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El sexo y la guerra: un vistazo desde la perspectiva de la filosofía y el psicoanálisis
El sexo y la guerra:
un vistazo desde la perspectiva de la filosofía y el
psicoanálisis
Por: Elkin Emilio Villegas Mesa.
Psicólogo-Psicoanalista
Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por
malas —escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles— se
encuentran entre estas primitivas. Estas mociones primitivas tienen que andar
un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en
el adulto. Son inhibidas, guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se
fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la
persona propia.
Sigmund Freud
Introducción
Aunque sería necesario, desde la
perspectiva del rigor epistemológico, establecer relaciones y diferencias entre
el sexo y la guerra en un completo estado del arte, con el fin de circunscribir
dicha temática en la lógica de la investigación, en esta ocasión, por tratarse
de una aproximación preliminar, me limito solo a dar unas cuantas pinceladas a
tres grandes momentos de la evolución cultural humana: la antigüedad
grecorromana (en la perspectiva de Taylor Caldwell), la Edad Media (desde el
punto de vista de Umberto Eco) y la contemporaneidad (desde la mirada de Freud y
Lacan). Se podría decir que en estos tres períodos palpita el espíritu o la
esencia de la relación entre estas dos grandes inclinaciones humanas, por lo
que es posible rastrearlas e inferirlas en cada fase. Esto se debe a que el
sexo y la guerra son dos factores constitutivos de la especie humana y, a pesar
del tiempo y de la evolución cultural, ambos rasgos siguen dando que pensar, al
punto de constituir dos pilares de la reflexión en distintos campos de las
ciencias sociales, la filosofía política, el derecho y el psicoanálisis.
Así pues, se podría decir que desde la más
remota noche de los tiempos la humanidad ha sospechado o comprendido en su
inconsciente que existe una relación intrínseca entre el amor y el odio, entre
el sexo y la guerra o entre la pulsión de vida (Eros) y la pulsión de muerte
(Tánatos), según Freud. Tanto los griegos como los romanos (en especial Marco
Tulio Cicerón, de acuerdo con Taylor Caldwell y su novela histórica La columna de hierro. Cicerón y el esplendor
del imperio romano) sabían de esa relación, la cual se extendió a lo largo
de la Edad Media y ha llegado hasta nosotros por medio de grandes obras de la
literatura y de la filosofía como El
nombre de la rosa, también una novela histórica, escrita por Umberto Eco. En
esta obra se trasparenta, por medio de la pluma del recién desaparecido autor
italiano, la relación simbólica (semiológica o semiótica) entre la vida y la
muerte en un contexto religioso turbulento, como el nuestro, presionado por la
búsqueda de la tranquilidad del alma y de la paz social.
Dos factores ideales que, a la luz de
las investigaciones y de la clínica psicoanalítica, son en realidad poco
realizables, dado que la naturaleza humana pulsional es una mezcla erotanática
que produce los más diversos resultados, sin que entre estos podamos
contabilizar “la tranquilidad del alma”, tal y como lo esperara Séneca,[1] o la utopía política sobre
La paz perpetua (1795), como fue
soñada por el filósofo alemán Immanuel Kant. En la perspectiva de Freud, tal y
como veremos a continuación, tanto “la tranquilidad del alma” como “la paz
social” son estados episódicos subjetivos carentes de perennidad. Por ello, el
médico vienés escribió varios textos en los que se combinan la antropología, la
sociología y la filosofía con hallazgos de su propia experiencia como
psicoanalista. En este contexto se inscribe la presente reflexión, que es solo
una cuestión preliminar o una provocación: pretende incitar el pensamiento y la
elaboración para llevarnos a considerar la inconsistencia, la desarmonía entre
los sexos, la falta estructural del ser y el caos o la complejidad de lo
humano. Es pertinente entonces la siguiente pregunta:
¿Existe oposición entre el sexo y
la guerra?
Pregunta que puede llevar implícitos otros
interrogantes más, como ¿qué relaciones concurren entre el sexo y la guerra o
cómo opera la sexualidad en la guerra? A primera vista, podríamos pensar que el
sexo, la actividad sexual o las “relaciones sexuales” son solo uno de los
derivados de la pulsión de vida o eros, y la sexualidad humana, según lo que se
observa en la experiencia de lo real en la clínica psicoanalítica, es la
consecuencia de una combinación de factores propios de la pulsión de vida en
relación estrecha con el molesto e inquietante impulso de muerte. Pulsión
destructiva que, acompañada de una buena dosis de narcisismo, sin duda llevó a Lacan
a considerar la ausencia de “armonía sexual” en las parejas y a contar con la
enemistad estructural entre los seres humanos para evitar la “armonía o
cohesión social” entre las personas que hacen parte de un conglomerado social o
un pueblo.
