separados de los no comunicantes, igual que lo puro está en el polo de lo impuro. En una lógica que no es de ruptura sino de continuidad moebiana, Ricoeur comenta que, dado que no hay hechos sino interpretaciones, no es posible separar el relato ficticio del histórico, ya que entre ambos hay dialéctica.

El hombre escrupuloso es incapaz de proteger su cortesía si no es a fuerza de un celo voraz y proselitista con el que pretende reducir las distancias entre los observantes y los no obedientes, hasta hacer, al menos de su gente, un dominio de santos y un pueblo sacerdotal. El escrupuloso se encuentra, entonces, entre la espada y la pared ante la disyuntiva de hacerse un fanático o de atrofiarse y enquistarse. Declina universalizar el imperativo de su propia singularidad, y se convierte en piedra de choque para los demás y en un solitario en su tejado. Pero esto tampoco es apreciado por el escrupuloso como culpa suya, pues considera que ello es sencillamente el fruto amargo de su propia sumisión, gajes de su destino, de su oficio.

El escrupuloso, sin duda, es la punta del iceberg de la experiencia culpable, la recapitulación de la mácula, de la falta y de la culpabilidad en la conciencia sensible; pero es precisamente en este punto de enclavamiento donde amenaza naufragar toda esta experiencia. En este rumbo, según Ricoeur, podemos ver la contraprueba del análisis que acabamos de hacer en la descripción del fracaso específico de la conciencia escrupulosa. Este revés es la hipocresía, fingimiento que es como la mueca de escrúpulo. El escrúpulo gira hacia la hipocresía desde el momento en que la conciencia delicada deja de mantenerse en movimiento.

El proceso jurídico de la conciencia escrupulosa deja de existir cuando la casuística desiste de conquistar nuevos terrenos; su ritualización termina en cuanto se agrieta la meticulosidad, y su apaciguamiento, al cesar la interpretación o la metáfora viva. Su disociación se hace insoportable en la medida en que languidece su celo misionero. Dado que la conciencia discreta vive del pasado, está sentenciada al movimiento continuo; en el momento en que se priva de practicar, de añadir y de conquistar, empiezan a desnudar uno a uno todos los estigmas de la hipocresía. En esa situación, puntualiza Ricoeur, precisamente por su revelación está concluida y cerrada; exactamente su heteronomía es de pura fachada; en ella sólo queda la altisonancia de las palabras sin la solidez de los hechos: “Porque hablan y no hacen”. Así, cuando se deja de interpretar la ley, ella cesa de constituir las delicias de su estudio para mudarse en yugo pesado. Por lo tanto, las minucias de la observancia oscurecen los grandes valores de la vida, la justicia, la benevolencia y la lealtad. Se sacrifica la finalidad de la ley, que es el bien del prójimo, su libertad y su dicha, en aras de las nimiedades de la observancia. Entonces, la exterioridad se desliga de la interioridad y el celo de la praxis encubre la muerte del corazón. De este modo la heteronomía consecuente y consentida se convierte en alienación.

Ahora bien, el hombre, considera Ricoeur, es impotente para cumplir satisfactoriamente con la totalidad de las exigencias de la ley; por eso hablaba san Pablo  de “la maldición de la ley” . En este sentido la ley no sirve para nada, pues la perfección es cosa interminable y los mandamientos no tienen número. ¿Dónde comienza el abismo de la culpabilidad? Digamos que la ley transforma cada paso hacia la cumbre en nueva distancia. Al respecto consideramos que agujerea al sujeto, lo pone en falta. El gran descubrimiento de san Pablo fue el de que la misma ley es un manantial de faltas, fue como un codicilo que se añadió con miras a la trasgresión; lejos de comunicarnos la vida lo único que puede hacer es darnos la conciencia del pecado. Más aún, la ley llega a engendrarlo.

A propósito de la sujeción a la ley, en Moisés encontramos (al final de su vacilante travesía por el desierto) cómo se transparentan sus sentimientos de culpa acumulados, los cuales inciden para que, en últimas, no realice su deseo; algo similar acontece en la lógica freudiana de quienes fracasan al triunfar y alcanza aún al practicante del psicoanálisis, quien por los imperativos superyoicos, la cobardía moral y la indecisión culpable, termina obstaculizando su propio camino hacia el final del análisis, la tierra prometida del pase y la posterior nominación de AE (analista de la escuela). El problema es que cuando se niega el pase a un candidato (con justificación o no), y por lo tanto la condición de AE, a su vez puede convertirse en alguien que les obstaculiza el paso a los demás.

Sin embargo, lo anterior no quiere decir que en los carteles del pase no existan múltiples avatares políticos y transferenciales, los cuales se necesita revisar para intentar comprender mejor. En este punto coincidimos en la reflexión con el filósofo francés cuando dice: “Al igual que el de Aristóteles, nuestro análisis no hace ningún corte entre deseo y razón, sino que extrae del deseo mismo, cuando accede a la esfera del lenguaje, las condiciones mismas de ejercicio de la razón deliberante”.

Ricoeur señala que san Pablo, mucho antes que Nietzsche, desmontó el resorte de la máquina infernal de la ley, pues éste presumía haber asestado un golpe mortal al primer teólogo. Parafraseando a Nietzsche, el cristianismo, desde la perspectiva de Pablo, es promoción del sentimiento de culpa y no de la redención y del amor, como pretendiera Jesús. Por eso avala más la psicología de éste que la de aquél, a quien considera un “envenenador del cristianismo”. Dice Pablo: “La ley hizo su aparición para multiplicar las culpas” . Por tal motivo la falta desarrolló toda su potencia pecaminosa utilizando la palanca del precepto. La religión, según Marx, es el opio de los pueblos, y con tal frase interroga: ¿que el sujeto se alivia de la culpa, la tristeza y la depresión amando a Dios?

Respecto a Pablo, Marta Gerez Ambertín comenta lo siguiente:

Saulo de Tarso advierte en la culpa el padecimiento por la muerte de Dios-Padre y reconoce, también, que con el sacrificio del hijo es posible la redención: ‘Cordero de Dios que quita los pecados del mundo’. Singular trueque que retrotrae a la Ley del Talión de Éxodo: ‘Alma por alma’. Una vida se ofrece para expiar el asesinato […]. Todos somos tentados por el sacrificio; sin embargo, en 1964 [Lacan] afirmará que sólo algunos se abisman en él ofreciendo su vida. Me parece crucial descifrar esto, porque si todos estructuralmente somos presa potencial del sacrificio, unos pueden decir que no y otros, en cambio, se ofrecen gozosamente a él.

San Pablo heredó la tesis hebrea de que el pecado se sanciona con la muerte; en esta onda de pensamiento la defunción es el salario que paga la ley a quien falta a ella, cuando en ella busca precisamente la vida. En Pablo, entonces, la muerte simboliza el dualismo nacido del espíritu y de la carne. Este dimorfismo está lejos de ser una estructura ontológica originaria, es sencillamente un orden de existencia derivado de la voluntad de vivir y justificarse por la ley y bajo la ley. Es un querer bastante genial para reconocer la verdad y la bondad de la ley, pero demasiado endeble para cumplirla. Por eso, dice Pablo: “Querer el bien está a mi alcance, pero no el cumplirlo, puesto que no hago el bien que quiero y cometo el mal que no quiero”. ¿Tenía Pablo una noción del sujeto dividido como la que hoy pensamos en el psicoanálisis? En este sentido y en otro sector del texto bíblico, en Eclesiastés 10, 8, se dice: “Quien cava la tumba de otro, él mismo se entierra”.