A partir de las elucidaciones de Freud, de su experiencia
de análisis y de su práctica como analista, Lacan construyó la expresión
sugestiva y molesta, según la cual “no hay relación sexual”, enunciado que nos
recuerda el trauma de la castración y su relación simbólica con la muerte, al
verificar, en palabras de Heidegger, que en realidad “somos seres para la
muerte”. Adicionalmente, el psicoanalista francés nos recuerda, guiado por la
antorcha de Freud, quien fue sin duda un gran intérprete de la historia del
hombre en su desarrollo cultural, que la condición estructural de lo humano lo
hace experimentar malestar y que, más bien, son pocas las posibilidades para experimentar
la tan anhelada tranquilidad del alma acompañada de bienestar, fruición o goce
en la vida social. Aspectos todos ellos que inciden y dificultan el bienestar y
la salud de la especie humana, la cual, al parecer, ha venido aceptando, paso a
paso y con dificultad, su constitución natural sufriente, el malestar, la
enfermedad y la muerte.
Para el sujeto en posición masculina, que no es
exclusiva de los hombres, dada la combinación real de feminidad y masculinidad
en hombres y mujeres, es problemático enamorarse porque para amar es necesario
estar en posición femenina. Solo quien se asume como un ser en falta puede amar,
pues quien se considera completo como un dios, esto es, como narciso, solo
puede exigir atención de los demás, pero no ofrecerla. Sin embargo, ello no
deja de ser paradójico, porque ¿cómo concebir la demanda de atención y, al
mismo tiempo, conducirse alguien como si no necesitara nada? La cuestión es tan
clara que, incluso, se podría decir que para practicar el psicoanálisis, experiencia
en la que la capacidad de relación de manera tierna se pone a prueba, por medio
del pivote del amor de transferencia, es necesario estar en falta y no solo
hacer el semblante, como se haría en una posible seducción. Prueba de ello es
la actitud serena, silenciosa y femenina del analista en la dirección de la
cura, así por fuera de ella sea, como Freud o Lacan, una especie de demonio por
su disposición crítica.
Solo quien habita tal posición puede escuchar y
asumir una actitud acrítica y desprovista del interés narcisista que
caracteriza a muchos seductores. En esta perspectiva, se podría decir que tanto
el “donjuán”, como el “hombre en la guerra” están en posición masculina, y lo
que más angustia a ambos es la posición femenina, la cual, en palabras de Freud
en Análisis terminable e interminable,
es la pieza que más le cuesta elaborar a muchos hombres en la experiencia
analítica. Ahora, es claro que este no es solo un problema para los hombres,
pues sabemos que para muchas mujeres, sobre todo en una época de competencia enmarcada
en el capitalismo salvaje, es también bastante difícil adoptar un rol femenino,
y por ello se deterioran muchos de sus vínculos y hasta el ejercicio de la sexualidad
es una cuestión compulsivamente evitada, porque temen enamorase y de paso
experimentar la falta que suele acompañar tal estado.
El sexo sin amor, podríamos pensar con Freud y Lacan,
es solo goce, y el goce está más próximo al malestar, al sufrimiento y la
mortificación que al placer y el bienestar. Lo anterior explica por qué en la
actualidad, aunque seamos aparentemente más libres en nuestras concepciones
sobre la sexualidad, tendemos a experimentar más soledad, desasosiego y
depresión. En esto quizá nos parezcamos al hombre de la antigüedad grecorromana
o al de la Edad Media, para quien la mezcla entre sexualidad y agresividad era
prácticamente inevitable y de paso una fuente de tormento y malestar. Es lo que
se puede inferir a partir de la lectura, en clave hermenéutica, de la obra
referida de Umberto Eco y de la observación cuidadosa del filme del mismo
nombre dirigido por Jean-Jacques
Annaud, que contó con la magnífica actuación de Sean
Connery, en el papel del fraile
franciscano Guillermo de Baskerville, y de Christian
Slater, en el del novicio Adso de Melk.[2]
La
sexualidad, la guerra y el goce
De acuerdo con lo anterior, es lícito pensar que
tanto la sexualidad como la guerra han sido siempre fuente de mortificación
para el hombre. Para el hombre casado, por ejemplo, o para quien tiene, como se
suele decir, una pareja estable, es sabido que se tiende a tornar sumamente molesta
la expectativa de tener que satisfacer o “cumplir con las obligaciones
maritales”. Algo que Freud percibió muy bien a partir de la experiencia
analítica y que se encuentra plasmado en muchos de sus textos, en especial en El chiste y su relación con el inconsciente.
En otro aparte de su obra, Freud indica el caso de quienes prefieren enrolarse
en la guerra, antes que quedarse en casa y poner a prueba su capacidad para
satisfacer a sus mujeres, las cuales, al ocupar una posición de amo absoluto, y
a las que nada puede satisfacer, no pierden la oportunidad para angustiar o agujerear
a su pareja y hacerla sentir inepta en los avatares del amor y la sexualidad, desconociendo
de paso los tinglados propios de la transferencia, que presiona a muchos a
confundir a sus parejas con figuras de amor prohibidas. Esta es la razón por la
cual muchos sujetos, también mujeres, solicitan traslados laborales para otra
ciudad, devuelven a su pareja a su casa de origen, se consagran al consumo de
alcohol o drogas, se enferman de muchas maneras o se dedican a una actividad
creativa e intelectual, como en el caso de Sócrates, quien al parecer tenía una
señora tan cansona que lo hacía huir de ella, y este prefería irse con sus
amigos y contemporáneos a intentar reflexionar sobre los problemas sociales de
su época.[3]
El sujeto en posición masculina piensa que el amor y
la sexualidad lo debilitan, y por ello prefiere estar distante, así sea
corriendo riesgos. Además, es preciso considerar que el sujeto, por medio de la
enfermedad, del consumo de sustancias psicoactivas y alcohol, o de la
agresividad, la violencia y la guerra puede satisfacer sus impulsos sexuales.
Es lo que Freud demuestra en Pegan a un
niño. A este respecto, Freud, en un texto de 1915, titulado “La desilusión provocada
por la guerra”, nos dice que una pulsión se puede satisfacer por medio de otra
y agrega: “Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la
mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en
altruismo, y la crueldad, en compasión” (vol. XIV, 1979, p. 283).
En el sadismo, por ejemplo, la pulsión sexual se
puede satisfacer de manera sustitutiva por medio de la agresividad, la
violencia y la guerra, caso en el que no vacilamos al considerar, en una
práctica así, la cercanía con las perversiones. En este orden de ideas, se
podría decir que la sexualidad en la guerra, sobre todo en sujetos en posición
masculina (la cual consiste en negar la falta), es otro instrumento de
dominación y no un medio tierno, de reconocimiento o de consideración del semejante.
Otro caso en el que la sexualidad se presenta como instrumento de la dominación
y el goce es aquel en el cual se consiente en la relación médico-paciente, o
cuando se usa como resistencia en el psicoanálisis, con el fin de romper el
dispositivo de la transferencia por sentimientos de culpa no resueltos. Según
se observa, parece que existe una relación entre la experiencia analítica (en
la que el sujeto experimenta la muerte simbólica) y la guerra (que es sin duda
un empuje al encuentro con la muerte real); en ambos casos el sujeto reacciona
a su proximidad con la muerte, tal y como ha quedado evidenciado desde los
comienzos con Josef Breuer (con Anna O. o Bertha Pappenheim) y con el mismo Carl Gustav Jung (Sabina
Naftulovna Spielrein).
Podría decirse que cuando la sexualidad está principalmente dominada por los
influjos de la pulsión de muerte, en ella prima el goce y, por tanto, el
malestar, el cual mueve a lo peor, a buscar compulsivamente ese malestar. En
cambio, cuando la sexualidad está impregnada de eros o de pulsión de vida, se
produce una mayor consideración por el otro, lo cual es contrario a los fines
de la guerra. Quien en la guerra se enamora, y por ello mismo se enternece, termina
siendo mal candidato para ese oficio.
Un buen ejemplo de lo dicho es la actitud de Lucio Sergio
Catilina, en la novela de Taylor Caldwell sobre Cicerón. Según este, Catilina
siempre fue un tipo despiadado, un asesino sin remordimiento, alguien con
dificultades para amar, y un soldado que tenía que mostrarse siempre con rudeza.
En la novela se ve con claridad que la posición del orador, filósofo y abogado
Marco Tulio Cicerón es más de reconocimiento de la debilidad y del pacifismo
que una posición rígida o masculina de fortaleza. Razón por la que tanto él
como algunos de sus contemporáneos opinaron que por tales rasgos no fue nunca un
buen político. En ello se asemeja a la posición de Sócrates en Grecia, pues
ambos por su oratoria perdieron la cabeza en un acto de heroísmo y de
obediencia a los deberes morales afines con la república.
Al parecer, en la guerra no hay lugar para la
sensibilidad o la sublimación, por ello nunca ha sido pensada como un ámbito apropiado
para el amor, la sexualidad o la creación artística, literaria o filosófica. Es
tan cierto esto que muchos sujetos, decepcionados por los efectos de la guerra,
optan por renunciar a tener hijos, a no prolongar la estirpe y a desanimarse en
cuanto al disfrute de la sexualidad. La depresión de los tiempos actuales lo
prueba. Cicerón, por ejemplo, en la Roma de su época, nunca tuvo sosiego y esa
intranquilidad del alma lo sumió en una profunda tristeza que afortunadamente
pudo encauzar, y lo llevó a filosofar y a sublimar sus inclinaciones, a
diferencia de hombres como Lucio Sergio Catilina, quien posaba como un héroe
que despreciaba la vida, tal y como se observa en muchos casos de manía. La
sexualidad en la guerra, probablemente, es más una defensa de los fantasmas de
la homosexualidad y un desfogue con el propósito de liberar tensiones
transitorias, que un acto de ternura, de amor y de solidaridad con el otro.
Por esta razón, los hijos que se conciben en tal
estado no tienen otra opción que perpetuar el malestar que ha rodeado su nacimiento.
Edipo, a pesar de que fue rey de Tebas, nunca experimentó paz o tranquilidad en
su alma, y la manera como terminó, derrotado, ciego y desterrado, da indicios
de la marca impresa en su ser por sus orígenes. En él se ve con claridad el
efecto que se produce tras la satisfacción pulsional, pues sabemos que su
conciencia moral (o superyó) lo castigaba por haber satisfecho sus
inclinaciones sexuales y agresivas, lo que se conoce como incesto y parricidio.