Según Marta Gerez, las “torpezas desembocan en suicidios solapados y reducidos a la condición de accidentes fortuitos e inmotivados […]. La acción sacrificial ligada al parricidio, la culpa y la necesidad de castigo […] se resume en el proverbio citado” . Escisión por demás conocida por nosotros desde la perspectiva freudiana. Eso que yo no quiero hacer y que, sin embargo, hago, a pesar mío, se erige contra mí como una parte enajenada de mí mismo. Según Ricoeur, “el discernimiento de la falta trágica se realiza por la cualidad emocional de la compasión, del temor y del sentido de lo humano”.

Una dialéctica similar a la que plantea el historiador y escritor argentino Ricardo Emilio Piglia, quien emplea la narración más para ocultar que para mostrar, como el místico con la metáfora y el oxímoron, una especie de ficción de lo real que algunos se la atribuyen a la dictadura militar en su país. Sugiere que ninguna elaboración literaria está bien estructurada si no posee dos historias opuestas: libro y contralibro, al mismo tiempo; como el caso del tipo que va a un casino, se gana mil millones de dólares y luego se va para su casa y se suicida. Una lógica binaria S1, S2 como la que también Lacan emplea en muchos apartes de su obra.

Según Ricoeur, san Pablo supo expresar muy bien a través de la misma fluctuación del lenguaje esa disociación del pronombre personal: allí figura el yo que se reconoce y afirma; al mismo tiempo que se afianza se desdice: “Ya no soy yo quien realiza la acción”. Y al desdecirse se interioriza: Yo me regocijo en la ley de Dios en mis vivencias como hombre interior; pero, si no quiero incurrir en mala fe, tengo que apropiarme de mis dos yo: el yo de mi razón y el yo de mi carne: No cabe duda, yo mismo soy quien por mi razón sirve a la ley de Dios y por mi carne a la ley del pecado. Esta disociación del yo es la clave del concepto paulino de “carne”. La carne es el yo alienado de sí mismo, en oposición al mismo yo proyectado hacia el exterior. Es la carne cuyos deseos están en pugna con los deseos del alma. Una lógica semejante plantea Hegel en Fenomenología del espíritu, sobre todo en la conciencia duplicada, reflexión que ha dado lugar a pensar en el complejo esquema del amo y el esclavo representado por los conceptos freudianos del “superyó” y del “yo”, respectivamente. Sobre este punto volveremos más adelante.

No es sino que desaparezca el sentido de la falta como ofensa cometida ante los ojos de Dios, comenta Ricoeur, para que la culpabilidad desarrolle sus estragos. Así, el límite se reduce exclusivamente a una acusación sin acusador, a un tribunal sin juez y a un veredicto sin autor. Paul Ricoeur considera que la alienación puede entenderse también en sentido hegeliano, marxista, nietzscheano, freudiano y sartreano; pero en el fondo está el manto paulino haciendo de soporte de todas esas estratificaciones de nuestra historia ética. En esta perspectiva se podría decir que las emociones (entre ellas la culpabilidad), como mediaciones simbólicas, poseen la fuerza para agitar el ser, mover el cuerpo y conmover la acción.

Es por el poder involuntario de las emociones que el penitente fervoroso, obstinado en la tarea indefinida de cumplir cabalmente todos los preceptos de la ley, fracasa en este empeño y, como efecto, se desencadena el sentimiento de culpabilidad, el cual es también un efecto del diálogo del sujeto entre fenomenología y hermenéutica. Los profesores Germán Vargas y Luz Cárdenas, nos dicen que: “La emoción, según Ricoeur, tiene un carácter de desorden, interrumpe el movimiento de inercia que impone lo habitual, irrumpe, bien sea como sorpresa, como choque o como complicación pasional”. Por eso la norma, tal y como Ricoeur observara para el caso del signo, tiene una doble faz, razón por la que se sostiene que la ley es cínica y tiene una estructura similar a la del sujeto dividido.

Ley, trasgresión y culpa

La culpabilidad sale a la luz a lo largo de la historia de la humanidad como un sentimiento constante y típicamente humano. Así, las religiones y las organizaciones sociales legislan sobre los actos de los hombres, los penalizan e invitan a conseguir una actitud de arrepentimiento y rectificación. La simbología judeocristiana se asocia, históricamente, con la melancolía o la depresión severa, y todas ellas con la noción de culpabilidad, la cual representa, bastante bien, la tristeza kierkegaardiana de ambas nosologías psicopatológicas

Desde la antigua Sumer o baja Mesopotamia los sabios sumerios creían y enseñaban que las desgracias del hombre eran secuela de sus faltas y de sus perversas acciones, y que no había hombre alguno que estuviera exento de culpabilidad. Los sumerios examinaban que no existiera sufrimiento humano injusto o inmerecido, pues es siempre el hombre a quien hay que imputar, nunca a los dioses o al destino. El registro de la culpa brota por primera vez en las tablillas de los sumerios, lo mismo que el arrepentimiento y el castigo por la infracción a la ley. En la cultura sumeria estos factores son muy insistentes, dado que toda su organización religiosa, social y administrativa estaba regulada por una abundante reglamentación jurisprudencial.

En la Biblia judeocristiana, por ejemplo, se ve aflorar aquello que emerge como insistencia en lo humano, esto es, la culpabilidad. La ley mosaica descrita en el Antiguo Testamento constituye el legado imperativo de un Dios que instaura la ley, pero a la que el hombre se ve movido a transgredir permanentemente. Desde la perspectiva de Ricoeur se desprende que una cosa es la acción motivada por la ética, la prudencia y la responsabilidad (tal y como eran entendidas por los griegos), y otra muy distinta el acto movido por la culpabilidad como efecto del pecado y de las vivencias sobre la condenación. Por eso afirma: “Finalmente, las emociones trágicas exigen que una ‘falta’ impida al héroe sobresalir en los órdenes de la virtud y la justicia, sin que, sin embargo, el vacío o la maldad lo hagan caer en la desdicha”.

En las religiones se pregona, desde los sumerios hasta la actualidad, que el hombre llega a pacificar la culpa representando la divinidad bajo sus distintos aspectos: un tótem, un dios, el destino, la creación, un padre o un dios extraordinariamente sobrevalorado por ser el único capaz, no sólo de comprender las necesidades del hombre, sino también por tener conmiseración ante los ruegos humanos y poder ser calmado en su ira por medio de las expresiones de arrepentimiento y autorreproche. Mientras la responsabilidad y la actitud ética implican autonomía por parte del sujeto, la culpa conlleva sujeción a un otro imaginario; factor constitutivo de toda posición ideológica. Al respecto nos dice Ricoeur: “En este sentido, la ideología es el discurso mismo de la constitución imaginaria de la sociedad”.