Asuntos por los cuales, tal y como lo bosqueja Freud en Tótem y tabú, nos sentimos culpables, poco merecedores del bien y
la satisfacción, y demandamos castigo. El sentimiento de culpa, que se produce
tras la realización del odio en la guerra, parece dejar un saldo de infortunio
que luego le impide al sujeto disfrutar de la vida y del placer.
De ello no está libre ningún mortal y se podría
decir que tales secuelas encuentran en la guerra (como en el ya mencionado texto
de Freud Pegan a un niño. Contribución al
conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales) un medio de
satisfacción pulsional, avalado por un superyó cruel que no permite, como el
superyó del período de la fe, según se observa en El nombre de la rosa, el disfrute de los placeres y de la risa al
primar un exceso de tiranía moral que exige de cada sujeto una vida consagrada
a la contemplación de la divinidad. Instancia moral que, en la perspectiva de
Nietzsche, podríamos decir con algo de atrevimiento que siempre le ha hecho la
guerra al sujeto por desear satisfacer sus impulsos sexuales y su curiosidad.
Recordemos que en la Edad Media pensar, meditar o investigar por fuera de los
paradigmas de la fe, tal y como lo indica el
franciscano Guillermo de
Baskerville, estaba prohibido,
y al parecer siempre ha sido así en múltiples sistemas totalitarios que exigen
una represión absoluta de la vida pulsional, lo cual siempre falla y termina
por generar muchos más síntomas, sufrimientos y descalabros de los que se
pretendía evitar.
¿Cómo se
relaciona todo esto con las desilusiones provocadas por la guerra en Freud?
Veamos cómo. Sabemos que el creador del
psicoanálisis vivió y padeció los efectos de dos grandes guerras (la de 1914-1918
y la de 1939-1945), las cuales no lograron minar o inhabilitar la función
creadora del maestro y por el contrario se convirtieron en el principal acicate
para la sublimación, que es, recordémoslo, el medio por excelencia para lograr,
así sea por una vía sustitutiva, la satisfacción de las pulsiones sexuales y
agresivas. Se podría decir que la sublimación es una manera de elevar el espíritu
(del altruismo) y de hacer la guerra de manera simbólica, sin causar daños
irreparables como los que ocasionan las beligerancias en la mente, el cuerpo y
la vida social.
Sin embargo, es preciso indicar que lo simbólico, en
muchos momentos de la historia, ha sido desdibujado por múltiples factores: desde
intereses ideológicos, políticos y económicos hasta psicopatológicos, que hacen
que una idea sea elevada a un rango de idealización imaginaria y luego sea
tomada como algo real, para materializarse después en un paso al acto. Una
problemática que tanto Freud como Lacan observaron muy bien en las psicosis y que
da lugar, en las guerras, a múltiples excesos. La sexualidad, por ejemplo,
desde la perspectiva de la demonización de la iglesia, ha sido vista siempre
como un mal mayor que debería ser evitado.
Probablemente de ahí ha surgido, con efectos
bastante perniciosos para el sujeto y la comunidad, la exigencia superyoica del
celibato. Es tanta la censura o la sanción moral de la vida sexual, que en
ocasiones resulta más peligrosa e impertinente la vida sexual de un político o
de un hombre de Estado que la misma corrupción en la que muchas veces campean. Como
si viéramos con mayor horror la vida sexual de las personas (el matrimonio y la
adopción por parte de una pareja de gais, de lesbianas o de transexuales) que la
agresividad, la violencia y la guerra que se despliegan en el mundo. Moralismo
necio que, parafraseando a Nietzsche, opta más por la muerte que por la favorabilidad
de la vida.
Lo anterior indica que la guerra, si bien tiene
muchas causas que se relacionan con la insatisfacción humana en distintas áreas,
es un síntoma que pone en evidencia nuestros prejuicios y nuestra condición imaginaria
en el campo del amor y la sexualidad. Algo que Freud pudo comprender sin
adoptar la postura prejuiciada de sus contemporáneos y que le ha representado a
él y a los psicoanalistas en todo el mundo muchas críticas y exclusiones, al
preferir la vida y no la muerte, pues existen dogmas que a la postre lo único
que hacen es avalar la culpa, la tristeza, el sufrimiento y la muerte antes que
una vida libre de tanta utopía irrealizable.
Es por esta razón que la ética del psicoanálisis
privilegia el encuentro con lo real del ser y no tanto lo imaginario, lo
ideológico y las utopías, que, en lugar de permitir una vida serena, como la
desearan los griegos, genera una vida al servicio del malestar y de la
mortificación. Al respecto, se podría decir que el psicoanálisis ha logrado en
muchos casos, por medio de su dispositivo clínico —vale decir cuando hay
analista, demanda de análisis y principios en la dirección de la cura—, el
ideal de la tranquilidad del alma y la paz social, al procurar desmontar, poco
a poco, el superyó cruel que en muchos casos psicopatológicos no solo mueve al
desasosiego sino también a hacer del sujeto un criminal en acto. En esta
perspectiva se inscriben los textos de Freud titulados “Los que fracasan al
triunfar” y los “Delincuentes por sentimiento de culpabilidad” (1916).
La
concepción freudiana sobre la guerra y algunos indicios sobre la sexualidad
Veamos, con Freud, cómo es que todo esto se
relaciona. Para ello vamos a comentar algunos pasajes de La desilusión provocada por la guerra (1915) como preámbulo a ¿Por qué la guerra?, resultado de la
correspondencia entre Sigmund Freud y Albert Einstein, en el año de 1933. Según
Freud, a pesar de que no nos representamos la muerte, la guerra impone un
cambio en nuestra actitud hacia ella. Las guerras no cesan por las diversas
condiciones de existencia de los pueblos, por las diferencias que cada uno le
otorga a la vida del individuo y por la primacía en lo psíquico de la fuerza del
odio, que termina por romper los lazos sociales. Otro problema, según Freud, se
debe a nuestra incapacidad estructural para acomodarnos a elevadas normas
éticas en beneficio de los demás, aspecto que denomina, siguiendo las
recomendaciones de la filosofía antigua alrededor de las pasiones, renuncia a
la satisfacción pulsional, lo cual constituye, en la perspectiva de la
civilización y del contrato social roussoniano, la base de la subsistencia del
sujeto. Sin embargo, es claro que en el curso de la historia al ser humano
siempre le ha costado regirse por normas; esta es su gran dificultad, y le
impide, a pesar de sus deseos y utopías de armonía, la ataraxia o la tranquilidad
del alma y la paz social.
La guerra, como el leviatán (monstruo bíblico de
poder descomunal) en Hobbes, destroza los lazos comunitarios entre los pueblos
y amenaza, por sus efectos devastadores en la psique, la vida afectiva y sensual
entre las personas. Restablecer el estado anímico de quienes han sufrido los
efectos de la guerra o de las mujeres y los niños que por ella han padecido una
violación, es algo que no siempre se alcanza. Al respecto, Freud señala una
verdad que en ocasiones se disimula: “El Estado prohíbe al individuo recurrir a
la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla
como a la sal y al tabaco. El Estado beligerante se entrega a todas las
injusticias y violencias que infamarían a los individuos” (vol. XIV, 1979, p.
281). El Estado no compensa al sujeto el sacrificio que le ha ofrecido, y por
ello tiende a perder credibilidad.
Si el Estado no es una instancia que sofoca los
malos apetitos, en mucho acaba pareciéndose al superyó del sujeto en la
perversión, el cual termina por declarar que “todo está permitido”, lo que parece
ser la consigna, en los tiempos actuales, del superyó capitalista, que no
alcanza a generar en el sujeto el suficiente sentimiento de culpabilidad para refrenar
sus actos. En esta onda de pensamiento nos dice Freud: “Dos cosas en esta
guerra han provocado nuestra desilusión: la ínfima eticidad demostrada hacia el
exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como los
guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de individuos a
quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se
los había creído capaces de algo semejante” (vol. XIV, 1979, p. 282). La
educación falla en el propósito de contener las inclinaciones hacia la maldad;
ni siquiera los clérigos han logrado dominar, absolutamente, sus impulsos
egoístas, sus aspiraciones sexuales y destructivas.
En realidad, para Freud no existe el desarraigo de
la maldad: esta es la más aguda motivación del hombre, y reprimirla o desviarla
constituye la tarea fundamental de la cultura, así ello le ocasione malestar al
sujeto. El amor y el odio hacen parte constitutiva y simultánea de cada sujeto
y cuando este no alcanza a dirigir tales afectos hacia sí mismo, los desplaza
hacia fuera, sobre todo la agresividad. Afirma Freud: “La mayoría de los
sentimentales, de los filántropos, de los protectores de animales, han sido, de
pequeños, sádicos y torturadores de animales” (vol. XIV, 1979, p. 283). Sin
embargo, tales sujetos no están exentos del retoño de lo olvidado y pueden ser,
en muchos casos, tan despiadados como lo fueran en su infancia. Es lo que Lacan
deduce a partir de Kant, cuando sugiere que es necesario desconfiar de los
altruistas y de todos aquellos que en lo manifiesto solo aspiran a hacer el
bien. Detrás de esa apariencia de bondad siempre se oculta la realidad
pulsional del ser, cuestión que el escritor estadounidense Dan Brown plasma
bastante bien en su novela de intriga y suspenso titulada Ángeles y demonios.
Según Freud, la reforma de las pulsiones “malas” es
obra de dos factores, uno interno, por la acción del erotismo o la necesidad de
amar —tal acción presiona el egoísmo para que se transforme en pulsiones
sociales—, y otro externo, que consiste en la exigencia ejercida por la
educación, la cual es la portadora de los requerimientos del medio cultural,
que a su vez se inscribe en la vida psíquica como instancia de prohibición. En
esta perspectiva, la cultura es una adquisición, gracias a la renuncia
pulsional que cada sujeto debe realizar desde su más tierna infancia. Asunto que
se dificulta para el sujeto perverso y para el criminal, en tanto aquella
instancia de prohibición no se inscribió adecuadamente, o se instaló con tanta
fuerza, como en las neurosis obsesivas o la melancolía, que presiona al sujeto
a lo peor. Dice Freud que las actuaciones buenas se dan en dos circunstancias:
cuando la constitución o las inclinaciones pulsionales fuerzan al sujeto a ello
o cuando tal conducta cultural le trae ventajas al sujeto para sus propósitos narcisistas,
y solamente, como en el caso de muchos políticos, de acuerdo con Cicerón,
durante el tiempo en que se dan tales ventajas.