Sin excepción, todas las culturas, desde las orientales hasta las occidentales de hoy, han legislado sobre la religión y la moral. Por eso decimos que existe una relación entre la ley, su trasgresión y la culpa resultante. Además, todos los factores que aparecen relacionados con la religión y la moral encuentran su origen en lo divino o en un fundamento filosófico-jurídico. Freud conjeturaba un proceso en las religiones que iría desde la representación del padre de la horda primitiva (infancia social), como un tótem sagrado, hasta la de un dios sagrado en el monoteísmo. Este tránsito simboliza un progreso cultural, evolución que concierne al principio de la relación de la palabra con la ley; norma que constituye la fundación del deseo del hombre.

¿Cuál es el origen social de la culpabilidad? Freud, en Tótem y tabú, bajo el recurso del mito, relata la historia de un padre violento y celoso que guarda para sí todas las mujeres y expulsa de la horda a sus hijos, a medida que van creciendo. La horda primitiva, al estar constituida por un grupo de hermanos, los cuales son sometidos a una tiranía sexual forzada y excluyente, termina estableciendo una resistencia que se opone al despotismo del padre, le dan muerte y lo consumen luego en un banquete totémico. Las motivaciones de dicho acto son el deseo de acceder a las mujeres de la tribu y realizar el odio hacia el padre, único que podía gozar de ellas. En este punto conviene tener en cuenta el sentir del antropólogo Claude Lévi-Strauss:

Pasa con el totemismo lo mismo que con la histeria. Cuando se ha empezado a dudar de que fuera posible aislar arbitrariamente algunos fenómenos, y agruparlos entre sí para hacer de ellos los signos diagnósticos de una enfermedad o de una institución objetiva, los síntomas mismos han desaparecido, o han demostrado ser rebeldes a las interpretaciones unificadoras […]. Las bogas de la histeria y del totemismo son contemporáneas, es decir, han nacido en el medio de una misma civilización; y sus semejantes y paralelas desventuras se explican, en primer lugar, por la común tendencia mostrada por diversas ramas de la ciencia, hacia finales del siglo XX, a construir por separado —y dan ganas de decir que en forma de una “naturaleza”— fenómenos humanos que los hombres de ciencia prefirieron considerar como exteriores a su universo moral, con el objeto de proteger la buena conciencia que no querían perder frente a este último […]. La crítica que Freud hizo de la concepción de la histeria de Charcot fue la de convencernos de que no existe una diferencia esencial entre los estados de salud y los de enfermedad mental […]. Al hacer del histérico o del pintor innovador seres anormales, se daba uno el lujo de creer que no nos incumbían y que por el simple hecho de su existencia no ponían en tela de juicio, no exigían la revisión de un orden social, moral o intelectual aceptado.

En general, Lévi-Strauss denomina al totemismo “ilusión totémica” y define el sistema totémico, apoyado en A. P. Elkin, eminente especialista de Australia, a partir de tres criterios:

La forma, o manera en que los tótem están distribuidos entre los individuos y los grupos (en función del sexo, o de la pertenencia a un clan, a una mitad, etc.); la significación, según el papel desempeñado por el tótem en lo tocante al individuo (como asistente, guardián, compañero o símbolo del grupo social o del grupo cultural), y por último la función, que corresponde al papel desempeñado por el sistema totémico en el grupo (reglamentación de los matrimonios, sanciones sociales y morales, filosofía, etc.).

Dado que los hermanos albergaban hacia el padre sentimientos contradictorios, los cuales, según Freud, forman parte del contenido ambivalente del complejo paterno en todos los niños y aun en nosotros, al satisfacer su odio matando al padre y al identificarse con éste, debieron abandonarse a manifestaciones afectivas de exagerada ternura. Lo hicieron en forma de arrepentimiento, sintieron un sentimiento de culpabilidad que se confunde con el remordimiento comúnmente experimentado. Posteriormente, el muerto fue adquiriendo, poco a poco, un “poder mucho mayor del que había poseído en vida”. Identificados con el desaparecido, repudiaron su acto y prohibieron el asesinato del tótem (sustituto del padre) y renunciaron a recoger los frutos de estos actos negándose a tener encuentros sexuales con las mujeres que habían liberado.

Freud parte de las aventuras tormentosas de Edipo y considera que esta historia no cuenta un hecho dramático y excepcional, sino que se trata, por el contrario, de un modelo de pensamiento común a todos los hombres. En este sentido, Edipo Rey constituye un espejo para mirarse, pues todo el mundo se ha sentido, en algún momento, amante de su madre y asesino potencial de su padre, aunque, en la realidad, las cosas no vayan más allá de la intención. Según Ricoeur, la catharsis griega es “parte integrante del proceso de metaforización que une cognición, imaginación y sentimiento”.

La tragedia de Sófocles, Edipo Rey, describe lo siguiente: Layo, rey de Atenas, fue a consultar el Oráculo de Delfos porque su esposa Yocasta no conseguía tener hijos. Al responderle el Oráculo que el hijo de su mujer lo mataría, decidió abandonar en la montaña al recién nacido concebido justo después de esta predicción. Unos pastores salvaron a Edipo, que fue adoptado por Pólibo, rey de Corinto, a quien consideraría su padre. Edipo, que sentía el deseo de saber por sus orígenes y su destino, también fue a consultar al Oráculo, que le reveló que mataría a su padre y se casaría con su madre. Cuando se cruzó fortuitamente con Layo en la encrucijada de dos caminos, Edipo se negó a cederle el paso y lo mató. Después de vencer a la Esfinge fue proclamado rey de Tebas y se casó con Yocasta, con quien tuvo cuatro hijos. Ésta, informada por el adivino Tiresias de la identidad de Edipo, se ahorcó, mientras que su hijo se sacó los ojos. Edipo, perseguido por las Erinias, diosas vengadoras, acaba sus días en Colono, donde Teseo asiste sus últimos momentos.

Así, pues, con Sófocles se deduce, desde la óptica de Fernando Savater, que lo que hace responsable al sujeto no es lo que proyecta hacer ni lo que hace efectivamente, sino lo que piensa o reflexiona sobre lo que ha realizado. Tanto Sófocles como Shakespeare hablan de una responsabilidad culpable atribuible al agente o sujeto principal de una acción, el cual nunca es desligado totalmente del acto o de sus consecuencias. Sin embargo, para los griegos parece que en la vida social todos somos responsables de todo, en algún grado; así tendamos a repartir la culpabilidad en la genética, en nuestros padres, en la educación recibida o en la situación histórica, social o económica del momento, que no podamos controlar.

Tal asesinato mítico se constituye como necesario para dar cuenta del origen social de la religión y la moral, lo mismo que del sentimiento de culpabilidad. Las dos prohibiciones que de aquí se derivan –incesto y parricidio– se instauran como ley que da origen a los primeros sistemas de regulación de las conductas humanas. Según Lacan, la genuina función del padre consiste en la articulación del deseo con la ley; dos significantes que, enlazados en una lógica de continuidad moebiana por la noción de culpa, constituyen una condensación singular de las relaciones múltiples y complejas entre el discurso del psicoanálisis y el jurídico. He aquí una buena razón para repensar la génesis del derecho y de todo nuestro aparato jurídico-penal.

Imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad

En términos generales, los conceptos de imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad se plantean hoy en el Derecho Penal de manera similar a como se hacía en el pasado. ¿Cómo se conciben hoy tales conceptos? Para responder a este interrogante nos basaremos, sobre todo, en los textos de Juan Fernández Carrasquilla.

¿Qué entender por imputabilidad?

El concepto imputabilidad se deriva del verbo latino imputare, que quiere decir “atribuir algo a alguien”, “hacer cargo de algo a alguien”, en el sentido de atribuir un mal o daño. La noción “imputabilidad” se emplea en dos sentidos: imputabilidad de la acción o del hecho e imputabilidad del agente. Ambas posibilidades se articulan, si nos es lícito decirlo así, a los conceptos de justicia y de responsabilidad, tal y como éstos son pensados por el juez español Baltasar Garzón. Los doctrinantes modernos toman el concepto imputabilidad como expresión, como estado o modo de ser del agente en el momento de realizar el delito, no en sentido de atribuibilidad.

¿Quién es imputable? El que posee al momento de la acción, del acto criminoso, las condiciones psíquicas requeridas por la ley para poder desarrollar su conducta socialmente, por esto se le puede considerar responsable de sus actos. Este aspecto constituye la capacidad del sujeto para entender y querer en el ámbito del Derecho Penal. Ahora, la diferenciación entre sujetos que poseen la capacidad psíquica para comprender la ilegalidad de su conducta y aquéllos en estado de incapacidad psicológica para los mismos propósitos no es actual. Según los “romanistas”, en el derecho romano se encuentra la presencia de “medidas asegurativas” para los locos furiosos que habían cometido algún delito cuando se hallaban en un “sano juicio”, tales medidas consistían en confinarlos en casa de sus familiares o en el encierro vigilado por guardas. Algo semejante sucedía con los menores que eran excusados de pena no por anormalidad mental, sino por inocencia.

En las siete partidas españolas, recopiladas por orden de Alfonso X, también llamado “El Sabio”, en el año 1265, se eliminaba la responsabilidad de los locos, de los furiosos, los desmemoriados y los menores de diez años y medio. Al aumentar las codificaciones penales, en el siglo XVIII, la distinción se enfatiza hasta arribar al moderno derecho penal que impone “penas” a los imputables que han realizado un acto injusto y reprochable con fundamento en la culpabilidad, y “medidas de seguridad” a los inimputables que han realizado un acto injusto con fundamento en su peligrosidad. Los conceptos de culpabilidad y responsabilidad aparecen asociados al de imputabilidad.

Para Juan Fernández Carrasquilla  a diferencia de la vieja doctrina clásica, existen diferencias en cuanto al concepto de culpabilidad. Es así como distingue entre culpabilidad plena (de los imputables) y culpabilidad incompleta (de los inimputables), considerando la inimputabilidad como capacidad reducida de culpabilidad (algo así como una aptitud de culpa incompleta) que sólo da lugar a la imposición de “medidas de seguridad”, luego de cometido el delito o el hecho criminoso.

El inimputable no es un sujeto irracional; lo que sucede es que el derecho actual considera que no posee la racionalidad suficiente que la ley toma en cuenta para la atribución de las penas. El sujeto inimputable, dice Fernández, piensa de un modo distinto al común, pero piensa, siente, valora y actúa. La estructura de su acción es la misma que la del imputable, aunque los contenidos de valor son diferentes, y por eso sus finalidades dan lugar a un sentido muchas veces “incomprensible” para el hombre común (que se rige por los patrones de cultura dominante, oficial o hegemónica), pero de ninguna manera a un “sin sentido”.

El concepto jurídico de imputabilidad está íntimamente ligado a las reflexiones de los discursos psicoanalítico, psiquiátrico, psicológico, sociológico y antropológico, ajenas, en muchos casos en nuestro contexto, a los paradigmas de los estudiosos de las ciencias penales. De ahí que la imputabilidad haya estado sumida en el plano de la culpabilidad tal y como se aprecia en el Código Penal colombiano de 1938. Aquí la imputabilidad pasó a ser presupuesto de la culpabilidad. Significante que, en el ámbito de la subjetividad, nombra de manera eficaz no sólo la realidad mental contemporánea de muchos sujetos, sino también la representación psíquica de una serie de agrupaciones y conglomerados sociales, los cuales (tanto por sus dinamismos estructurales, como por sus incursiones bélicas y los excesos del poder) asimilamos con la Tebas de Edipo. Una comarca donde sus moradores, identificados con un criminal oculto, vivenciaban una especie de culpa persecutoria asociada a los primeros brotes de una tragedia anunciada.

¿Cómo se concibe el concepto culpabilidad

Ante todo la culpa es un criterio ordenador y constitutivo del funcionamiento mental humano y hace parte de cualquier sistema jurídico, por primitivo que sea, tal y como lo observara B. Malinowski en las islas Trobriand. En la doctrina del derecho penal es, según Arturo Villarreal Palos, el fundamento y el límite de la pena. También es el conjunto de presupuestos o caracteres que debe presentar la conducta para que le sea reprochada jurídicamente a su autor. Representa el componente subjetivo del acto ilícito penal. Una determinada conducta se puede establecer como culposa y dolosa siempre que el agente pueda ser entendido como causa moral del hecho mismo, es decir, siempre que la acción incriminatoria se le pueda atribuir como suya o como algo que le pertenece en el plano mental. Subjetivamente se atribuye al hombre aquello que él ha querido, deseado; en tanto que desde el punto de vista objetivo se le imputa solamente aquello que él ha causado. En materia de culpabilidad se suele hablar de una causalidad psíquica para diferenciarla de la causa física. La culpabilidad puede designarse como elemento psicológico del delito.

En este campo dos posturas teóricas se disputan la reflexión: 1) la teoría tradicional o psicológica, que considera que para que haya culpabilidad basta el simple nexo de naturaleza psicológica entre el agente y el hecho (sin que a ese nexo se agregue nada más); probado o establecido este nexo queda constatada la culpabilidad. 2) La concepción normativa de la culpabilidad. Sus representantes argumentan que la culpabilidad implica una evaluación, un juicio de valor y no únicamente una constatación o verificación. En tal perspectiva podríamos agregar, guiados por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que cuando en la mentalidad colectiva no opera la culpabilidad, en cuanto mecanismo de reparación (como al parecer sucede en la posmodernidad), se genera un modo de vida y una dinámica social líquidas, caracterizados ambos movimientos por el fracaso de la razón, entendida ésta como solidez en la responsabilidad ética, lo que da lugar a una vivencia colectiva de desprecio, tristeza y frustración.

¿Cuáles son los factores que determinan si una conducta puede calificarse como hecho punible? Según Fernández, son básicamente tres: 1) que coincida con los elementos descritos en la ley (tipicidad); 2) que no ocurra ninguna circunstancia de justificación (antijuridicidad), y 3) que el agente sea culpable. De acuerdo con Héctor Gallo, “no hay sociedad sin culpa, porque ésta es solidaria de una legislación y responde a una deuda que se encuentra en el corazón de la constitución del vínculo social. La falta de culpa en una sociedad provocaría un tipo de vínculo perverso basado en el goce por el goce […] Sin culpa no hay funcionamiento social, no hay comunidad posible, ni proyectos comunitarios inscritos en la ley de la ciudad”. La culpabilidad es un efecto de la ley simbólica del padre, la cual, a su vez, establece un dominio o una regulación sobre el deseo imaginario de la posición subjetiva materna.

De igual manera para Fernández, la culpabilidad es uno de los factores esenciales del delito. Una vez demostrado que la conducta es atípica y que se ha realizado en circunstancias que no la justifican, es preciso averiguar si el autor de ese comportamiento es culpable, es decir, si actuó con dolo, culpa o preterintención, las cuales son, en el derecho penal contemporáneo, las tres formas de la culpabilidad. ¿Qué sentido tiene cada uno de estos conceptos?

Dolo. Una conducta es dolosa cuando el agente conoce el hecho punible y quiere su realización, lo mismo cuando lo acepta previéndolo, al menos como posible.

Culpa. Ocasión en la que el agente realiza el hecho punible por suposición del resultado previsible, o cuando habiendo advertido su ejecución confió en poder evitarlo.

Preterintención. Cuando el resultado, siendo previsible, excede la intención del agente.

¿Qué decir en torno al concepto de responsabilidad

Como veíamos con Paul Ricoeur, la responsabilidad es la capacidad u obligación de responder por los actos propios. En el campo del derecho la responsabilidad penal es el principio por medio del cual se impone una pena a quien ha cometido un delito. Por eso se dice que el derecho es un “orden coactivo”. Para el profesor Gallo: “La culpa, desde el punto de vista del psicoanálisis, es ante todo un principio de responsabilidad que induce a la confesión y al castigo. Este principio es el que debería organizar los vínculos sociales y ordenar el funcionamiento del derecho en una comunidad”. El sujeto es responsable por el hecho de vivir en sociedad. Históricamente se han planteado básicamente dos formas de responsabilidad penal:

a. La responsabilidad objetiva. Se le conoce también como “responsabilidad por el hecho”. Este tipo de responsabilidad se contempla cuando para someter al sujeto a una sanción se satisface con la comprobación de un nexo de causalidad física entre el autor y el hecho que se considera dañoso, independientemente de que en ese suceso ocurran fenómenos subjetivos. Aquí el sujeto es responsable con la sola realización material del acontecimiento que se supone nocivo, no se indaga por la motivación ni si el resultado fue o no previsto o si fue previsible. Dicho concepto de responsabilidad se ha tenido en cuenta sobre todo en sociedades mal llamadas primitivas o salvajes, y su finalidad es la de proteger al grupo, atendiendo a la previsibilidad del daño.

b. La responsabilidad subjetiva. Se fundamenta en la culpabilidad y quiere decir que no basta con la comisión material del hecho para la existencia de la sanción, siendo necesaria además la existencia de un elemento subjetivo. A este factor se le conoce en la actualidad como culpabilidad. Entonces, según el principio de responsabilidad subjetiva, para poder imputarse una acción es indispensable que el sujeto tenga conciencia y voluntad, es decir, algún vínculo psicológico, tal como: dolo, culpa o preterintención. En esta lógica, dice Lacan, en el Seminario Libro X sobre La angustia (2006), que la interdicción es tentación.

A la luz de la doctrina clásica y positivista-naturalista

Las nociones esenciales sobre estos tres conceptos –imputabilidad, culpabilidad y responsabilidad– pueden madurarse en dos sistemas de pensamiento: los positivistas naturalistas italianos y los clásicos y neoclásicos, es decir, desde Carrara hasta Hans Welzel.

En el pensamiento clásico se quiere, a partir de una consideración dogmática del delito (como ente jurídico), fundamentar la responsabilidad en el ámbito de la libertad humana o libre albedrío. Entonces, ¿cuál es el fundamento de la responsabilidad en la intención de los clásicos? La infracción penal, desde este punto de vista, se entiende en dos sentidos: uno objetivo, dirigido al hecho criminoso en sí, esto es, a la conducta típica y antijurídica; y otro subjetivo, relativo al sujeto, conocido como culpabilidad.  He aquí nuevamente la relación entre culpa moral o subjetiva y culpa jurídica1, pensada en Avatares políticos y transferenciales (Villegas, 2007), con la ayuda de la banda de Moebius.

Una afirmación que condensa prácticamente todo el planteamiento clásico en torno al fundamento de la responsabilidad penal es el siguiente: “Si no existe libertad, no existe responsabilidad”. Este planteamiento fue desarrollado desde el inicio por la Escuela Clásica Italiana, formada en el ambiente político y cultural del Iluminismo. Se basó en el postulado del libre albedrío, y pone el binomio responsabilidad moral-pena retributiva como fundamento del derecho penal, al que se fijó como centro de los tres principios de “la voluntad culpable”, “de la imputabilidad” y de “la pena proporcional” al mal o daño cometido.

Según Carrara (representante destacado de la Escuela Clásica Italiana), el delito o el hecho criminoso son el resultado de dos fuerzas, una física y otra moral. Ambas deben ser consideradas en sus aspectos subjetivos y objetivos: la fuerza física subjetiva está conformada por la acción corporal mediante la que se realiza el designio criminoso, en tanto que la fuerza física objetiva está constituida por el resultado o daño material. De otro lado, la fuerza moral subjetiva es la voluntad inteligente, y la fuerza moral objetiva es el daño moral, es decir, la intimidación y el ejemplo inadecuado que el delito produce en los ciudadanos.

Así, la afirmación de la responsabilidad penal en el sistema carrariano constituye el resultado de un proceso de imputación gradual que va desde la verificación de la ensambladura de la acción en la ley, la configuración del sujeto como causa física, hasta llegar al campo de la indagación de la imputación moral, la cual posee dos peldaños o fases: la comprobación del nexo psicológico (conciencia y voluntad) y la evidencia de la libertad. Este último factor constituye el fundamento de la imputación moral.

Para deducirse responsabilidad al sujeto se requieren tres juicios: uno físico, que consiste en que en lo material el sujeto realizó el acto considerado como dañoso, es decir, desplegó una actividad perjudicial; uno moral, que se funda en el hecho de que el sujeto al realizar ese hecho ilícito lo efectuó libre y voluntariamente; y otro legal, que consiste esencialmente en que el hecho voluntario llevado a cabo por el sujeto estaba prohibido por el Estado, por la Constitución y la ley.

Hans Welzel es otro teórico de la Escuela Clásica que lleva hasta sus últimas consecuencias el planteamiento iniciado por la teoría normativa de la culpabilidad. Luego, al producir una readecuación de los contenidos tradicionales de los dos grandes componentes de la teoría del delito (es decir, lo injusto y la culpabilidad), esto es, al traspasar al injusto todo lo relacionado con el hecho (como el dolo y la culpa, en la medida en que constituyen aspectos subjetivos de la conducta), la culpabilidad se desprende de los factores psicológicos tradicionales para quedar reducida a los problemas referidos al sujeto, sobre todo desde el punto de vista del reproche, entendido como manifestación de la vivencia de culpabilidad por no obrar acorde a la ley, y que termina delatando al delincuente en lo concerniente a la responsabilidad por su acto .