Ahora, cuando la represión de los impulsos eróticos es
muy fuerte y lleva a dificultar la realización de la sexualidad, tal y como se
presenta en algunos casos como efecto de la guerra, el sujeto es propenso a sufrir
un deterioro mental y a contraer una neurosis. Al parecer, el predominio de la
pulsión de muerte puede afectar la vida sexual del sujeto inmerso en distintas
formas de la guerra, aunque también sucede que quien reprime la agresividad y
la violencia, como se observa en la clínica de las neurosis obsesivas, por efecto
de continuidad, tiende a reprimir también sus impulsos sexuales, pues para
muchos sujetos casados o con pareja estable, la vida sexual es una agresión o
un acto de guerra que deben evitar al máximo, como le sucede a los primitivos
que Freud describe en Tótem y tabú. Como
si en la lucha cuerpo a cuerpo del guerrero la sexualidad se realizara y al
llegar a casa el ejercicio de ella perdiera todo sentido. Algo similar le
sucede también al sujeto atrapado en la compulsión masturbatoria, para quien la
relación con el otro carece de motivación, como si fuera, con su acto, el mayor
defensor de la idea lacaniana, según la cual la “relación sexual no existe”. Adicionalmente,
se podría decir que el sexo sin ternura es solo goce, es decir, satisfacción
pulsional agresiva, y tiende a causar una gran tristeza o depresión. No
obstante, el exceso de ternura, simpatía o sensualidad esconde, en muchos
casos, el odio o el deseo inconsciente de muerte.
En la guerra prima la desconfianza patológica y al
parecer ello conduce a que poco se pueda construir en el terreno del amor y de
la vida erótica. Una situación similar se observa en el caso del sujeto seductor
(mujer u hombre) en posición masculina, quien hace todo lo posible por generar
confianza y disimular con sus cortejos su disposición agresiva. Lo curioso es
que ni el desconfiado ni el seductor, por transmitir un exceso, generan
confianza o tranquilidad, y constituyen posturas que, en el caso del
psicoanalista, han de estar más ausentes que presentes porque su función no es
la del guerrero o la del seductor. Por esta razón, tanto Freud como Lacan
pensaban al analista en términos de un ser prudente. Prudencia que solo se
alcanza por medio de la tranquilización interior, fruto de un “ennoblecimiento
pulsional” que da como resultado la sublimación, es decir, un tránsito que en
la experiencia analítica va, de acuerdo con Lacan, del síntoma al sinthome, paronimia
que se asocia con la noción medieval del “santo hombre” y con santo Tomás.
En la perspectiva de Freud, no es pertinente
concebir nuestra inteligencia como un poder autónomo e independiente de la vida
afectiva, pues sabe que aún en los espíritus más elevados de la cultura es
imposible suprimir el influjo primitivo de nuestras exigencias pulsionales. Según
esto, todos somos como el hombre primitivo y podemos pasar, en cualquier
momento, a realizar acciones aparentemente incompatibles con nuestro nivel
cultural. Una reflexión necesaria en nuestro medio para dejar de pensar
utópicamente, como en las religiones, que unos son los malos y otros los buenos,
pues desde el punto de vista de la vida pulsional todos hemos de trabajar en
pro de la cultura de manera permanente, para que, como Freud pensaba, prime la vida,
y no la guerra y la muerte, al menos por épocas. Entonces, se podría decir que los
argumentos lógicos son importantes en la medida en que se atienden los
intereses afectivos, y si a estos se les desatiende habría que meditar sobre la
validez de tal o cual saber, por muy racional o científico que parezca.
Llegados a este punto, bien se podría decir que el saber que pretenda en la
actualidad desconocer la importancia de la vida emocional y afectiva para el
logro de la paz es una máquina de guerra al servicio de la promoción del
malestar, el sufrimiento, la culpa y la muerte, como el pensamiento en la Edad
Media, que pretendía edificar un tipo de hombre acéfalo en cuanto a lo pulsional.
La investigación
psicoanalítica, en cabeza de Freud, pone en evidencia que aun los hombres más
perspicaces en su vida intelectual caen con frecuencia en la estulticia, como
idiotas, tan pronto se topan con una resistencia afectiva, y también ocurre que
recuperan su capacidad creativa cuando se vence esa resistencia. Todo analista
en su práctica se percata de este fenómeno, como efecto de la transferencia, aun
con los analizantes que mayores capacidades poseen en su vida intelectual y
académica. Así que no solo la guerra produce, en nuestros mejores
conciudadanos, la ceguera lógica sobre lo emocional y afectivo que usualmente
observamos en la práctica clínica. Sin embargo, Freud destaca que en la
dinámica de la guerra los pueblos tienden a obedecer más a sus pasiones que a
sus intereses. Razonamiento que explica por qué hasta los hombres de Estado,
tocados por el capitalismo y el poder económico, podrían estar más de acuerdo
con tal predilección que con hacer lo que más conviene a la mayoría.