El mismo Welzel  dice que la culpabilidad no se agota en la relación de disconformidad sustancial entre acción y ordenamiento jurídico, sino que también fundamenta el reproche personal contra el autor por no haber omitido la acción antijurídica cuando pudo hacerlo. En este “poder en lugar de ello” del autor respecto de la configuración de la voluntad antijurídica radica la esencia de la culpabilidad. Allí se funda el reproche personal que se le formula en el juicio de culpabilidad por su conducta disconforme al sistema jurídico. La censura personal se basa en la libertad, ya no en abstracto como en Carrara, sino en algo concreto. ¿Qué presupone el reproche de culpabilidad? Que el actor se podría motivar de acuerdo a la norma, a la ley. Esto, como se puede apreciar, no es un sentido abstracto, sino que concretamente este hombre, o sea el actor, habría podido, en el aquí y ahora de esta situación, estructurar una voluntad de acuerdo a lo establecido por la ley.

He aquí una clara vuelta a las posiciones clásicas y, por lo tanto, una acentuación del libre albedrío como fundamento de la culpabilidad. En este planteamiento, Welzel considera que el “poder actuar de otro modo” constituye una estructura lógico-objetiva afincada en la esencia del hombre como ser responsable, caracterizado por la capacidad de autodeterminación final con arreglo al sentido. Tanto el libre albedrío como la acción final son para Welzel categorías del derecho penal.

La culpabilidad es la falta de autodeterminación conforme al sentido de una persona que era capaz para ello. No es la decisión conforme al sentido a favor de lo malo, sino al quedar sujeto y dependiente, al dejarse arrastrar por los impulsos contrarios al valor. En Welzel se da un cierto distanciamiento de las tesis deterministas puras, ya que no entiende la culpabilidad como un acto de “libre autodeterminación” o de decisión “libre” a favor del mal, sino como la falta de determinación de acuerdo al sentido en un sujeto responsable.

Al fundarse el reproche de culpabilidad en la ausencia de autodeterminación conforme al sentido, surgen dos proposiciones fundamentales:

1. Que el agente es capaz, según sus fuerzas psicológicas, de motivarse acorde a la ley (imputabilidad).

2. Que el autor está en condición de motivarse de acuerdo con la normatividad, en razón de que conoce la antijuridicidad de la conducta a llevar a cabo. De este modo, el sujeto es capaz de culpabilidad, es decir, resulta imputable, lo que quiere decir que posee una capacidad de comprender y de obrar conforme al valor. Así se demuestra que la imputabilidad está conformada por dos momentos: uno, cognoscitivo o intelectual, caracterizado por la capacidad para comprender la conducta típica y antijurídica; y otro, volitivo, consecuente con la determinación del querer conforme al sentido. Entonces, la concepción clásica establece la diferencia entre imputables e inimputables; los primeros son capaces de autodeterminación por su categoría de ser libres, en tanto que los segundos son los que no tienen la capacidad para autodeterminarse y, por lo tanto, ser sujetos responsables.

La concepción positivista-naturalista

La orientación teórica del positivismo naturalista (o criminológico italiano) difiere de la posición clásica en lo tocante a la imputabilidad y a la responsabilidad penal. Según esta dirección, las ciencias penales y el derecho penal en particular deben tener como método el de las ciencias naturales, como las leyes que los rigen (especialmente la causalidad). En el estudio del hombre delincuente se avanza en cuanto entidad total antroposocial, y en el ámbito criminológico se centra en la averiguación de las escuelas del delito, se presenta entonces un cambio de objeto de la ciencia penal y se desplaza del delito como ente jurídico al delincuente como realidad natural.
Las innovaciones del positivismo fueron fundamentalmente tres:

1. El delito como ente jurídico pierde su importancia, y se centra ahora en el sujeto delincuente. Así, la conducta delictiva aparece como manifestación de una personalidad peligrosa e inconveniente a los propósitos del vínculo social.


2. En cuanto a la responsabilidad penal desaparece el concepto de culpabilidad y se genera el de responsabilidad social. Al delincuente se le estigmatiza como un ser anormal y peligroso, ya que el hombre normal es respetuoso de las leyes de convivencia social. La reacción penal en lo sucesivo será proporcional a la peligrosidad del autor. La intensidad de la defensa social no puede depender del daño causado con el delito, ni del grado de culpabilidad del sujeto. Es como la “psicología de la conciencia” y “la psiquiatría atormentadora” de la época inicial de los trabajos psicoanalíticos.

3. En lo concerniente a la sanción penal, es necesario considerar dos aspectos básicos: a) La defensa de la sociedad frente al sujeto estimado peligroso puede ponerse en marcha antes de la ejecución de los delitos, sin que sea necesario esperar la intervención del Estado, de este modo desaparece el principio nulla poena sine delito. b) El análisis de la personalidad del individuo y de los factores sociales, imprescindibles para afrontar su peligrosidad, hacen más efectiva la defensa social.

Lo anterior hizo que la escuela positiva exigiera el cambio de pena por medida de seguridad, dado que la diferencia entre ellas se excluye desde el momento mismo en que se afirma que la sanción ha de orientarse a la readaptación del delincuente. Tales medidas se aplican a quienes den pistas de peligrosidad, así no hayan llevado a cabo delito alguno. Su fin esencial es prevenir los delitos que se puedan presentar más adelante.

¿Cuál es el fundamento de la responsabilidad en el pensamiento positivista? Según Fernández Carrasquilla, el cimiento de la responsabilidad penal se indaga por fuera del ámbito del libre actuar del sujeto. Los hechos están determinados causalmente; el delito, por ejemplo, como hecho natural, es derivación de causas que determinan la voluntad del autor de cometer un acto ilícito. Se dice también, como apoyo, que el delincuente es un sujeto “anormal”, determinado o inclinado a delinquir. En esta dirección Enrico Ferri  considera que los ciudadanos son responsables socialmente en cuanto participan de la vida en comunidad. Así, dice, la persona no es responsable por ser libre sino porque vive en sociedad. Digamos que este es uno de los ideales trazados por la conciencia moral, que presiona la naturaleza del hombre a buscar la primacía del vínculo social.

En el positivismo no existe una responsabilidad moral sino social. Es así como desaparece la distinción entre sujetos imputables e inimputables, ya que la base de la responsabilidad penal, en el pensamiento positivista, no reposa en la libre voluntad del hombre sino en la responsabilidad social de todo sujeto por el hecho de hacer parte de la colectividad. Al suprimir el componente subjetivo la escuela positivista, y más exactamente la antropología criminal, representada por César Lombroso, consideran que el delincuente está determinado por causas orgánicas que lo llevan a delinquir como algo fatal e inevitable.

Ferri niega la existencia del libre albedrío como fundamento de la responsabilidad; considera que los hechos psicológicos están sometidos a la ley de la causalidad universal, dado que en el delito convergen elementos antropológicos, físicos y sociales. Considera, además, que todo delincuente es peligroso y responsable por su acto sin que haya lugar a ningún juicio de orden moral. La responsabilidad penal no contempla, de ningún modo, el carácter moral. En otra de sus obras, Principios de derecho criminal, Ferri afirma que el hombre es responsable de todo acto que realiza por el hecho de vivir en sociedad. Si recibe las ventajas, beneficios y prebendas de la vida en sociedad, también ha de sufrir las restricciones y sanciones que aseguran el mínimo de disciplina social necesaria para el “consorcio civil”. Según el positivismo no existe separación entre sujetos imputables e inimputables, sino sujetos peligrosos o menos peligrosos. Así, todo el que comete un delito es responsable, esto es, merecedor de una sanción, que puede ser pena o medida de seguridad. Entonces, el juicio íntimo de todo sujeto según el cual cada hombre es un ser peligroso se fundamenta en la consideración de que si el Otro me odia, luego yo también. Por eso decíamos en otro lugar  que la paranoia es la base de la condición humana. Así, el sujeto siente que es objeto del odio, la furia o la peligrosidad del Otro.

La postura teórica de la escuela dogmática

La escuela dogmática asumió el fundamento de la escuela clásica, que divide los sujetos entre imputables e inimputables. Éstos no poseen capacidad de autodeterminación, mientras que aquéllos sí la conservan por el hecho de ser libres. En otro contexto veíamos con el profesor Amado Ramírez, sólo responden penalmente los imputables, teniendo como base la teoría dualista.

Al superarse la etapa de la responsabilidad objetiva aparece en la Modernidad, con una significativa importancia, el factor subjetivo, que se venía fermentando desde la Edad Media. Por eso la culpa moral se hacía radicar en la falta cometida con plena advertencia y consentimiento, y la conciencia y la voluntad eran imprescindibles para la existencia del pecado y de la pena con su finalidad expiatoria. Fue así como se trasladó, poco a poco, la noción de culpa moral al campo del derecho penal, y en este campo también se exigió, adicional al factor material, el componente subjetivo.

En este ámbito se llegó a otro extremo: a una especie de subjetivación completa del delito. Se ha llegado a decir que el elemento moral es “necesario y suficiente” en materia de antijuridicidad, al punto que ésta pudiese depender de cualidades especiales del autor o de creencias suyas. Así, quien es considerado inimputable porque al momento de cometer el hecho criminoso no tenía la capacidad para comprender la ilicitud de su conducta, o no puede determinarse qué comprensión, no podría obrar antijurídicamente; lo mismo que quien obrase considerando que lo hacía jurídicamente o sin saber que obraba mal, no se conduciría de manera injusta e ilegal.

Ahora, ¿cuál es el perfilamiento de los esquemas dogmático, clásico, neoclásico y finalista del delito?

Esquema dogmático

Ihering, en su obra El momento de culpabilidad en el derecho privado romano, ha dicho que los hechos podían ser objetivamente lícitos o ilícitos, esto es, sin relación con las cualidades del autor o con sus particulares vivencias y creencias, o sea, independientemente de la relación moral del sujeto con ellos. Por su parte, Franz von Liszt y Ernst von Beling trasladaron esta idea al campo del derecho penal y distinguieron dos aspectos en el delito: la antijuridicidad y la culpabilidad. Esta visión analítica y estratificada dio inicio a la moderna teoría del delito. El proceso de la evolución teórica no culminó aquí, pues, de manera progresiva aparecieron los esquemas clásico, neoclásico y finalista.

Ernst Von Beling (Teoría del delito, 1906) habló de la tipicidad como otro de los elementos del delito para concretar así la definición que hoy conocemos de éste. En el mismo año definió el delito como la acción típica, antijurídica y culpable, sometida a una sanción penal adecuada y conforme a las condiciones objetivas de punibilidad. Los tres conceptos hacen parte de una misma estructura de la teoría del delito, cuyos representantes más notorios en el sistema clásico son Liszt y Beling. Al mismo esquema se le dan distintos contenidos, sobre todo a partir de las diversas maneras como se conceptúa la acción. En el sistema neoclásico con Mezger y también en el finalismo con Hanz Welzel.

Esquema clásico

Dicho esquema partió de la acción como concepto fundamental de la estructura del delito y corresponde a la dogmática penal de los primeros años del siglo XX. Para acarrear sanción penal la acción debía encajar en una descripción legal, no estar amparada por una causal de justificación y ser realizada por un sujeto imputable, esto es, con capacidad de determinación, y que hubiera obrado con culpabilidad.
De todos los elementos explicitados como necesarios para la existencia del delito, unos fueron concebidos de manera objetiva y otros subjetivamente. ¿De qué tipo de afirmación se partió? De una muy simple: en el delito existen dos partes, una objetiva y otra subjetiva. La parte objetiva está constituida por la acción, la tipicidad y la antijuridicidad; mientras que la parte subjetiva está constituida por la culpabilidad.

Para Franz von Liszt la acción consiste en la modificación voluntaria del mundo exterior perceptible por los órganos de los sentidos. En este concepto de acción lo que importa es la modificación del mundo exterior, realizada de manera voluntaria. Según Beling, sólo al comportamiento humano voluntario se le puede llamar delito o acto ilícito.

Los factores componentes de la acción son la manifestación de voluntad, el resultado y la relación de causalidad. Tal y como se aprecia, la acción es un fenómeno natural en el que el proceso causal aparece como decisivo en la estructura de la acción. Por consiguiente, se afirma, y con razón, que el esquema clásico del delito profesa un concepto causal de acción que es, al tiempo, un concepto valorativo de la antijuridicidad, apoyado en una óptica puramente objetiva que suprime o intenta omitir los factores subjetivos. La antijuridicidad es, en último término, la falta de permiso para actuar; para pasar al acto, decimos en el psicoanálisis. Si se nos permite decirlo así, tanto la teoría del goce, en el campo psicoanalítico, como las elucidaciones sobre el delito, en el campo penal, constituyen la última ratio.

La culpabilidad constituye en este sistema el aspecto subjetivo del delito. Es un nexo psicológico que existe entre el sujeto, el autor y su acto, o, como dice Liszt, es la relación subjetiva entre el acto y el autor. La culpabilidad es entonces una realidad psíquica, algo que realmente existe en el sujeto; su existencia requiere un acto de voluntad, que implica una representación a la cual tiende esa realidad. Aquí el dolo y la culpa son las formas en que se puede manifestar la culpabilidad. En este sentido, la culpabilidad se agota en el dolo o en la culpa, que son la culpabilidad misma.