Ello también aporta luces
para comprender por qué se dice que a los gobiernos no les interesa que la
gente se eduque y supere sus alienaciones, y prefieren que permanezca emotiva y
confusa como el primitivo. Lo llamativo es que la racionalidad instrumental de
la época, tal y como la hemos entendido a partir de la modernidad, no nos ha
permitido incluir los afectos y, dentro de estos, la vida pulsional como parte
de las realidades que el hombre ha de contemplar. En realidad, todo el mundo lo
sabe, pero son realmente pocos los que se disponen a efectuar una elaboración
emocional que les permita una vida menos culpable y más satisfactoria, esa
resistencia es la responsable, en último término, de nuestro desasosiego o
malestar en la cultura. Concluye Freud: “Pero un poco más de veracidad y de
sinceridad en todas las partes, en las relaciones recíprocas de los hombres, y
entre ellos y quienes los gobiernan, allanarían el camino a esa transmudación”
(vol.
XIV, 1979, p. 289).
¿Qué deduce Freud sobre nuestra actitud
ante la muerte?
La experiencia analítica
muestra que, en general, el ser humano tiende a “hacer a un lado la muerte, a
eliminarla de la vida” (vol. XIV, 1979, p. 290). Como si con tal actitud evasiva
pudiera preservar la vida, los bienes y hasta la salud. Una actitud que se
asemeja mucho a la del primitivo, quien prefería guardar silencio ante los
peligros externos, pues creía que si los nombraba ellos iban a alcanzarlo y a
perjudicarlo. Esta es la razón por la que muchas personas, aun en medio del
estado depresivo más doloroso, se resisten a buscar ayuda, ya que evitan, a
toda costa, rememorar los conflictos y las dificultades del pasado, pretendiendo
que esa es la manera correcta de superarlos. Como si consideraran que el dios
Cronos (tiempo) fuera el gran terapeuta de los males del alma, del cuerpo y aun
de la vida social y, por tanto, no fuera necesaria una elaboración de los
contenidos anímicos o afectivos por medio de la palabra, de la cura por la
palabra, según la expresión del médico español Pedro Laín Entralgo.
Lo que no sabemos o no queremos saber es que con tal
actitud los únicos que salen ganando son los gobiernos y, sobre todo, la industria
farmacéutica internacional. Ese no querer saber se asocia con lo que Freud dice
a continuación: “En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o lo que viene a
ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su
inmortalidad” (vol. XIV, 1979, p. 290). Desmentida de la muerte que pareciera
favorecer la dinámica de las EPS, las cuales se conducen con una negligencia similar
a la que muchos pacientes adoptan, al no darle crédito a la caducidad del
cuerpo, la enfermedad y la muerte, pues la deniegan y, que van a la EPS como
quien no quiere la cosa. ¿Será por ello que aceptan, sin mayores objeciones,
que atiendan sus demandas médicas o sus patologías cuando ya el estado de la
enfermedad se ha tornado irreversible o cuando la atención ya no es necesaria por
lo inoportuna?
Entre los distintos aspectos que Freud destaca sobre
nuestra actitud hacia la muerte, privilegio el que tiene que ver con el duelo, tras
el cual se esconde la satisfacción del odio, que tiende a incidir en los
ámbitos más importantes de nuestra vida como un descalabro, incluyendo áreas
como la afectiva y la sexual. En consonancia con esto, nos dice Freud: “[…] cuando
la muerte alcanza a nuestro padre, a nuestro consorte, a un hermano, un hijo o
un caro amigo. Sepultamos con él nuestras esperanzas, nuestras demandas,
nuestros goces; no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que
perdimos. Nos portamos entonces como una suerte de Asra, de esos que mueren cuando mueren aquellos a quienes aman”
(vol. XIV, 1979, p. 291). Ante el duelo nos conducimos como esa tribu árabe,
quienes “mueren cuando aman”, lo cual nos lleva a pensar en las muchas dificultades
del sujeto contemporáneo en el campo del amor, tanto así que hay jóvenes, pero
también adultos, que consideran que “el que se enamora pierde”. ¿Pierde el
interés y el goce sexual por el objeto y por ello prefiere salir en estampida
ante el horror de tener que amar al objeto de deseo y de goce, como si el
sujeto en posición masculina no pudiera experimentar los dos aspectos a la vez
y optara, en muchos casos, por sacrificar el amor antes que el goce sexual?
Para concluir esta exposición, digamos que en un
país en guerra como el nuestro, pareciera que tendiéramos a agradecer a la
guerra por las múltiples licencias o justificaciones que nos permite en torno a
nuestras dificultades en el amor y el goce sexual. Como si temiéramos que al disiparse
las nubes de la guerra no pudiéramos defendernos de la cruda realidad del ser,
según la cual “no hay relación sexual”. Entonces, no hay amor ni relación
sexual, dirían muchas especulaciones, por las formas políticas, la pobreza, el
Estado, los gobernantes, la vida social, la violencia y, sobre todo, por la
guerra. Sin embargo, a la luz de Freud y del psicoanálisis, no hay amor ni
relación sexual por nuestro narcisismo estructural y su concomitante horror
imaginario al incesto y al parricidio. A tal apatía contribuye también el
mercantilismo de los tiempos actuales y la no menos importante psicopatología
de la depresión, que parecen estar íntimamente vinculados con el impulso de
muerte. Experiencia aterradora ante la que preferimos lavarnos las manos como
Pilatos y endosarle la responsabilidad de nuestra condición humana estructural
a fuentes externas, para que nos ayuden a huir de lo real, un real pulsional
del que el sujeto no quiere saber nada, razón por la cual Lacan llegó a
considerar que las tres pasiones humanas son el amor, el odio y la ignorancia.
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[1] Lucio Anneo Séneca (Corduba, 4 a. C.-Roma,
65 d. C.). Su obra trata sobre la ataraxia
(o serenidad del alma, la imperturbabilidad) y forma parte de una larga
tradición filosófica sobre la ausencia de toda pena o turbación, desde Demócrito a los estoicos y de los epicúreos a Pirrón. Consta de dos partes: “In
sapientem non cadere injuriam” es la primera; la segunda es “De constantia
sapientis”. Fue dedicada a Anneo
Sereno, prefecto de la guardia nocturna de Nerón.
[2] Los acontecimientos de la novela se llevan a
cabo en la Edad
Media; corre el invierno de 1327,
bajo el papado de Juan XXII. El
franciscano Guillermo de
Baskerville y su discípulo, el
novicio benedictino Adso de Melk, llegan a una abadía benedictina ubicada en los Apeninos septentrionales italianos,
famosa por su impresionante biblioteca con estrictas normas de acceso.
Guillermo debe organizar una reunión entre los delegados del papa y
los líderes de la orden franciscana, en la que se discutirá sobre la supuesta herejía de la doctrina de la pobreza apostólica, promovida por una
rama de la orden franciscana: los espirituales.
La celebración y el éxito de dicha reunión se ven amenazados por una serie de
muertes que los supersticiosos monjes, a instancias del ciego exbibliotecario
Jorge de Burgos, consideran que sigue la pauta de un pasaje del Apocalipsis.
Guillermo y Adso, evadiendo en muchos momentos las normas de la abadía,
intentan resolver el misterio y descubren que, en realidad, las muertes giran
alrededor de la existencia de un libro envenenado, un libro que se creía
perdido: el segundo libro de la Poética de Aristóteles.
La llegada del enviado papal e inquisidor Bernardo
Gui inicia un proceso inquisitorial de amargo recuerdo para Guillermo,
quien en su búsqueda ha descubierto la magnífica y laberíntica biblioteca de la
abadía. El método científico de Guillermo se ve enfrentado al fanatismo
religioso representado por Jorge de Burgos. Disponible en https://es.wikipedia.org/wiki/El_nombre_de_la_rosa [consulta en línea, 12 de abril
de 2016].
[3] Se dice que Sócrates, durante la guerra del Peloponeso contra Esparta, sirvió como hoplita
(ciudadano soldado de infantería pesada) con gran valor en las batallas de
Potidea en el 432-430 a. C. No se sabe si satisfacía sus impulsos sexuales en
la guerra o si después de esta experiencia encontró otra forma de satisfacción
con la filosofía, por medio de la sublimación.
Friday, April 1, 2016
Nuevo libro de ELKIN EMILIO VILLEGAS MESA: "EL MALESTAR EN LA EMPRESA. UN SÍNTOMA DEL SUJETO CONTEMPORÁNEO"
En psicoanálisis Es Posible Hablar de la Unidad ONU Freud sociológico, en la Medida En que el sabio vienés ningún Individuo se Limito Solo a La Clínica, Que Sino, Vez Cada, se le Hizo Más imperioso Convertirse En un intérprete de la Cultura, de Como Lo busque nos ha demostrado Paul Ricoeur. Es Así como, en ESE contexto, PUEDE resultarnos paradigmático el postulado freudiano: "Toda Psicología ES TODO Individuales, ante, psicología social". De Ahí Que No resulte, para nada atrevido, El Principio Que Elkin Emilio Villegas Mesa pretende demostrarnos, Sobre Que la psicología social, y el psicoanálisis pueden Participar en transdisciplinario Diálogo de la ONU, Algo que ha Sido Bastante abordado en la Historia del psicoanálisis, Todo Sobre, a partir del Trabajo con Grupos, Instituciones y de vinculares Configuraciones ... Jesús María Dapena Botero Psiquiatra y psicoanalista Vigo, 28 de abril de 2013
Sunday, March 27, 2016
Friday, March 25, 2016
Tuesday, March 15, 2016
Saturday, February 20, 2016
Tuesday, January 5, 2016
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