Si la culpabilidad es un nexo psicológico que se resuelve en dolo y culpa, a estos fenómenos se les puede llamar grados de culpabilidad, en el sentido de que dolo y culpa presentan distintos modos de vinculación entre el autor y el acto. Para que se hable de culpabilidad se requiere constatar previamente la imputabilidad del sujeto, entendida como capacidad de entender y de querer. El sujeto inimputable, por su parte, no tiene, al menos en teoría, conciencia y voluntad de sus actos. Si eventualmente se aceptara que entre su actuar y el hecho existiera algún vínculo psicológico natural, a este aspecto sociológico de su conducta no se le podría denominar culpabilidad. De aquí se derivan las sentencias o apotegmas: “Sin imputabilidad no puede haber culpabilidad”, como también: “Sin culpabilidad no puede haber imputabilidad”; son dos caras de una misma moneda, donde una es la culpabilidad y la otra la imputabilidad.

Esquema neoclásico

El esquema neoclásico continuó sosteniendo el carácter objetivo de la tipicidad y de la antijuridicidad, a las cuales considera como los factores predominantemente objetivos, aunque admitió que en ocasiones existen elementos subjetivos. Se comienza a elaborar un concepto de culpabilidad que no se agota en el vínculo psicológico. La culpabilidad no será sólo un fenómeno que exista en la mente del autor, sino el resultado de una valoración del juez por medio de la cual quien infringe la ley bien pudo no infringirla. Entonces, la culpabilidad existe cuando el sujeto está frente a una situación normal de motivación que le hacía obedecer la prescripción del derecho y no lo hizo. Se da lugar a la culpabilidad normativa, en la que no basta con la constatación de un vínculo psicológico, pues es necesario que exista reprochabilidad de la conducta perniciosa. Mientras en el esquema clásico se constata, hablando de culpabilidad, que alguien obró con dolo, esto es, con intención de violar la ley, en el esquema neoclásico se le reprocha al sujeto que en ciertas circunstancias, pudiendo abstenerse de actuar, de pasar al acto, se hubiera conducido así.

Más que el fenómeno psicológico dolo, en la teoría normativa de la culpabilidad lo que cuenta es el porqué de esa acción. No dice el juez: “Te condeno el hecho de que hubieses conocido que violabas la ley”, sino que dice: “Te reprocho porque conocías el obrar ilícito y lo quisiste a pesar de que hubieras podido haber obrado de otra forma”. Nuestro código penal posee una tendencia hacia los postulados de este esquema y comparte la postura adoptada por el esquema clásico. Según este esquema, el inimputable no es culpable, traducido esto como no reprochable, porque él no puede actuar con dolo o culpa, elementos que dan origen a las diferentes formas de culpabilidad a que hemos aludido más arriba.

Esquema finalista

Esta posición teórica no asume la separación clásica y neoclásica de lo objetivo en el tipo y lo subjetivo en la culpabilidad. Rechaza la ubicación del dolo en la culpabilidad y lo ubica en el tipo, siendo ésta una concepción compleja del tipo. El finalismo posee un concepto ontológico de acción; así, en la estructura de la acción se destaca la finalidad como su aspecto fundamental. Según Welzel: “La espina dorsal de la acción final es la voluntad, consciente del fin, rectora del acontecer causal”. La importancia o significación del fenómeno de la voluntad es tal que al finalizar ésta no hay lugar a la acción. Sin la voluntad la acción se disolvería en su estructura y quedaría rebajada a “un proceso causal ciego”; por eso hay que tener en cuenta la articulación entre la finalidad (el acto) y la voluntariedad (el componente psicológico).
Ante una acción voluntaria es necesario preguntarse por el contenido de la voluntad del sujeto (o sujetos) para saber frente a qué acción concreta nos encontramos. A la finalidad le es esencial la referencia a determinadas consecuencias queridas o deseadas; sin ella queda la voluntariedad sola, la cual es insuficiente para caracterizar la acción de un contenido específico. La finalidad implica la voluntad y viceversa; por eso para hablar de una “acción final” determinada no se puede prescindir del fin al que tiende la voluntad. No es suficiente que el sujeto haya querido algo, es preciso determinar o efectuar eso querido o deseado. He aquí la diferencia respecto a los dos esquemas precedentes.

Los tipos penales, según Fernández Carrasquilla, son las descripciones de las conductas relevantes para el derecho punitivo; por lo tanto, si lo que los tipos describen son acciones y éstas implican siempre un elemento subjetivo, el tipo contendrá siempre un aspecto objetivo y otro subjetivo; no a veces, como sostenían los autores del esquema neoclásico. La acción típica concreta no la podremos establecer sino a partir de la consideración de su voluntad, es decir, del componente psicológico presente en todo acto humano.

Ahora, según el profesor Héctor Gallo, “el psicoanálisis se opone a la retórica del discurso penal que tiene por finalidad persuadir sobre la responsabilidad o la inocencia del acusado […]. En esta perspectiva, Lacan propone consultar el “Gorgias” de Platón a quienes quieran comprender en qué sentido se realiza su reflexión sobre el lugar del diálogo analítico en lo criminal, cuál es la finalidad que lo asiste y en qué se distingue de la investigación judicial”.

El sujeto responsable es el que se rige por pactos, respeta la ley de la ciudad como Sócrates y contribuye con ello a la preservación del vínculo social. Atenuar el sentimiento de culpa, tal y como se esboza en el curso de los capítulos siguientes, aparte de generar una tramitación significativa de las vivencias depresivas del sujeto, contribuye, en la vida social, a la reducción de la criminalidad. Este esfuerzo constituye un imperceptible aporte en la construcción teórica sobre la génesis del delito, que de paso arroja una tenue luz para comprender el complejo fenómeno del crimen. Manifestación que, dada la fuerza de los hechos clínicos, nos vemos forzados a relacionar, desde el psicoanálisis, con las fallas posmodernas de lo que hemos denominado como la forclusión del nombre del padre o de la metáfora paterna.

Este hecho da lugar a una crisis global contemporánea que, en términos del sociólogo francés Michel Maffesoli, se caracteriza por una dinámica tribal (semejante a la descrita por Freud en Tótem y tabú, sin respeto y sin ley) carente de identificaciones y de proyectos futuros, dominada por el mercantilismo, en la que la noción del yo ideal freudiano (el de Psicología de las masas y análisis del yo) se encuentra prácticamente suprimida, al imprimirse un retorno a lo trágico. Una realidad también conocida por nosotros como la caída de los ideales, los valores éticos y los bienes jurídicos, que pone en crisis la civilización desde el plano estructural.

Todo lo anterior indica, para concluir esta parte, la imperiosa necesidad de establecer una distinción básica, pues una cosa es suavizar el sentimiento de culpa (en el dispositivo analítico) para dar lugar a un sujeto civilizado, responsable y ético, al estilo griego, y otra muy distinta es la estructura mental, fruto de los modos de operar (penales y psicopatológicos en muchos casos lamentables) de una época, desprovista de la existencia del Otro y sin culpabilidad, tal y como se presenta ante nuestros ojos. Dicha cuestión hemos dado en llamarla “declive de la función paterna” y que Cicerón, en su época, la advirtiera con respecto a la autoridad.

Así, toda circunstancia o acto relacionado con el hecho que se investiga, y con lo que se infiere de su existencia, es un indicio. Tal ha sido el modo de operar del investigador en esta pesquisa, con un método que también se ha dado a conocer con el nombre de “abducción” o “paradigma indiciario”. Entonces, ¿en qué consiste dicho método o paradigma?

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